Читать книгу Comentario al texto hebreo del Antiguo Testamento- Daniel - Carl Friedrich Keil - Страница 6

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PRÓLOGO

Xabier Pikaza

Quizá no hay en la Biblia un libro más investigado y discutido que este de Daniel, pues en él ha venido a condensarse de algún modo todo el mensaje y esperanza del Antiguo Testamento, abierto de manera muy profunda al evangelio de Jesús y a todo el Nuevo Testamento, tal como desemboca en el Apocalipsis. Fue libro discutido entre rabinos judíos y discípulos de Cristo en el principio de la Iglesia, y después en la Reforma Protestante, y ha sido estudiado y comentado de manera muy intensa en el siglo XIX, tal como ha puesto de relieve John Rogerson, Old Testament Criticism in the Nineteenth Century, SPCK, London 1984, donde podrán verse los autores y tendencias con los que dialoga y a quienes sigue, ratifica y también critica C. F. Keil en este comentario.

Se ha dicho que este libro de Daniel y el del Apocalipsis de Juan han sido utilizados de un modo muy particular (casi exclusivo) por las iglesias y comunidades de tipo entusiasta, apocalíptico, empeñadas en destacar la escatología del mensaje de Jesús y de la iglesia en una línea unos grupos muy tradicionales y fundamentalistas. Pero este libro no es solo de grupos aislados, sino un tesoro de todas las iglesias, aunque a veces hay comunidades de tipo más establecido que pueden haber marginado su mensaje.

Este libro de Daniel es esencial no solo para el conocimiento del judaísmo y para la práctica viva del cristianismo entendido como mensaje de Dios para “los últimos tiempos”, sino también para la cultura de occidente, que no puede entenderse sin la aportación de la apocalíptica judía y cristiana. Por eso es bueno que se pueda hoy ofrecer y leer en lengua española este magnífico estudio de C. F. Keil, a quien se ha podido presentar como “conservador”, y que lo es, pero en el sentido mejor de la palabra.

Keil se le llama conservador, pero lo es en el sentido mejor de la palabra, porque recoge y reformula la más honda tradición de las comunidades judías y de las iglesias cristianas, desde una perspectiva protestante, pero en diálogo y respeto hacia todos los creyentes. Keil es conservador per, al mismo tiempo, es un gran “reformador”, un científico integral (historiador, filólogo…) que aplica al estudio de la Biblia las mejores herramientas de estudio y de interpretación de la segunda mitad del siglo XIX, desde la vida y cultura de las universidades e iglesias alemanas, quizá la más profundas y creadoras de la modernidad.

No ha habido, que yo sepa, un tiempo mejor que la segunda mitad del siglo XIX para el estudio de la Biblia, un momento de mayor fidelidad al texto en su raíz más honda, en su “verdad hebrea”, recreando desde Jesús y desde la historia de la Iglesia el mensaje profético de Israel, condensado de forma especial en este libro. No ha habido un comentario más intenso de Daniel que este de Keil. Por eso sigue siendo esencial que se pueda leer y utilizar entre las iglesias y comunidades cultas de lengua española, apasionadas por el evangelio y por la “llegada” de Nuestro Señor Jesucristo.

De la vida y obra de Keil he tratado ya en el prólogo de sus comentarios anteriores (a Jeremías y Ezequiel), de manera que no necesito aquí detenerme en ese tema, pues lo dicho en ellos servirá de punto de partida para lo que sigue. Pero el comentario de este libro de Daniel ha sido y sigue siendo especialmente discutido, tanto por su temática de fondo (el sentido de la historia, la llegada de los últimos días….) como por su desarrollo, de forma que para situarlo y entenderlo bien yo recomiendo a los lectores que empiecen situándose ante el tema de la hermenéutica (interpretación) del Antiguo Testamento, de mano de libros como los de Douglas Stuart, Old Testament Exegesis: A Primer for Students and Pastors, Westminster Philadelphia 1984 y J. Goldingay, Approaches to Old Testament Interpretation, Downers Grove, InterVarsity IL 1990, teniendo como fondo la obra de conjunto de R, J. Coggins y J. L. Houlden eds., Dictionary of Biblical Interpretation, SCM London 1990.

Para una primera aproximación al libro de Daniel, recomiendo en especial el trabajo de H. de Wit, “Daniel”, en A. Ropero (ed.), Diccionario Enciclopédico de la Biblia, Clie, Viladecavalls 2013, 553-559, con los comentarios del mismo H. de Wit, El libro de Daniel. Una relectura desde América Latina, Rehue, Santiago de Chile 1990, y el de K. Silva, Daniel. Historia y profecía, Clie, Vila. 2014. Al final de este prólogo ofrezco una bibliografía actual más extensa del tema, especialmente en inglés y español, desde diversas perspectivas exegéticas y eclesiales .Para situar mejor sus temas, y el sentido de este comentario, he querido seguir ofreciendo unas reflexiones de tipo introductorio.

1. Temas básicos: sabiduría y apocalíptica, historia y confesión de fe

El libro de Daniel es único en la Biblia no solo por su temática de tipo profético-apocalíptico, sino porque, en su forma actual, se ha escrito y se conserva en dos lenguas (hebreo y arameo), a las que se añaden, en la tradición alejandrina de los LXX, pasajes y capítulos en griego. Como es normal, desde la tradición de las iglesias reformadas, Keil solo admite como canónicos e históricamente auténticos los capítulos escritos en hebreo y arameo, y así los interpreta de un modo ante todo filológico, pero también histórico y teológico, ofreciendo en esa línea un comentario que sigue siendo esencial en la historia de la exégesis, uno de los estudios bíblicos más serios que conozco, a pesar de que puedan discutirse algunas de sus visiones exegéticas, como seguiré indicando.

De un modo general se han distinguido en la tradición del libro de Daniel cuatro elementos o rasgos que pueden distinguirse, pero nunca separarse: Un rasgo sapiencial, otro apocalíptico, otro histórico y otro canónico-teológico. De su recta formulación depende la buena lectura y comprensión de este libro, como Kleil ha puesto de relieve, en un contexto de fidelidad al mensaje original, a la tradición de la iglesia y a la esperanza de futuro de la humanidad, en tiempos convulsos como estos (año 2018) en que son muchos los que piensan que un tipo de humanidad “de hierro y violencia” está poniendo en riesgo la vida del hombre sobre el mundo, es decir, la creación Dios.

Como se dice al final de su desarrollo, este es un libro que ha sido “sellado”, es decir, fijado, para el conocimiento y la vida de los creyentes de los “últimos tiempos”, un mensaje que solo puede conocerse y entenderse bien “en esperanza”, cuando “la hora” defina plenamente su sentido. Pero mientras llega esa “hora” es bueno estudiarlo, para convertirse en principio de fe y en motivo de oración esperanzada:

(1) Daniel es un libro de Sabiduría, como aparece de un modo especial en la interpretación de los cuatro metales o etapas de la historia (Dan 2). Entre sus visiones y relatos de la primera parte (Dan 2-6 o Dan 2-7) sobresale la escena de la estatua de los cuatro metales de la gran “estatua” humana del poder mundial, que se expresa y acontece (se despliega) en los tres o cuatro grandes imperios de la historia. Algunos exegetas han dicho y dicen que en el fondo de esa visión de sabiduría subyace un mito antiguo, extendido entre diversos pueblos, en el que se habla de una sucesión de edades (tres, cuatro o cinco), que se van repitiendo cíclicamente, conforme a un esquema de eterno retorno, que podría encontrarse, por ejemplo, no solo en Grecia y en la India, sino en las cultura de México o del altiplano andino.

Daniel ha podido retomar ese mito, traduciéndolo de un modo histórico, que ha podido interpretarse y se interpreta de diversas formas desde los asirios y o babilonios hasta los persas, griegos y romanos, introduciendo en ese esquema novedades muy significativas, en la línea de la profecía israelita. En Daniel no hay un eterno retorno, sino una única historia. No hay cuatro edades que se suceden una y otra vez, iniciándose de nuevo cuando acaban (como en los mitos de algunas religiones paganas), sino una única verdad y realidad de la historia, que tiende a destruirse a sí misma (como indica el signo del hierro que es la guerra más violenta), pero que es salvada por Dios (a través de la resistencia israelita y de la acción más alta del Mesías de Dios).

En ese sentido, las edades de la historia aparecen como obra de los hombres, es decir, de la cultura que está representada a través de los metales, y en esa línea este libro no nos pone ante un “pecado de la naturaleza” cósmica, ni de los ángeles perversos, sino ante un despliegue humano de la historia, entendida como avance de la violencia que, simbólicamente, se identifica con cuatro grandes “imperios” en los que esa historia se condensa. Hay en esa historia un descenso en valor profundo (se pasa del oro al hierro), pero hay un ascenso en efectividad productora y violencia (culminando en el hierro y el barro, que es la expresión de una cultura técnica y violenta que tiende a destruirse a sí misma). Así lo ha expresado la “sabiduría” profunda de este libro, que nos introduce en el misterio más hondo del despliegue de la historia.

La historia de los grandes imperios culmina, según eso, en una edad de hierro y barro, de poder destructor y debilidad. Esta es, por una parte, la edad del hierro, es decir, de la técnica que puede ponerse al servicio de la destrucción. Pero esta es, por otra parte, la historia de la sabiduría y de la resistencia de los creyentes que mantienen su fe con justicia y que esperan la liberación de Dios. Ciertamente, los guerreros de los grandes imperios opresores, vestidos y cargados al final de hierro, han construido una historia final de violencia pura, que destruye a todos, sin que pueda ser destruida por nadie o por nada en este mundo. Pero allí donde se despliega en el mundo la fuerza mayor (¡invencible!) de ese hierro de muerte viene a expresarse, también, la máxima debilidad de los imperios (pues el hierro está mezclado siempre con el barro), y sobre esa debilidad de expresa la gracia más alta y salvadora del Mesías de Dios, como sabiduría salvadora

Este libro de Daniel nos sitúa, pues, ante cuatro edades y una única estatua. Ciertamente, la historia puede estar y está representada por esos metales que aparecen en la explicación como “reinos sucesivos”, uno tras otro, sin que pueda acabarse su maldad, siempre creciente. Pero en su visión más honda, Daniel ha descubierto que ellos forman una única estatua idolátrica, que será al final vencida y destruida por el Cristo de Dios. Desde ese fondo se puede decir que las cuatro edades de la historia constituyen una única “humanidad de violencia”, que va del oro al hierro (Dan 2, 31-44); pero frente a esa historia de violencia se eleva la gracia salvadora de Dios que se expresa y actúa (alcanzará su victoria) por medio del Cristo, que ha venido ya en forma humana de debilidad y que culminara su obra de un modo victorioso, al final de los tiempos.

Los cuatro metales (que son cuatro edades imperiales) forman según eso una misma figura idolátrica, que ha venido a culminar en la gran bestia destructora del final. Tenemos, por tanto, dos magnitudes enfrentadas. (a) Por un lado está la estatua de los cuatro metales, que son brillantes (oro) y nobles (plata), que son fuertes (bronce) y poderosos (hierro), y que así pueden presentarse como dignos de veneración antidivina, expresión de idolatría. (b) Por otro lado está el “reino de los santos”, que empieza siendo una simple piedrecita, que aparece como caída de la mano de Dios, pero que se eleva como montaña de salvación universal, pues no será jamás será destruido, sino que subsistirá eternamente. Surge de esa forma el Reino de los santos de Israel, que Keil interpreta por Cristo en forma universal, el Reino que comienza en aquellos que forman parte del grupo de Daniel (o que leen su libro), el Reino de Jesús, el mesías israelita, que abre su acción salvadora por medio de la Iglesia a todas las naciones.

Por un lado se eleva la gran Estatua de los imperios idolátricos, que son Signo del único Antidios (del Anticristo), pues los cuatro imperios han venido a fundirse en una único y gran ídolo que impone su poder sobre todos los hombres, a lo largo de toda la historia, a lo ancho del mundo entero. Ellos forman el ídolo de la humanidad perversa (pervertida), que se eleva frente a Dios, como una inmensa estatua de poder, una especie de monumento alzado a la grandeza perversa del hombre que se diviniza a sí mismo con violencia (como hierro que todo lo destruye).

Pero, al mismo tiempo, en un sentido más hondo, aparece en el mundo y se eleva el Reino de los Santos, representado por la piedrecita que desciende de Sion, el reino de Jesús (¡piedra escondida del Reino de Dios!) que ofrece su palabra y camino de salvación a todos los creyentes. No hace falta que ellos (los creyentes, los inteligentes, los iluminados…) se enfrenten y luchen externamente con violencia contra la imposición del hierro, el bronce, la plata y el oro, pues en ese plano toda lucha engendra más lucha, sino que ellos se sitúan en un nivel de vida y testimonio superior, dejando que se exprese el poder más alto que viene de Dios, que vence sin violencia externa a la violencia de la historia.

Tenemos, por tanto, dos magnitudes enfrentadas, la estatua de los cuatro metales que son la violencia e idolatría de la historia, y la piedrecita del “reino de los santos”, que se eleva como montaña de Dios, como Iglesia de Dios y para siempre, un reino jamás destruido, que subsistirá eternamente. Este es, sin duda el Reino de los santos de Israel, es decir, de aquellos que forman parte del grupo de Daniel (o que leen su libro). En contra de esa humanidad perversa rueda y choca la piedra que “no viene de manos humanas”, ni forma parte del edificio de la humanidad divinizada, sino que desciende del monte de Dios, como revelación y signo de su presencia.

(2) Daniel es un libro apocalíptico, como pone más de relieve la imagen de las cuatro bestias (Dan 7), que reinterpreta el signo de la estatua anterior y que nos sitúa ante un momento muy preciso de violencia y guerra, cuando parece que la perversión mundial (la última bestia terrible) va a destruir y aniquilar la obra de Dios. Entendido así, este libro no es un texto de tranquila sabiduría histórica, sino un manifiesto “apocalíptico” de resistencia frente al mal y de esperanza en tiempos de gran “angustia”, una angustia como la que nunca había existido previamente en la historia de los hombres, una angustia que empezó a expresarse en tiempo del rey Antíoco (entre el 168 y 164 a. C.), y que se sigue extendiendo todavía en nuestro tiempo (2018).

Los exegetas discutían cuando Keil escribió este libro (1869) y siguen discutiendo ahora sobre el lugar y origen de la sabiduría apocalíptica, que surge y se expresa en tiempos de inmensa violencia, que siguen marcando el sentido de nuestro presente y futuro en la historia de la humanidad. Keil y otros muchos afirman que Daniel escribió su libro en tiempos de la cautividad de Babilonia (en torno al 587-539 a. C.), en forma de verdadera profecía. Otros afirmaban y afirman que Daniel es un personaje simbólico que un judío macabeo ha escrito en el momento más duro de la persecución de Antíoco Epífanes (hacia el 168-164 a.C.). El Apocalipsis de Juan sitúa esa angustia en el despliegue del Imperio Romano contra Cristo (podo después de la muerte de Jesús), pero este libro de Daniel y su mensaje siguen siendo plenamente actuales en nuestro propio momento histórico (siglo XXI).

Keil afirma que el libro solo puede ser auténtico y verdadero si lo escribió en persona un tal Daniel del siglo VI a.C. Otros contestan que el libro sigue siendo auténtico y verdadero si está escrito en forma simbólica en el siglo II, porque en ambos casos se trata de una misma y profunda visión del transcurso y final de la historia, representada por las cuatro grandes bestias de Dan 7 a las que sucede el Reino de los Santos del Altísimo, es decir, del mismo Cristo que vino primero en la carne, dando su vida por los hombres, y que vendrá al final con poder para realizar el juicio de la historia.

Haya sido externamente escrito en un tiempo o en otro, Dan 7 interpreta la historia humana como una sucesión de imperios bestiales cuyo poder de maldad culminará de alguna forma en el duro tiempo de persecución de Antíoco Epífanes y de los helenistas sirios que quisieron destruir a los fieles de Yahvé entre 168/16a a. C., en el momento decisivo de la crisis “antioquena”, que suscitó el rechazo de los macabeo, para abrirse a partir de ese momento a la Hora más honda del enfrentamiento final, cuando el Anticristo venga a ser vencido por Jesús resucitado.

Conforme a la visión del libro de Daniel, esa guerra y resistencia de los macabeos, en el siglo II a.C., no ha sido una lucha más entre las miles de luchas que se han dado y se siguen dando en la historia, sino expresión y anuncio del gran combate entre los fieles de Dios (y de su Cristo) y los poderes perversos de la historia, al final de los tiempos, cuando el mal del mundo alcance su fatídica grandeza destructora y cuando Dios se manifieste como salvador supremo por Jesús resucitado.

El tema de las cuatro bestias (Dan 7, 2-8) que se suceden, en línea descendente (del león más noble, a la fiera horrible del final) y en línea ascendente (la última es la más poderosa y perversa), corresponde al tema de los metales de Dan 2, pero esas bestias aparecen representadas de una manera mucho más precisa que los metales, de manera que pueden identificarse con cierta facilidad: el león podría ser Babilonia, el oso es parece ser el imperio medo-persa, el leopardo es Alejandro Magno y el reino de sus herederos helenistas. Pues bien, a partir de aquí se dividen las interpretaciones: (a) Muchos afirmaban y afirman que la cuarta bestia es el mismo Antíoco Epífanes, de manera que con él tendría que haber terminado la historia. (b) Otros, entre ellos Keil, afirman que Antíoco pertenece a la tercera bestia (a la helenista que proviene de Alejandro Magno) y que la cuarta (último) parece haber comenzado con los romanos, pero no ha se ha manifestado plenamente todavía.

Sea como fuere, la “cuarta bestia” (el cuerno pequeño, que profiere insolencias: Dan 7, 7-8) tiene rasgos distintos de los anteriores. Allí donde se esperaba un cuarto elemento animal (águila o toro, por ejemplo) emerge la sorpresa de un monstruo sin rostro ni figura que sirva de comparación, una especie de Anticristo o Antidios, que se opone al Dios del judaísmo y al mismo Dios cristiano. En ese contexto, Daniel puede afirmar que la lucha armada (al estilo de los macabeos) puede tener cierto sentido en un primer momento, pero ella resulta incapaz de resolver el tema de la violencia de las bestias, pues la guerra final de la historia no es ya contra poderes políticos perversos, sino contra el mal supremo, que se alza contra el mismo Dios y contra su Cristo.

Solo entonces, al final de esa batalla, que aparece anunciada de algún modo en las persecuciones y en las guerras de los macabeos, vendrá a desvelarse en su plenitud la maldad total de los hombres perversos (sometidos al Anticristo Satán) y la bondad salvadora del Dios de Jesús, como principio de vida y de resurrección salvadora para los justos. De una forma consecuente, Keil afirma que esta cuarta bestia ha comenzado ya de alguna forma a revelarse a través de la maldad de Roma (según el Apocalipsis), pero todavía no se ha revelado plenamente, pero lo hará pronto en el contexto de la herencia político-militar de Roma, que se estaba expresando por entonces (año 1869) en el contexto de las grandes potencias occidentales.

(3) Daniel es un libro apasionadamente “histórico”, setenta semanas. Los dos elementos anteriores (la sabiduría para interpretar la historia y la apocalíptica para anunciar los signos del final, superando así el poder destructor de una humanidad pervertida) se traducen y entienden de forma histórica. En ese contexto, el pasaje de Daniel que más ha influido en la apocalíptica judía y en la visión cristiana del fin de los tiempos es el texto que habla de las setenta semanas o tiempos finales de la historia.

Daniel ha recogido y reinterpretado una palabra del libro del profeta Jeremías donde se decía que el exilio de los judíos en Babilonia duraría unos setenta años, que debían entenderse evidentemente en un sentido amplio (cf. Jer 25, 11-12; 29, 10), como aludiendo, en un sentido extenso, a los años que pasaron desde la primera deportación, en tiempo del rey Joaquín, en la que fue llevado cautivo Daniel (597 a. C.) hasta la dedicación del nuevo templo (515 a. C). Otros libros apocalípticos habían calculado no solo los años del destierro, sino también los de la historia de Israel y del mundo (cf. 1 Hen 93 y el conjunto del libro de los Jubileos). Pues bien, desde ese fondo se entiende la oración de Daniel y la respuesta del ángel Gabriel, que se le aparece y le dice:

«Daniel, ahora he venido para iluminar tu entendimiento. Al principio de tus ruegos salió la palabra, y yo he venido para declarártela, porque tú eres muy amado. Entiende, pues, la palabra y comprende la visión: Setenta semanas están determinadas sobre tu pueblo y sobre tu santa ciudad, para terminar con la trasgresión, para acabar con el pecado, para expiar la iniquidad, para traer la justicia eterna, para sellar la visión y la profecía, y para ungir el lugar santísimo. Conoce, pues, y entiende que desde la salida de la palabra para restaurar y edificar Jerusalén hasta el Ungido Príncipe, habrá siete semanas, y sesenta y dos semanas; y volverá a ser edificada con plaza y muro, pero en tiempos angustiosos. Después de las sesenta y dos semanas, el Ungido será quitado y no tendrá nada; y el pueblo de un gobernante que ha de venir destruirá la ciudad y el santuario. Con cataclismo será su fin, y hasta el fin de la guerra está decretada la desolación. Por una semana él confirmará un pacto con muchos, y en la mitad de la semana hará cesar el sacrificio y la ofrenda. Sobre alas de abominaciones vendrá el desolador, hasta que el aniquilamiento que está decidido venga sobre el desolador» (Dan 9, 22-27).

Sobre el sentido y aplicación de esas semanas (años) se han hecho y se siguen haciendo múltiples teorías, con el deseo de aplicarlos no solo al retorno de los exilados judíos a Jerusalén (tras el 439 a.C.), al levantamiento de los macabeos (en torno al 165 a. C.), sino también al nacimiento/muerte de Jesús o a algún otro momento significativo de la historia posterior, especialmente al fin de los tiempos, tanto en perspectiva judía como cristiana.

Son muchos los exegetas bíblicos, tanto judíos como cristianos, que siguen analizando el posible significado de estos años, para así calcular el fin de los tiempos. Pues bien, entre ellos se encuentra Keil (el autor de nuestro comentario) que ha realizado una de las interpretaciones más serias y convincentes del sentido de esas “setenta semanas” que aparecen con algunas variantes en su libro. No todos estarán de acuerdo con ella, de manera que el lector atento podrá aceptarla o rechazarla leyendo el comentario, pero es evidente que ella se encuentra perfectamente razonada (aunque sus argumentos resulten a veces difíciles de seguir, por la misma dificultad de tema). Éstos son sus tres elementos o supuestos principales.

(a)Keil supone que el profeta Daniel ha distinguido y vinculado dos “cronologías”, que hay que separar con precisión para interpretar su mensaje: (a) La cronología que va desde el comienzo de la “palabra profética” (en el entorno del exilio) hasta el tiempo de la lucha y primera victoria parcial de los macabeos (en torno al 164 d.C.). (b) La cronología que va desde ese mismo comienzo hasta el final de los tiempos, más allá de los macabeos y de la misma venida histórica de Jesús, hasta la llegada del Anticristo y la manifestación salvadora de Dios por Jesús resucitado.

(b)Eso significa que Daniel nos sitúa ante dos “cálculos numéricos”, para que los interpretemos con discernimiento. Sin duda, esos cálculos tienen un trasfondo histórico (e incluso cronológico: en días, en años y en semanas/septenarios); por eso han de tomarse en forma de “historia humana” (se refieren al despliegue de los imperios de la tierra). Pero, al mismo tiempo, en otro contexto, esos cálculos han de interpretarse en forma figurada, y en ese sentido Daniel (especialmente al referirse a la venida del Anticristo) no habla de semanas cronológicas de años, sino de septenarios simbólicos, que se han cumplido de un tiempo “típico” en la persecución de Antíoco Epífanes y en su derrota final, pero que deben cumplirse todavía de un modo mucho más alto y definitivo con la llegada futura del Anticristo, que será vencido por Cristo.

(c)Como exegeta riguroso y como cristiano radical, C. F. Keil no ha querido (ni ha podido) identificar el “pequeño cuerno” del Anticristo con ningún poder concreto del pasado, ni tampoco del futuro. Signo del Anticristo fue en su tiempo, en un sentido, Antíoco Epífanes. Pero Antíoco no fue el Anticristo, sino solo un “tipo o figura”, un anuncio de su maldad más honda. En ese sentido podemos decir que vendrá al Anticristo, pero solo cuando venga (en su “hora”) podremos decir quién es y cómo actúa, siendo al fin plenamente derrotado por el Dios de Cristo.

En esa línea, Keil ha rechazado toda “apologética” barata, negándose a identificar al pequeño cuerno final (al Anticristo) con algún tipo de iglesia falsa, con alguna doctrina o secta anti-cristiana, con algún imperio de maldad que ya ha pasado. Keil sabe y “demuestra” con su exégesis del libro de Daniel que el Anticristo no ha llegado todavía, aunque sabe y muestra que “viene ya de camino”, a partir del Imperio Romano, como sabe y dice el Apocalipsis de Juan. Más aún, en una línea bíblica de tipo “occidental”, Keil sabe que el Anticristo está viniendo a través de los poderes político-militares que están surgiendo a partir de Europa, heredera del imperio romano, según el Apocalipsis.

(4) Daniel es un libro de fe, y de esa forma, en clave de fe lo ha interpretado C. F. Keil. Ciertamente, él es un buen historiador y conoce todo lo que en aquel momento (1869) se sabía de los antiguos y los nuevos imperios. Posiblemente algunas de sus hipótesis (dirigidas siempre a defender el carácter literal del texto) resulten hoy forzadas, como la forma de situar el reinado de Darío el Medo antes que el de Ciro el Persa, con la forma de interpretar el reinado de Baltasar y la misma locura de Nabucodonosor…; pero, tomado en su conjunto este comentario ofrece una espléndida visión de la historia de oriente, en tiempo del imperio neo-babilonio (Nabucodonosor y sus sucesores), con la monarquía medo-persa y el surgimiento de los reinos helenistas de los “diádocos”, es decir, de los sucesores de Alejandro Magno, en un momento en que empieza a extenderse sobre el mundo el Imperio Romano, que es signo y principio del Cuarto Imperio de la Bestia final, que aún no ha llegado.

Hoy tenemos, sin duda, nuevos datos históricos. Además, algunos elementos de la narración pueden (y quizá deben) entenderse de forma simbólica (como hace el mismo Keil al ocuparse de los números de las setenta semanas/edades de la profecía), pero, en su conjunto, este libro ofrece una visión espléndida de la historia bíblica, desde el tiempo del exilio hasta la “edad” de los macabeos. De todas formas, siendo filólogo e historiador, C. F. Keil es, ante todo, un cristiano, y así, desde la totalidad del misterio cristiano, ha querido entender e interpretar el libro de Daniel.

En esa línea, él ha desarrollado una exégesis “canónica” en el mejor sentido de la palabra. (a) Es una exégesis canónica en sentido bíblico, porque interpreta el libro de Daniel desde la totalidad del Antiguo Testamento (como libro clave del judaísmo), en una perspectiva abierta al mensaje de Jesús, tal como ha sido reinterpretado, sobre todo, por el Apocalipsis de Juan (b) Pero es también una exégesis canónica en sentido eclesial, porque ha querido leer el libro de Daniel desde la perspectiva de la vida y tradición de la iglesia, a lo largo de los siglos, hasta su propio tiempo (2ª mitad del siglo XIX). Ciertamente, él asume la mejor tradición evangélica (quizá más en línea de Calvino que de Lutero), pero sin negar en ningún momento la gran tradición de la iglesia universal, representada por autores de línea “católica” y “ortodoxa” como Jerónimo en latín y Teodoreto en griego.

A su juicio, Daniel no es un libro “privado”, a merced de la “libre” interpretación de los posibles “inspirados” de turno. En contra de un tipo búsqueda individualista del sentido de los grandes signos de su profecía (metales de la estatua y bestias del gran juicio, setenta semanas y pequeño cuerno, con otras escenas bien conocidas como el juicio de Baltasar, los jóvenes en el horno ardiente o Daniel en la fosa de los leones…), C. F. Keil ha querido fundar su interpretación del libro en la gran tradición de la Iglesia universal.

En esa línea resulta ejemplar su “sobriedad” ante los grandes temas, como pueden ser la experiencia de la fe, la visión interior del misterio, la lucha contra el mal, la derrota de los perversos, el juicio final con la resurrección… Keil lee el texto y despliega su sentido, a partir del original hebreo y arameo, aplicándolo en su entorno antiguo, y abriéndolo al futuro de la iglesia y de la humanidad. Pero no puede ni quiere convertirse en un tipo de “adivino” fácil, identificando al “pequeño cuerno” (al Anticristo) con algún poder pasado (Roma o los bárbaros antiguos, el Islam o un tipo de iglesias paganizadas…) o presente. Los “signos” de ese Anticristo han sido anunciados en la figura y acción de Antíoco Epífanes, pero su manifestación definitiva pertenece al futuro de nuestra propia historia, en el siglo XIX o en el XXI.

En esa línea, Keil puede discutir y discute sobre temas de filología e historia, desde la perspectiva de la historia bíblica antigua, pero al final se sitúa (nos sitúa) de manera silenciosa y reverente ante el misterio de la vida, como experiencia de lucha contra el mal y de redención gratuita del Dios de Jesucristo. Por eso mismo, la llamada de vigilancia ante el Anticristo que viene se convierte en llamada y palabra de esperanza en la venida del Cristo victorioso.

2. Un libro apasionante, pero difícil y abierto

Así entendido, este un libro emocionante y así quiero ofrecerlo a los lectores, no solo a los que están interesados en un plano religioso (cristianos de una tendencia o de otra), sino a los que buscan el sentido de la historia, no solo en clave profética y/o apocalíptica, sino también en clave “secular”, pues hoy nos encontramos de lleno ante el riesgo muy real de la destrucción de la vida humana sobre el mundo. En ese contexto, el libro de Daniel, con sus terrores apocalípticos, pero también con su inmensa esperanza, es uno de los textos más influyentes y fascinantes de la historia de occidente.

Este es, como digo, un libro apasionante, en primer lugar el de Daniel, pero también este comentario de C. F. Keil, siendo, al mismo tiempo, bastante “difícil” para un lector de cultura media poco acostumbrado a los retos culturales, históricos y religiosos. Estas son las tres primeras dificultades con las que se encontrará el lector:

1. Está ante todo la dificultad lingüística. Este es un comentario “exegético” al texto hebreo (y arameo) de Daniel. Por eso, es muy conveniente que el lector tenga algún conocimiento de esas lenguas para entender bien su argumento. He procurado en la traducción y en la presentación del texto que el lector pueda entender bien la “letra” de los textos (partiendo de la traducción de Reina-Valera) y seguir la trama del libro, sin serespecialista en hebreo o arameo (más aún, sin conocer esas lenguas), pero el comentario se refiere constantemente a ellas, porque el buen pensamiento está vinculado siempre a su expresión en el lenguaje.

Este es un libro que nos lleva a las raíces de nuestra cultura occidental y cristiana, y en esa línea el autor no se limita a citar y comentar los textos hebreos y arameos, sino que acude sin cesar al griego de los LXX y al latín de los primeros intérpretes cristianos de occidente y de los grandes teólogos de la tradición hasta el siglo XIX. He traducido los textos latinos, lo mismo que los griegos, pero la aportación fundamental de este comentario sigue siendo la de recuperar la “veritas hebraica” (la verdad semítica: aramea, incluso árabe…) de la Biblia. Solo en ese fondo pueden entenderse de verdad los argumentos de este libro.

2. Está, en segundo lugar, la dificultad y la riqueza de exégesis bíblica alemana de mediados del siglo XIX. C. F. Keil ha escrito este libro en diálogo constante con esa tradición de la exégesis científica del siglo XIX, como va mostrando página a página en las citas y comentarios en los que se sitúa entre los representantes de la tradición judeo-cristiana y los críticos renovadores (que eran en el fondo contrarios a la revelación sobrenatural de la Escritura). En un sentido, él se opone a un tipo de “racionalismo” que quiere entender la Biblia sin tener en cuenta su mensaje (su proyecto religioso, su experiencia de revelación). Pero en otro sentido, y muy profundo, él mismo es un “racionalista” un hombre que emplea todos los recursos de la filología y la lingüística, de la historia e incluso de la psicología para interpretar los textos.

En el prólogo de mis traducciones anteriores (comentarios a Isaías, Jeremías y Ezequiel) hice el esfuerzo de recoger, citar y situar a casi todos los autores que Delitzsch y Keil utilizaban en su comentario, en un momento de cruce los autores que, de un modo muy poco preciso, suelen llamarse tradicionales y/o críticos. Muchos de los allí citados siguen presentes en este libro: Bleek, Caspari, Ewald, Gesenius, Hävernick, Hengstenberg, Hofmann etc., pero aquí aparecen muchos nuevos, los representantes de la mejor tradición filológica, histórica y teológica del siglo XIX.

He renunciado a evocarlos y presentarlos a todos, uno por uno, situando los posturas y sus obras, pues ello exigiría la preparación de una nueva edición y comentario crítico de la obra de C.F. Keil, que aquí no podemos realizar, por falta de espacio y por la misma finalidad práctica de esta edición, que no quiere resolver problemas de tipo textual y erudito, sino ofrecer a los lectores una herramienta básica de conocimiento bíblico. Además, en esa línea, para quienes deseen conocer el trasfondo histórico-exegético de este libro he citado ya el estudio de John Rogerson, Old Testament Criticism in the Nineteenth Century, SPCK, London 1984. Mi traducción y adaptación no se centra por tanto en el intento de presentar de una edición crítica, sino teológica y pastoral, de esta obra.

En esa línea, esta dificultad exgética puede superarse con un poco de esfuerzo, acudiendo a las referencias que ofrece en casi todos los casos un buscador informático (google, wikipedia etc.). Está también el tema de las abreviaturas. Keil escribe para un público apasionado, que conocía de memoria a los grandes biblistas, y así puede escribir Sth. por J. J. Sthälin, Hv. por Hävernick, Ges. por Gesenius, Hitz. por Hegst. por Hengstenberg, Kran. por Kranichfeld etc. etc. Esta es una dificultad que se supera pronto, permitiéndonos pensar más en el tema que los defensores, hoy en parte ya olvidados de una determinada visión de la Biblia o de la vida humana.

3. Está, en tercer lugar la dificultad histórica. Como he dicho ya, Keil se ha esforzado por demostrar lo que él llama la “autenticidad” histórica de Daniel, como personaje real, que vivió como cautivo sabio en la “corte” de los reyes babilonios y persas. Esa hipótesis tiene su ventaja y nos obliga a situar la Biblia en su contexto histórico, en la línea de una fuerte crítica histórico-literaria. Pero hay un momento en que la historia puede y debe interpretarse también en una línea más simbólica, más teológica.

Este es quizá, a mi juicio (desde mi propia perspectiva hermenéutica), el mayor límite de esta obra, que, en algún momento, ha insistido más en el trasfondo histórico-literario de Daniel que en su mensaje antropológico-teológico, que sigue siendo plenamente actual en nuestro tiempo. No es que Keil margine ese mensaje, de ninguna forma, pero quizá podía haberlo desarrollado más. De todas formas, es muy posible que él haya querido dejar el texto así, sin inclinarse por unas visiones más particulares del juicio de Dios y del fin de los tiempos, para que seamos nosotros mismos, lectores de este libro en el siglo XXI, los que desarrollemos, a partir de este comentario, nuestra visión del “fin de los tiempos”, según el libro de Daniel y del Apocalipsis de Juan.

En esa línea, para completar el conocimiento del tema, he querido recoger aquí algunos comentarios y estudios sobre el libro de Daniel, desde varias perspectivas exegéticas, teológicas y eclesiales, para que todos los lectores, reformados o católicos, ortodoxos o de las nuevas confesiones evangélicas o pentecostales, puedan sentirse invitados a seguir leyendo y comentando, con C. F. Keil, el libro de Daniel en este siglo XXI:

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X. Pikaza

Comentario al texto hebreo del Antiguo Testamento- Daniel

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