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II

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Xenia y Alex descansaban muy juntas bajo el dosel de la cama en su habitación diseñada por el estilista romano Valentino. Con los ojos abiertos y las manos entrelazadas, hablaban en susurros para no despertar a miss Marta, que dormía en el cuarto contiguo al apartamento que ocupaban en un ala del Columbia. Aquel día habían cumplido quince años, y la abuela Cassiani había organizado para ellas una hermosa fiesta.

—Creo que estoy enamorada —suspiró Alex.

—¿Cómo, sin mi permiso? —murmuró Xenia—. No puede ser, yo no siento nada.

—En realidad, solo me gusta. Hablo de Robert Taylor en el papel de Marco, el centurión romano de Quo Vadis. ¿Has visto a alguien más guapo en tu vida?

—Bobby Edwin —dijo Xenia—, y me he fijado en cómo bailaba contigo esta noche. Igual que todos, no hay hombre que no vaya loco detrás de nosotras, somos las más guapas.

—Y también las más inteligentes —apuntó Alex.

—Sí, unos fenómenos de feria, las famosas siamesas del doctor Osborn —añadió Xenia con desdén—. Me alegro de que te hayas divertido, pero ahora déjame dormir.

—Va, no... Juguemos al juego, ¿quieres?

—Estoy muy cansada, no me saldrá.

—Concéntrate y ya veremos... ¡Xenia, tienes fiebre!

—¿Tú crees?

—Estoy segura, y no se trata del juego; siento tu dolor de cabeza —dijo, posando los labios en su frente.

Ella la rechazó con un manotazo.

—¡Déjame, estoy bien!

—¿Qué te ocurre? —Alex encendió la luz y se asustó—. ¡Xenia! Estás muy pálida, temblando, y te duele moverte.

—¡Sal de mí! ¡Quiero estar sola!

Alex se concentró en apartar de sí aquella sensación de náuseas. Una vez lo hubo logrado, observó a su hermana. Tenía círculos negros alrededor de los ojos y comprendió qué sucedía.

—¡Oh, Xenia, el día de nuestro cumpleaños! No deberías haberlo hecho. ¿Cómo te las has arreglado para conseguirla? Seguro que te la ha dado ese idiota de Junior...

—¡No importa! —exclamó, desesperada—. ¡Necesito más! Tengo que llamarlo, él me ayudará.

Agarró el teléfono, pero Alex se lo arrebató.

—¡Estás loca, se enterará el padrino!

Xenia se apretó el estómago con los brazos.

—Solo me ha dado una dosis pequeña —se quejó, mordiendo la almohada—. ¡Alex, estoy mal!

—No te preocupes, esto es un hospital, algo encontraré.

Alex saltó de la cama, se puso un vestido a toda prisa, y salió corriendo. Pasó por delante de miss Marta, que roncaba suavemente, y cruzó un patio antes de entrar en la zona hospitalaria. Como una loca, atravesó corredores y salas en penumbra, sin detenerse ante las preguntas de las enfermeras del turno de noche, hasta llegar al pabellón de Urgencias. Cuando entró, fue en busca de alguien de confianza.

Una voz la alcanzó desde la sala de curas.

—¿Cuál de las dos eres, guapa? —dijo alegremente un joven médico mientras terminaba de vendar la mano a un niño.

—¡Doctor Bell! —suspiró Alex, aliviada. Aquel médico era la persona adecuada—. Cuánto me alegro de encontrarlo.

—¿Qué haces aquí a estas horas? —preguntó. Pero al ver su expresión preocupada, añadió—: ¿Necesitas ayuda?

—La verdad es que sí —dijo, apurada.

El doctor le hizo un gesto para que aguardara, terminó de atender al chiquillo y lo acompañó hasta la salida. Una vez solos, se acercó hasta ella.

—Ya podemos hablar, preciosa. Dime qué te ocurre.

—No se trata de mí, doctor Bell, sino de mi hermana...

—¿Algún trastorno menstrual? Con un analgésico se...

Alex lo empujó hasta un rincón y lo agarró por las solapas de la bata. Acercó su rostro a medio palmo del de él, bajó la voz, y dijo:

—Prométame que guardará el secreto. —El doctor, perplejo, asintió—. Xenia padece una crisis de abstinencia y no hay tiempo que perder. —Horrorizada por haberlo admitido en voz alta, unas lágrimas empezaron a brotar de sus ojos—. ¡Tiene que darme algo para ella! —gritó zarandeando al médico.

El doctor Bell se quedó lívido. Sabía que el director Osborn era quien se encargaba de la salud de las hermanas y que no admitía interferencias. Se echó a temblar. Si llegaba a sus oídos, podría acusarlo de complicidad; pero por otro lado, no podía dejar solas a las gemelas.

—¡Por favor, doctor Bell, por favor!

—No será fácil, Alex, pero lo intentaré. Espérame aquí.

El doctor Bell se dirigió hacia la farmacia del hospital mientras Alex se retorcía las manos temiendo que de un momento a otro los dolores que atormentaban a Xenia la atacaran también a ella. Sorprendida, se apercibió de que todo iba bien, y lo achacó a su voluntad de rechazar la droga.

Al rato, Bell regresó con varios frascos, y Alex echó a correr hacia su apartamento con el médico pisándole los talones.

En la habitación reinaba el caos. Xenia aullaba en el baño y una llorosa miss Marta no acertaba a comprender qué sucedía. A la vista de la situación, Alex le rogó que avisara a Osborn mientras el doctor Bell se precipitaba a socorrer a Xenia.

Miss Marta llamó a casa de los Osborn. Cuando oyó la voz de Patricia, preguntó por su marido.

—El doctor no está —respondió—, me dijo que pasaría la noche en la ciudad con las gemelas.

—En efecto, pero ya se ha marchado —señaló miss Marta, sin inmutarse—. Lo llamaré al móvil.

—¿Ocurre algo?

—Xenia sufre un ataque de nervios —dijo—. Ahora tengo que colgar, disculpe si la he despertado. Buenas noches.

Patricia se quedó contemplando el teléfono, pensativa. De nuevo las dichosas gemelas reclamando la atención de su marido, y él corriendo a su lado como un perrito faldero. Le revolvía las entrañas. Tal vez se equivocó en su día, cuando se negó a adoptarlas. Si ellas se hubieran criado junto a sus hijos, todos como hermanos, quizás ahora su esposo no se decantaría siempre a favor de sus pupilas. ¡Justo lo que había querido evitar! Y para colmo, Junior se mostraba atraído por Xenia. ¡Era ridículo, no tenía ninguna posibilidad! Por más que adorara a su hijo, era consciente de que carecía del encanto de su padre. El chico era como ella, menudo, con tendencia a engordar. Un niño llorón siempre a la busca de su regazo. En cambio las gemelas... Exitosas, fuertes, con carisma. Compararlas con sus hijos le producía retortijones. No obstante, Xenia parecía dedicarle más atención a Junior últimamente. Aunque su hijo ya tenía veinte años, le preocupaban sus continuas desapariciones y el aspecto derrotado con el que solía regresar a casa. ¿Acaso se estaba viendo con ella?

Dio media vuelta y se dirigió a la habitación de su hijo. Al llegar, probó a girar la manilla. Cerrada. «Por lo menos está en casa». Entonces vio que se filtraba luz por debajo de la puerta del dormitorio de su hija. Entró de puntillas. Patty yacía dormida en su cama con un libro abierto en las manos. Fue hasta ella y, con suavidad, lo cogió para dejarlo sobre la mesita de noche. Permaneció unos instantes estudiando a su hija. Si no hubiera sido por las gemelas, la joven habría destacado por su aspecto agradable, además de por la clásica personalidad de las mujeres americanas de origen anglosajón que tanto admiraba. ¿Qué tenían esas hermanas que su hija no poseyera? «Ellas son deslumbrantes», respondió una voz en su interior. Frustrada, regresó a su cama solitaria.

Osborn estaba haciendo el amor con una prostituta de lujo en su pequeño y suntuoso apartamento de la Segunda Avenida cuando su móvil empezó a sonar. Fastidiado, apartó a la profesional y se revolvió en la cama. Su número lo tenían muy pocas personas, por lo que dedujo que se trataba de una llamada urgente. La mujer intentó reanudar su trabajo, pero no le fue posible. A la primera frase que Osborn escuchó al otro lado del teléfono, saltó de la cama y, sin decir una palabra, se vistió a toda prisa y salió corriendo.

Condujo a toda velocidad hacia el Columbia. Descubrir que una de sus adoradas pupilas era una adicta, y que había sido su propio hijo el que la había inducido al vicio, era un impacto ante el cual no sabía cómo reaccionar. Pero se dijo que él era médico, que sobre todo amaba a la pequeña, y que ya sabría actuar en consecuencia.

Nada más llegar al hospital comprobó con alivio que el tratamiento que el doctor Bell había suministrado a Xenia a base de sedantes y metadona era el más apropiado. Luego, se sentó en el borde de la cama y abrazó a Alex, que lloraba quedamente.

—No te preocupes, todo se arreglará, te lo prometo. Lo único decente de este asunto es que tú estás a salvo. —La miró con fijeza—. Porque lo estás, ¿no es cierto?

Alex asintió.

—Cuando Xenia hace esas cosas, yo solo percibo su dolor e insatisfacción. Me aterran las drogas. —Desvió los ojos hacia su hermana, quien yacía con una expresión extraña, la frente perlada de sudor, como ausente—. Siento como si ella estuviera en la antesala de la muerte, lo noto en mi interior. Si ella... si ella... ¡La cabeza me da vueltas!

Osborn la estrechó con fuerza tratando de calmarla.

—Esta noche me quedaré en el hospital —dijo—, y mañana iniciaremos la terapia de desintoxicación. Voy a darte algo para que te relajes, tú también necesitas descansar.

Media hora más tarde, en el apartamento reinaba el silencio, un silencio que tan solo quebraban los agitados pasos de Osborn. A las tres de la madrugada, impulsado por la ira, decidió llamar a su casa. De haber estado allí, hubiera sacado a su hijo a patadas de la cama. ¿Cómo había osado mezclar a Xenia en sus asquerosos vicios? ¡Tan solo tenía quince años! ¡Lo mataría!

Cuando la adormilada Patricia logró entender algo de lo que su marido le gritaba por teléfono, se quedó anonadada. No podía creer que la amenazante sombra de la droga se cerniera sobre ellos.

—Tal vez ha sido culpa de Xenia —señaló defendiendo a su hijo—, por fiarse demasiado de sus amigos mafiosos.

Osborn perdió toda su compostura.

—¡No digas estupideces y ve a despertar a tu hijo! ¡Quiero decirle cuatro cosas!

—¡También es hijo tuyo! —replicó airada—. Junior está encerrado con llave en su habitación.

—¡Quién sabe las porquerías que guarda en su cuarto! Si no fuera por el escándalo, llamaría ahora mismo a la policía. Arréglatelas como quieras, Patricia, pero si Junior no está en mi despacho a las nueve de la mañana, te juro que lo haré.

—Por favor, George... —sollozó Patricia—. Tú eres su padre y médico, tu deber es ayudarlo...

Oyó el clic al otro lado de la línea. Su marido había colgado. Estremecida, se dirigió al cuarto de su hijo. Aporreó la puerta sin resultado, y volvió a golpear y golpear hasta que Patty se despertó.

—¿Qué ocurre, mamá? —se alarmó.

—Junior tiene graves problemas, ¿lo sabías? —Patty asintió—. Debiste decírmelo, podrías haberme advertido...

—No hubiera servido de nada, créeme. —Su madre arremetió de nuevo contra la puerta—. Espera, yo tengo llave.

Cuando lograron entrar, Patricia se acercó a su hijo. Dormía tan profundamente que parecía estar en coma.

—Ayúdame a meterlo bajo la ducha, Pat. El agua fría lo despejará. Si no va al hospital a las nueve, su padre lo matará.

Con dificultad, arrastraron su cuerpo laxo hasta el baño. Luego, abrieron el grifo y un chorro helado le cayó encima. Segundos después, Junior abrió los ojos y comenzó a quejarse, pugnando por liberarse de aquella tortura. Al cabo, logró incorporarse, pero dio un traspié y cayó al suelo.

Patty lo observó con lástima a sus pies.

—Te han descubierto, Junior —dijo. Le arrojó una toalla—. Estás en un buen lío.

Osborn pasó el resto de la noche estudiando el historial clínico de las hermanas. Nada más nacer, había encargado a la doctora March, de psiquiatría, un registro diario de su evolución durante las etapas de crecimiento infantil. Recordando las emociones vividas durante esos años, comprendía que se había comportado con negligencia. Solo se había interesado por su espectacular desarrollo físico, olvidando las complejidades que podían desarrollarse en el carácter de los gemelos.

Las niñas habían demostrado una inteligencia poco común, una increíble facilidad para las lenguas y los estudios en general, que lo habían llenado de orgullo. Pero nunca pensó en el efecto que supondría para sus mentes sobrellevar el peso de su condición particular. Osborn no podía explicarles la verdad, que en realidad no pasaban de ser gemelas, y que sus organismos no habían tenido en común más que una fina película de piel. No habían compartido ningún órgano, sus sistemas circulatorios eran diferentes y sus cerebros se habían desarrollado por separado. Solo se trataba de un caso normal de gestación de dos criaturas en la misma placenta. Si no hubiera sido por su engaño, serían como cualquier otra pareja de gemelos.

Los últimos datos, fechados en enero, mencionaban que Xenia había padecido de forma repentina una crisis de identidad. Los términos eran fríamente clínicos: «Ha sufrido una alteración aguda en sus funciones cerebrales que, aparentemente, se han estabilizado». Osborn sabía que la mayor parte de los jóvenes que se drogaban lo hacían empujados por la curiosidad o impulsados por los trastornos de una psique antisocial, característica de los individuos con tendencias esquizoides. ¿Cuál era el caso de Xenia? ¿Desde cuándo duraba?

Tras leer todos los informes, concluyó que sometería a las jóvenes a una batería completa de tests. Luego, a la vista de los resultados, podría tomar una decisión.

Consultó su reloj. Las seis y media. Dentro de poco el hospital recuperaría el pulso habitual. Pensó en descansar un par de horas en el diván, y dejó una nota a su secretaria para que lo avisara a las ocho y media. Después, llamó al apartamento de sus pupilas. Una adormilada miss Marta le comunicó que no había novedades y que ambas dormían; Xenia como un plomo, y su hermana muy agitada. Osborn le encargó que se ocupara de que Alex acudiera a su despacho nada más despertarse. Por último, rendido, se acostó en el diván. Pero no se durmió de inmediato. Su mente elaboraba un plan que alejaría para siempre a Junior de la vida de las gemelas.

A las nueve en punto de la mañana, Osborn se enfrentó a su maltrecha familia. Patricia y sus hijos llevaban aguardando en la antesala más de diez minutos; el miedo a las consecuencias que un retraso podía acarrearle a Junior había acelerado su salida de Nueva Jersey. Osborn, agobiado por las preocupaciones, estaba de un humor de perros cuando por fin los hizo entrar.

Se incorporó para saludar con frialdad a su mujer. Acto seguido, besó a su hija, echó un vistazo al pálido Junior, le indicó un sillón, y, reprimiendo sus deseos de darle un puñetazo, regresó a su asiento tras la mesa.

—Me alegro de que hayáis venido todos —dijo—, así podréis escuchar los planes que he decidido para Junior. —Lo señaló sin mirarlo—. Pero antes, necesito saber algunas cosas. ¿Desde cuándo eres adicto a las drogas duras?

Su hijo no respondió. Osborn se volvió hacia él y repitió la pregunta.

—Solo hablo con quienes me miran —dijo Junior.

Osborn se quedó de una pieza. ¡Lo estaba desafiando! En silencio, clavó los ojos en su hijo y aguardó.

—Desde hace cinco años —respondió, por fin.

—¡Cinco años! —gimió Patricia. Parecía tan abatida que Osborn se compadeció de ella—. ¡Has llevado una vida ajena al resto de la familia y fingido durante cinco años!

—Para ser un drogadicto, soy excepcional, ¿no os parece? —se burló Junior.

—¿De dónde has sacado el dinero? —preguntó ella.

—Desde luego que no de vuestra asignación. Al principio se lo robaba a él —señaló a su padre—, tiene tanto que el muy imbécil ni se daba cuenta. Luego empezó a dármelo Xenia; no tienes idea de lo ricas que son las gemelas.

Osborn no daba crédito a sus oídos.

—Ellas son menores de edad —logró murmurar—, no tienen acceso a las cuentas bancarias...

Junior se arrellanó en el sillón y cruzó las piernas.

—Es que soy un buen hacker y averigüé tu contraseña enseguida. Ni te imaginas la de veces que he entrado en tu sistema informático desde el terminal de casa.

—Eso no es posible... ¿Cómo lo has hecho?

—Fácil, si dominas la informática —sonrió—. Programé tu ordenador y conseguí apoderarme de tus códigos personales para acceder a las cuentas de las gemelas a tu nombre.

Osborn se quedó paralizado por la osadía de su hijo. Tal vez lo había subestimado. Era un joven peligroso.

—Ya sé que tú no puedes entender mi conducta, madre —añadió Junior—. Pero estoy seguro de que él sí.

Osborn no respondió, pensando hasta qué punto Junior había metido la nariz en sus asuntos. Un recuerdo lo asaltó. Una noche llegó tarde a casa; todos dormían, o al menos eso creyó. Estaba cansado porque había realizado una operación larga y difícil tras obedecer una orden urgente de «las personas del lazo secreto», como las llamaba. Tres balas de una Beretta calibre 9 descansaban por olvido en el bolsillo de sus pantalones cuando se desnudó para darse un baño. De pronto, Junior estaba allí, a sus diez años, con las balas en la mano. «¿Has matado a alguien, papá?». Las balas fueron destruidas, pero el recuerdo perduraba.

—Te equivocas al pensar que yo puedo entenderlo —dijo Osborn—. Si sabes algún secreto mío, escúpelo. ¡Adelante, Junior! Demuéstrame hasta dónde llega tu coraje...

Junior pareció perder su seguridad. Parpadeó confuso. Había juzgado mal a su padre. No era vulnerable. Rebuscó en sus bolsillos, sacó una pastilla y se la tragó.

—¿De qué estáis hablando? —sollozó Patricia—. No comprendo nada. Creía que estabas enamorado de Xenia...

—¿Este mequetrefe? —se mofó Osborn.

—¡Papá! —le reconvino Patty.

El odio encendió la mirada de Junior.

—¡Eso es lo único que he obtenido de ti, el desprecio! Tú has destrozado mi vida, pero yo me he vengado en lo que más quieres... ¡las gemelas! Entérate de una vez: Xenia haría de puta si yo se lo ordenara, y tan solo por una dosis.

—¡Junior...! —se escandalizó su hermana.

—Basta de estas historias —zanjó Osborn—. Ni me impresionas ni voy a permitirte llevar a cabo tus sórdidos planes. —Respiró hondo y lo miró con fijeza—. Eres un necio, Junior. Yo no te odio. Me llevé una gran alegría cuando supe que iba a tener un hijo. Pero te han consumido los celos y la envidia. En vez de emplear tu inteligencia para crecer como un hombre, te has dedicado a rastrear entre la mierda en busca de excusas para disculpar tus vicios. ¡Mea culpa! No te he prestado la atención suficiente, y he sido débil contigo, permisivo. Pero ahora voy a remediar mi error. —Apretó un botón en el interfono y preguntó—: Miss Ellen ¿hay alguien aguardando en la antesala?

—Sí, doctor Osborn. Un oficial del cuerpo de Marines que viene de parte del general Foley.

—Bien. Lo recibiré en cinco minutos. —Se volvió hacia su mujer—. Creo que la única cura para Junior es el Ejército. Se enrolará como voluntario ahora mismo.

—¿No hay otra posibilidad, George? —dijo Patricia, angustiada—. Quizás una terapia psiquiátrica, un centro de recuperación para tóxico dependientes...

—Tranquila, madre —soltó Junior, confiado—. No me dejarán entrar, el Ejército no tolera drogadictos en sus filas.

—Vuelves a equivocarte —replicó Osborn—. El general Foley es un buen amigo. Se lo he explicado todo y se ha mostrado muy comprensivo. Tengo su promesa: me ha asegurado que dentro de un año te habrás convertido en otro hombre.

—¡No te desharás de mí tan fácilmente! —gritó Junior. Osborn no le hizo caso y preguntó a su esposa:

—Creo que es lo mejor. ¿Qué opinas tú, Pat?

Patricia se cubrió el rostro con las manos, abrumada, mientras Patty adoptaba una expresión de escepticismo.

—Tú no conoces a Junior, papá... No sé si se trata de una buena idea, pero tampoco creo que exista alternativa.

Osborn volvió a insistir a su mujer.

—Por favor, Patricia, ¿qué decides?

Ella hizo un gesto de asentimiento sin dejar de sollozar.

—¡Soy mayor de edad, no iré! —exclamó Junior.

—El Ejército o la cárcel, tú eliges —dijo Osborn.

—¡No te atreverás, el escándalo te salpicará! Ya puedo imaginar los titulares de la prensa: el famoso neurólogo George Osborn denuncia y envía a la cárcel a su propio hijo.

—Elige —dijo su padre con determinación.

El oficial entró en el despacho y se cuadró ante Osborn.

—¿Cuál es su grado, marine?

—Teniente de Infantería del Cuerpo de Marines, señor.

—Teniente, le presento al voluntario George Osborn. El general Foley ya le habrá explicado las circunstancias. Desde este momento, queda bajo su responsabilidad.

—Sí, señor. —El teniente dio un paso hacia Junior. A su lado, parecía un niño desvalido—. ¡Voluntario Osborn, sígame!

Aturdido, Junior se volvió una vez más hacia su familia en busca de compasión. Pero al no encontrarla, se rindió.

—Te arrepentirás de esto —dijo a su padre.

Acto seguido, siguió al oficial. En la puerta se cruzaron con Alex, quien acudía corriendo al despacho de Osborn. Al ver a Junior, le dirigió una mirada de terror y se apartó de él como si fuera un reptil venenoso. Osborn fue hasta ella.

—Alex, cariño, ¿cómo te encuentras?

La joven se refugió en sus brazos.

—Tengo miedo de que me alcance el dolor de Xenia.

Su aspecto era tan macilento que Patty se compadeció de ella.

—Tranquila —la consoló Osborn—, no te sucederá nada. La he puesto en manos de un buen equipo de médicos y me ocuparé de que esté atendida día y noche. La sacaremos de esta, Alex, te lo prometo. Vendrás a casa con mi familia hasta que Xenia se haya recuperado.

—¿Podría quedarme con la abuela Cassiani? —musitó.

—Desde luego, la llamaré inmediatamente.

—No es necesario, padrino. Anoche nos dijo que hoy vendría a las doce para seguir celebrando nuestro cumpleaños. La invitación te incluía —dijo, echándose a llorar.

Patricia se removió con rabia.

—Solo tienes ojos para tus pupilas —reprochó con amargura—, mientras Junior... Junior...

Osborn la observó con frialdad.

—Es mejor que ahora os marchéis a casa. Tengo que hablar con Alex para que me diga todo lo que sepa de Xenia.

Patricia comprendió que su marido escogía a las gemelas, como siempre, antes que a su familia. Agarró la mano de su hija.

—Vámonos, Patty, aquí estamos de más —dijo. Caminó hacia la puerta. Sin volverse, exclamó—: ¡Pediré el divorcio!

La idea no la consoló en absoluto.

Ángela Cassiani eligió la taberna del parque para almorzar. El lugar resplandecía. La primavera había iniciado su ronda, brotando aquí y allá, vistiendo de vivos colores los árboles y las plantas. Pidió una mesa apartada, junto al ventanal, y, tras encargar la comida, tomó la mano de Alex con cariño.

—Ha sucedido algo terrible, ¿no es verdad?

Osborn asintió con tristeza y pasó a relatarle los hechos.

—¡Madonna mía! —exclamó la anciana, llevándose la mano al corazón—. Me lo temía, pero no pensaba que fuera tan grave. Soy una vieja estúpida, tendría que haberle confiado mis sospechas, doctor. —La idea de Xenia hospitalizada sufriendo una crisis de abstinencia le afectó tanto que le temblaba la voz—. ¿En qué medida puede la conducta de Xenia afectar a Alex?

—En ninguna —respondió Osborn sin pensar—. Los gemelos, aunque uno puede influir en el carácter de otro, son capaces de crecer por separado con diferentes personalidades...

—Pero nosotras somos siamesas —señaló Alex.

—Da igual —dijo Osborn furioso consigo mismo por su metedura de pata—. Yo fui quien os separó, y conozco vuestra naturaleza mejor que nadie. No corres ningún peligro, Alex. Ese juego de transmitiros sensaciones que practicáis entre vosotras, y al que sois tan aficionadas, carece de significado. Es común en los mellizos porque crecen al mismo tiempo y más unidos que la mayoría. El contacto continuo provoca cierta reacción en las neuronas que facilita la transmisión de ideas, ¿comprendes?

—Parece razonable —comentó la anciana—, al fin y al cabo tú te has librado de la tentación de la droga. Querida, cuéntamelo todo, desde el principio.

Vacilante, Alex miró a su padrino pidiendo aprobación.

—Señora Cassiani —dijo Osborn—, el culpable ha sido Junior. Mi propio hijo. Puedes contárselo todo, Alex.

La joven fijó sus ojos azules en el rostro de la anciana.

—Junior empezó a rondar nuestra escuela hace más o menos un año. Al principio nos sorprendió, ya que conocíamos la hostilidad de su familia hacia nosotras... No, no te preocupes —dijo, atajando la protesta de Osborn—, solo nos importas tú. Solía llevarnos a tomar un helado, o al cine. Cada vez venía más a menudo. Era amable y simpático, y nos divertía haciendo bromas sobre su pequeña estatura. Íbamos de compras, y nos invitaba a hamburguesas en los puestos callejeros. Tenía un montón de dinero y al parecer le agradaba gastarlo en nosotras.

—¿Cuándo empezaron los problemas?

—Un domingo por la mañana. En lugar de ir a Sutton Place para comer contigo, nos convenció para que lo acompañásemos a Coney Island a visitar el acuario... No sé cómo sucedió, estaba encantada ante una enorme vitrina y, de repente, los perdí de vista. Me quedé allí, esperando a que regresaran, hasta que vi a Xenia. La llamé a gritos y ella se acercó, tambaleándose. Sonreía de forma muy rara. Le pregunté qué le pasaba y me dijo que se sentía maravillosa, como si volara. Era la primera vez que la veía en aquel estado y quise saber por qué. «Junior me habrá puesto algo en el helado», balbuceó Xenia entre risas. Me encaré con él. «¿Qué le has dado?», indagué. «Polvo de ángel, belleza. ¿Quieres un poco?», soltó tan tranquilo. Entonces Xenia se plantó ante él y aulló: «¡Déjala en paz, Junior!». Nunca la había visto tan furiosa, pensé que iba a pegarle. Junior retrocedió con los brazos en alto, riendo, y poco después nos fuimos de allí.

La abuela Cassiani la miró con expresión apenada.

—¿Xenia nunca insistió para que tú tomaras algo?

Alex negó con la cabeza.

—Solo una vez me pasó un porro, pero con la primera calada me atraganté tanto que ya no me hizo probar otras cosas. Y eso que en casa siempre había crack, cannabis, coca...

El rostro de Alex reflejaba su desconcierto, y Osborn le apretó la mano con fuerza para animarla a continuar.

—Junior dejó de gustarme —prosiguió la joven—. Su visión de las cosas era anormal y retorcida, y me provocaba desconfianza. En cambio, a Xenia le fascinaban sus argumentos, sobre todo cuando estaba colocada.

—¿De qué hablaba? —inquirió Osborn, intrigado.

—Afirmaba que era capaz de percibir el agobio de una Tierra atestada de millones de seres por alimentar, y que la naturaleza acabaría por desencadenar su venganza contra el hombre-parásito. Y luego, de sus fantasías; de que entregarse al mal no era más que una forma de construir el bien, de que era necesaria la violencia del fuerte sobre el débil...

—¡Qué canalla! —exclamó indignada la señora Cassiani—. ¡Destilar su veneno en unas inocentes criaturas!

Contempló el rostro de Alex, su ternura, la sensibilidad que hacía temblar sus labios. Lo que en Xenia era artificio y actitud calculadora, en Alex era candor. Sus grandes ojos azules clamaban su fe incorruptible en los ideales y la nobleza de la humanidad. Xenia, en cambio, poseía esa incredulidad tan de moda entre los jóvenes, cuando en realidad era un disfraz ante el miedo. Se reía de los principios, pero su corazón no era depravado ni carecía de ternura; solo era vulnerable por la fragilidad que escondía su carácter. Xenia necesitaba un soporte firme que le diera estabilidad, y ese puntal era Alex.

Osborn, por su parte, estaba preocupado por si su hijo había abusado físicamente de Xenia.

—Cielo... —dijo, llevando sus manos a las mejillas de Alex—. Vosotras estáis muy unidas y compartís todos vuestros secretos. ¿Ha habido alguna relación... digamos carnal... entre Junior y Xenia?

—No, padrino, nosotras tenemos nuestras propias ideas, y soñamos en cómo debe ser la primera vez. Será algo especial y con el hombre adecuado, uno que nos inicie en la senda del amor de forma serena y profunda. —Miró a los ojos de Osborn y él sintió una punzada de celos por el afortunado mortal.

—Entonces Junior queda descartado. ¿Lo sabía él?

—Creo que lo sospechaba, porque un día se llevó toda la droga de casa. Xenia se puso histérica y tal vez se hubiera entregado a Junior, pero él se pasó. Gozaba atormentándola porque sabía que ella nunca le habría mirado a la cara si no hubiese sido por la droga. Me alegro de que por fin todo se haya descubierto.

—Bien —dijo Osborn. Dejó escapar un suspiro y se volvió hacia la anciana—. Señora Cassiani, mientras Xenia se recupera, ¿sería un abuso pedirle que alojara unos días a Alex?

Ella no consideró necesario responder. Se limitó a sonreír mientras unas lágrimas resbalaban por sus mejillas.

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