Читать книгу Adriana Zumarán (novela) - Carlos Alberto Leumann - Страница 6
IV
ОглавлениеLas calles del Socorro estaban desiertas. El aire frío, la bocina de algún automóvil, el eco de sus propios pasos en la acera, todo parecía perseguirle, hablarle de ella, sugerirle visiones monstruosas de infidelidad y de falsía. Se imaginaba casado y engañado en seguida. A cada instante le asaltaba la tentación de volver a casa de Charito.
Por momentos reflexionaba con una gran lucidez. El dolor fecundaba su espíritu; multitud de intuiciones germinaban en su mente, como seres irónicos que hubiesen permanecido ocultos bajo una capa de ideas pesadas y groseras. Adriana le parecía una enemiga y él su antagonista, que luchaba con los ojos ciegos, a discreción de aquella alma tal vez maligna bajo la irradiación de su hechizo. Por primera vez creyó penetrar la significación de ciertos rasgos de su cara: como aquella rigidez de la frente, pequeña, fina, bajo la suavidad del cabello lacio; luego, la sonrisa indecisa, y la sombra que parecía flotar en la mirada de sus ojos dulcemente atónitos: las pupilas anchas, negras, eran insondables, tenían algo de quimérico.
Muñoz caminaba rápidamente, como atraído por el vértigo de la imagen. Estaba en la calle Juncal; atravesó al atrio solitario y sonoro de la iglesia. Caminó varias cuadras hacia el centro, buscando ruido. Delante de él iba alguien a quien creyó conocer en el modo de andar. Apresuró el paso. Era Julio Lagos.
Habían sido compañeros de la misma clase, en el Colegio. Muñoz le apreciaba mucho, pero sin tenerle afecto; por el contrario, siempre había experimentado contra él una especie de recelo instintivo, una vaga hostilidad a causa de su reserva. Más de una vez le había hecho confidencias íntimas, sin que Julio le correspondiera nunca de la misma suerte. Y como quiera que tal indiferencia la tenía también para los demás compañeros, le consideraba un espíritu frío, incapaz de simpatía. Sin embargo, en cierta ocasión le desconcertó su extraño apasionamiento al discutir en clase con el profesor. Por otra parte, muchas ideas de su amigo eran para Muñoz incomprensibles y a veces absurdas.
Ahora, desde hacía tiempo, habían dejado de frecuentarse. Julio, interrumpiendo sus estudios, viajó por el extranjero, y a su vuelta, retraído completamente, su vida fue un misterio para Muñoz.
Encontrarle ahora, en la soledad de la calle, le alegró; se sentía tan oprimido por la angustia, que necesitaba el desahogo de una confidencia, y a nadie sino a él hubiese querido encontrar; se hubiera avergonzado de comunicar su desdichada situación a cualquiera de sus actuales amigos.
Volvió Lagos la cabeza, reconoció a su antiguo compañero y le estrechó fuertemente la mano.
—No te imaginas, le dijo Muñoz, el alivio que para mí significa encontrarte... Tengo una gran desesperación... Pero háblame de ti, primero. Aunque no, ya sé que vives con el espíritu amurallado. No importa... ¿Cuánto tiempo hace que no nos vemos? ¿De dónde sales a estas horas?
—De aquí cerca, ¿conoces a la familia de Aliaga?
Bajaban por la calle Florida y llegaron, conversando, a las puertas del Jockey-Club.
—Entremos,—dijo Muñoz. Busquemos una salita donde podamos conversar enteramente solos. La vida tiene cosas extrañas, muy extrañas, y uno se transforma y va dejando atrás los pedazos de su personalidad antigua. ¿Sabes que aprendí a dudar? Ya no me parecen absurdas aquellas ideas tuyas, porque ya no encuentro nada seguro en la tierra...
Se rió con una risa nerviosa, sin saber por qué, y miró en los ojos a su amigo. Después llamó; acudió un groom vestido de verde, a quien pidió que trajera licor. Como si el viejo resentimiento le dominara de nuevo, no se decidió a empezar su confidencia. Le comunicó la terminación de sus estudios y su nombramiento para la secretaría de un Juzgado.—Sin embargo, agregó, la magistratura no me entusiasma; en ella entraré por no defender pleitos. Tal vez renuncie y me vaya lejos... al Egipto, a la India, a cualquier parte donde pueda arrancarme del todo la personalidad que tengo, y dejarla aquí, como un estropajo... No, no deliro... Es una forma de decir para explicarte... Pero cuenta primero qué has hecho tú, en estos cuatro años. Has estado en Europa, ya lo sé. Supe también que habías vuelto, pero que nadie te ve desde entonces; se cree que has venido con alguna "liaison" y que vives escondido. Siempre fuiste un misterio, ya en el colegio. Y ahora te lo confesaré: en la Universidad, a pesar de considerarte yo superior a todos mis compañeros, te tomé odio a causa de ese carácter ensimismado tuyo. De pronto desaparecías, te ibas al campo sin despedirte de nadie, y corrían rumores de aventuras raras. A mí se me ocurría que fingías, que tratabas de hacerte una aureola romántica. ¿No era así?
Julio sonrió, sin responder.
La cara muy blanca, su frente descendía ancha y recta, desde la raíz de los cabellos, empujando algo las cejas por encima de las pestañas. Los ojos miraban con una suavidad retraída, y la fisonomía rara vez se animaba sino con aquella ligera sonrisa de los labios delgados.
—Ese mismo gesto lo hacías siempre, cuando te interrogaban sobre tales asuntos,—añadió Muñoz.
Pero no tenía ahora curiosidad alguna de saber nada acerca de su amigo, sino simplemente un ansia de desahogar con él su corazón henchido por el sufrimiento.
—¡Bah!—dijo Julio respondiendo a la acusación de Muñoz,—yo te juro que esa actitud mía no era orgullo. Venía, simplemente, de cierto pesimismo, algo así como sintiendo la inutilidad de confesar nada... Me parecía que de todos modos lo realmente mío a ninguno de ustedes podría interesar. O más bien... me repugnaba mostrar las intimidades de mi espíritu. Ya ves, te hago una verdadera confesión, te haría todas las que tú quisieras.
Con el ánimo de crear un ambiente más cordial y propicio para la confidencia, procuró Muñoz halagarle, mientras apuraba copitas de verde Chartreux, para salir de su abatimiento.
—De lo que no me olvido es de aquel ruidoso examen tuyo en que presidía la mesa el profesor López Azúa, que no pudo salir con su gusto de aplazarte.
—Y me lo tenía prometido formalmente.
—Es cierto, prosiguió Muñoz, y recuerdo su argumento: no podía dejar pasar a un alumno que tenía ideas contrarias a la doctrina que él exponía en su libro de texto.
—Y entonces yo, puesto que tenía descontado el aplazo, quise al menos darme el gusto de hablar con libertad.
Muñoz le interrumpió, para demostrarle que recordaba todas las incidencias del asunto.
—Efectivamente, sin que se pudiera advertir demasiado tu intención, pusiste su libro en la picota. ¡Qué bien hablaste! A cada objeción y a cada pregunta capciosa que te hacía, para encerrarte, tu respuesta tranquila era un mazazo. Al último se puso furioso, con gran contento del profesor de Derecho Romano, que tenía contra él una rivalidad antigua en el Consejo Académico. Y quiso obligarte a reconocer ciertos principios que él afirmaba incontrovertibles. Tú le pediste permiso para citar un texto de no recuerdo qué autor antiguo. Me parece oírle vociferar,—pegando un puñetazo en la mesa: "¡Esa no es la doctrina moderna!" Le contestaste que a tu juicio los modernos no pueden sentir y comprender el valor de las leyes con la ciencia de los atenienses o los romanos, que las vivían, las dominaban y sabían por eso apartarse de ellas sin apartarse de la justicia. El profesor de Derecho Romano te aprobaba con la cabeza. Pero López Azúa se te quedó mirando como si hubieras dicho el mayor de los disparates.
—Sí, creyó tenerme ya entre las garras. Me preguntó muy alegre: "¿Apartarse de las leyes sin apartarse de la justicia? ¡Entonces las leyes en Atenas y en Roma eran injustas!"
—Y tú le contestaste que no, porque las leyes, hasta las más lógicas y eficaces, son relativas con respecto a la justicia. Te desafió entonces a que citaras un solo caso en que los romanos se hubieran apartado de una ley lógica sin apartarse de la justicia. Allí su derrota fue completa, porque le replicaste en seguida: "Leyes lógicas y justas condenaban como un delito el proceder de Cicerón en el asunto de Catilina. Pero él juró que había salvado a la República y el Senado le declaró, con justicia, Padre de la Patria". El profesor de Derecho Romano por poco no se levanta para abrazarte.
Después de recordar ambos otras incidencias de la pasada vida estudiantil, Julio le invitó a contar el motivo de su preocupación. Haciendo un esfuerzo para reunir sus ideas, comenzó Muñoz a referirle su pasión, pero evitando pronunciar el nombre de Adriana. Julio le escuchó al principio con su habitual modo distraído; alzaba la copa diminuta, mirando al trasluz el licor. Entonces Muñoz se interrumpía:
—¿Me escuchas, eh? ¿Me escuchas? Y le renacía contra su compañero de otro tiempo la antigua hostilidad. Pero viéndole sonreír y ponerse por un momento en actitud de gran atención, siguió hablando, sin preocuparse ya de él y conformándose con hablar para sí mismo. Experimentaba algo así como la embriaguez de sus recelos y de su angustia. Relataba los episodios desconcertantes con fidelidad minuciosa, y de vez en cuando se detenía, azotado por la visión repentina de Adriana bailando con el otro.
De pronto advirtió que Julio le miraba con una atención reconcentrada. En ese momento refería la extraña conducta de Adriana, sus apasionadas cartas de amor y la indiferencia burlona con que le recibía luego.—¿Te figuras, prosiguió con la voz alterada, poniendo una mano sobre el brazo de Julio,—te figuras la desesperación que debe provocar semejante criatura? Una vez, cuando yo no había perdido enteramente la voluntad, decidí dejar de verla, huir de Buenos Aires. Porque sentí que esta muchacha sería mi perdición. Compré pasajes para Europa. Pero recibí una carta suya. Me decía, con palabras finas, incomparables, con una suavidad delicada, y como rendida a mí, que al menos le dejara la dulzura de verme y hablarme por última vez. ¡Ah! ¿Por qué me llamaba así? Fui. Sus ojos estaban húmedos. ¿Había llorado? No sé; al verme se rió por largo rato. Esto sucedía en casa de Charito González. Tú supondrás que se reía de júbilo por la idea de que yo desistía del viaje. No, se reía como siempre, se burlaba. No dijo una sola palabra concordante con su carta, no insinuó siquiera que había de quedarme; sólo murmuró, distraída, como pensando en otra cosa, que no debía guardarle rencor; mientras yo estuviera ausente me recordaría algo, no mucho, porque ella era mala y también incapaz de un verdadero amor; y agregó que tal vez sería mejor termináramos para siempre toda clase de relación, porque ella con seguridad, tarde o temprano, se enamoraría de otro. Y lo decía con una expresión muy ingenua, había algo como una gracia en su maldad, algo imposible de describir; yo tuve un vértigo y rompí los pasajes echándolos a sus pies. Sentía su hermosura envolverme como una llamarada. ¿Sabes dónde está ella, en este momento?... Si yo quisiera... ¿Ves cómo tiemblo? Cuando te encontré, venía de allí... venía de verla y conversar con ella... Sí, esta noche, en casa de Charito González, no hace media hora, tuve el mismo vértigo, me envolvió la misma llamarada. Y ahora ya no soy dueño de mí, todo lo que me pasa y todo lo que hago viene como arrastrándome y como aplastándome.
Se cubrió Muñoz la cabeza con las manos abiertas, los codos sobre la mesa, y suspiró. En el rostro de Julio la mirada tranquila tenía una expresión de piedad para su amigo de otro tiempo.
Mientras así le consideraba en silencio, un precipitado ruido de pasos se aproximó, por el corredor que llegaba hasta el saloncito, y una voz impaciente gritó: "¿Pero dónde diablos se ha metido?" Era Castilla.
—Ya, ya,—respondió la voz de un sirviente gallego.
Muñoz se levantó bruscamente y cerró con violencia la puerta. Afuera cesaron al instante las risas y la animación del grupo. Castilla llamó, dulcemente.
—¡Una palabra, Muñoz, nada más que una palabra!
Y a través de la puerta le explicó que en casa de Charito le había buscado para salir juntos, que la tonadillera quería verle a toda costa y que él se había comprometido a llevarle.
—¡Es un caso de gran pasión!—gritó uno de los compañeros de Castilla.
—Si no vas te tomará por un marica.
—Y nosotros también.
Otro hizo un chiste que provocó carcajadas ruidosas, y como Muñoz no respondiera, comenzaron a dar fuertes golpes en la puerta.
Al fin se alejaron, repitiendo las alusiones chistosas y algunos comentando seriamente la extraña transformación que había operado en Muñoz la neurastenia.
—¡Charito González!... murmuró Julio ensimismado. Conocí a una amiga íntima de Charito González... Adriana Zumarán. La traté una sola vez, pero comprendí que es un ser excepcional.
Muñoz, incorporándose bruscamente, le miró con una indefinible expresión de desconfianza; le vio sonreír ligeramente. Se levantó alterado, y comenzó a pasearse por el saloncito. Luego llamó y pidió su abrigo; pensaba que Julio, al tanto de toda su historia, respondía a sus confidencias con una crueldad irónica, y esto le lastimó.
—¡Tú no debes burlarte! ¿Oyes?—gritó tomando del sirviente el abrigo y el sombrero. Y sentía crecer oscuramente su hostilidad contra Julio.
Este le miró, muy serio, y le aseguró que no tenía ningún deseo de burlarse; por el contrario, compartía su sufrimiento y le compadecía con sinceridad.
Muñoz volvió a sentarse, y después de un silencio largo, acercándose mucho a Julio:
—No sé adónde me llevará todo esto... Pero te aseguro que ya no soy dueño de mí. Si alguien se interpusiera entre ella y yo... Es horrible, es algo que me acerca a una brutalidad inferior, a los casos de impulso ciego, inconsciente, de la gente del pueblo... los crímenes pasionales que registra todos los días, en los periódicos, la sección "Policía", el suceso común del hombre que se ha enamorado de una criatura de quince años, de clase humilde como él, la ha festejado y perseguido con insistencia desesperada, bestial, contra la oposición de los padres y la completa indiferencia de ella; y un día se pone en acecho, como una fiera; cuando ella sale, para hacer algún mandado, la detiene. En la crónica suelen mencionar todos estos detalles. La requiere por última vez, le exige una contestación definitiva; luego, rápidamente, le dispara un balazo a boca de jarro, o desnuda un cuchillo y se lo hunde ferozmente en el corazón.
—Y la crónica,—dijo Julio—agrega casi siempre: "El homicida volvió luego el arma contra sí mismo, ocasionándose una herida, de cuyas resultas falleció minutos después". Pero como tú dices, esa manera de sentir y entender el amor pertenece a seres en quienes la agitación del instinto no se ve dominada por la serenidad del espíritu.
—Pues bien,—replicó Muñoz—te aseguro que yo ahora suelo sentir algo así, hervir en mi naturaleza y en mi sangre el ansia del crimen pasional y subir esta ansia, brutalmente, hasta mi corazón. Y sin embargo, yo desciendo de gente convencional, ceremoniosa, acostumbrada a vivir disimulando y reprimiendo todo impulso antisocial. Pero ahora, te lo juro, ¡yo mataría, con puñal, como un hombre del pueblo!
Julio, saliendo de su tranquilidad, repentinamente, puso una mano sobre la muñeca de Muñoz y se la oprimió con un movimiento nervioso:
—¿Estás seguro, en todo caso—le interrogó—de que le tienes verdadero amor? No, no me mires como si te preguntara algo desatinado. Es que tú no has pensado nunca en esto... Si experimentas una angustia tan brutal, todo pasará y no te quedarán después sino las cenizas...
—No te entiendo... no puedo entenderte.
—Si tu pasión arde así, con esa violencia, quemándote la carne y la sangre, no viene de tu espíritu, sino de tu naturaleza agitada, convulsionada. Te has entregado, ciegamente, a un sentimiento que tal vez cualquier otra mujer te hubiera inspirado también. El amor, el verdadero amor del hombre, es algo ante todo espiritual; los sentidos sufren su influencia, a veces de una manera violenta, pero sin avasallar al espíritu nunca.
—Basta, Julio, basta, en estas cosas está demás razonar... Déjame desahogarme... Si ella fuese de esas criaturas inconscientes, pura irreflexión, pura coquetería, todo lo que hace sería cien veces más perdonable. Pero no, es inteligentísima, más que cualquiera de sus amigas. No, no es una irreflexiva; por el contrario, parece que siguiera el hilo de mis ideas y adivinara todo lo que pienso. Ella sabe hasta qué punto sufro, y no le importa. Cuando considero lo que me ha hecho pasar, la imagino de una maldad que no se concibe mayor. ¡Y sin embargo, a veces, su cara distraída tiene una expresión tan buena! La duda de cómo es ella, realmente, me enloquece tanto como la duda de su amor.