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ОглавлениеDISCURSO PRIMERO
LA SALVACIÓN DEL OYENTE, INTENCIÓN DEL PREDICADOR
UNA TAREA EVANGÉLICA
Cuando un grupo de hombres llega a un barrio desconocido[1], como hacemos ahora nosotros, que somos extraños ante extraños, y se establece, y levanta un altar, y abre una escuela, e invita a todos a acercarse, es lógico que quienes observan se hagan esta pregunta: ¿qué motivo les trae?, ¿quién les ha hecho venir?, ¿qué quieren?, ¿qué predican?, ¿qué garantías ofrecen?, ¿qué prometen? Tenéis derecho, hermanos míos, a formular estos interrogantes.
Muchos, sin embargo, no se detendrán en la pregunta, y pensarán que pueden contestarla por sí mismos sin dificultad. Hay algunos que la responderán pronta y convencidamente, según su visión habitual de las cosas y sus propios principios, que podríamos denominar mundanos o terrenos. Pues las ideas, los criterios, los fines del mundo[2] son muy específicos, se ven reconocidos en todo lugar, y la gente actúa continuamente en base a ellos. Suministran una explicación sobre la conducta de los demás, sean quienes fueren, siempre a punto, tan segura de su verdad en los casos corrientes como estimada verosímil en cualquier instancia singular. Cuando hemos de explicar efectos que observamos, los referimos, como es lógico, a causas conocidas.
Imaginar causas de las que nada sabemos no aporta explicación alguna. El mundo, por lo tanto, juzga a los demás, natural y necesariamente, según la idea que tiene de sí mismo. Los que conducen una existencia pegada a la tierra y actúan en base a motivos mundanos, y viven con otros que se comportan igual que ellos, atribuirán, como lo más natural del mundo, las acciones de los demás —aunque sean muy diferentes a las suyas— a alguna de las razones que son determinantes para ellos; asignarán siempre los motivos de los que ellos mismos tienen experiencia, pues no son capaces de imaginar otros.
Sabemos cómo es el mundo, especialmente en este país[3]. Es laborioso, activo, infatigable. Emprende tareas con entusiasmo y las lleva adelante con vigor. Observadlo tal como se dibuja fielmente, día tras día, en las publicaciones dedicadas a servirlo, y veréis enseguida los fines que lo estimulan y las ideas que lo gobiernan. Leeréis acerca de grandes y perseverantes esfuerzos, realizados con vistas a un fin temporal, bueno o malo, pero después de todo temporal, aunque no sea siempre un fin egoísta. Generalmente es la fama, la influencia, el poder, la riqueza, la posición social; algunas veces es el remedio de los males que afectan a la vida humana o a la sociedad, como la ignorancia, la enfermedad, la pobreza o el vicio; pero el principio que mueve y anima estos afanes es, a pesar de todo, un fin temporal. Y la excitación producida por estas metas terrenas es tan agradable que constituye a menudo su propia recompensa: en el sentido de que, olvidados del fin por el que luchan, los hombres encuentran satisfacción en las tensiones mismas, y se sienten suficientemente recompensados del esfuerzo por el esfuerzo, es decir, por la pelea para triunfar, la rivalidad de grupo, la comprobación de su capacidad, las vicisitudes, riesgos e imprevistos, y las numerosas exigencias de la batalla que combaten, aunque la batalla nunca termine.
LA MIOPÍA MUNDANA
Este es el talante del mundo, y por tanto, insisto, no es extraño que cuando la gente descubre personas que comienzan a trabajar con energía, tratan de que otros les sigan, y actúan externamente como todos, aunque lo hagan en diferente dirección y con un sentido religioso, les impute, sin dudarlo un instante, los temporales motivos que influencian a los demás. Con frecuencia, a modo de acusación, pero a veces solo como quien registra un hecho juzgado innegable, el mundo da por supuesto que tales hombres son ambiciosos, inquietos o ávidos de prestigio y poder. No sabe pensar mejor, y se molesta e irrita si, a medida que el tiempo discurre, algo se manifiesta en la conducta de los criticados que no es compatible con el presupuesto sobre el que, en primera instancia y sumariamente, se enjuició su actitud y anticipó su trayectoria. Se formó una opinión acerca de ellos, los examinó desde esa perspectiva, y a partir de alguna acción que vino a conocer, les atribuyó sin vacilación un determinado motivo particular como habitual principio de comportamiento. Pero advierte después que debe modificar su juicio, asumir una nueva hipótesis, y explicarse a sí mismo otra vez el carácter y conducta de aquellos. Queridos hermanos, el mundo no puede dejar de actuar así, porque no nos conoce[4]. Se manifestará siempre impaciente con nosotros por el hecho de que no somos mundanos, como él lo es. Está fatalmente ciego a la única razón que nos mueve, y se cansa de buscar en sus catálogos y registros alguna descripción que nos cuadre; se detiene disgustado, luego de hacer muchas conjeturas, y nos deja de lado como fenómeno inexplicable, o nos odia como a gente misteriosa e intrigante.
Hermanos míos, nosotros tenemos miras escondidas —es decir, ocultas por desgracia a los hombres de mundo: ocultas a los políticos, los esclavos del dinero, los ambiciosos, los avarientos, egoístas y voluptuosos—. Porque la religión misma, como su divino autor y maestro, es ya algo escondido a los ojos profanos, y como no la conocen no pueden usarla como clave para interpretar la conducta de los hombres en quienes influye. No saben nada de las ideas y motivaciones que la religión ofrece a los que la reciben y hacen suya. No entran en semejantes cosas ni advierten su sentido, ni siquiera cuando alguien se lo manifiesta; y no creen que un hombre pueda sentirse movido por tales ideas, aunque las profese exteriormente. Son incapaces de ponerse a sí mismos en la situación de un hombre que trata sencillamente, en lo que hace, de agradar a Dios. Son tan estrechos de mente, su contextura espiritual es tan mezquina, que cuando un católico hace profesión de alguna doctrina del Credo —el pecado, el juicio, cielo e infierno, la sangre de Cristo, el poder de los Santos, la intercesión de la Santísima Virgen, o la Presencia Real en la Eucaristía— y dice que estos son objetos reales que inspiran sus pensamientos e impulsan sus acciones durante el día, no pueden aceptar que esté hablando en serio; porque piensan sin duda que esos puntos son precisamente las dificultades que ese católico encuentra para creer y no suponen otra cosa que tentaciones contra su fe, que logra superar con violencia de su razón y pensando en ellas lo menos posible. No imaginan ni de lejos que estas verdades puedan llenar el corazón y ejercer una saludable influencia sobre la vida. No es extraño, por tanto, que la gente sensual e incrédula recele de toda persona a quien no consigue entender, y sea tan enrevesada en sus imputaciones cuando no quiere decidirse a aceptar la explicación más sencilla.
EL DESCUIDO DE LO ESPIRITUAL
Así ha ocurrido desde el principio. Los judíos prefirieron explicar la conducta de nuestro Señor y de su precursor por cualquier motivo excepto el deseo de cumplir la voluntad de Dios. Para los judíos eran ambos, dice Jesús, «como chiquillos que, sentados en la plaza, se gritan unos a otros: os hemos tocado la flauta y no habéis bailado, os hemos entonado lamentos y no habéis llorado» (cfr. Lc VII, 32). Más adelante aclara la razón de este comportamiento: «Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a los sabios y prudentes, y se las has revelado a los pequeños. Sí, Padre, pues tal ha sido tu beneplácito» (cfr. Lc X, 21).
Dejad a los incrédulos que sigan su camino y que digan lo que quieran contra nosotros[5]. Esto no nos impide, sin embargo, decir lo que pensamos, lo que Dios eterno piensa y dice. Tenemos tanto derecho a nuestro juicio sobre el mundo apartado de Dios, como el mundo lo tiene a su opinión sobre nosotros. Y tenemos intención de ejercitar ese derecho, porque mientras sabemos que se nos juzga equivocadamente, poseemos testimonio divino de que nuestro juicio es verdadero. Pues aunque muchos se afanan en atribuir nuestra seriedad a algunas de las razones que les mueven a ellos, escuchadme mientras os muestro —tarea no difícil— que son precisamente nuestro temor y oposición a esos motivos, y la compasión que sentimos por quienes son presa de ellos, lo que nos hace tan activos y fastidiosos, y nos impulsa a instalamos en un barrio desprovisto de atractivos externos pero rebosante de almas.
El mundo, que está lleno de cosas temporales y sensuales, se molesta poco por las almas, su estado ante la mirada de Dios, su pasado y las perspectivas de su futuro. Forma por sí mismo y a su manera su propia visión de la existencia, y vive de ella. Nunca se detiene a considerar si es una visión correcta, ni se le ocurre buscar algún criterio externo o fuente de información que ratifiquen la verdad de sus ideas. Se contenta con dar las cosas por supuestas según la primera apariencia, se olvida de pensar en Dios, vive al día, y —en un sentido malo— «no se preocupa del mañana» (cfr. Mt VI, 34). Lo que ve, gusta y maneja le basta; esto representa el límite de sus aspiraciones y conocimiento; solo lo que convence y funciona le parece respetable; la eficacia es la medida del deber, el poder es la regla de lo justo, y el éxito, la piedra de toque de la verdad[6]. Cree únicamente lo que toca y se muestra escéptico hacia lo que no puede demostrar. Afirma, en consecuencia, que un hombre no necesita hacer demasiado para salvarse; que o bien no ha cometido grandes pecados, o bien será, sin duda alguna, perdonado por haberlos hecho; que puede confiar en la misericordia de Dios respecto a su destino eterno; y que debe rechazar todo autorreproche, queja del pasado, penitencia, mortificación y disciplina, como sentimientos ofensivos hacia la divina misericordia. Esto enseña el mundo, a través de sus sectas y filosofías, sobre nuestra condición en esta vida. ¿Qué nos enseña, en cambio, la Iglesia católica?
LA PERSPECTIVA CRISTIANA DEL HOMBRE
Enseña que originalmente el hombre fue creado a imagen divina, hecho hijo adoptivo de Dios, heredero de la gloria eterna, y partícipe en la tierra de grandes dones y gracias, adelanto de la eternidad. Enseña también que ahora el hombre es un ser caído, que se encuentra bajo la maldición del pecado original y privado de la gracia. Es un hijo de la ira que no puede alcanzar el cielo y está en peligro de perecer. No decimos que esté destinado a la perdición por una ley inexorable[7], porque no perecerá sin desearlo realmente y obrar en consecuencia, y Dios le concede, aun en su estado actual, multitud de inspiraciones y auxilios para conducirle a la fe y a la obediencia. No existe un solo hombre nacido de Adán que no pueda ser salvo, por lo que respecta al necesario auxilio divino. Sin embargo, dados el poder de la tentación, la fuerza de las pasiones, la solidez del egoísmo y la soberanía del orgullo y la pereza en todo hombre, ¿quién se atrevería a afirmar que una determinada persona será capaz de mantenerse obediente a Dios, sin una abundancia de gracias que, por ser desproporcionadas a las exigencias —inexistentes— y a las estrictas necesidades de la humana naturaleza, no puede esperar? Podemos normalmente conjeturar de todo hombre venido a este mundo que, si llega al uso de razón y a pesar de la usual asistencia divina, cometerá pecado y comprometerá la salvación de su alma. No es ligero ni corriente el auxilio por el que el hombre es defendido contra sí mismo. Necesita remedios extraordinarios. ¡He aquí un pensamiento que arroja luz clara sobre el estado presente de las personas! ¡Qué diferente a las ideas que el mundo imagina! ¡Qué penetrante e irresistible ha de ser su influencia en los corazones que lo admitan!
Contemplad más detalladamente la historia de un hombre nacido al mundo y educado según sus criterios, y comprenderéis mejor la idea que quiero llevar a vuestra mente. El niño pasa a través de sus dos, tres, cinco años de inocencia, años benditos porque todavía no puede pecar. Pero llega un día decisivo en el que comienza a apreciar la distinción entre el bien y el mal. El día llega antes o después; la edad varía, pero la fecha en cuestión llega en todo caso. El niño tiene ya la posibilidad, terrible y sobrecogedora, de discernir y juzgar que una acción es mala y, sin embargo, ejecutarla. Posee una nítida noción de que ofenderá a su Creador y Juez si hace esto o aquello; es capaz de evitarlo y libre de escogerlo. Tiene, en una palabra, el poder terrible de cometer un pecado mortal. Aunque es joven, percibe verdaderamente el pecado y puede prestarle auténtico consentimiento, igual que hizo el ángel malo en su caída. Ha llegado el día. Nadie es capaz de asegurar si se concluirá, si discurrirán muchas horas, antes de que haya usado ese poder y perpetrado de hecho lo que no debe hacer, lo que no necesita hacer[8], lo que puede, sin embargo, hacer. ¿Conocemos a alguien que, si hubiera permanecido en su estado de naturaleza, habría empleado adecuadamente todas sus facultades para evitar la culpa y la pena de ofender a Dios? No, hermanos míos. Una ciudad como la nuestra es un pavoroso espectáculo. Recorremos las calles y nos encontramos con innumerables personas que no han recibido el Bautismo. El resto está formado en gran medida por bautizados que han pecado contra la gracia recibida y desde jóvenes se han apartado de la única grey donde se encuentra la salvación. Razón y pecado han caminado juntos desde el principio. ¡Pobre niño! A sus padres parece el mismo. No saben lo que ha ocurrido en él, o quizás si lo supieran no lo juzgarían importante, porque ellos también se hallan en situación parecida. Ellos también, mucho antes de conocerse, habían faltado gravemente, y nunca se reconciliaron con Dios. Así han vivido años, inconscientes de su estado. Un día se casaron, ocasión de alegría para ambos, mas no tanto para los ángeles. Eran ricos o pobres, afortunados o no en sus asuntos temporales, pero su unión no fue —por así decirlo— bendecida por Dios. Tuvieron un hijo. El niño bautizado no se vio señalado por el maligno en su nacimiento, pero arrastraba consigo los presagios del mal y seguiría con probabilidad el curso de toda carne. Ha llegado el tiempo; los presagios se cumplen, y el hombre joven se aleja de Dios libremente. El fruto prohibido ha sido por fin devorado; el objeto pecaminoso se ha consumido con fruición; las puertas del infierno le han atrapado silenciosamente[9] y no se ha dado cuenta; no tiene ojos para las llamas, pero los habitantes infernales le observan; no sabe que su sitio está dispuesto. A menos que su Creador intervenga de alguna manera extraordinaria está perdido.
AMENAZA DE CORRUPCIÓN INTERIOR
Su mente, sin embargo, no controla su propio crecimiento, porque él se ha hecho esclavo de sus debilidades. El intelecto se despierta, el tiempo avanza, nuestro joven aprende cosas, posee quizás habilidades, y otros le enseñan a desarrollarlas. Sus modales son atractivos, él es alegre y jovial, como suelen ser los adolescentes. Paso a paso se le educa para la vida, forma sus juicios, escoge sus principios y se moldea un determinado carácter. Este carácter puede ser más o menos bondadoso, puede encerrar poco o mucho de virtud natural; pero todo esto no importa demasiado, porque el mal está dentro, existe e irá a más. El enemigo de su alma anda suelto en torno a él. Durante un tiempo siguió con algunas de sus oraciones, pero ya las ha abandonado. Eran una formalidad y no tenía ganas de rezarlas. ¿Por qué había de continuar con ellas? ¿Para qué servían? ¿Acaso estaba obligado a mantenerlas? Así razona. Ha actuado según su razonamiento e interrumpido las oraciones. Quizás fue esta su primera falta, la falta grave inicial que le arrancó la gracia: un acto de incredulidad en la eficacia de la oración. Siendo todavía un niño se negó a rezar, con el pretexto de que era demasiado mayor para hacerlo y que sus padres tampoco rezaban. Abandonó la oración, y el tentador entró en su alma, tomó posesión de él, se instaló cómodamente como en casa propia y vivió en su corazón sin ser molestado.
¡Pobre niño! Cada día añade nuevas ofensas a su cuenta. Los requerimientos de la gracia consiguen un efecto cada vez menor. Respira el aire del mal y se corrompe día tras día más fatalmente. Ha prescindido del pensamiento de Dios y se ha colocado a sí mismo en lugar del Altísimo. Ha rechazado las costumbres religiosas que ve en torno suyo, y elegido en cambio, como guía de la vida, las tradiciones mundanas, más afines con su carácter. Está seguro de sus puntos de vista y no sospecha que el mal le acompaña. Sabe ya burlarse de los hombres prudentes y de las cosas serias, aprende enseguida las historias que circulan contra ellos, y habla con aplomo de aquello que es incapaz de juzgar o conocer. Cuanto menos cree en la doctrina cristiana, más sabio se estima a sí mismo. Si su buen talante natural le impide hablar con animosidad, se une, sin embargo, por descuido o imitación, al escarnio de cosas y personas sagradas. Es agudo, diligente e ingenioso, y emplea sin darse mucha cuenta estas cualidades en la causa del mal. Alienta una secreta antipatía hacia las verdades y actividades religiosas, así como una repulsión inconsciente, que no conseguiría explicar si alguna vez lo intentara. Así le ocurrió a Caín, primogénito de Adán, que asesinó a su hermano sencillamente porque las obras de este eran buenas. Así les ocurrió a aquellos desgraciados niños de Bethel, que insultaron al profeta Elíseo. Cualquier cosa sirve, en efecto, al propósito ridiculizador y ofensivo del hombre de mundo, que se irrita siempre por la presencia de la religión.
EL PELIGRO DE LAS APARIENCIAS
Podría continuar y referirme a la perversión, todavía más repulsiva y oculta, que crece y se propaga en este joven, a medida que pasa el tiempo y la vida se abre ante él. ¿Quién logrará explorar lo profundo de ese mal cuya retribución es la muerte? ¡Qué tremenda visión la de este mundo caído, atractivo y hermoso por fuera, razonable en sus afirmaciones, vergonzoso y ocultador de sus faltas, y, sin embargo, una masa de corrupción bajo la superficie! Se avergüenza de sus pecados y, sin embargo, no se confiesa a sí mismo que lo son, sino que los defiende cuando la conciencia censura, y quizás afirma con audacia que si todo impulso es permisible en sí, debe ser siempre bueno en un individuo; es más, que la autosatisfacción se justifica a sí misma, y que la tentación es voz de Dios.
Pero no necesito analizar la influencia recíproca o el poder combinado del orgullo y la sensualidad —la sensualidad investiga los caminos que llevan al mal y el orgullo los consolida— hasta que las verdades elementales de la Revelación llegan a considerarse simples leyendas infantiles. No he pretendido otra cosa que situar en su curso, por así decirlo, a la pobre naturaleza, y dejarla a vuestra reflexión, al comentario individual que cada uno de vosotros podrá sin duda añadir a este leve bosquejo, descubriendo en la propia mente y en la propia conciencia lo que ninguna palabra sabe formular adecuadamente[10].
Su trayectoria terrena continúa. El joven se ha convertido en hombre. Tiene ya una profesión o un oficio. Trabaja con éxito, se casa, como su padre hizo antes que él. Desempeña su papel en la escena de la vida mortal; las relaciones aumentan con los años; alcanza una estimable reputación y ejerce influencia en la esfera social donde se mueve: la reputación e influencia de un hombre sensible, prudente y sagaz. Los hijos crecen junto a él, la madurez pasa y su estrella comienza a declinar. En la balanza y medida del mundo, ha llegado a una edad respetada y venerable, ha sido un hombre de mundo y este le muestra reconocimiento y tributa alabanzas. ¿Pero qué es él en la balanza del cielo? ¿Cuál es el juicio divino sobre su vida? ¿Qué decir de su alma? ¿Su alma? ¡Ah! Es algo que tenía olvidado. Había olvidado que poseía un alma, y sin embargo el alma está desde el principio al final a la vista de su Hacedor. Posuisti saeculum nostrum in illuminatione vultus Tui (cfr. Ps LXXXIX, 9): «Has colocado nuestra vida bajo la luz de Tu rostro». ¡Qué pena! El mundo no sabe nada sobre su alma; se despreocupa de ella; no la reconoce; solamente ve en él un intelecto dentro de un cuerpo mortal; le importa el hombre mientras está aquí, y se olvida de él cuando marcha hacia allá. Y a pesar de todo ha llegado el momento en que debe abandonar el aquí para situarse allí, y desaparece de la vista, envuelto por las sombras de aquel mundo invisible, acerca del cual el mundo visible es tan escéptico.
LA HORA DE LA VERDAD
Nos interesa, por tanto, a quienes creemos en el mundo que no se ve, preguntamos qué ocurre a todo esto con su alma. Ha tenido en vida placeres y satisfacciones, así como una excelente fama; atemperó sus opiniones a medida que los años pasaban y comenzó a pensar que el orden y la religión eran cosas buenas, que debía prestarse cierta deferencia a la religión del país[11] y alguna asistencia a los servicios religiosos. Pero este hombre no es otra cosa que un sepulcro blanqueado, como dice el Señor, sucio en el interior con huesos de muerto y toda clase de corrupción. Todos los pecados de su juventud, de los que nunca se arrepintió y que jamás repudió, sus antiguas profanaciones, sus impurezas, odios e idolatrías se pudren con él, cubiertos y ocultos solamente por estratos sucesivos de faltas más recientes. Su corazón es casa de tinieblas, intervenida, violada, poseída por malos espíritus. El mismo es un ser sin fe y sin esperanza. Si mantiene algo como verdad, lo defiende únicamente a modo de opinión, y si conserva una cierta paz y calma, es la calma, no del cielo, sino del decaimiento y la disolución. Ahora el viejo enemigo ha expulsado a su ángel bueno y se halla próximo a él; alegre en su victoria, espera paciente la presa; el tentador ya no le invita a cometer nuevas faltas, no sea que su conciencia se turbe; se limita a dejarle tranquilo para que se distraiga con apariencias de fe, piedad y práctica religiosa; le ayuda incluso a que se cubra con formas de religión que consuelen la debilidad de su edad terminal, pues sabe bien que no puede durar mucho, que la muerte es cuestión de tiempo, y que pronto podrá llevarlo con él.
La hora inevitable ha llegado, y muere. Muere apaciblemente. Sus amigos están consolados. Dan gracias a Dios, que lo tomó consigo y libró de las penas de la vida y los dolores de la enfermedad. «Un buen padre», dicen, «un excelente vecino», «un hombre sinceramente lamentado en su muerte por innumerables amigos». Quizás añadan que «murió firmemente confiado en la misericordia de Dios». Pero no saben que hubiera necesitado algo que está más allá de la misericordia divina: necesitaba de un atributo que es incompatible con la perfección última, que no se encuentra, que no puede encontrarse, en el Dios de suma gloria y de suma santidad. «Confiado» iría sin duda, «en las promesas del Evangelio», que sin embargo, nunca fueron suyas o perdió muy pronto.
Pasa el tiempo, y de vez en cuando se le dedica algún comentario respetuoso o tierno. Pero mientras tanto —a pesar de este mundo falso, y aunque sus hijos no lo acepten, y griten, y protesten con indignación cuando se alude a verdad tan seria— él levanta sus ojos, atormentado y «sepultado en el infierno» (Lc XVI, 22).
Esta es la historia de un hombre en estado de naturaleza, en estado de indigencia espiritual, para quien el Evangelio nunca fue una realidad, en quien la buena semilla nunca echó raíces y el auxilio divino se dispensó en vano. Esta es su triste crónica. Pero he hablado solo de un hombre, y sin embargo, queridos hermanos, es la historia de miles: es de una forma u otra el caso de todos los hombres mundanos. «Apenas nacidos —dice la Sabiduría— dejaron de existir, y no pueden mostrar signo alguno de virtud, y se consumen en su maldad» (Sap V, 13). Pueden ser ricos o pobres, cultos o ignorantes, refinados o zafios, decentes exteriormente o de vida escandalosa, pero en el fondo son todos iguales. No tienen fe, no tienen amor. Son impuros y orgullosos. Se muestran muy de acuerdo unos con otros, tanto en opiniones como en conducta. Advierten este acuerdo mutuo y lo consideran una prueba de que su conducta es correcta y sus opiniones verdaderas. Como el árbol, así es el fruto. No es de extrañar que exista en todos el mismo fruto, si procede de la misma raíz, de una naturaleza no regenerada e inmunda[12]. Ellos, en cambio, lo consideran bueno y saludable, porque ha madurado en muchos, y expulsan como odiosa e insoportable la doctrina pura de la Revelación, tan severa con ellos. Nadie ama las malas noticias, nadie recibe alegre lo que le condena. El mundo calumnia a la Verdad en defensa propia, porque la Verdad le denuncia.
EL APOSTOLADO, ASPECTO BÁSICO DE LA VIDA CRISTIANA
Si estas cosas son como digo, y si nosotros, católicos, creemos que son así, si las creemos tan firmemente que nos haría felices morir antes que dudarlas, no es extraño ni exige una explicación complicada que vengamos a una población como esta, a un lugar donde el error religioso y la corrupción que lo acompaña imperan; a una población que ciertamente no es peor que el resto del mundo, pero tampoco mejor. No es mejor porque no posee el don de la verdad católica; no es más pura porque no posee el don de la gracia, único capaz de destruir la impureza; es una población pecadora, entregada a satisfacciones ilícitas, cargada de faltas, y expuesta a eterna ruina, porque no ha sido bendecida con la presencia del Verbo Encarnado, que difunde suavidad, tranquilidad y pureza en el corazón. ¿Es de admirar que comencemos a predicar a unos hombres por los que Cristo ha muerto y tratemos de convertirlos a Él y a su Iglesia? ¿Hacen falta más razones? ¿Es necesario atribuir motivos humanos a una conducta tan lógica en quienes aceptan el anuncio y los requerimientos del Evangelio? Si estamos convencidos de que el Redentor ha derramado su Sangre por todos los hombres, es una consecuencia normal que nosotros, sus siervos, hermanos y sacerdotes, no queramos que esa Sangre se derrame inútilmente, se malgaste, por así decirlo, respecto a vosotros, y busquemos haceros partícipes de los beneficios que nosotros mismos hemos recibido. No es razonable que se nos llame vanidosos, inquietos, ávidos de influencia, resentidos, parciales o nombres parecidos, cuando a la vista está el motivo mucho más poderoso y decisivo que explica nuestro celo. ¿Existe mayor incentivo para predicar que la creencia firme de que se anuncia la verdad? ¿Hay algo que impulse a convertir las almas como la conciencia del pecado y del peligro eterno en que viven? Nada persuade tanto a urgir a los hombres su entrada en la Iglesia como la convicción de que la Iglesia es el medio normal que Dios emplea para salvar a los iniciados por el mundo en el pecado y la incredulidad[13]. Admitid solamente que creemos lo que profesamos —lo cual no es mucho pedir, pues nada hemos hecho para merecer desconfianza— y entenderéis sin dificultad nuestro propósito. Venimos porque creemos que solo hay un camino de salvación señalado desde un principio, y que no vais por ese camino. Venimos como ministros de la gracia extraordinaria de Dios que necesitáis. Venimos porque hemos recibido un gran don divino, y deseamos que participéis de nuestra alegría, pues está escrito: «Gratis lo recibisteis, gratis dadlo» (cfr. Mt X, 8); y porque no nos atrevemos a esconder en un paño las misericordias de Dios, que se nos han concedido no solo por nosotros, sino para el beneficio de los demás.
Este celo, aunque pobre y débil en nuestras personas, ha sido la vida de la Iglesia y el aliento de sus predicadores y misioneros en todas las épocas. Fue el sagrado fuego que trajo del cielo al Señor y que Él deseaba comunicar con esfuerzo a quienes le rodeaban. «He venido a traer fuego sobre la tierra —exclama— y ¡cuánto desearía que ya estuviera encendido!» (cfr. Lc XII, 49). Este fue también el sentimiento del gran apóstol a quien su Señor se apareció para trasmitirle idéntico fervor. «Te envío a los gentiles —le dice en su conversión— para que abras sus ojos, a fin de que se conviertan de las tinieblas a la luz, del poder de Satanás a Dios». Y consecuentemente comienza enseguida a predicarles que deben arrepentirse y volverse a Dios con frutos dignos de penitencia, pues dice: «La caridad de Cristo le urge», y «se ha hecho todo para todos, con el fin de salvar a todos», y que «soporta cualquier cosa a causa de los elegidos, para que obtengan la salvación que está en Cristo Jesús y la gloria eterna».
Esta fue la llama que ardía dentro de los predicadores a quienes los ingleses debemos el cristianismo. ¿Qué otra cosa les trajo desde Roma a una isla lejana y a un pueblo bárbaro, entre temores y sufrimientos innumerables, sino el deseo incontenible y soberano de salvar al que perecía y unir los miembros y esclavos del maligno al cuerpo de Cristo? Este ha sido el secreto de la propagación de la Iglesia desde el principio, y lo será hasta el final. Esta es la razón por la que la Iglesia, con la gracia de Dios y ante la sorpresa mundana, convierte las naciones y hace lo que ninguna secta puede imitar. Esta es la razón por la que misioneros católicos se mezclan generosamente entre fieros indígenas y se exponen a los más crueles tormentos, conocedores del valor de un alma, conscientes del mundo futuro y amantes de sus hermanos.
Nosotros, hermanos míos, no somos dignos de que nuestro nombre se mencione junto al de evangelistas, santos y mártires. Venimos en un tiempo pacífico, en un momento social tranquilo, recomendados por el discreto sobrecogimiento y la reverencia que, digan lo que digan, la mayoría de los ingleses siente por la religión de sus padres, que ha dejado en esta tierra tantas huellas de su antigua influencia. No exige gran celo en nosotros ni gran caridad interpelaros sin riesgo alguno e invitaros a dejar un camino de muerte para ser salvos. No exige nada grande, heroico o santo. Exige únicamente convicción —y esta no nos falta— de que la religión católica ha sido dispensada por Dios para la salvación de los hombres, y que las demás religiones no son otra cosa que imitaciones. Exige simplemente fe, intención recta, corazón honrado y un mensaje claro. Venimos en nombre de Dios. Pedimos solo que se nos oiga, que juzguéis por vosotros mismos si hablamos o no las palabras de Dios. Esto no es pedir demasiado, aunque es bastante más de lo que la mayoría de los hombres suele conceder, porque no se atreve a escucharnos y se muestra impaciente a causa de prejuicios o por temor a conseguir certezas y convicciones. Hay muchos, en efecto, que tienen buenas razones para prestarnos atención, que debían albergar una cierta confianza en nosotros, y que, sin embargo, cierran los oídos, se apartan, y prefieren aventurarse en la eternidad sin escuchar lo que venimos a decirles. ¡Qué tremendo! Pero vosotros no sois, no podéis ser como ellos. No solicitamos vuestra confianza, porque aún no nos conocéis. No pedimos que aceptéis sin más nuestras palabras. Os invitamos simplemente a considerar, primero, que tenéis almas que salvar, y, en segundo término, a juzgar por vosotros mismos si, de haber revelado Dios una religión para redimiros, esa religión puede ser otra que la fe que os predicamos.
1 Este sermón se pronunció muy probablemente el 2 de febrero de 1849, en la misa celebrada por Ambrose St. John, al inaugurarse el Oratorio de Birmingham (cfr. Letters and Diaries of John H. Newman, XIII, 22). Los oratorianos se habían instalado en Birmingham el 26 de enero.
2 La noción de mundo es aquí el conjunto de fuerzas que se oponen en la tierra al Reino de Dios y al arraigo de la gracia en el alma del hombre. Es una noción tradicional que arranca de san Juan, y que Newman, situado en pleno siglo XIX, usa preferentemente. A esta visión del mundo como enemigo del hombre corresponde el adjetivo mundano.
En las concepciones cristianas coexiste con una noción positiva, según la cual el mundo es una realidad buena, creada por Dios, rescatada por Cristo, y que los cristianos deben santificar y enderezar a su fin último.
Esta noción positiva se destaca más que la primera en la teología y espiritualidad de la Iglesia a partir de tiempos recientes, que han visto un amplio desarrollo de la teología del laicado y de las realidades terrenas. El antiguo «terrena despicere» de la liturgia se convierte ahora, por ejemplo, en «terrena sapienter perpendere» (Feria III, 1.ª Semana de Adviento).
Véase, como muy significativo a este respecto, el siguiente texto de Josemaría Escrivá de Balaguer: «Lo he enseñado constantemente con palabras de la Escritura Santa: el mundo no es malo, porque ha salido de las manos de Dios, porque es criatura suya, porque Yahveh lo miró y vio que era bueno (cfr. Gen I, 7 ss.). Somos los hombres los que lo hacemos malo y feo, con nuestros pecados y nuestras infidelidades. No lo dudéis, hijos míos: cualquier modo de evasión de las honestas realidades diarias es para vosotros, hombres y mujeres del mundo, cosa opuesta a la voluntad de Dios». Conversaciones con Mons. Escrivá de Balaguer, Madrid, Rialp, 1968, p. 173.
3 El autor dibuja a continuación una imagen de la sociedad burguesa victoriana, que ha experimentado la revolución industrial y se aplica con afán a los negocios y al desarrollo comercial.
4 Hay en esta frase ecos intencionados de san Juan: cfr. Io XVI, 3; I Io III, 1.
5 Con este nosotros, Newman se refiere sobre todo a la comunidad de católicos ingleses, objeto, por lo general, de hostigamiento por parte de anglicanos, y desprecio por parte de incrédulos. Pero a veces designa también a los que buscan con intención recta la luz de la fe, y tratan de descubrir y hacer la voluntad de Dios.
6 Es una alusión al positivismo de la filosofía utilitarista, predominante en algunos ambientes intelectuales ingleses.
7 Newman se refiere a la doctrina calvinista de la predestinación a la reprobación eterna. Estas opiniones eran mantenidas todavía en algunos sectores del evangelismo protestante.
8 Se recoge en estas líneas la tradicional enseñanza católica sobre la evitabilidad del pecado y su consiguiente libertad por parte del hombre que lo comete.
9 Es un modo figurado de hablar para referirse al estado interior —todavía reparable— de la persona que ha ofendido a Dios con pecados graves.
10 La tesis básica es que pecado y gracia son dos principios reales y distintos —de muerte y vida, respectivamente— que engendran modos de existencia también distintos. La descripción emplea términos vigorosos y a veces está marcada por una cierta hipérbole, en orden a exponer las ideas con mayor efectividad.
11 La «religión del país» es aquí el anglicanismo, al que Newman suele presentar en estos Sermones como una «religión nacional».
12 No dice el autor que las personas alejadas de Dios sean incapaces de obras buenas. Recuerda simplemente que para agradar a Dios se requiere, en último término, la gracia y las virtudes que la acompañan.
13 La Iglesia católica es, por voluntad de Dios, medio normal de salvación. Puede decirse que todos los Discursos de este volumen se aplican a demostrar y a ilustrar copiosamente esta afirmación.