Читать книгу Adriana Zumarán (novela) - Carlos Alberto Leumann - Страница 5
III
ОглавлениеRicardo Muñoz había terminado sus estudios en la Facultad de Derecho, dos años atrás. Era serio y reflexivo por naturaleza. Pero se plegó, sin embargo, por cierta mala vanidad, a una vida superficial, brillante, en la compañía de muchachos derrochadores que abandonaban los estudios o no los concluían nunca. Se acostumbró, así, a considerar la vida con optimismo irónico, y mientras calculaba hacer carrera más adelante, en la magistratura, frecuentaba el Jockey-Club, los cabarets y a las artistas. En medio de esta vida, que interiormente le avergonzaba, se conoció con Adriana en la casa de Charito González, antigua y leal amiga suya.
Al principio no fue sino un sentimiento ligero, un suave placer de galantería y el encanto de oír las alusiones de las personas que frecuentaban la casa. Fue después una satisfacción íntima, pronto voluptuosa inquietud al advertir que, cuando le daban bromas con él, Adriana ya no reía. Al fin no pudo substraerse a la continua preocupación que le producía aquel intercambio de manifestaciones cada vez más llenas de halago y de dulzura, aquella penumbra sentimental que le envolvía, le acariciaba y le acompañaba a todas partes, despertando en su ser un verdadero deseo de adoración para aquella muchacha extraordinariamente linda, cuyo amor en ciertos momentos le parecía un raro sueño. Se hizo tímido; cuando estaba solo con ella, el corazón le latía con violencia. En el verano la siguió a las sierras de Córdoba y Adriana, después de algunas vacilaciones que le sumergieron en terribles zozobras, le aceptó como novio, pero con la condición de mantener el compromiso secreto, "para que nuestro amor—decía—no pierda el encanto de la intimidad". El noviazgo la hizo más reservada, más indiferente.
Muñoz era otro desde entonces. Sólo de vez en cuando le veían aparecer en el club sus amigos habituales; y siempre pensativo, reconcentrado, respondía con una sonrisa forzada a las exclamaciones ruidosas que le acogían. En una de aquellas ocasiones le fue entregada una esquela. Delante de todos la abrió. Después de leerla, hizo un gesto hastiado y la dio a Miguel Castilla, uno de sus amigos.
—Si quieres ir a verla, por mí...
Era de una tonadillera conocida. Algunos meses antes la habían perseguido los dos, como rivales, pero inútilmente. Aquella generosa indiferencia de Muñoz sorprendió mucho; le creyeron atacado de neurastenia o de algo peor y le aconsejaron una temporada de campo.
Y ahora sufría lo indecible. Le había escrito a la estancia del señor Molina sin recibir contestación; entregó una carta, el ultimátum, a Raquel, suplicándole que la hiciera llegar a manos de Adriana; por fin, la víspera de ese viernes, Charito González le dio la seguridad de que ella vendría expresamente de la estancia.
Subió Muñoz la escalera de la casa con emoción indescriptible. Llegando al vestíbulo, temió aparecer en el salón sin el aplomo necesario. Se detuvo. "Voy a verla dentro de un instante", se dijo. Temblaba todo entero. De pronto le tocaron en el hombro, y una voz conocida le murmuró: "Hombre, tenía que hablarte a propósito de aquello". Se volvió con brusquedad, desagradablemente sorprendido: era Miguel Castilla.
—¿A propósito de qué?
—De la tonadillera; fui a verla.
Muñoz respondió con una evasiva, pidiéndole en seguida, muy serio, que le dejara solo. El otro le miró perplejo.
—Estás realmente mal, porque venir a buscar soledad a los recibos... no me explico.
Era Castilla un joven alto, afilado, rosado, ojos muy saltones en la cara de ángulos finos y cabellos lisos sobre la cabeza redonda. Se alejó de Muñoz, después de echarle una mirada de soslayo; y entró en el gran salón iluminado, con el mismo desembarazo elegante con que solía hacerlo en el cabaret o en el club. Tuvo Muñoz un gesto de disgusto; la presencia de Castilla, allí, en casa de Charito, le produjo malestar.
Ella no había llegado todavía. Era capaz de no venir, de habérselo prometido a Charito con la intención premeditada de faltar. Pero la voz de Adriana, su límpida voz de suavidad irresistible, resonó abajo, en la escalera. ¿Iba a tener fuerzas para demostrarse con ella altivo y firme, de acuerdo con los términos de la carta enviada por intermedio de Raquel? Y consideró que se perdería definitivamente, en el espíritu de Adriana, si no era capaz de aquella decidida entereza. Ella al entrar le miró con naturalidad, y murmurando un breve: "¿Cómo está, Muñoz?", cruzó el vestíbulo. La vio acercarse, en el salón, a la madre de Charito, una señora gruesa, entrada en años, de cara bondadosa y un aire de distinción sonriente; conversaba animadamente con otras señoras y se interrumpió sólo por un instante para besar a Adriana en las mejillas. Un grupo de muchachas, acercándose, la acogieron luego con pequeños gritos, acariciándola y besándola con alegría.
El salón y las luces brillaban para Muñoz como algo irreal. Hería sus nervios el rumor de las conversaciones y de las risas alegres. Las personas que más conocía le parecieron nuevas, casi extrañas. Se puso a cavilar. ¿Por qué Adriana no se había detenido? ¿Por qué su cara no demostró siquiera placer de verle después de tres semanas? Casi ni le había mirado cuando murmuró aquel indiferente: "¿Cómo está?" No la sentía su novia, por cierto. Decidió acercarse y hablarla. Pero la vio tan distraída, tan olvidada de él, que un orgullo amargo le sublevó. Quiso entablar conversación con alguien y se arrepintió de haber esquivado a Castilla. Charito apareció como un ángel salvador. Se avergonzó de sentir necesidad de apoyarse en la mediación de Charito.
—He cumplido, ¿verdad?—dijo ella sonriéndole; luego, sin otra palabra y con una graciosa solicitud corrió hacia el grupo en que se hallaba Adriana. Muñoz, cada vez más íntimamente herido en su orgullo, salió del salón; en la salita contigua sólo había una pareja de novios, tan ajenos a todo que ni le oyeron entrar. Cuando Adriana apareció, traída por Charito, perdió en seguida la presencia de ánimo y no atinó con una manera de abordar la situación. Adriana, sonriendo con una expresión atónita y dulce, le preguntó si estaba enojado con ella. Se turbó tanto, que para no dejarlo advertir quedó callado, serio. Adriana se puso entonces a mirar la pareja de novios, mientras Charito buscaba inútilmente un motivo cordial de conversación.
—Yo los dejo, dijo al fin,—hasta luego.
Pero Adriana la retuvo. Y dirigiéndose alternativamente a ella y a Muñoz:
—No quiero quedarme sola con él; he pasado muchos días aburrida, muy triste, y él ahora, estoy segura, tiene intención de pelear. No me comprende, no me puede comprender; por causa suya, por haber exigido que nos comprometiéramos, estoy más decepcionada que nunca. Me enamoró, y después dejó que la ilusión mía se escapara. Ya sé, soy una inconstante. Y esta noche tengo necesidad de reírme, de olvidarme. De todos modos yo no creo en las grandes pasiones; estoy convencida de que no quiero ni querré nunca a nadie. ¡Si usted supiera, Muñoz, lo que le dije hoy a Raquel! Le abrí mi alma, le confesé eso, que soy una desdichada, que no puedo querer y que usted tampoco era capaz de quererme.
—¡No dices lo que sientes!—interrumpió Charito con ingenua energía y desolada por el giro que tomaba el asunto.
Y Muñoz, tras la actitud altiva y seria del semblante, se sentía humillado, abatido, incapaz de afrontarla.
—No sabes, Charito, continuó Adriana, cuántas ideas pesimistas han pasado por mi cabeza, en estos días... Me puse a reflexionar en la dicha, en la tontera de la vida, en esta ternura que se tiene en el corazón para no sé qué, para nada. Muñoz no podría quererme, porque mi modo de sentir y de ver las cosas es muy distinto al suyo. Y él es dominante: un día se le puso que yo debía pensar como él, imagínate. Yo lo haría, tú sabes que no tengo vanidad. ¿Pero quieres decirme cómo se hace para pensar en contra de lo que se cree la verdad? Yo me sometería, sí, tomaría todas sus ideas, pero naturalmente con la condición de que él pensara primero como yo...
Se interrumpió y mirando a los novios como escandalizada:—¡Ah, qué ridículos me parecen esos novios!
Siguió hablando así, con extraña volubilidad, sin pensar en Muñoz ni en las cosas que decía, llevada por el sólo deseo de aturdirse. Había algo de perverso, indefinible, en el tono de sus palabras, que se contradecía singularmente con la fina música de su voz, con la gracia espontánea de sus gestos y con su cara radiante: era como si dos almas, una maligna y otra divina, se confundieran en un mismo hechizo. A su lado la elegante Charito disminuía, se apagaba, parecía irremediablemente fea.
Muñoz, avasallado, hizo un poderoso esfuerzo sobre sí mismo y declaró que ahora sólo deseaba el favor de una explicación con ella.
—¿Una explicación?—preguntó Adriana con modo desolado.—Bueno, Muñoz, pero será con la condición de que esté presente Charito.
—Si usted lo prefiere...
—No, es lo mismo; déjanos solos, Charito.
Esta, en el momento de irse, le oprimió la mano fuertemente, como para pedirle, con esta seña furtiva, que fuese buena para Muñoz. Se sentaron juntos y él comenzó, penosamente, a repetirle los reproches de siempre, sin encontrar palabras oportunas ni decisivas. La sentía a su lado protegida como por un gran resplandor.
—Estoy muy mal esta noche, Muñoz,—exclamó ella. Apenas puedo poner atención en lo que usted me dice. No alcanzo a soportar el espectáculo de esos novios. Estoy segura de que tampoco se quieren. Me gustaría oír lo que están diciendo. Y él habla sin interrupción, parece que moviera la boca sin decir nada... Los dos tienen la cara pegada al respaldo del sofá. Ese debe ser el estado comatoso del amor. Ella se imaginará enamorada, dichosa, creyéndole un hombre de talento, una perfección. Para quererse con esa inconsciencia... Oh, en realidad, ¡qué despreciable, qué tontería es el amor! ¡Dios mío!
Un tropel de muchachas entró en el saloncito, alegremente, seguidas por un joven muy elegante y fino, que las llamaba por sus nombres con vocecita amaricada.
—¡Adriana!—exclamó una de ellas,—necesitamos una pareja más, vengan los dos.
Ella se levantó, y con expresión seria:—Tal vez en el fondo lo quiero muchísimo, Muñoz; escucharé todo lo que quiera decirme, pero ahora no podría dejar de bailar y divertirme, la tristeza me ahogaría. Y salió envuelta en el torbellino de las muchachas.
Se quedó él caviloso, mirando sin ver hacia los dos novios que continuaban con las caras pegadas al sofá, según la expresión de Adriana, y ni siquiera habían advertido la repentina y bulliciosa invasión.
Como luego se asomara al salón grande, vio a Miguel Castilla tomar la cintura de Adriana para bailar con ella; le pareció una profanación, acaso porque nunca le había visto sino bailar en el cabaret. Sintió impulsos de separarles y de insultar a Castilla. En el mismo ángulo bailaba Charito, que dirigía a su amiga, de vez en cuando, miradas de reproche; pero en seguida su cara se iluminaba escuchando a su compañero, que era el joven de la voz amaricada.
Adriana había cesado de bailar. Seguía Muñoz con los ojos su silueta indefiniblemente lánguida. Su andar era suave. El traje, muy sencillo, de color lila, ceñido sin pliegue a la cintura alta, oprimía algo los senos pequeños. Llevaba puesto el sombrero, cuyas alas anchas, ajustándose ligeramente bajo el mentón, envolvían toda la cabeza en una randa de pluma: el rostro fino irradiaba. Distraía los ojos, recogiendo a veces, bajo las pestañas, una larga expresión extenuada. No cesaba de sonreír. Y de sus labios, que parecían empequeñecerse para ocultar la palpitación de un beso, se desprendía una singular y poderosa seducción.
Un vértigo atravesó el alma de Muñoz. La angustia le oprimió, una angustia extraordinaria, en que se confundían los celos agudos con el temor sombrío de perderla. Por momentos, le nacía una suerte de voluptuosidad y de júbilo que inmediatamente huía: era como si el exceso de la emoción penosa necesitara el respiro instantáneo de un placer fantástico. En uno de aquellos relámpagos ficticios, le acometió la tentación de lanzarse riendo en medio de la sala, bajo la mirada de todos, para besarla en la blancura fina de la nuca. Semejante impulso era tan insólito en él que se imaginó propenso a un ataque de locura. Empezaron los acordes de otro vals. Adriana y Castilla entre las parejas apiñadas, buscaban sitio para bailar. Muñoz vio de pronto, claramente, que Castilla acariciaba la mano que Adriana había apoyado un instante en su brazo. Ella se había detenido, como sorprendida, poniéndose frente a su compañero sin dejar de sonreír. Las parejas, girando, le ocultaron la escena. Sintiéndose a punto de perder completamente el dominio de sí mismo y de cometer acaso uno de esos actos que ridiculizan irreparablemente, su amor propio prevaleció. Atravesó el vestíbulo, donde se amontonaban los abrigos, sacó rápidamente el suyo y salió, huyó, sin haberse despedido de nadie y en un estado de exaltación indescriptible.