Читать книгу Adriana Zumarán (novela) - Carlos Alberto Leumann - Страница 4

II

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Índice

Ahora estaba, desde hacía un mes, en la estancia de su tío Ernesto Molina. Procuraba distraerse con la lectura; pero los libros, en aquella campaña despoblada, monótona, sobreexcitaban las ansiedades vagas de su corazón. Y como era imposible vencer el empeño que su madre tenía de quedarse allí, ya entrado el otoño, la compañía de sus parientes se le hizo más odiosa y pasaba las horas callada, retraída y con una gran tristeza.

Un parque de eucaliptos rodeaba el espacioso y antiguo caserón de la estancia, hecho al estilo colonial: gran patio con aljibe en el medio y un techo de tejas recaído sobre la galería exterior.

Era el señor Molina un hombre de hábitos señoriles y sencillos. Apegado al recuerdo del Buenos Aires viejo, aceptaba, sin amarlas, todas las innovaciones modernas y el espíritu de las actuales costumbres. A su mujer, católica, sin misticismo, le preocupaban en cambio los avances escandalosos de la irreligión. Sus dos hijas se parecían a ella por la expresión casi enojada de los ojos, adquirida en las prácticas asiduas del culto murmurando oraciones compungidas y contemplando el cáliz que se eleva sobre la casulla recamada en oro del sacerdote que oficia.

Era Adriana, en este ambiente, un contraste original. Ella leía novelas modernas que figuraban en el Índice, bromeaba sobre cosas sagradas y siempre discutía para escandalizar; sus actitudes tenían como una lasitud de encanto prohibido. Parecía desdeñar compasivamente a sus dos primas, que se querellaban como chiquillas, entre rezo y rezo, y que refiriéndose a ella en casa de extraños, solían repetir censurándola, con ingenuidad sentenciosa: "Es una rara, una rara".

El señor Molina era la única de aquellas personas cuya conversación no le causaba fastidio, por más que siempre tocara los mismos asuntos, con su invariable tono tranquilo, pausado, de viejo patricio, el pulgar de una mano metido en la abertura del chaleco y la otra apoyada de través en la rodilla.

Nunca dejaba de hacerla reír cuando repetía anécdotas de personajes históricos. Se trataba, con frecuencia, de alguna conversación sin importancia que él había escuchado treinta años atrás y cuya recordación resultaba trivial. Otras veces, en cambio, eran anécdotas llenas de sabor humano. Pero el señor Molina atribuía a todas sus historias el mismo grado de interés. Por lo común se interrumpía en mitad de su relato, después de advertir: "Pero ahora ustedes van a ver". Y quedaba como ensimismado, durante algunos segundos.

—Mi abuela,—decía—fue muy amiga de doña Remedios Escalada, la mujer del general San Martín, una señora distinguidísima, muy buena moza. Sí, mi abuela siempre se acordaba de Remedios, de su genio alegre, su cara redondita, y unos ojazos que al decir de ella no los había más lindos. Pero ahora ustedes van a ver... Nunca se llevó muy bien con el general, que tenía un carácter demasiado militar, y quería vivir en su casa a la espartana. Mi abuela le criticaba mucho. Ustedes no lo han de creer, pero para ella el general San Martín fue toda la vida un bruto.

Y añadía como encantado:

—Figúrense ustedes, el Libertador de América, uno de los primeros generales del mundo. Pero mi abuela, es claro, la pobre no lo apreciaba sino por su vida en familia.

Tanto el señor Molina como su mujer, como las hijas, le producían la sensación de personas que vivían en un mundo de realidades pueriles y que hasta cierto punto carecían de verdadera alma. No concebía que en circunstancia alguna pudiera comunicarse con ellos sobre cosas relativas al corazón. Sin embargo, el señor Molina la trataba con una benevolencia incondicional, la defendía siempre y le acariciaba la cara con cariño de padre.

—Tú no la entiendes a tu hija, decía a su hermana conciliadoramente, cuando ésta demostraba su inquietud ante las ideas, las actitudes y el espíritu libre de Adriana.—Tú y yo nos hemos quedado en la vieja sociedad; ella es una chica de la sociedad nueva. Ojalá mis hijas tuvieran algo de la tuya. Pero mi mujer, con sus preocupaciones antiguas las tiene acobardadas y sujetas a una cantidad de tonteras que han pasado de moda.

La madre de Adriana callaba. El suicidio de su marido había dejado en ella una aprensión enfermiza, y cualquier insignificancia relativa a la conducta de Adriana despertaba en su corazón el recelo y la inquietud. En vida del señor Zumarán fue una señora de carácter gracioso, amiga de fiestas y relacionada con todo Buenos Aires. La terrible tragedia la cambió por completo: cerró su casa, se retrajo, envejeció tempranamente, y todas las amables cualidades de su espíritu desaparecieron con los restos de una belleza física notable. Adriana ignoraba que aquella su madre, tan aprensiva, tan apocada, tan sin alma, no era sino una sombra de la antigua mujer.

Ese día, a la hora de la siesta, se llegó paso a paso por la avenida de eucaliptos, húmeda y cubierta de hojas secas, a sentarse en el palo transversal de la tranquera. El sol reía en la llanura, toda verde, inacabablemente verde, y como cortada en la lejanía por el límite del cielo azul. Algunos animales, en aquel mar de verdura, aparecían como manchitas de color ocre o negro.

Mientras su mirada se perdía en la inmensidad de la llanura, empezó a recordar, casi con extrañeza, las circunstancias en que se había comprometido con Muñoz.

Vívidamente brillaron en su recuerdo las incidencias de un viaje a la provincia de Jujuy; el largo tren, arrastrado por la máquina jadeante, trepaba con fatiga la pendiente, arrojando coronas de humo que se diluían sobre la transparencia del aire; y todo el paisaje giraba desplazando lentamente las vastas montañas.

Cuando el tren paraba en las solitarias estaciones del trayecto, ella bajaba a conversar con las "cholas", descalzas, andrajosas, que le vendían empanadas, caña de azúcar y santitos de barro pintados de rojo.

La impresionó, sobre todo, una escena religiosa en la montaña. Por un camino escarpado, a la oración, descendía llevada en andas la imagen de la Virgen, vestida de seda azul y con un disco de oro, oblicuo sobre la cabellera renegrida, larga como un manto. El monte hundía su pico oscuro en el cielo lívido. Penumbras indecisas iban cayendo sobre la procesión, y ésta avanzaba al compás de una música continua, gemebunda; cuando al cabo de un recodo la pendiente, brusca, se empinaba, los hombres que llevaban las andas se detenían, para sostener con un brazo la Virgen oscilante, y entonces sobre la cabellera renegrida el disco de oro relucía. Larga hilera de gente seguía atrás, levantando murmullo de rezos apagados por el lloriqueo rítmico del violín o la nota opaca y rotunda del tambor. En esta hilera de cabezas sumisamente agachadas, que bajaban formando en el flanco de la montaña como una cinta negruzca, de vez en cuando se iluminaba con el claror del crepúsculo una cara que miraba al cielo con los ojos ensoñados.

Y aquella humilde procesión, bajo la media luz del ocaso, en una región tan oculta por la serranía abrupta, parecía brotar como tosco misticismo de la naturaleza misma del paraje, dulce, pacífico, triste.

¿Comprendió Muñoz aquellas emociones? Sólo le oyó algunos comentarios demasiado semejantes a reflexiones que ella había leído alguna vez. La fatigó en cambio con su apasionamiento celoso y adusto. Por eso ahora recordaba casi con encono su primer cariño por él y sus cartas de amor. En su imaginación propensa a exagerar los rasgos chocantes, la cara de Muñoz asomó con las cejas más juntas y más anchos los labios de gesto sensual y altivo. Todos sus pensamientos se ennegrecieron. Ideas malas, apoderándose de su alma, la penetraban de una dolorosa voluptuosidad. Otras caras aparecían en su memoria, deformadas, grotescas, las caras de otros que también la habían ilusionado algo, pasajeramente.

Volviendo a la casa, por el mismo camino húmedo, bajo los eucaliptos, se encontró con su madre. Entonces sintió crecer incomprensiblemente su exasperación. Era viernes, día de recibo en casa de Charito González, su amiga más adicta, quien le había escrito pidiéndole con el mayor ahínco que no faltara a la reunión.

—Mamá,—dijo con brusquedad,—yo quiero irme hoy.

—Ya te dije que no.

"Ah, le gusta verme morir aquí de tristeza", pensó. "Ojalá nos ocurra una desgracia".

Y sintió la necesidad maligna de que una desgracia sobreviniera, en realidad, atraída por su augurio diabólico.

Saltando y cantando sus dos primas salieron a la galería. Acababan de vestirse y sus trajes claros y sus cabellos rubios brillaban al sol. Parándose repentinamente ante Adriana, recobraron la habitual expresión seria y grave; luego, en el tílburi cuyas riendas les entregaba un peón de la estancia junto al veredón, reflexionaron vagamente en aquella extraña muchacha con quien jugaran tanto de criaturas, y que ahora, por más que hablaran con ella todos los días, les parecía un ser cuyo espíritu oscuro no penetrarían jamás.

Pero un tren había parado en el pueblecito inmediato a la estancia; media hora después, al chasquido de un látigo, bajo los eucaliptos, en el extremo de la avenida, osciló la capota de un break. Eran Raquel y Fernando. Este traía para su madre malas noticias. Un campo que ellos poseían al norte de la provincia, acababa de incendiarse y habían muerto casi todos los animales. Fernando, sin bajar del break, refería esto con cierto aire de indiferencia y hasta con buen humor, mientras Raquel exclamaba, sacándose el tul de la cara:

—¡Qué pena para mamá!

Adriana vio venir a su madre y corrió hacia ella, muy alegre: "¡Una desgracia, mamá!" Pero al decir esto se sobrecogía por la idea de su propia perversidad.

—¡No hay que exagerar las cosas!—le gritó Fernando bajando rápidamente del break.

Raquel miró a su hermana fijamente.

—¡Oh, qué alma la tuya!

El acento de su voz traducía desazón y resentimiento. Pero no provenía su despecho de aquella inoportuna alegría de Adriana, sino de un motivo mucho más grave para ella.

—¡Hiciste una de las tuyas!—exclamó cuando las dos se hallaron solas. No creas que te reproche nada. Le has coqueteado a Castilla sabiendo que él me festejaba. No me importaría, no tengo celos, te lo juro, pero lo que has hecho me demuestra que no soy nada para ti, que me desprecias, y si es así ya no quiero ser tu hermana.

Bajo la frente que asomaba como un triángulo de fina blancura entre los mechones del cabello lacio, los hermosos ojos verdes de Raquel brillaban de indignación. Y en el tono de sus palabras había un deseo doloroso de hacerle sentir la maldad de su acción.

Pero Adriana miró a Raquel con una sonrisa dulce y como sorprendida.

—No vale la pena de pelear por un presumido como Castilla.

—Un motivo no puede faltarte para tus acciones odiosas; ya tienes el vicio de hacerlas.

El sufrimiento interior que la expresión resentida de Raquel había suscitado en su espíritu, se anuló en seguida bajo la violencia de esta última frase. Como su hermana quisiera marcharse, la retuvo.

—Yo no podría sino reírme—le replicó—de cualquier muchacho que se parezca a Castilla. No me engaño con esa facilidad tuya, que cada año tienes una nueva ilusión y haces una nueva conquista.

—Pues yo prefiero engañarme y no engañar, como tan deslealmente engañas tú a Muñoz. En la primera ocasión, te lo juro, le pondré al corriente de la perversidad tuya; y esto lo haré no para vengarme sino porque a Muñoz no lo mereces.

—¡Pero yo te lo regalo, Raquel! A mí no me interesa. Ojalá estuviera en este momento aquí. A mí misma me oirías decirle que no le he querido nunca y que le odio, porque se parece a todos y para mí sólo ha sido una decepción más...

Se contuvo, siempre cerrando el paso a Raquel, que procuraba rechazarla abriendo los brazos, mientras se acentuaba el ceño de enojo en su pequeña frente. Luego, como decidiéndose, prosiguió:—¿Sabes por qué soy mala? Por desesperación, por idealismo.

—Serías buena, no serías perversa.

—Tú no puedes entenderme ¿ves? Yo daría mi vida por un verdadero amor y por alguien que realmente lo mereciera. Y tú, en tanto, no serías capaz de sacrificarte nunca. Creyéndote buena, sin embargo estás sin saberlo llena de vanidad y de tontera. Ir a las fiestas, buscar al otro día tu nombre en la lista de señoras y niñas que publican los diarios, y que te vean en un palco del Odeón cuando la compañía francesa representa comedias que no te interesan porque no las entiendes, y desesperarte cuando alguna amiga viene mejor puesta que tú: esa es tu vida, eso te conforma, a eso se reducen tus ensueños. Cuando los mozos se nos acercan, algunos con sonrisita galante y atenciones exageradas, ridículas, otros mirándonos serios, callados, como seguros de conquistarnos en cuanto abran la boca y se decidan, tú en seguida te encuentras en la gloria y respondes de la mejor manera posible a sus chistecitos amables y a sus miradas irresistibles. Yo en cambio sufro, comprendo toda la trivialidad que los mueve, la insignificancia de lo que sienten. Los muchachos como Castilla sólo pueden embobar a las tontas. Embobarlas y reírse de ellas. Reírse con razón, porque para llegar a formarse una ilusión sobre esos tilingos...

—Bueno,—le interrumpió Raquel—déjame con mis ilusiones y quédate con las tuyas.

Lágrimas de despecho empañaban sus ojos verdes. Adriana se acercó a ella vivamente y le tomó las manos.

—No te enojes, no hablo así para fastidiarte, sino por un desahogo...

Pero se calló, como si la avergonzara demostrarle otra cosa que maldad. Y echaba de menos, en lo íntimo de sí misma, la época feliz en que, jugando juntas y viviendo aún su padre, solía Raquel correr a su encuentro para besarla con júbilo, en plena boca, enlazándole el cuello con sus brazos diminutos. Y su recuerdo reavivaba esta escena iluminada por la claridad tan lejana de los tiempos desvanecidos.

—¿No vinieron cartas para mí?—preguntó con indiferencia. Raquel, por toda respuesta, la miró con expresión de cansancio y de disgusto; y se marchó después de arrojar dos cartas sobre una mesita.

Adriana quedó pensativa por largo rato, jugando con las cartas. Después abrió una, que era de Muñoz y la leyó rápidamente. Se trataba de un ultimátum. Le recordaba todas las inconsecuencias, todo el engaño con que ella había logrado hasta entonces hacerle llevar "la cadena de un amor sólo correspondido con ya insufribles perversidades". Había resuelto, esta vez definitivamente, y en ello empeñaba su palabra, romper el compromiso si no se avenía ella a cambiar de actitud. La carta terminaba así: "Yo había cifrado el objeto de mi vida y todas mis aspiraciones en el amor de usted. Por lo mismo tuvieron mis sentimientos una sinceridad incontestable. Jamás hubiera querido conquistar su cariño por otro medio. Pero tal vez por mi sinceridad misma la he de perder para siempre. Ayer pedí a Charito, como favor de amistad, que la invitara para el viernes. Si no va usted, Adriana, todo habrá terminado entre nosotros."

"¡Bah,—pensó ella—ya había decidido ir sin que tú me lo exigieras! Y ahora que Raquel y Fernando están aquí, mamá tampoco podrá poner inconvenientes".

Abrió la otra carta, y ésta la leyó con emoción. Era de Carmen Aliaga, venía de aquella casa romántica y de aquella gente que había intervenido en la misteriosa tragedia de su padre suicida. Carmen era la menor de ellas. Se manifestaba extrañada de que no hubiese vuelto Adriana a visitarlas después de una tarde en que las había "encantado y sorprendido inolvidablemente".

—¡Ah, pensó Adriana, encantarse conmigo, ellas que viven en un continuo encantamiento! Y siguió leyendo, ávidamente. Carmen le refería que casi siempre estaban solas, que rehuían toda relación con mozos, a causa de cierta manía o preocupación de Zoraida, toda una historia muy dolorosa, que ella prometía contarle. Fuera de Julio Lagos, una excepción, únicamente recibían a dos o tres parientes y no iban a parte alguna, como no ser a misa.

Concluía la carta pidiéndole, encarecidamente, que las visitara sin falta. Bajo la firma de Carmen, había esta línea escrita con caracteres agudos:

"Yo también se lo pido, Adriana".—Julio Lagos.

Ella dejó ambas cartas en la mesita y su mirada pasó de una a otra, vagamente, como si estuviera viendo flotar las imágenes tan profundamente diversas que cada una de ellas despertaba en su alma.

Adriana Zumarán (novela)

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