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Lo que a mí me gusta es erótico,

lo que a ti te gusta es pornográfico1 Raquel Osborne

Una de las primeras cuestiones que siempre se plantean cuando se habla de erotismo o de pornografía son las diferencias entre ambos conceptos, lo que nos lleva de inmediato al problema de la definición. Desde una cierta óptica feminista, mayoritaria en un momento dado, se ha estimulado la búsqueda de una definición “precisa” de ambos términos, a fin de distinguirlos con vistas a determinar con nitidez políticas restrictivas de protección de las mujeres. Quedaban sin explorar las posibilidades de una sexualidad autónoma femenina y la elaboración de una crítica cultural del sexismo en temas de sexualidad.

Por mi parte, al centrar los intereses de mis investigaciones en los discursos producidos al hilo de esta temática y en las políticas que de ahí se generaron, sobre todo en el mundo anglosajón en los años ochenta del pasado siglo, observé sobre todo el desacuerdo en el seno del feminismo en torno a lo que podía ser una definición de erotismo/pornografía y las políticas subsiguientes. Subyacían distintas concepciones acerca de las naturalezas masculina y femenina y de las relaciones entre los sexos, así como de los límites de la exploración sexual y de la moral feminista, en una suerte de reubicación de las iniciales posiciones feministas en temas de sexualidad: habían trascurrido la revolución sexual de los años sesenta y el surgimiento del feminismo, con la salida del armario de nuevas cuestiones acerca de la sexualidad y la violencia contra las mujeres.

El feminismo se incorporó tardíamente a esta discusión en torno a las definiciones, que ha generado ríos de tinta a lo largo de muchos años sin que se haya logrado un consenso, entre otras cosas porque el asunto presenta una difícil solución. Nos remitiremos, pues, a algunas de estas discusiones, que podríamos calificar de endémicas, para a continuación proporcionar algunos argumentos sobre la dificultad de las definiciones y el peligro de las falsas certezas conducentes a políticas restrictivas de corte moralista. La doble moral sexual conducirá sus políticas represivas hacia las trabajadoras del sexo, victimizando al eslabón más débil de la cadena como aviso a navegantes. Este artículo pretender contribuir a la reflexión sobre las implicaciones de estas políticas para todas las mujeres.

El debate feminista

Tras la revolución sexual de los años sesenta y con la segunda ola del feminismo de los años setenta las mujeres se organizaron en un movimiento de liberación que cuestionó y reconceptualizó las ciencias y los discursos en lo que al statu quo de las relaciones entre mujeres y varones concernía. Lo personal se convirtió en político, de modo que hasta las relaciones más íntimas se analizaron bajo el prisma del poder de un sexo sobre el otro. Se empezó a hablar de relaciones de género, que se entendieron como un eje principal de la organización social: matrimonio, familia, reproducción y sexualidad fueron puestos en cuestión y considerados locus centrales de la desigualdad.

Las feministas estadounidenses comenzaron a discutir y a organizarse respecto a ciertas formas de opresión descuidadas hasta entonces, como eran las agresiones sexuales y los malos tratos a las mujeres. De ahí se pasó a considerar el tratamiento machista que los medios de comunicación y las representaciones al uso daban de la mujer, para acto seguido centrarse en la pornografía como el ejemplo más extremo de objetualización y de incitación a la violencia contras las mujeres.

El resultado fue la negación, el olvido, la relegación a un plano secundario de la vieja pregunta freudiana: ¿qué desean las mujeres, sexualmente hablando? Otras cuestiones permanecían inescrutadas: ¿de qué manera obtienen placer sexual las mujeres bajo el patriarcado? ¿En qué consiste la sexualidad femenina? ¿Cuál es el papel de la fantasía sexual en todo esto?

A comienzos de los años ochenta nos encontramos un feminismo dividido entre un poderoso movimiento antipornografía y las feministas llamadas pro-sexo. El énfasis de las primeras pasó de las agresiones reales contra las mujeres, véanse las agresiones sexuales y los malos tratos, a la ideología que según ellas promueve y epitomiza esta violencia: la pornografía con sus imágenes de degradación y objetualización de la mujer, desde las que se perdía de vista su dimensión sexual. De esta manera, se unilateralizó la concepción de la sexualidad bajo su aspecto de riesgo, su faz peligrosa.

En un análisis altamente dicotómico, se identificó mujer y naturaleza con erotismo, y hombre y cultura con pornografía. Erotismo, en este planteamiento, significa amor apasionado y libre deseo; pornografía, por el contrario, se identifica con objetualización y violencia hacia las mujeres. Desde esta perspectiva, pues, la sexualidad masculina es agresiva, irresponsable, orientada genitalmente y potencialmente letal. La sexualidad femenina es discreta, difusa y orientada a las relaciones interpersonales. A los hombres se les identifica por su orientación sexual agresiva; las mujeres, por el contrario, no son definidas primordialmente como seres sexuales sino amorosos y sensuales.

Frente a esta postura, la tendencia pro-sexo quiso añadir la cuestión del placer de las mujeres a un análisis exclusivo como víctimas. Placer y peligro conformarían los ejes de la sexualidad femenina. La estructura patriarcal condiciona la actuación de las mujeres, se remarcaba, dificultando el placer sexual; pero pensarlas solamente en términos de opresión y violencia sexual ignoraría la agencia femenina en el terreno de la sexualidad, de la que se resalta su diversidad y la pluralidad de sus manifestaciones, a promover en vez de restringir. Y la agencia femenina pasa por la relación entre deseo y fantasías sexuales: otra cosa es que la pornografía al uso responda a las fantasías sexuales femeninas.

En este análisis, la pornografía poseería aspectos contradictorios: por un lado, el sexismo y la victimización de las representaciones de las mujeres resultaba indudable; por otro lado, un espacio donde se representa un sexo no marital y no procreativo, con mujeres sexualmente activas, demandando placer, agresivas y poderosas, algo muy raro de ver en las manifestaciones de nuestra cultura. Que ciertas mujeres disfruten con la pornografía -a pesar de que casi toda está hecha por y para hombres- no significa simplemente una acomodación al sexismo, sino la conexión con las fantasías sexuales femeninas, como ya se ha apuntado.

Pornografia/erotismo: a vueltas con las definiciones

Al problema de la definición no escapa el feminismo antipornografía, como hemos apuntado, pero en ese recorrido muchos le han acompañado antes y después: lo interesante aquí es que el intento provino esta vez nada menos que de un movimiento social.

Definiciones puede haber muchas, pues es un tema en el que todo el mundo parece saber con bastante certeza de qué está hablando. En la España de charanga y pandereta tuvimos que padecer la expresión “la ola de erotismo y pornografía que nos invade”, bajo la que se amalgamaban los dos conceptos en uno solo; con ella algunos próceres del franquismo no cesaban de denunciar una supuesta corrupción de las costumbres, cuando en realidad tan solo pretendían perpetuar el encorsetamiento de la ya muy limitada sexualidad de los españoles.

Si pensamos en el tema como una cuestión de clase y de cultura, la pornografía alimentaría a las masas más o menos iletradas de varones, mientras que del llamado erotismo se nutrirían unas capas sociales más refinadas para las que el marco en el que la pornografía se desenvuelve resultaría muy burdo y, en definitiva, poco excitante.

Del mismo modo se realiza esta operación cuando se quiere diferenciar a la pornografía por su ausencia de contenido artístico con el argumento de que el erotismo es igual a sexo explícito, pero realizado con buen gusto, entrando, de nuevo, en criterios culturales más o menos clasistas: a lo que parece bazofioso y realizado con pocos medios se le llama pornografía -considerándolo, por tanto, un material rechazable- y a lo que se clasifica como erótico, por su mejor calidad estética, se le denomina arte, y ya se salvó el producto.

El objetivo de lograr la excitación sexual del consumidor es un rasgo muy comúnmente asociado a la pornografía, pero entonces el catálogo de ropa interior infantil de unos grandes almacenes o algunos pasajes de la Biblia, capaces de surtir un efecto onanista en ciertas personas, entrarían dentro de la definición de pornografía.

Una diferenciación ya clásica entre los dos términos vino dada por D. H. Lawrence, quien definía la pornografía como “sexo mercantilizado”, asimilándolo a relaciones de prostitución, destacando la ausencia de sentimientos como una de sus características más destacadas, mientras que el erotismo vendría a describir relaciones recíprocas, espontáneas, plenas de sentimientos positivos. Lawrence fue uno de los tres autores denostados por Kate Millet -junto con Henry Miller y Norman Mailer- en su clásico libro Política sexual, como representante de una ideología sexual machista, pero curiosamente las feministas antipornografía adoptaron una distinción basada en criterios muy parecidos, como acabamos de comprobar.

El filósofo alemán perteneciente a la Escuela de Francfort, Theodor Adorno, apela a ciertas características formales para establecer la distinción entre pornografía y erotismo. A la pornografía le atribuye los rasgos de esquematización del lenguaje, de los personajes, de las situaciones, de ausencia de un entramado argumental, pero sucede que, si lo pensamos bien, son trazos que se encuentran asimismo con frecuencia en otras variantes de la literatura de evasión, como la novela rosa o las telenovelas.

Otra forma de clasificar de algún modo a la pornografía cuenta con seguidores como Steven Marcus, quien habla de “pornotopia” para referirse a determinadas características reiteradas en la pornografía -una acción que transcurre fuera del tiempo y en cualquier espacio indeterminado geográficamente-. Este modo de clasificar posee el mérito de intentar no introducir elementos moralistas, aunque no siempre se consiga, pero aún así no son exclusivas de este medio gráfico.

Ni siquiera un principio tan “desprejuiciado” como el de asociar al término pornografía el de “materiales explícitamente sexuales”, usado intencionadamente como una mera descripción de un contenido que podría diferenciarlo del resto de las representaciones gráficas, está exento de problemas; bajo esa denominación de “explícitamente sexual” se puede incluir cualquier cosa, desde obras de arte a información médica, desde trabajos feministas a cómics, etc.

Creo que va quedando clara la ausencia de un significado per se de la pornografía y del erotismo, ya que, según la posición o las intenciones de cada quien, así serán entendidas.

A la vista de todos estos criterios, que pueden servir para orientarnos en el mundo, pero que no deberán hacernos creer que nuestra definición es definitiva y, por lo tanto, superior a la del vecino, al menos objetivamente hablando, hay quien propone una pauta del tipo “la pornografía está en el ojo del que la ve”. Esta afirmación responde a una perspectiva interaccionista que subraya que las producciones exteriores a nosotros hay que unirlas a la experiencia subjetiva del observador, aquello que cada quien en un cierto contexto aporta al acto de mirar -o leer-; en suma, lo que Susan Sontag denomina “la imaginación pornográfica”. De lo que se trata, en resumidas cuentas, es de hacer ver que pertenecemos a la categoría de “individuos”, que el ser humano no es un libro en blanco que actúa o responde simplemente a remolque de los medios de comunicación, sino que aporta toda una experiencia para interpretar los materiales con los que en un momento dado entra en contacto.

Hay quienes piensan que ninguna definición “objetiva” puede llegar a buen puerto, pero consideran que socialmente es preciso dilucidar mínimamente de qué se está hablando; resulta útil entonces emplear el término pornografía como “sinónimo de industria pornográfica de consumo masivo y definida socialmente como tal”. Es decir, se adoptaría el término en su vertiente de producto comercial que, en tanto mercancía que posee la peculiaridad de la explicitación sexual, suele ser tratada de una forma específica, sujeta a regulación. Las políticas de regulación acostumbran a ser el fruto de convenciones que gozan de amplia aceptación, como que los menores no deberían tener libre acceso a algunos materiales de esta índole, o que no todas las personas desean toparse con ellos en contra de su voluntad.

En España, por ejemplo, la clasificación de películas bajo la sigla X, susceptibles de ser vistas en unas salas especiales sin publicidad exterior, responde a una de las formas posibles de regulación de este producto, por cierto en decadencia frente a las nuevas tecnologías del consumo. Se acepta así el derecho de unas minorías en un terreno que quizás no entusiasme a muchos pero que, aunque solo fuese por esta razón, interesaría respetar a cambio de que otros derechos minoritarios fueran igualmente respetados. Digamos que aquel derecho podría ser entendido como un precio que habría que pagar si queremos vivir en democracia.

¿Sirve para algo la censura?

En sociedades que se caracterizan por el pluralismo, difícilmente se pueden imponer los criterios de unos grupos sobre otros sin que alguien salga trasquilado, bien sean ciertas minorías sexuales, bien sean artistas o escritores -por citar solo dos ejemplos muy claros en el caso que nos ocupa-. Y no hablamos de posibilidades remotas. En los Estados Unidos, tras la larga ofensiva contra la pornografía por parte de las fuerzas conservadoras -y no conservadoras- durante los años ochenta del pasado siglo, la década finalizó con un ataque en toda regla por parte de dichas fuerzas a obras de arte y de la cultura, tratando de mezclar arte y obscenidad para lograr la censura de materiales explícitamente sexuales: casos sonados fueron las ofensivas contra las fotografías de Robert Mapplethorpe y Andrés Serrano.

Podría aducirse que todo lo que se pretende es que la censura desempeñe una mera función simbólica, opción que si se adopta conscientemente bien pudiera considerarse legítima, aunque no exenta de riesgos que no conviene pasar por alto. Un ejemplo serviría para aclararnos: también los antiabortistas pueden sostener que quieren prohibir el derecho al aborto por razones simbólicas, para marcar el listón de lo que habría de considerarse como el ideal de la moralidad, aunque eso no elimine los abortos clandestinos. En nuestro caso, la función simbólica vendría expresada por algunas feministas antipornografía cuando afirmaban que preferían la circulación ilegal de la pornografía -cuestión a la que se resignaban a causa de su difícil erradicación- que su aceptación como una mercancía legal, aunque estuviera sujeta a ciertas restricciones.

Una vez abierta la espita de las prohibiciones, señalar la línea divisoria entre el material que se considera censurable y el permitido siempre resultará escabroso, siempre estará sujeto a arbitrariedades. Una vez con el instrumento legal en la mano, se puede volver en cualquier momento contra los mismos grupos que lo promovieron con una intención emancipatoria, pero que carecerían en cualquier caso del poder para controlar las leyes que ellos mismos contribuyeron a aprobar.

Si lo que se pretende combatir son las imágenes sexistas, ceñirse a lo que comúnmente se entiende por pornografía, resulta muy limitado. Por el contrario, tachar de pornográficas todas aquellas expresiones en que sexualidad y sexismo aparecen entrelazados genera vaguedad y confusión, lo que deviene especialmente indeseable cuando por arriba se aboga por una legislación restrictiva. Centrarse exclusivamente en las representaciones “violentas” parece legitimar al resto de las que no son tales, aparte de presuponer un modelo un tanto simplista de aprendizaje de la conducta.

Me explico: la pregunta que se suele derivar de la ya formulada “¿qué es la pornografía?” viene a ser la de “¿y qué efectos produce?”. Para responderla el feminismo antipornografía utilizó un modelo conductista, que se atiene fielmente al principio de que “cuanto más ves, más haces”. Se presupone que los hombres aprenden con la pornografía cómo son las mujeres y cómo han de comportarse sexualmente. Se afirma que “la pornografía es la teoría y la violación su práctica”. En último extremo, se llegó a concebir la pornografía como monocausa, o causa principal, de la violencia, la misoginia y el sexismo presentes en la sociedad.

Rechazan -ni los mencionan- los enfoques psicoanalíticos, que indagan las razones de la existencia de la pornografía, su sentido, la relación entre el deseo y la fantasía, y los enfoques sociológicos, que se preguntan dónde estriba la razón de que sean mayoritariamente los varones, y no las mujeres, los que la consumen, y a qué motivos se debe que la pornografía al uso sea como es y obedezca a unas pautas determinadas y no a otras.

El olvido de la pornografía, la actualidad de la prostitución

Mientras que en los Estados Unidos se produjo ese gran debate sobre el papel de la libertad sexual para las nuevas mujeres del feminismo, transformado por el debate oficial en términos de obscenidad y alcance de la libertad de expresión en el seno de una sociedad enfrascada en una reacción conservadora -recordemos el ensayo Reacción de Susan Faludi-, en otros países, incluido España, tuvo lugar un conato de discusión en el seno del feminismo sobre el significado de estas representaciones y la política a proponer al respecto. Mas solo fueron balbuceos que no llegaron a ningún puerto: el hambre de libertad, y de libertad sexual, que permeó la sociedad española durante la larga noche del franquismo y el disfrute de “las libertades” tan duramente conquistadas tras el conocimiento en carne propia de lo que significaba su ausencia, impidió la consolidación de propuestas restrictivas.

Lo que emergió con fuerza en su lugar fue el debate sobre la prostitución al hilo de la transición a un mundo globalizado en el que la feminización de la migración para todo tipo de trabajos incluyó el trabajo sexual. El fantasma del miedo al extranjero fue encarnado fácilmente por esa inmigrante que se colaba en nuestro mundo de forma ilegal para vender su cuerpo, transgrediendo todos los códigos de buena conducta femenina. Ilegal por definición, a cuyo calor crece el tráfico de mujeres y la trata de seres humanos, las inmigrantes del trabajo sexual son reducidas a víctimas sin agencia para así convertirlas en no sujetos, susceptibles de cualquier política abusiva “por su propio bien”.

Hay un claro nexo de unión, un continuo entre las (actividades que realizan las) mujeres que trabajan en la pornografía y las que lo hacen en la prostitución: las dos se hallan involucradas en actos sexuales a cambio de dinero. Son, por tanto, profesionales del sexo, y forman parte de un entramado mucho más grande que el intercambio de servicios sexuales por dinero que se ha dado en llamar la industria del sexo. De este nexo son además muy conscientes quienes abogan por la abolición/erradicación tanto de la pornografía como de la prostitución.

Ambos trabajos se ven como particularmente victimizadores para quienes los realizan, realzándose el elemento coactivo, directo o indirecto (sobre todo económico), por encima de cualquier otra consideración, incluida la voluntad de las protagonistas: el motto en contra de la pornografía -”la pornografía es violencia contra las mujeres”- se aplica asimismo a la prostitución. Se sostiene con contundencia que nadie en su sano juicio se acerca voluntariamente a estas actividades -nunca “trabajo”- por su degradación inherente, si no es por medio de la coacción. Es decir, es la propia naturaleza de estos trabajos, no el estigma que los impregna, ni la situación de irregularidad o de ilegalidad que los convierte en clandestinos y peligrosos, ni su falta de reconocimiento y por tanto de derechos para quienes los ejercen, lo que prima ante todo otro razonamiento, incluido el de las propias implicadas.

“En el sistema masculino, las mujeres son el sexo, el sexo es la puta. Comprarla a ella significa comprar la pornografía. Desearla a ella significa desear la pornografía. Ser ella significa ser pornografía.”, afirmaba en los ochenta Andrea Dworkin, una prominente líder feminista antipornografía estadounidense. En este esquema, “la metafísica de la dominación sexual masculina es que las mujeres son putas”. Es una visión del patriarcado como totalidad absoluta, en el que los hombres son los que dominan, conformando el sujeto colectivo de la “dominación sexual masculina”; en ese universo tampoco hay lugar para la profesional del sexo de carne y hueso, sino para la zorra que reside en la imaginación masculina. El sujeto, la agencia, el cambio, la lucha política desaparecen. Solo hay victimarios y víctimas. La única salida posible es la abolición de estas actividades, su prohibición, su desaparición. Pero como eso no sucede en un mundo regido por la doble moral sexual y los intereses económicos, la situación es ampliamente aprovechada por aquellos que hacen del sexo su negocio, explotando y violentando a quienes carecen de derechos. El efecto, al final es la profecía que se autocumple: solo hay victimarios y víctimas, y explotación y ausencia de derechos para estas últimas.

A modo de cierre

Siempre me ha llamado la atención el título del cuadro de Magritte en el que pintó una hermosa pipa de fumar: “Esto no es una pipa”. En efecto, es una “representación” de una pipa, no una pipa real. La pornografía no “es” violencia contra las mujeres, ni ningún otro tipo de violencia, sino a veces, y entre otros muchos contenidos que engloba, “representa” esa y otros tipos de violencia así como muchos otros contenidos. Tiene más bien que ver con el papel de las fantasías en la sexualidad, y el rol de la pornografía en representarlas y vender, por tanto, estímulos del deseo sexual. Pero demanda y oferta no nacen en un vacío, sino en un contexto social machista. Al estar la pornografía al uso hecha por y para varones, estas fantasías cuentan con un espacio en sus imágenes. Al no haber un equivalente femenino por idiosincrasias de género, las fantasías femeninas no acostumbran a contar con imágenes similarmente significativas.

Interesante parece la postura que apela al rechazo del sexismo de la pornografía sin por eso tener que negar el terreno de la fantasía sexual, que constituye uno de los meollos de la pornografía, como si toda esa área no concerniera a las mujeres. Por otra parte, no se olvide que las personas resignificamos, cuando podemos y nos interesa, lo que vemos: las mujeres pueden sacar provecho de algunas de las representaciones de la pornografía, aunque no se hayan hecho pensando en las mujeres, si apelan a alguna de sus fantasías, cada quien con la suya. El cine mainstream funciona en buena parte de esta manera. Más que censura para controlar estas imágenes, deberíamos apelar a la educación sexual universal, por un lado, y a construir mejores productos, más cultura y más diversa sobre la sexualidad; y más igualdad para que las mujeres también puedan ser creadoras y productoras de cultura sexual no sexista y excitante para las mujeres.

La intención de este artículo, pues, sería la de precaver sobre las dificultades que encierra la aparentemente fácil tarea de distinguir entre conceptos tan comúnmente utilizados como los de pornografía y erotismo. El feminismo tendría que poder establecer unos criterios favorables a la causa de las mujeres, pero también a los de la libertad de expresión y a la libertad sexual de las mujeres, con los que orientarse por el resbaladizo terreno de las sexualidades no normativizadas. Caer en posturas primordialmente restrictivas solo haría felices a las fuerzas contrarias a las libertades, en relación a las que las mujeres siempre se hallan en desventaja. Como se ha dicho en repetidas ocasiones, con esto de la censura se sabe donde se comienza, pero no donde se acaba. Cuanta más información poseamos al respecto, más rico y fructífero será el debate. Y cuanto más poder tengan las mujeres, más podrán intervenir e influir en ese debate con posiciones favorables a sus intereses.

1 Este trabajo se realiza en el marco del proyecto de investigación “Colectivos en los márgenes: su exclusión por el Derecho en tiempos de crisis” (DER 2012-34320).

Actualidad de erotismo y pornografía

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