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DISCURSO TERCERO

LOS SACERDOTES DEL EVANGELIO, HOMBRES

LA DIGNIDAD DE DIOS

Cuando Jesucristo, el gran predicador y misionero, entró en el mundo lo hizo de manera santa y dignísima. Aunque se manifestó humilde y vino para sufrir, aunque nació en un establo y yació en un pesebre, fue concebido, sin embargo, en el vientre de una Madre inmaculada y en su forma de niño brilló con magnífica luz. La santidad distinguió todo trazo de su carácter y toda circunstancia de su misión. Gabriel anunció su Encarnación; una Virgen lo concibió, llevó en su seno y alimentó; su padre ante los hombres fue el puro y santo José; ángeles anunciaron su nacimiento; una estrella luminosa extendió la nueva entre los paganos; el austero Bautista caminó delante de Él; y una turba de arrepentidos penitentes, limpios por la gracia, le seguía a todas partes. Igual que el sol brilla en el cielo a través de las nubes y se refleja sobre el paisaje, así el eterno Sol de justicia, elevado sobre la tierra, convirtió la noche en día e hizo todo nuevo mediante su luz.

Vino el Señor y se fue; y como su propósito era establecer en el mundo una definitiva economía de gracia, dejó tras de sí predicadores y maestros en lugar suyo. Diréis, hermanos míos, que si todo en torno a Él fue tan espléndido y glorioso, sus siervos, representantes y ministros en su ausencia habrán de ser como Él. Si Él no tuvo pecado, tampoco ellos deberán tenerlo; si Él es Hijo de Dios, ellos serán, por lo menos, ángeles.

Solamente ángeles, podríais pensar, pueden desempeñar tan alto ministerio; solo los ángeles parecen aptos para anunciar el nacimiento, los dolores y la muerte de Dios. Tendrían ciertamente que cubrir su esplendor, igual que Jesucristo, su Señor y Maestro, ocultó su divinidad; tendrían que venir, como ocurre a veces en el Antiguo Testamento, en apariencia de hombres. Pero en cualquier caso, parece a simple vista que no pueden ser criaturas humanas quienes prediquen el Evangelio eterno y dispensen los misterios divinos. Si se trata de ofrecer el sacrificio que el Señor ofreció, continuarlo, repetirlo y aplicarlo; si ha de tomarse entre las manos la Sagrada Víctima; si hay que atar y desa­tar, bendecir y censurar, recibir las confesiones del pueblo cristiano y absolverle de sus pecados; si hay que enseñar los caminos de la verdad y de la paz, únicamente un habitante del cielo puede desempeñar el encargo.

EL SACERDOCIO CRISTIANO

Y sin embargo, hermanos míos, Dios ha enviado para el ministerio de la reconciliación no ángeles sino hombres. Ha enviado a vuestros hermanos, no a seres de naturaleza desconocida y vida diferente; ha enviado para predicadores a seres de carne y hueso como vosotros. «Varones de Galilea, ¿qué hacéis ahí mirando al cielo?» (cfr. Act I, 11). He aquí el estilo imponente que usan los ángeles para dirigirse a hombres, aunque se trate de apóstoles. Es el tono de quienes nunca han pecado y hablan desde su altura a seres pecadores. Pero no es el de aquellos que han sido enviados por Cristo. Él ha elegido a vuestros hermanos y a nadie más, a hijos de Adán, iguales a vosotros en la naturaleza y distintos solo por la gracia; hombres expuestos a las mismas tentaciones y a la misma lucha interior y exterior; que combaten a idénticos enemigos, como son el mundo, el demonio y la carne, y sienten con idéntico corazón, humano y débil, solo diferente en que Dios lo ha cambiado y lo gobierna.

Así es. No somos ángeles del cielo que se dirigen a vosotros. Somos hombres a quienes la gracia, y solo la gracia, ha concedido una vida y una misión nuevas. Oíd al apóstol Pablo. Cuando los bárbaros licaonios han presenciado su milagro y pretenden ofrecerle sacrificios como si fuera un dios, él se apresura a gritarles: «¿Por qué hacéis esto? Nosotros somos también hombres, de igual condición que vosotros» (cfr. Act XIV, 15). Y a los corintios escribe: «No nos predicamos a nosotros mismos, sino a Cristo Jesús, Señor nuestro, y a nosotros como siervos vuestros por Jesús. Pues el mismo Dios que dijo: brille la luz del seno de las tinieblas, ha hecho brillar la luz en nuestros corazones, para irradiar el conocimiento de la gloria de Dios que está en el rostro de Cristo. Pero llevamos este tesoro en vasos de barro» (II Cor IV, 5-7). Más adelante dice asombrosamente de sí mismo: «Para que no me envanezca con la sublimidad de las revelaciones, se me ha dado un aguijón en mi carne, un ángel de Satanás que me abofetea» (II Cor XII, 7). Estos son, hermanos míos, vuestros predicadores y sacerdotes. No son ángeles, ni santos, ni gente impecable, sino hombres que habrían vivido y muerto en pecado, como cualquiera, a no ser por la gracia de Dios, y que, aunque se preparan por la misericordia divina para entrar en la compañía de los santos, experimentan en la vida presente la enfermedad y la tentación, y alientan la esperanza inmerecida de perseverar hasta el fin.

EX HOMINIBUS ASSUMPTUS

¡Qué extraña anomalía! Todo es perfecto y magnífico en la dispensación que Jesucristo nos ha otorgado, excepto las personas de sus ministros. Él mismo habita en nuestros altares. De entre elementos y formas visibles escoge lo más selecto para representarle y contenerle. El trigo y el vino mejores se convierten en su cuerpo y su sangre. Palabras sagradas y majestuosas acompañan el rito sacrificial; altares y santuarios se adornan digna y espléndidamente; los sacerdotes desarrollan su función vestidos con ornamentos adecuados, y elevan a Dios un corazón limpio y unas manos santas. Y, sin embargo, esos sacerdotes, distinguidos del resto de sus hermanos, consagrados mediante un sacramento y ceñidos con el cingulo del celibato, son también hijos de Adán, son pecadores, poseen una naturaleza caída que no han abandonado al ser regenerados por la gracia. Hasta el punto de que en la definición de sacerdote se menciona los pecados propios por los que también ofrece su sacrificio. «Todo sacerdote —dice el apóstol— es tomado de entre los hombres y está puesto en favor de los hombres en lo que se refiere a Dios, para ofrecer dones y sacrificios por los pecados; y puede sentir compasión hacia los ignorantes y extraviados, puesto que él está también envuelto en flaqueza. Y por lo tanto debe ofrecer por los pecados suyos igual que por los del pueblo» (cfr. Hebr V, 1-3).

Por esta razón, cuando en la Misa ofrece la Hostia antes de la consagración, dice: Suscipe Sancte Pater, Omnipotens, Aeterne Deus...: «Acepta, Padre Santo, Omnipotente y Eterno Dios, esta inmaculada hostia, que yo, indigno siervo tuyo, te ofrezco a Ti, Dios vivo y verdadero, por mis innumerables pecados, ofensas y negligencias, por aquellos que me acompañan, y por todos los fieles cristianos, vivos y difuntos»[1].

Todo esto resulta llamativo en sí mismo, pero no debe sorprender si consideramos que ha sido dispuesto así por un Dios misericordioso en grado sumo. No resulta extraño en Dios, y el apóstol explica por qué en el pasaje citado más arriba. Los sacerdotes de la nueva ley son hombres, a fin de que puedan «sentir compasión hacia los ignorantes y extraviados, puesto que ellos están también envueltos en flaqueza». Si vuestros hermanos sacerdotes hubieran sido ángeles no podrían haber sentido piedad hacia vosotros, no os habrían contemplado con afecto, no comprenderían vuestras debilidades, como nosotros podemos hacerlo. No podrían tampoco serviros de modelos o guías, y libraros de vosotros mismos para conduciros a una nueva vida, como pueden llevarlo a cabo quienes comparten vuestra condición humana, que han sido guiados antes como vosotros sois guiados ahora, que conocen vuestras dificultades, que han experimentado, al menos, idénticas tentaciones, que saben la debilidad de la carne y las argucias del demonio, que están dispuestos a solidarizarse con vosotros y a comprenderos, que pueden, finalmente, aconsejaros con eficacia y advertiros con prudencia y oportunidad.

Por todo esto, el Señor os envió hombres como ministros de reconciliación e intercesión; lo mismo que Él, aunque impecable, quiso tomar sobre sí, al hacerse hombre, toda la carga humana de flaqueza y debilidad. Él no podía pecar, pero podía hacerse hombre, y asumió un corazón de hombre para que pudiéramos confiarnos a Él, y «fue tentado en todo como nosotros lo somos».

Meditad bien esta verdad y dejad que ella os consuele. Entre los anunciadores y sacerdotes del Evangelio ha habido apóstoles, mártires, doctores y santos innumerables, y, sin embargo, aunque dotados de alta santidad, variados carismas y dones estupendos, ninguno hay que no comenzara como el viejo Adán, ninguno que no esté hecho del mismo barro, y no sea hermano de muchas almas perdidas hoy para siempre. La gracia ha vencido a la naturaleza: esta es la sola historia de los santos. He aquí saludables pensamientos para quienes se inclinan a enorgullecerse por lo que hacen y son; sugestiones confortadoras para quienes advierten con nostalgia en sus corazones la gran diferencia entre ellos y los santos; alegres nuevas para quienes odian el pecado y desean escapar de su abrazo terrible, pero sienten la tentación de juzgarlo una utopía.

DEBILIDAD HUMANA Y FUERZA DIVINA

Vamos, hermanos míos, a observar esta verdad más de cerca. Considerad en primer lugar que desde la caída de Adán todos los seres concebidos por obra de hombre han nacido con pecado: todos menos uno. Hay una excepción. No me refiero a Jesucristo, porque Él no fue concebido por un hombre sino por obra del Espíritu Santo. Me refiero a su Madre la Virgen María que, aunque concebida y nacida de padres mortales, como todos, fue rescatada anticipadamente de la condición humana y nunca participó de hecho en la culpa de Adán. Fue concebida según la vía de la naturaleza, nació como los demás hombres y mujeres. Pero la gracia se interpuso y fue librada de todo pecado; la gracia llenó su alma desde el primer momento de su existencia, de modo que el mal no respiró en ella ni mancilló la obra de Dios[2]. Tota pulchra es, Maria, et macula originalis non est in te. «Eres toda hermosa, oh María, y en ti no hay mancha original alguna».

Pero aparte de la Madre de Dios, toda otra criatura, el santo más excelente y el pecador más abyecto, es decir, la persona que de hecho llegó más arriba y la que perdió su alma, nacieron ambas con el mismo pecado original, eran hijas de la ira, incapaces de alcanzar el cielo.

Ambos hombres nacieron en pecado y por un tiempo permanecieron en él. El que más tarde llegaría a la santidad habría continuado en sus faltas y se habría perdido, a no ser por la ayuda de una influencia sobrenatural e inmerecida que hizo por él lo que él era incapaz de hacer por sí mismo. El pobre niño destinado a heredar la gloria se formaba en el seno materno como un hijo del dolor, débil y miserable, sin esperanza y sin auxilio divino. Así estuvo largos días antes de nacer, y cuando finalmente abrió los ojos y vio la luz se asustó y lloró alto por haberla visto. Pero Dios oyó su gemido en este valle de lágrimas, y propició el curso de misericordias que conduce de la tierra al cielo. Envió a un sacerdote que le administrase el primer sacramento y le bautizara con su gracia. Un gran cambio tuvo lugar en su vida, pues en vez de ser presa del demonio se convirtió en hijo de Dios, y si hubiera muerto en aquel momento, antes de alcanzar el uso de razón, habría sido llevado sin tardanza y admitido a la presencia de Dios.

Pero no murió, llegó a la edad de pensar por sí mismo, y ¿nos atreveremos a decir —aunque pueda afirmarse en algunos casos singulares—, nos atreveremos a decir que no usó mal los talentos recibidos, que no profanó la gracia que habitaba en él y que no cayó en pecado grave? En ciertos casos, gracias a Dios, nos atrevemos a afirmarlo. Tales parecen haber sido las circunstancias de mi querido Padre san Felipe, que con toda probabilidad conservó intacta su vestidura bautismal desde el día que la tomó, nunca perdió el estado de gracia que le fue concedido, y progresó de mérito en mérito durante el entero curso de su larga vida, hasta que a la edad de ochenta años, llamado a rendir cuentas, fue alegre, y atravesó como en volandas el purgatorio, derecho al cielo.

LOS ÉXITOS DE LA GRACIA

Estos han sido, en verdad, algunas veces, los efectos de la gracia divina sobre los elegidos. Pero con frecuencia mayor, como si se tratara de asociarlos más íntimamente a sus hermanos y convertir los favores divinos en fundamento de ánimo y esperanza para el pecador penitente, muchos que fueron finalmente ejemplos de santidad han experimentado tiempos de culpable desobediencia, se han apartado de Dios, han sido esclavos del pecado o del error, hasta que un día, recuperados por Dios, paulatina o rápidamente, volvieron a la gracia o incluso a una situación espiritual más alta que la que habían perdido. Así ocurrió a María Magdalena, que había llevado una vida pecadora, hasta el punto de que ser tocado por ella se juzgaba por todos una deshonra. Conformada a la vida mundana, apasionada y joven, había entregado su corazón a las criaturas antes de que la gracia de Dios venciera en su alma. Entonces cortó sus largos cabellos, desechó sus ricos vestidos, y de tal modo se transformó en lo que no era, que parecía otra mujer a quienes la conocieron antes y después de su conversión. No quedaba en la penitente rastro alguno de la pecadora, excepto el corazón ardiente, aplicado ahora a Jesucristo. Así ocurrió también al publicano que llegó a ser apóstol y evangelista: un hombre que por afán de una sucia ganancia no vaciló en servir a los paganos y en oprimir a su propio pueblo. Tampoco el resto de los apóstoles estaban hechos de barro mejor que los otros hijos de Adán. Eran por naturaleza vulgares, sensuales e ignorantes. Dejados a sí mismos, se habrían movido por la tierra como los animales, se habrían mirado solamente en el polvo y alimentado con él, si la gracia de Dios no hubiera venido a sus vidas y levantado sus ojos al cielo después de haberles colocado derechos sobre sus pies. Igual sucedió al culto fariseo que buscó a Jesús de noche, celoso de su reputación y confiado en su ciencia. Pero llegó por fin el tiempo cuando, huidos los discípulos, se dispuso a embalsamar el cuerpo abandonado de Aquel a quien no se atrevió a confesar en vida. Veis que fue la gracia la que venció en María de Magdala, en Mateo y en Nicodemo. La gracia divina vino a la naturaleza corrompida, y dominó la impureza de la joven mujer, la codicia del publicano y el respeto humano del fariseo.

AGUSTÍN

Permitidme hablaros de otra señalada conquista de la gracia divina en edad tardía, y apreciaréis cómo hace Dios un confesor, un santo y doctor de su Iglesia a partir del pecado y la herejía juntos. No bastaba que el padre de las escuelas cristianas de Occidente, autor de mil obras y campeón de la gracia fuera un pobre esclavo de la carne, sino que era también víctima de un intelecto equivocado. El mismo que por encima de otros iba a exaltar la gracia de Dios experimentó como pocos la impotencia de la naturaleza. Agustín, que no tomaba en serio su alma ni se preguntaba cómo podría limpiarse el pecado, se aplicó a disfrutar de la carne y el mundo mientras le duraban la juventud y la fuerza, aprendió a juzgar sobre todo lo verdadero y lo falso mediante su capricho personal y su fantasía, despreció a la Iglesia católica, que hablaba demasiado de fe y sumisión, hizo de su propia razón la medida de todas las cosas, y se adhirió a una secta pretendidamente filosófica e ilustrada, ocupada en corregir las vulgares nociones católicas sobre Dios, Cristo, el pecado y el camino de la salvación. En esta secta permaneció varios años, pero lo que aprendió no le satisfizo. Le agradó por un tiempo, hasta que descubrió estar recibiendo alimento que no nutría. Tenía hambre y sed de algo más sustancial, aunque desconocía qué podría ser. Se despreciaba a sí mismo por ser esclavo de la carne, a la vez que comprobaba con amargura que su religión no podía socorrerle. Descubrió entonces que no había encontrado la verdad y se preguntaba dónde la hallaría y quién le llevaría hasta ella.

¿Por qué no entró enseguida en la Iglesia católica? Porque aunque no veía la verdad en ningún otro sitio, aún no estaba seguro de que se encontrase allí. Imaginaba algo como estrechez e irracionalidad en la doctrina católica, sencillamente porque no poseía el don de la fe. Un gran conflicto se inició en su interior: el conflicto de la naturaleza con la gracia, de la naturaleza —la carne y la falsa razón— contra la conciencia y la voz del Espíritu divino, que le invitaban a cosas mejores. A pesar de hallarse todavía en pecado. Dios le visitaba y concedía los frutos primeros de influencias saludables que a la larga iban a salvarle. Pasó el tiempo; y mirándole como su ángel guardián podía hacerlo, se diría que a pesar de mucha resistencia a la gracia y de encontrarse todavía alejado de Dios, el favor divino se abría paso en su alma, y él se aproximaba a la Iglesia[3]. No lo sabía, no era capaz de examinarse a sí mismo, pero un intenso interés hacia él y una alegría particular crecía entre los habitantes del cielo. Finalmente entró en contacto con un gran santo; y aunque al principio pretendía no reconocerle como tal, su atención se detuvo en él y no pudo evitar aproximársele más y más. Comenzó a observarle, a pensar en él, a preguntarse si aquel hombre virtuoso era feliz. Aparecía con frecuencia en la iglesia para oírle predicar, y un día se animó a pedirle consejo sobre el camino que buscaba. Se le planteó entonces un conflicto final con la carne. Era duro, muy duro, abandonar para siempre satisfacciones de años. ¿Cómo podría arrancarse del atractivo pecado y andar el camino severo que lleva al cielo? Pero la gracia de Dios le atrajo con mayor fuerza, y le convenció a la vez que le vencía. Convenció a su razón y prevaleció sobre él. Y el que sin ella habría vivido y muerto como hijo de las tinieblas, llegó a ser bajo su poder admirable un ejemplo vivo de santidad y verdad.

¿Verdad que este hombre se encontraba mejor equipado que cualquier otro para persuadir a sus hermanos, como él mismo había sido persuadido, y predicar la doctrina que antes había despreciado?

No es que el pecado sea mejor que la obediencia, o el pecador sea mejor que el justo. Pero Dios, en su misericordia, usa el pecado contra el pecado mismo, y convierte las faltas pasadas en un beneficio presente; mientras borra el pecado y debilita su poder, lo deja en el penitente de modo que este, conocedor de sus artimañas, sepa atacarlo con eficacia cuando lo descubre en otros hombres; mientras Dios con su gracia limpia el alma como si nunca se hubiera manchado, le concede una ternura y compasión hacia los demás pecadores y una experiencia sobre cómo ayudarlos, mayores que si nunca hubiera pecado; finalmente, en esos casos extraordinarios a los que me he referido, nos presenta, para nuestra instrucción y consuelo, lo que puede obrar en favor del hombre más culpable que acuda sinceramente a Él en busca de perdón y remedio. La magnanimidad y el poder de la gracia divina no conocen límite. El hecho de sentir dolor por nuestros pecados y suplicar el perdón de Dios es como una señal presente en nuestros corazones de que Él nos concederá los dones que le pedimos. En su poder está hacer lo que desee en el espíritu del hombre, porque es infinitamente más poderoso que el malvado espíritu al que se ha vendido el pecador, y puede expulsarle del alma.

UNA INVITACIÓN A LA ESPERANZA

Aunque vuestra conciencia os acuse, el Señor puede absolveros. Hayáis pecado poco o mucho, Él tiene poder para dejaros tan limpios y aceptables a su presencia como si nunca le hubierais ofendido. Él destruirá paulatinamente vuestros hábitos pecadores y en un momento os restituirá su favor. Tan grande es la eficacia del Sacramento de la Penitencia que puede purificar todas vuestras faltas, sean cuales fueren. Para el Señor es igual de sencillo lavar los muchos pecados como los pocos.

¿Recordáis la historia de la curación de Naamán el Sirio por el profeta Elíseo? Tenía aquel una terrible e incurable enfermedad, la lepra, una costra blancuzca sobre la piel, que hacía repugnante a la persona y era símbolo de lo odioso que es el pecado. El profeta le ordenó bañarse en el río Jordán, y la enfermedad desapareció. «Su carne —dice el escritor sagrado— se tomó como la carne de un niño» (cfr. II Reg V, 14). Aquí tenemos no solamente una representación del pecado, sino también de la gracia. La gracia puede rehacer el pasado, puede obrar lo imposible. No hay pecador —ni siquiera el más recalcitrante— que no pueda convertirse en un santo. No hay santo que no haya sido, o pudiera haber sido, un gran pecador. La gracia —solo la gracia— vence a la naturaleza.

No todos los hombres buenos son santos, ni todas las personas que se convierten alcanzan santidad. No afirmo que si os volvéis a Dios vais a lograr la misma altura de entrega conseguida por los grandes santos. Digo, sin embargo, que incluso los santos no son por naturaleza mejores que vosotros, y que, por supuesto, los sacerdotes no son por naturaleza mejores que los fieles a quienes deben convertir y santificar. Que no seamos distintos a los demás supone una especial misericordia de Dios hacia los hombres. Es solicitud divina la que nos hace a nosotros, que somos hermanos vuestros, ministros de reconciliación.

El mundo no lo entiende. No es que no comprenda claramente que sentimos por naturaleza pasiones análogas a las de cualquiera; pero es ciego para apreciar que, iguales por naturaleza, somos diferentes por la gracia. Los hombres de mundo conocen la fuerza de lo natural; nada saben, en cambio, nada creen sobre el poder de la gracia. Y como no poseen experiencia de energía alguna capaz de superar la naturaleza, piensan que tal energía no existe, que, en consecuencia, todo hombre, sacerdote o no, permanece hasta el final de su vida tal como la naturaleza lo ha hecho, y no aceptan que pueda vivir vida sobrenatural.

Sin embargo, no solo el sacerdote, sino todo el que se halla en gracia de Dios tiene vida sobrenatural según su vocación, la medida de los dones que se le han concedido, y su fidelidad hacia ellos. Muchos no conocen ni admiten esta realidad, y cuando oyen algo sobre la vida que un sacerdote debe conducir desde su juventud hasta su edad anciana niegan que tal existencia sea de hecho lo que profesa ser. Nada saben de la presencia de Dios, los méritos de Cristo, la intercesión de la Virgen, la eficacia de la oración constante, de la confesión frecuente, de la Santa Misa. Viven ajenos al poder trasformante de la Eucaristía. No imaginan la eficacia de principios correctos de conducta, de los buenos amigos, de hábitos virtuosos largo tiempo practicados, de la vigilancia frente al pecado y la huida pronta de las tentaciones. Solo saben que una vez penetrado el tentador en el corazón se hace irresistible, y que requerida el alma por la malicia de aquel es arrollada por la necesidad de pecar.

Aseguran que, aun en su mejor momento espiritual, han sido siempre vencidos por el enemigo de su alma antes de comenzar a resistir, y que este es el único estado que han experimentado. Conocen esto y ninguna otra cosa. Dicen que nunca han combatido con ventaja, que nunca se han visto protegidos por los muros de una fortaleza donde el tentador no consiguiera penetrar. Juzgan, repito, según su experiencia, y no creen en lo que jamás han sabido.

LA FUERZA DE LA PENITENCIA

Si aquí hay algunos que no consideran la gracia como algo eficaz dentro de la Iglesia, por el hecho de que parece conseguir poco fuera, sepan que no me dirijo a ellos. Hablo a quienes no reducen su fe a su experiencia. Hablo a quienes admiten que la gracia puede trasformar la naturaleza humana en lo que no es[4]. Estas personas considerarán no una causa de envidia y recelo sino una gran ganancia que les sean enviados como predicadores, confesores y consejeros, seres capaces de disculpar sus pecados. Ninguna tentación, hermanos míos, os sobrevendrá que no pueda presentarse también a todos los que participan en vuestra naturaleza, aunque quizás vosotros hayáis cedido y ellos no. Estos hombres pueden comprenderos, anticipar vuestras dificultades y penetrar el sentido de lo que os ocurre, aunque no os acompañen en los mismos pasos.

Serán comprensivos con vosotros y os aconsejarán con mansedumbre, pues saben que también ellos pueden sentir idénticas debilidades. Acercaos sin recelo a nosotros, los que estáis cansados y oprimidos por cargas pesadas, y encontraréis reposo en el espíritu. Venid a quienes estamos, sin mérito nuestro, en el lugar de Cristo y hablamos en su nombre. También nosotros hemos sido salvados en la sangre del Señor. También nosotros seríamos pecadores sin remedio si Él no nos hubiera mostrado piedad, si su gracia no nos hubiera purificado, si su Iglesia no nos hubiera recibido, si sus santos no hubieran rogado por nosotros. Sed salvos, como nosotros lo hemos sido. «Venid, oíd, los que teméis a Dios, os contaré todo lo que Él ha obrado en mi alma» (cfr. Ps LXVI, 16). Escuchad nuestro testimonio, observad la alegría de nuestro corazón, y aumentadla participando en ella vosotros mismos. Escoged la mejor parte que hemos elegido nosotros. Acompañadnos. Nunca os arrepentiréis de ello, estad seguros. Aceptad la palabra de quienes tienen derecho a hablar. Nunca os arrepentiréis de haber buscado perdón y gracia en la Iglesia católica, única que posee gracia divina, energías espirituales, y santos. Nunca os arrepentiréis, aunque os sea preciso padecer dificultades y tengáis que abandonar algunas cosas. Nunca os arrepentiréis de haber pasado de las sombras del sentido y el tiempo[5], las decepciones terrenas y de la falsa razón, a la estupenda libertad de los hijos de Dios.

Cuando hayáis efectuado el gran paso y os encontréis, hermanos míos, en posesión de vuestra bendita herencia, como pecadores reconciliados con el Padre que perdona, no os olvidéis entonces de quienes han sido instrumentos de vuestra reconciliación. Y así como os exhortan hoy para que volváis a Dios, rogad por ellos al Señor, para que obtengan el gran don de la perseverancia y permanezcan hasta la muerte en la gracia que confían poseer ahora, no sea que después de predicar a otros vayan a ser reprobados.

1 Es el texto anterior a la reforma implantada por la Constitución Apostólica Missale Romanum, de 3-III-1969.

2 Newman enuncia en este pasaje la verdad católica de la Concepción sin pecado de María, que sería definida por Pío IX como dogma en 1854, es decir, cinco años después.

3 El autor ejemplifica un principio repetido frecuentemente en sus obras, según el cual toda gracia concedida a un hombre se le otorga, en último término, para su entrada en la Iglesia católica.

4 Se entiende «en lo que no es» de facto, pero puede llegar a ser, debido a la llamada potencia obediencial o capacidad para recibir la gracia y ser elevada por ella.

5 Es un tema de resonancias agustinianas, muy frecuente en Newman.

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