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El río que brotó de un árbol sostenido del cielo por un mono

Por la noche, a la lumbre de la luna, en la galería de la casa, mientras el abuelo dormita en la hamaca, sentada en una alfombra, la abuela ha vuelto al recuento de las historias y leyendas que no se cansa de contar. En su forma de narrarlas está el encantamiento; en la hora; en el silencio circundante; en medio del canto de los grillos; en el cuadro que forman ellos, unidos por el respeto que se tienen, el amor que es el espíritu familiar y el gusto que sienten de estar juntos; más aún, porque saben que no pueden estar así por siempre. Los nietos, porque solo están de vacaciones, y los abuelos, porque ya hay una barquita de oro que viene por ellos.


Es que aquí no hay permanencia, y no hay un día que dure más de un día.

—Cuentan los ticunas —empezó la abuela— que el río Amazonas nació del tronco de un árbol. Eso fue en tiempos muy antiguos. Se dice que había un árbol tan grande que cubría toda la Tierra. Tan inmenso era y tenía tanto follaje que no dejaba ver la flor azul del cielo. Entonces Yoí —el primer padre— fue a ver a su hermano mayor y le habló: “Ipe, hermano, aunque es hermoso el suave verdor que pasa por entre las ramas y las hojas de nuestro árbol, como hombres que somos, necesitamos ver el cielo, el azul del cielo, ayúdame a cortarlo”. Pero el árbol era demasiado grande y los dos solos no podían con él. Siendo así, acudieron a los animales. A todos los animales. Y los hermanos empezaron a cortar y a cortar, y los animales a roer y roer, y los pájaros a picotear y picotear, por todos lados, los topos a morder las raíces, y todos a hacer fuerza y a empujar, a halar y a despejar el campo. Al fin, el árbol quedó cortado, suelto; no obstante, el árbol no cayó a la tierra.

—Espera, abuela —interrumpe con delicadeza Malena—. Qué imagen tan extraña. Co­mo un sueño. Un árbol cortado que no cae, como arrimado o apuntalado en el aire, tal vez en suave balanceo. Los animales de la tierra vueltos hacia él desde abajo, y desde arriba, los pájaros en sus ramas haciendo peso para que caiga. Perdona, abuela, sigue contando, por favor.

—Viendo Yoí que el árbol no caía, pensó que algo lo paraba desde arriba, entonces mandó a la ardilla que trepara y viese desde arriba, desde lo más alto de la copa, qué era lo que pasaba. Subió el animalito hasta la parte más alta y, al bajar, contó que había visto a Mareeke el mico que sostenía con una pata el cielo y con la otra tenía agarrado el árbol. “Vos sos más ágil —le dijo Yoí al turrá—. Sube llevando ají y se lo echas en los ojos a ese mico para que suelte el árbol”. El turrá subió y frotó el ají en los ojos del mono y, por su cuenta, se lo refregó también en la nariz y la boca del pobre animal.

—Qué malo —volvió a interrumpir Malena.

—No —opinó Sebastián—, solo estaba haciendo su trabajo. Lo mejor posible. ¿Te parece, abuelita?

—Nomás le mandaron echarle ají en los ojos —responde la abuela—. No le dijeron que, si con eso el mico no soltaba el árbol, debía refregarle el ají en la nariz y en la boca.

—Eso mismo pienso yo, abuela —la acompañó Malena—. El turrá se extralimitó. Obró mal, causándole mayor dolor al animal que sostenía el árbol y el cielo.

—Bueno, sí —admitió Sebastián—. Tal vez no era necesario hacer más de lo que le mandaron a hacer con el pobre mico. Por favor, abuelita, sigue contándonos la historia.

—Por el efecto del ají, el mico soltó el árbol y, al caer a la tierra, se pudo ver cómo era la luz y el color del cielo. Por orden de Yoí, Ipe empezó a cortar el árbol para hacer una canoa; mas ocurrió que, a cada hachazo de Ipe sobre el tronco, brotaba una quebrada. Y no solo eso: de las virutas del árbol, de las astillas, salían peces que penosamente chapoteaban en el barro, así la mojarra, el bocachico… Daba pena verlos retorcerse, saltar y aletear, abrir las agallas y las bocas en el lodo; entonces Yoí, para que no murieran, convirtió el poderoso y ramoso tronco en el río Amazonas; se reservó el corazón del tronco, y de allí formó la primera mujer, a quien hizo su esposa y más tarde madre de todos los ticunas, que en adelante vivie­ron en las márgenes del río.

—Bonito, abuela —sonrió Malena—. En el colegio, nos enseñaron que el río Amazonas es el río más caudaloso del mundo y que su cuenca es la mayor reserva mundial de agua, el pulmón de nuestro planeta. Que es la más extensa reserva animal y vegetal del mundo. Que el cincuenta por ciento de las especies de la Tierra se encuentran viviendo allí. Que el veinte por ciento del agua que se consume en el planeta la provee este inmenso río. También que hay empresas transnacionales que están contratando con los Gobiernos de los países por donde pasa el río, para que las dejen explotar sus recursos naturales y que, de esta manera, se atenta contra la humanidad…

—Abuela —interrumpió Sebastián, como si no hubiera escuchado lo que decía su hermana—, en un libro leí que el nombre de Amazonas se lo dieron los españoles, porque, cuando andaban por esas tierras, fueron atacados por mujeres que eran como las amazonas de la mitología griega.

—Es que la gente ve lo que quiere ver —sentenció la abuela—. Ellos habían leído a Homero y a otros autores de la antigüedad, por eso, encontraron en estas regiones, que para ellos eran asombrosas, sirenas, amazonas, cíclopes, hombres con una sola pierna…

—Todas esas cosas de la mitología son mentiras, abuela.

—No son mentiras, Sebastián, sino las formas que tienen los pueblos de contar sus cosas.

Serenata para una rana

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