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DISCURSO SEGUNDO

DESCUIDO DE LAS LLAMADAS Y ADVERTENCIAS DIVINAS

LOS PRETEXTOS DE LA TIBIEZA

Nadie ofende a Dios sin justificarse ante sí mismo con algún pretexto. Todo hombre se siente impulsado a hacerlo porque no es como los animales. Tiene dentro de sí un don divino llamado razón que le obliga a explicar sus acciones como en presencia de un tribunal[1]. No puede, por tanto, actuar al azar. Haga lo que haga, debe obrar según un criterio. De otro modo se sentirá turbado e insatisfecho consigo mismo. No es que sea muy exigente sobre si debe aducir una buena o mala razón; pero alguna razón ha de invocar. De aquí que a veces encontremos hombres que abandonan todo deber religioso, e invocan la conducta defectuosa de personas devotas conocidas o de ministros sagrados o fieles, como excusa —bastante trivial, por cierto— de su negligencia. Otros alegan el hecho de vivir lejos de la iglesia, o estar tan ocupados en casa, quieran o no, que les resulta imposible servir a Dios como deben. Otros dicen que es inútil hacer más intentos, que han ido a la confesión una y otra vez, y tratado de evitar el pecado sin conseguirlo; e interrumpen así un esfuerzo que juzgan estéril. Otros, al caer en pecado, se excusan con la observación de que simplemente siguen la naturaleza; que los impulsos de esta son muy fuertes, y que no puede ser malo secundar las inclinaciones naturales que Dios nos ha dado. Otros, más audaces, se desprenden completamente de la religión, niegan su verdad, llegan a negar incluso la providencia de Dios sobre sus criaturas. Rechazan con desenfado la existencia de una vida después de la muerte, y así las cosas, serían ciertamente unos necios si no buscaran ahora el placer y no aprovecharan lo mejor posible esta pobre vida.

Hay otros, a quienes voy a dirigirme especialmente, que procuran infundirse paz a sí mismos con el pensamiento de que algo ocurrirá que les libre de eterna ruina, aunque de momento continúen negligentes de Dios. Se dicen que falta todavía mucho camino hasta la muerte; que dispondrán de numerosas ocasiones favorables para rectificar; que desde luego se arrepentirán a su debido tiempo, cuando se acerque la vejez; que, por supuesto, piensan convertirse; que, tarde o temprano, sanearán su situación espiritual; y —si son católicos— añaden que se cuidarán de morir con los últimos sacramentos y que, por tanto, no necesitan preocuparse más por la cuestión.

LA PRESUNCIÓN

Estas personas, hermanos míos, tientan a Dios. Someten a prueba la magnitud de su bondad, y pudiera ocurrir que se excedan y experimenten no su perdón misericordioso sino su severidad y su justicia. Así se condujeron los israelitas en el desierto con respecto al Señor. En vez de sentir sobrecogimiento ante Él, lo trataban con desenvoltura y abusiva familiaridad. Se excusaban, formulaban continuas quejas, se permitían censuras, como si Dios fuera un hombre débil, como si fuera su siervo y ministro. En consecuencia, se nos dice que «el Señor envió contra el pueblo serpientes abrasadoras» (cfr. Num XXI, 6). A esto se refiere san Pablo cuando escribe: «Ni tentemos al Señor como algunos de ellos le tentaron y perecieron víctimas de las serpientes» (cfr. I Cor X, 9). Es una advertencia de que aquellos que se conducen con osadía e imprudencia con Dios no obtendrán el perdón buscado; se sorprenderán, más bien, en los dominios de la antigua serpiente, beberán su veneno, y perecerán entre sus garras.

El mismo espíritu seductor se apareció en persona a nuestro Señor e intentó arrastrarle a este pecado. Lo colocó en el pináculo del templo y le dijo: «Si eres el Hijo de Dios, arrójate abajo, porque está escrito: “A sus ángeles te encomendará y te llevarán en sus manos, para que no tropiece tu pie en piedra alguna”», pero el Señor replicó: «También está escrito: “No tentarás al Señor tu Dios”» (cfr. Mt IV, 6 s.). De igual modo, innumerables hombres se sienten tentados actualmente a lanzarse por el precipicio del pecado, y se confían con la idea de que no llegarán hasta el fondo; que no se estrellarán contra las afiladas rocas o se sumergirán en llamas, porque allí, en el momento y lugar de suprema necesidad, estarán los ángeles y los santos —o al menos Dios misericordioso— para interponerse y sacarlos indemnes de la prueba. Esta es la falta de la que voy a hablar: no es un pecado de incredulidad, soberbia o desesperación, sino de presunción.

He aquí el tipo de pensamiento que cruza la mente de estos hombres y que les tranquiliza en su camino irreligioso. Se dicen a sí mismos: «Ahora no puedo dejar esta falta; me es imposible abandonar estas satisfacciones; no soy capaz de suprimir este hábito intemperante; no puedo prescindir de estas ganancias ilícitas; no puedo romper con estos colegas o superiores que me impiden seguir mi conciencia. En estos momentos no estoy en condiciones de servir a Dios; no tengo tiempo para atender los asuntos de mi alma; no siento deseos de cambiar; no me dice nada la religión. Será más fácil después; en un futuro será tan natural arrepentirse como lo es ahora pecar; pues entonces experimentaré menos tentaciones y dificultades. Los hombres viejos son a veces libertinos, pero en general se comportan religiosamente; lo normal es que sean gente devota; quizás usan mala lengua, juran, dicen mentiras e incurren en parecidas minucias, pero están limpios de pecado grave, y si de repente mueren tienen resuelto el destino eterno».

Cuando les sorprende alguna tentación razonan del siguiente modo: «Es un solo pecado; nunca lo cometí anteriormente ni lo cometeré de nuevo mientras viva»; o bien: «He obrado igualmente mal otras veces antes de ahora; es solamente un pecado más; al fin y al cabo habré de arrepentirme en algún momento y, decidido a ello, es tan fácil arrepentirse de un pecado más como de un pecado menos, dado que tendré que repudiar todo pecado»; o bien: «Si perezco no me faltará compañía, pues lo mismo le ocurrirá a este y a aquel; además, soy casi un santo en comparación con algunos, y conozco hombres arrepentidos que habían obrado antes mucho peor que yo».

LA VÍA DEL PECADO

Los que se dicen estas excusas, hermanos míos, no conocen el pecado en su verdadera naturaleza, ni sus propios pecados en particular. No entienden la repulsión ni la multitud de sus faltas. Es conveniente, por tanto, recordar uno o dos puntos de doctrina católica que ayuden a situar el tema bajo una luz más clara de la usual. Estas verdades resultan sencillas y obvias, pero han sido olvidadas por las personas a que me refiero. De otro modo no conseguirían aquietar su razón y su conciencia mediante argumentos tan frívolos.

En primer lugar, debéis advertir que cuando un cristiano dice: «He pecado ya antes tan gravemente como ahora» o «este es solamente un pecado más» o «en último término tendré que arrepentirme y entonces me arrepentiré de todo a la vez», olvida que todos sus pecados se encuentran a la vista de Dios, en el libro de la vida, acumulados contra él uno tras otro, a medida que los ha cometido. Olvida que la ofensa que ahora comete no es un mero pecado singular, aislado de los demás, sino que forma parte de una serie, de una larga cadena, y que aunque sea solamente uno no es el pecado uno, dos o tres, sino el milésimo, diezmilésimo o cienmilésimo de un prolongado camino pecaminoso. No es el primero de sus pecados, sino el último, quizás el verdaderamente último y terminal pecado. La persona olvida, consigue olvidar, trata de olvidar, desea olvidar todos los pecados anteriores, o bien los recuerda solo como ejemplos de su mala conducta pasada e impune, y pruebas de que puede pecar todavía con impunidad. Pero cada pecado tiene su historia. No es un accidente. Es el fruto de anteriores pecados de pensamiento u obra; es la manifestación de viejos hábitos profundamente asentados y ampliamente extendidos; es la agravación de una enfermedad virulenta. E igual que se afirma que la última brizna hunde el espinazo del caballo, así nuestro último pecado, sea el que sea, es el que destruye nuestra esperanza y nos hace perder el cielo.

Por tanto, hermanos míos, es una artimaña del enemigo de vuestra alma lo que os hace contemplar vuestras faltas una a una, cuando la verdad es que Dios las ve como un todo único. Signasti quasi in sacculo delicta mea, dice Job, «has sellado mis pecados como dentro de un saco» (cfr. XIV, 17), y un día serán contados. Por separado, los pecados son como las pinceladas que un pintor añade, una tras otra, al cuadro que pinta; o como las piedras que el albañil apila y une con cemento en la pared que levanta. Forman unidad, son aspectos de un todo, apuntan a un fin y aceleran su consecución.

EL DESENLACE DE LAS FALTAS ACUMULADAS

Cometed ese pecado que os empeñáis en considerar una acción aislada, miradlo como Eva contempló la fruta prohibida, fijaos solo en su aparente insignificancia, y quizás descubráis al final que era el remate de una torre de rebelión, que sube ante la mirada de Dios y colma la medida de vuestras maldades.

«Llenad la medida de vuestros padres», dice el Señor a los fariseos hipócritas. La ira que vino sobre Jerusalén no fue causada únicamente por los pecados del día en que Cristo llegó, aunque ese día presenció la más terrible de las faltas: su repudio por el pueblo judío. Esta conducta, sin embargo, no fue otra cosa que el coronamiento de un largo camino de rebelión. También en un tiempo anterior, el de Abraham, antes de que los hebreos poseyeran la tierra prometida, tuvo lugar un gran pecado entre los paganos que la habitaban, y a pesar de todo no fueron destruidos inmediatamente, porque la misericordia divina hacia ellos no se había agotado aún. El Señor concedió todavía la gracia al pueblo extraviado y esperó su arrepentimiento. Pero adivinó que la espera sería vana, y lo dio a entender cuando anunció que no entregaría la tierra de inmediato al pueblo elegido «porque las iniquidades de los Amonitas no habían llegado a su colmo». Llegaron cien años después, y los israelitas fueron introducidos entonces en el territorio con el mandato de destruir con la espada a los ocupantes.

Conocéis asimismo la historia de Baltasar. En medio de su fastuoso banquete, hizo traer —ebrio de vino— los ricos vasos del templo de Jerusalén, para que bebieran sus nobles, mujeres y concubinas. Y en aquella hora se vieron unos dedos como de hombre que escribían la ruina del rey y de su reino sobre el muro de la festiva sala. Las palabras decían: «Dios ha medido tu reinado y le ha puesto fin; has sido pesado en la balanza y hallado falto de peso» (cfr. Dan V, 26-27). Aquel pobre príncipe no había llevado la cuenta de sus faltas. A la manera de un pródigo que no repara en sus deudas, continuó día tras día, año tras año, sumido en su orgullo, su crueldad y sus satisfacciones sensuales, insultando a su Creador, hasta agotar la divina misericordia y desbordar el cáliz de la ira. Llegó su hora. Cometió un pecado más y la copa rebosó, el juicio le alcanzó en su instante y desapareció de la tierra.

No es necesario que el último pecado sea un gran pecado. Puede ser menor que los precedentes. Había un hombre rico, mencionado por el Señor, que, recogidas sus abundantes cosechas, se dijo a sí mismo: «¿Qué haré, pues no tengo donde reunir mi cosecha?». Y dijo: «Voy a hacer esto: demoleré mis graneros, y edificaré otros mayores y juntaré allí todo mi trigo, y diré a mi alma: tienes muchos bienes, descansa, come, bebe, diviértete» (cfr. Lc XII, 17-19). Fue llevado aquella misma noche. No era una falta muy llamativa, y seguramente no fue su primer gran pecado. Fue el último episodio en una larga cadena de actos de egoísmo y olvido de Dios, no mayor en intensidad que los anteriores, pero completando un número. Así también, cuando Nabucodonosor, padre del rey aludido más arriba, después de despreciar por un año entero las advertencias de Daniel, que le invitaba al arrepentimiento, exclamó un día a la vista de su ciudad: «¿No es esta la gran Babilonia que yo he edificado como mi residencia real, con la fuerza de mi poder y para gloria de mi majestad?» (cfr. Dan IV, 27). De repente, cuando aún estaban estas palabras en su boca, el juicio vino sobre él, contrajo una extraña enfermedad, fue separado de los hombres y se alimentaba de hierba como los bueyes. Su final acto de soberbia no fue mayor, quizás, de los que cometió en los doce meses anteriores.

LA IMPORTANCIA DE UN SOLO PECADO

No, hermanos míos, no debéis pensar que domináis a la misericordia divina, simplemente porque la falta que ahora cometéis parece pequeña. El último pecado no es siempre el pecado mayor. Además, no podéis calcular cuál va a ser vuestro último pecado en base al número de los que han tenido lugar antes: ni siquiera aunque pudierais contarlos, pues el número varía según la persona. Esta es otra grave consideración. Podéis haber cometido uno o dos pecados, y descubrir después que estáis perdidos irremisiblemente, mientras que otros que han faltado más veces no lo están. La causa solo es conocida por Dios, que muestra misericordia y concede su gracia a todos, y que muestra mayor misericordia y concede más gracia a un hombre que a otro.

El Señor da a todos gracia suficiente para su salvación; a todos concede más de lo que tienen derecho a esperar, pero concede a algunos más que a otros. Nos dice Él mismo que si los habitantes de Tiro y Sidón hubieran visto los prodigios realizados en Corozaín, habrían hecho penitencia. Es decir, había algo que podía haberlos convertido, y no se les concedió[2]. Hasta que no consideremos esto, no podremos alcanzar una idea correcta del pecado en sí mismo, y de nuestro destino si vivimos en él. Así como Dios establece para cada hombre la medida de su estatura, las características de su mente, y el número de sus días, que no son iguales para todos, dispone también que un hijo de Adán viva un día y que otro cumpla ochenta años; que un hombre llegue a su pecado número ochenta y que otro cometa solamente el primero. No sabemos por qué ocurre así, pero es similar a lo que se verifica en asuntos humanos sin provocar sorpresa alguna. A veces entre dos condenados por la justicia, uno logra el perdón y el otro es entregado al cumplimiento de la pena; y esto se hace donde nada invita a elegir entre la culpabilidad de uno o de otro, y las razones que determinan la diferencia de trato son puramente accidentales y externas a los dos individuos. Del mismo modo oímos a veces cómo se diezman prisioneros, es decir, cómo se procede a ejecutar uno de cada diez, y se deja el resto. Así sucede, salvadas las distancias, con los juicios de Dios, aunque no podemos averiguar sus razones. El Señor no está obligado a librar a ningún pecador. Podría sentenciar a todos. Lo indico solamente para mostrar cómo nuestros criterios de justicia aquí abajo no eliminan diferencias en el tratamiento dispensado a unos hombres o a otros. El Creador concede tiempo a un hombre para que se convierta, y se lleva a otro mediante una muerte repentina. Permite que uno muera con los últimos sacramentos, mientras otro muere sin un sacerdote que reciba su imperfecta contrición y le absuelva. Uno muere perdonado y el otro tal vez no. Nadie es capaz de predecir lo que ocurrirá en su propio caso. Nadie puede prometerse tiempo seguro para el arrepentimiento, o que, si dispone de tiempo, se verá movido sobrenaturalmente hacia Dios, o que tendrá cerca un sacerdote que le absuelva.

Algunos se han perdido por su primera falta. Este fue, según enseñan los teólogos, el caso de los ángeles rebeldes. Mediante un solo pecado, un pensamiento perfecto de orgullo, perdieron su estado primero y se convirtieron en demonios. Hay santos que testimonian ejemplos de hombres, incluso de niños, que, de igual modo, han proferido una blasfemia u otra falta deliberada y han sido visitados a continuación por la justicia divina. Casos similares aparecen en la Sagrada Escritura. Me refiero al sobrecogedor castigo de un solo pecado, sin atención a la virtud o distinción del pecador. Adán, por una sola falta, pequeña en apariencia —comer el fruto prohibido—, perdió el paraíso y causó la ruina de toda su descendencia. Los betsamitas se atrevieron a mirar el Arca del Señor y en consecuencia murieron más de cincuenta mil. Oza tocó el Arca con la mano para evitar que cayera y quedó muerto en el sitio por su imprudencia. El hombre de Dios de Judá comió pan y bebió agua en Bethel, contra el mandato divino, y fue devorado al poco tiempo por leones. Ananias y Safira mintieron y cayeron muertos apenas habían terminado de hablar. ¿Quiénes somos para que Dios aguarde por más tiempo nuestro arrepentimiento, cuando no esperó a juzgar a quienes pecaron menos que nosotros?

EL SILENCIO DE DIOS

Queridos hermanos, estos pensamientos presuntuosos nacen de una noción incorrecta acerca de la gravedad del pecado en sí. Somos culpables, e incapaces por tanto de actuar como jueces en causa propia. Nos amamos a nosotros mismos, defendemos nuestro caso, el pecado nos resulta algo familiar, y, por vanidad, no nos reconocemos perdidos. No sabemos en realidad qué son el pecado, el castigo y la gracia. No sabemos qué es el pecado, porque no conocemos a Dios. No tenemos medida para compararlo hasta que no descubrimos lo que Dios es. Solamente la gloria, perfecciones, santidad y belleza divinas pueden enseñarnos, por contraste, a sentir el pecado; y dado que en esta vida no vemos a Dios, debemos recibir con la fe, hasta llegar al cielo, qué sea el pecado. Aun entonces, solo seremos capaces de odiarlo si tratamos ahora de buscar, alabar y glorificar a Dios; solo advierte la plenitud de maldad contenida en la conducta pecadora Aquel que, conociendo al Padre desde la Eternidad con perfecto conocimiento, mostró con la muerte su sensibilidad única hacia el pecado, y siendo Dios se entregó a terribles sufrimientos de alma y cuerpo como adecuada satisfacción por la culpa. Recibid Su palabra, o más bien Sus obras, como garantía de la verdad de esta doctrina sobrecogedora: un solo pecado grave basta para alejaros de Dios definitivamente.

El hecho de que Dios difiera su juicio, y tengáis ocasión de sumar nuevas faltas a las anteriores, significa solo que, llegado el castigo, será mayor. Dios es terrible cuando habla al pecador. Es más terrible cuando se contiene. Es aún más terrible cuando calla. Hay hombres a quienes se permite una larga vida, de feliz apariencia, al margen de Dios. Nada indica externamente ni les recuerda lo que va a suceder, hasta, que un día les sorprende la sentencia irreversible. Así como la corriente de un río fluye suavemente cercana ya a la catarata, también la vida de aquellas personas discurre en silencio y tranquilidad. «No padecen los trabajos propios de los hombres, ni sufren penas como los demás». «Sus hogares se mantienen seguros y en paz; la vara del Señor no cae sobre ellos. Sus siervos son abundantes como un rebaño, sus hijos disfrutan y juegan» (cfr. Eccle 2). Así ocurrió a Jerusalén cuando el Señor la abandonó. Nunca había sido tan próspera. Herodes había reconstruido el templo, y los mármoles que lo cubrían, espléndidos de tamaño y belleza, brillaban al sol. Los discípulos dirigieron la atención de Jesús hacia esta circunstancia, pero Él veía solo el sepulcro blanqueado de un pueblo réprobo, y predijo su destrucción: «¿Veis estas cosas? Os aseguro que no quedará piedra sobre piedra que no sea derruida» (cfr. Mt XXIV, 2). «Al ver la ciudad, lloró por ella, diciendo: ¡Si también tú conocieras en este día el mensaje de paz! Pero ahora está oculto a tus ojos» (cfr. Lc XIX, 42). Oculta, en verdad, permanecía su ruina, pues millones se agolpaban dentro de la ciudad culpable en aquella fiesta anual, y el fin parecía lejano cuando en realidad era inminente.

UN DISEÑO DEL JUICIO DIVINO

¡Qué terrible cambio, hermanos míos, cuando la sentencia se ha pronunciado, la vida termina, y comienza la muerte definitiva! El pobre pecador ha vivido tanto tiempo en el pecado, que ha olvidado tener faltas de las que arrepentirse. Ha aprendido a olvidar que vive enemigo de Dios. Ha dejado incluso de excusarse, como al principio. Vive en el mundo, no cree en los Sacramentos, ni confía en los sacerdotes. Quizás no oye hablar de la religión católica ni la menciona él mismo, excepto para insultarla o someterla a ridículo. Ocupa sus pensamientos en la familia y el trabajo. Si piensa en la muerte lo hace con repugnancia, como en algo que le separará de este mundo, y no con temor saludable, como en algo que le introducirá en el más allá. Ha sido siempre un hombre fuerte y de excelente salud. Nunca ha estado enfermo. La gente de su familia vive mucho, y él cuenta, por tanto, con largo tiempo por delante. Sus amigos mueren antes que él, y siente más desprecio por su insignificancia que dolor por su desaparición. Acaba de casar a una hija, ha establecido a su primogénito, y piensa retirarse de sus actividades, aunque se pregunta cómo empleará el tiempo cuando las haya dejado. No consigue detenerse en la idea de su destino una vez que la vida termine, y si alguna vez lo hace por un momento, parece seguro de una cosa: su Creador es pura benevolencia, y resulta absurdo hablar de condenación eterna. Así tuve, pocos o muchos años, pero en cualquier caso llega el fin. El tiempo ha pasado sin ruido, y le sorprende como ladrón en la noche.

Tal vez era católico, y ha abusado, para su ruina, de las misericordias de Dios. Se ha apoyado en los Sacramentos sin preocuparse nada de albergar las disposiciones adecuadas para recibirlos provechosamente. Vivió por un tiempo descuidado totalmente de la religión, pero un día sintió el deseo de reconciliarse con Dios y comenzó desde entonces a acudir periódicamente a la confesión y a la comunión. Va al sacerdote de vez en cuando, pero sus confesiones son convencionales y no se decide a renunciar a sus malos hábitos y a las ocasiones de pecado. El sacerdote escucha sus confesiones defectuosas, pero no advierte razones suficientes para negarle la absolución. Es absuelto, en la medida que las palabras pueden absolverle. Cae enfermo, recibe los últimos sacramentos, y sin embargo, su alma se ha perdido. Se ha perdido porque en realidad nunca volvió el corazón hacia Dios, o si tuvo alguna medida de contrición no duró esta más allá de la primera o segunda confesión. Se acostumbró pronto a acudir a los Sacramentos sin dolor y sin propósito de la enmienda; se engañó y no tuvo en cuenta sus principales y más importantes pecados. Se decía a sí mismo que no eran pecados, o que no eran faltas graves. Por una u otra razón, los mantuvo callados, y sus confesiones se hicieron tan defectuosas como su contrición. Sin embargo, este barniz de devoción bastó para acallar su conciencia, y así fue año tras año, sin hacer nunca una buena confesión y comulgando en pecado, hasta que cayó enfermo. Entonces, recibidos el viático y la unción, cometió sacrilegio por última vez, y en estas condiciones comparece ante su Dios.

¡Qué momento para la pobre alma, que se mira y se sorprende repentinamente ante el tribunal de Cristo! ¡Qué dramático instante, cuando, jadeante del camino, deslumbrado por la majestad divina, confundido por lo que le sucede, incapaz de advertir dónde se halla, el pecador escucha la voz del espíritu acusador que le recuerda todos los pecados de su vida! Son las faltas que ha olvidado o que estimó irrelevantes al no considerarlas pecados, aunque sospechaba que lo fueran. ¡Qué confusión cuando oye referir las misericordias de Dios que ha rechazado, las advertencias que tuvo en nada, los juicios a que sobrevivió! Más terrible aún el momento en que habla el Juez y le manda encerrar hasta que pague la deuda infinita que contrajo. «¡Imposible que yo sea un alma condenada! ¿Separado yo para siempre de la esperanza y de la paz? ¡El Juez no se refería a mí! ¡Ha habido un error! ¡Cristo Salvador, alarga tu mano, permite un instante de explicación! Mi nombre es Dimas, soy Dimas, no soy Judas, Nicolás o Alejandro. ¿Condenado ¡sin remedio? ¡No puede ser!». La pobre alma lucha, y se agita en poder del demonio que le sujeta y cuyo contacto es ya un tormento. Grita en agonía y con ira, como si la misma intensidad del dolor fuera una prueba de su injusticia. «No lo soporto. Detente, horrible ser; soy un hombre, no me parezco a ti; no sirvo para tu alimento o tu diversión; no he estado nunca, como tú, en el infierno, ni he olido a fuego. Conozco lo que son sentimientos humanos; he aprendido religión, he tenido una conciencia, poseo un espíritu cultivado, soy un hombre versado en la ciencia, el arte y la literatura, sé apreciar la belleza, soy filósofo, poeta, conocedor de hombres, soy un héroe, un estadista, un orador, un hombre lleno de ingenio. Más aún, soy católico, no un protestante irredento. He recibido la gracia del Redentor y los sacramentos durante años. Soy católico desde niño, soy hijo de mártires...».

LO IMPERECEDERO Y LA MISERICORDIA DIVINA

¡Pobre alma! Mientras lucha de este modo contra el destino y los compañeros que ha elegido, su nombre es quizás alabado solemnemente y su memoria exaltada entre sus amigos. Su elocuencia, mente preclara, sagacidad, sabiduría, no se olvidan. Se le menciona de vez en cuando, se le cita como autoridad, se repiten sus palabras, se le erige incluso un monumento, o se escribe su biografía. ¿De qué le sirve? Su alma está perdida.

¡Vanidad de vanidades y miseria de miserias! Los hombres no nos escucharán ni creerán nuestras palabras. Somos pocos en número, y ellos una multitud, y los muchos no dan crédito a los pocos. Miles de hombres mueren diariamente, y despiertan ante la ira eterna de Dios; vuelven la mirada a los días terrenos y los estiman escasos y malos; desprecian los mismos razonamientos en que una vez confiaron y que han sido rectificados por los hechos; maldicen el descuido que les hizo retrasar el arrepentimiento; han caído bajo la justicia de Aquel cuya misericordia abusaron; sus amigos actúan como ellos y pronto les acompañarán.

La nueva generación es tan presuntuosa como la anterior. El padre no creía que Dios pudiera castigar, y el hijo tampoco lo cree. El padre se indignaba cuando oía hablar del dolor eterno, y el hijo rechina los dientes y sonríe despectivo ante observaciones análogas. El mundo hablaba bien de sí mismo hace treinta años y continuará igual dentro de otros treinta. Así es como este vasto caudal de la vida avanza de edad en edad. Millones de hombres trivializan el amor de Dios, tientan su justicia, y como la piara de cerdos, caen de cabeza por el precipicio. ¡Oh Dios Todopoderoso, Dios de Amor! ¡Es demasiado! La miseria del hombre extendida delante de sus ojos divinos rompió el corazón de tu dulce Hijo Jesús. Él murió a causa de ella, a la vez que por ella. También nosotros, según nuestra medida, sentimos que los ojos sufren, el corazón se duele, la cabeza gira, cuando la contemplamos débilmente. ¿Cuándo querrás terminar, suavísimo corazón de Jesús, este peso siempre creciente de pecado y perdición? ¿Cuándo sepultarás al demonio en su infierno, y cerrarás la boca del abismo, para que tus elegidos puedan alegrarse en Ti y no haya quien perezca en su loca desobediencia?

Deus misereatur nostri et benedicat nobis. Señor, ten misericordia de nosotros, y bendícenos. Haz que tu rostro nos ilumine, y apiádate, para que reconozcamos tus caminos y tu salvación entre todas las gentes. Que tu pueblo y todos los pueblos te alaben, Señor. Que las naciones se alegren y salten de gozo, porque Tú las juzgues con equidad y las dirijas con justicia en toda la tierra. Bendícenos, Señor, y haz que todos los confines del orbe te veneren y te amen[3].

1 El término razón se toma aquí en sentido muy amplio, y engloba también la conciencia, es decir, el sentido del hombre para lo ético y lo religioso, que le permite distinguir entre el bien y el mal. Más adelante, razón y conciencia se mencionan ya separadamente, como es habitual en Newman.

2 Newman aplica las nociones tomistas de la gracia suficiente y la gracia eficaz. El Concilio de Trento las tiene en cuenta cuando enseña que el hombre puede resistir la gracia de Dios (cfr. DS 155t).

3 Muchas de las severas consideraciones contenidas en esta Conferencia están influidas directamente —como el autor afirma en carta a W. Faber— por la lectura del Sermón de S. Alfonso María de Ligorio en el primer domingo de Cuaresma, sobre el texto «No tentarás al Señor tu Dios» (cfr. Letters, XIII, 341).

La siguiente Conferencia —redactada en estudiado contraste con esta segunda— respira optimismo, y trata de sugerir al lector la suavidad y el consuelo del perdón de Dios conseguido por la penitencia.

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