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Y tendrá mi corazón el deambular de un duende

Por detrás de la casita, y un poco retirado, corre un riachuelo de aguas rumorosas y claras que, cuando cae la tarde, suenan como voces de campanas para acompañar el dulce can­­to de las aves vespertinas.

Allí han ido a bañarse Malena y Sebastián que están de vacaciones en casa de los abuelos paternos.

Agosto.

Se está en pleno verano.

La tarde es dorada y suave; abierta amorosamente al sol para que brillen más los colores de la tierra que ama un poco menos la noche, a pesar de la lejana belleza de la luna, del azul titilar de las estrellas y de los suaves pases de las manos del Gran Mago de los cielos para que los hombres tengan unas horas de descanso.


Más arriba de donde se bañan los hermanos, hay un duende joven estirado en la orilla del riachuelo; con las manos en el agua, juguetea con un cangrejo pardo que le atenaza la ramita con la que lo está toreando.

Se aburre el cangrejito, suelta la ramita y se mete en su cueva; después de un rato, saca los ojos, los mueve en todas direcciones y, al no ver por ahí al genio, los recoge y se duerme mecido por el azul campaneo del agua.

El duende está de pie, mirando al sol, sin pestañear.

Se dirige a él en un idioma indescifrable.

Se toca con la mano derecha abierta el lugar del corazón y, como si se arrancara de allí un pájaro invisible, se lo lanza al astro colmado, a su vez, de aves de fuego.

El duende tendrá unos setenta centímetros de estatura.

Barbilampiño, de tez sonrosada, nariz fi­­na y larga, ojos grandes, vivarachos e intensamente azules; su cabello negro sobresale debajo de un sombrero alón hecho de cuero; calza sandalias; el pantalón amarillo y el saco verde le quedan grandes; un morral lleva a la espalda y, en el cuello, lu­ce un pañuelo rojo.

De atrás de unas ramas coge un tamborcito, cruza la correa sobre el hombro y bajo el brazo, del morral saca dos palillos y golpea primero con uno de ellos el cuero del tambor:

¡Tan, tan!

Ahora en el borde del tambor, jugando:

¡Toc, toc, tac!

Con los dos palillos, ya en el parche:

¡Ta, ra, ta, ra ta, ra, ta, ra

ta, ra, ran tan, tan

taran, tan, tan tan, tan, tan!

Y sigue sonando el tambor con aguda y alegre cadencia, y a su son baila el duende loco.

Abajo, los bañistas oyen el tambor y creen que viene de la marimba del pueblo.

Suena que suena el tambor, y es tan frenético el son que el duende danza en la tierra, danza en el aire en la copa de un árbol sobre los matorrales, entra a un mundo y sale por otro: patas arriba, patas abajo horizontal…, siempre tocando.

En una de las volteretas que da, de su morral sale una moneda de oro que brilla un instante en el aire, cae al riachuelo y se va rodando sobre las ondas del agua como sobre un pulido plano de cristal.

Asustado, abriéndose paso por entre los matorrales de la orilla, el duende la sigue corriente abajo, hasta cuando ve que la moneda llega al vado donde están los bañistas, y cae al fondo sin que ellos la vean.

El duende está tranquilo viéndola allí.

Sabe que ellos podrán ayudarlo.

Va a presentárseles.

Pero ya lo han visto correr desesperado por la orilla.

Ahora lo ven sobre la roca grande del río, temeroso, nervioso, y como a punto de darle al tambor o echarse al agua.

—Es un gnomo —dice la niña, sin la más leve extrañeza.

—Y le tiene miedo al agua —le responde el hermano, como si hubiera hecho un gran descubrimiento.

Y los dos buscan las mejores posturas, los más confiables ademanes y los gestos más amables, para mostrarse amistosos.

Para no asustarlo, como cuando se está frente a un pajarito y se contiene la respiración para que no se vuele.

Con todo, Malena le advierte a Sebastián:

—Los duendes no son de fiar. Tengamos cuidado.

—Mejor, vámonos de aquí —le responde el hermano.

Y como si el duende los hubiese oído:

—No voy a haceros daño, amigos míos;

pero por la Luna y por el Sol,

prestadme ayuda en mi aflicción.

Les suplica y, aunque ellos ya saben quién es, solo para que siga hablando, le pregunta Sebastián:

—¿Eres un duende?

—No lo niego, esa es mi natura,

y toco tambor por afición.

—Ah, eras tú el del tambor de hace rato —observa Malena, y agrega—: cómo te llamas y en qué quieres que te ayudemos.

—Mi nombre cierto no lo digo

para no trabaros la lengua;

pero ponedme el que queráis

que, si es de mi gusto, me lo quedo.

—Gaspar… ¿Te gusta?

—Txklzmo.

—¿Qué dices?

—Que sí.

—Entonces, dinos ahora en qué podemos ayudarte.

—Sacándome una monedita que se me ha ido al fondo del río.

Desde aquí la miro brillando.

Donde mi dedo señala, ahí.

Los chicos la ven en el punto indicado por el duende.

—Allí, Sebastián, sácasela, pobrecito —le pi­de la niña a su hermano, en tono de súplica.

El chico se zambulle, bucea como rana y, al rato, sale mostrando la moneda que relumbra al sol.

—Aquí está. ¿Nos dejas verla un rato? —le pregunta Sebastián al duende, después de tomar aire.

—Claro, pero que sea deprisa,

que es de aquellos que miran miran

quedarse siempre con algo.

—Es un doblón español del tiempo de la Conquista —dice Malena, admirada—. Vimos uno en el Museo Nacional, ¿te acuerdas?

—Cierto, aunque este es mucho más bello y está como recién acuñado.

—¿Dónde lo hallaste? —pregunta Sebastián.

—No lo hallé. Lo trajeron de España mis antepasados. A cada uno de nosotros, al nacer, se le entrega uno que nos identifica ante la comunidad. Si lo llegamos a perder, tenemos que pasar por muchas pruebas para que nos entreguen otro.

—Con razón estabas tan preocupado por él.

—Y no era por poca cosa, Malena —indica su hermano.

—Gaspar, Gaspar, aclárame esto —pide Malena—: ¿En estas tierras hay duendes de otros países? ¿Es lo que dijiste con eso de que tus antepasados eran españoles?

—Y hasta de otros mundos, Malena. No os extrañéis. Nosotros, los de esta colonia, vi­nimos con el adelantado don Sebastián de Belalcázar. Mis an­te­pa­sados se embarcaron en las Islas Afor­tunadas. Somos de origen bereber…

—Luego nos explicas sobre tus orígenes españoles o bereberes; lo de “otros mundos”… ¿quieres decir extraterrestres?

—No hablo de otros planetas, sino de otros mundos que están en este. Hoy mismo entré danzando en un par de ellos, diferentes de este. Pero dadme la moneda ya. Que no estoy para daros clases.

Sebastián pasa el doblón a Gaspar, y este, colocándolo entre el índice y el pulgar, lo impulsa al cielo, a tal altura que el duende loco alcanza a dar dos volteretas en la roca antes de recibirlo en la palma de la mano; lo lanza luego en dirección a los chicos, y la moneda desaparece en el aire.

—Allí, amigos, en el agua —les grita.

Y ellos la ven brillando en el fondo del vado.

—Ahora yo voy a sacarla —dice Malena, y se zambulle.

Desde la orilla, el hermano la ve coger la moneda y salir con ella.

—Aquí está, Gaspar. No vuelvas a tirarla al agua, se te puede perder y no siempre habrá quién te la busque —observa la niña, echándose el cabello hacia atrás.

Mas, al abrir la mano, Malena halla una piedra.

—Pero si los dos lo vimos, Sebastián. Yo cogí el doblón de oro.

—¡Mírenlo acá!

Se vuelven para ver cómo Gaspar se saca el doblón de la oreja y lo lanza de nuevo al aire.

La moneda está suspendida sobre el río, arriba de las cabezas de los chicos y, cuando se cree que va a caer a la corriente, se mul­tiplica en decenas de moneditas de oro re­­fulgen­tes en el cielo mientras descienden sobre ellos que levantan las manos para cogerlas; pero, al llegar cerca del agua, se transforman en libélulas doradas que se posan en las manos y se dispersan entre los arbustos, las piedras y el cielo que se colma de argentinos rumores con el batir de sus alas de oro y cristal irisado de colores.

—¡Acá! ¡Acá!

Se vuelven hacia la voz y ven cómo el duende guarda la moneda en el morral.

—¡Ah! —exclamaron a la vez los chicos, asombrados y sonrientes.

—¿Cómo haces eso, Gaspar?

—Nosotros podemos hacer ver cosas que, en realidad, no pasan.

—¿Y qué más sabes hacer?

—Aparecer y desaparecer.

¡Tris!

Desapareció.

¡Tras!

Apareció.

—¿Y qué más?

—Esto.

¡Trik!

Se transforma en la cabeza gigante de un horrendo animal que, con las fauces abiertas y rugiendo, se lanza sobre los chicos que, asustados, se encuentran, virtualmente, dentro de la boca de esa cabeza que pasa sobre ellos y desaparece a sus pies, en la tierra.

¡Trak!

—¡Acá estoy!

Y ahí está en la roca, sonriente.

Los hermanos están un poco disgustados por el susto.

—¿Y en rana? —le pregunta Malena con gra­cioso aire inocente.

—Sí, en rana —la secunda Sebastián, adivinando lo que quiere hacer Malena.

—¡Ya! —exclama Gaspar.

Y sobre la roca aparece una rana.

Corren los muchachos y la tapan con un sombrero, apretando fuerte contra la roca el ala.

Tienen las caras rebosantes de alegría.

De dentro de la copa del sombrero sale la voz del duende.

—Por la Luna y por el Sol, perdonadme, amigos míos, la charada.

—¿Prometes no volver a asustarnos?

—Sí. Sí.

—¿Por quién?

Y antes de que conteste, le preguntan, sonriendo con picardía:

—¿Por la Luna y por el Sol?

—Sí, sí, por la Luna y por el Sol os lo prometo —dice Gaspar, y los hermanos se echan a reír. Levantan el sombrero.

Ahí está de nuevo el duende en su aspecto natural.

—¿Amigos? —preguntan.

—Amigos.

El duende está sentado en la roca grande del vado, y los chicos estirados en la arena de la playa.

Una iguana grande, de color verde y cresta dorsal de afiladas escamas, que va desde la cabeza hasta la cola, está parada en una piedra.

Alargando el cuello de gran papada, mira a los muchachos, resoplando como si tuviera un fuelle.

Cuando se vuelve hacia el duende, golpea con su poderosa cola el agua, como amenazándolo si se atreve a hacerle daño.

El duende y la rana nomás se observan.

Él le hace caras y le saca la lengua; ella cierra y abre los ojos con rapidez y no deja de sacar la lengua para analizar el ambiente. Se aburre, afloja las garras de sus patas cortas y se tira a la corriente; vuelve a salir y se va río abajo saltando por entre las rocas y ver­dean­do el río, a ratos nadando, a ratos dando zancadas.

—Las iguanas son bonitas y extrañas —dice Malena.

Y su hermano, emocionado:

—Como todo lo que hay en la naturaleza: bonito y misterioso.

Después de un rato, les pregunta Gaspar:

—¿Y cuándo regresan a la tierra de ustedes?

—Esta es nuestra tierra —le contesta Malena—, pero ahora vivimos en Santafé, con nuestros padres.

—Los conozco desde que eran pequeñitos, y los traían sus papás o venían con sus tíos o sus primos.

—¿Y por qué no te hemos visto antes? —pregunta Sebastián.

—Porque nosotros no siempre nos hacemos ver por los humanos. Ahora fue por el doblón. Les pregunté que cuándo se marchan.

—Sí, disculpa —dice Malena—, en un par de días, el viernes.

—Me gustaría conocer la ciudad donde viven. Debe ser un reino muy grande.

—No es un reino, aunque sí es muy grande.

Hay un silencio, y después recita Gaspar, emocionado:

—Llevadme a conocerla,

que de huésped que sea,

yo no ocupo espacio

y es de aire mi yantar.

—¿Eres poeta, Gaspar? —le pregunta la chica—. A ratos hablas en verso.

—Sí, Malena, mis inspirados y sencillos versos los escribo en la corteza de los troncos de los árboles.

—Siendo así, tendrás un bosque de poemas. ¿Nos dejarás leer algunos?

—Un día los llevaré a mi floresta poética y les regalaré todos los que alcancen a copiar. Por ahora, por favor, llévenme con ustedes, por la Luna y por el Sol.

—No, no es posible, te morirías allá —le objeta Sebastián, con los ojos sonrientes por eso de “por la Luna y por el Sol” y, luego, poniéndose serio—. El aire de las ciudades está muy contaminado. Este que respiras es puro y saludable.

—Está bien —indica Gaspar, en tono apagado, como si cambiara de opinión y, después, con despreocupación—: ¿vendrán mañana?

—Sí. Si Dios quiere.

—Entonces, nos veremos aquí.

¡Tris!

Y desaparece.

Los chicos están encantados por lo que han vivido en esta tarde, que más bien parece ser una de esas que se viven en los extraños mundos de los cuentos maravillosos.

—Si viven del aire —dice Malena, saliendo del agua para vestirse y como si nomás hablara para ella—, uno de estos seres no podría vivir en Santafé, con ese aire tan viciado que respiramos —se envuelve en una toalla y va a buscar un matorral para cambiarse el vestido de baño.

—Este Gaspar debe ser el loco de la comunidad —opina Sebastián, ya listo y a la espera de que su hermana termine de vestirse—. Como dijiste, en Santafé se moriría por la contaminación y el ruido.

—Por el ruido no te preocupes, que más del que hace con su tambor…

Se echan a reír, y emprenden el regreso a casa de los abuelos.

El caminito los va llevando y el cielo vela por ellos.

Más tarde, el sol recogerá sus pájaros de fuego,

se pondrá la danzarina noche sus ajorcas de oro,

en el bosque de la infancia se dormirán los sueños,

y tendrá mi corazón el deambular de un duende.

Serenata para una rana

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