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Globalización y geopolítica en la acción internacional de Estados Unidos: cuatro interpretaciones

ANTONIO LÓPEZ MIJARES

Este capítulo revisa la presencia estadunidense en el mundo a partir del final de la Guerra Fría y el inicio del periodo de la unipolaridad, caracterizado por la supremacía de ese país en los terrenos militar y político y por su sostenida relevancia económica. Con la perspectiva de tiempo, sabemos que en ese momento excepcional de la superpotencia sin contrincantes, ya se esbozaba la relativización o disminución de su poder con la aparición de nuevos polos de innovación técnica, capacidad económica y dinamismo comercial, sobre todo en las riberas del Pacífico; a esas naciones y territorios, Taiwán, Corea del Sur, Singapur y Hong Kong, se agregarían grandes estados como China e India, que han sumado a sus dimensiones demográficas y territoriales capacidades tecnológicas y productivas, la voluntad de traducir tales factores en influencia política mediante un activismo sistemático más allá de los propios ámbitos regionales, en otros continentes y en los espacios institucionales o informales donde se diseña, entre unos pocos, la agenda mundial y donde se establecen las coordenadas del orden internacional.

En ese contexto, se presentan y analizan reflexiones de cuatro autores, todos ellos geopolíticos estadunidenses: John Agnew, Parag Khanna, Zbigniew Brzezinski y Richard N. Haass, sobre los alcances y límites del poder y la influencia de su país en el mundo contemporáneo, a partir de dos opciones no necesariamente contradictorias: cooperación y hegemonía. En tal sentido, ellos han incorporado a sus respectivos análisis elementos de la geopolítica clásica, centrada en la disponibilidad de recursos físicos y humanos, así como en nociones deterministas sobre la geografía y la historia, y también aportaciones como las de Joseph S. Nye y Robert O. Keohane al debate que, en la perspectiva de una interdependencia crecientemente intensificada, ha contribuido a enriquecer las premisas del análisis sobre relaciones de poder y jerarquía entre naciones. (1) Nye y Keohane (2009) han señalado, con distintos matices, que la ampliación de los ámbitos de cooperación interestatales —sobre todo en las esferas técnica, comercial y financiera, así como la consolidación de regímenes internacionales cuyo objetivo es establecer reglas para dicha cooperación— ponen en evidencia los límites explicativos (y por tanto predictivos) del realismo clásico: vivimos en un mundo regido por múltiples y a menudo contradictorias lógicas de poder, no supeditadas a las capacidades de acción política y militar.

Los planteamientos de los autores se organizan en un eje de análisis: la relación entre procesos de globalización y política de poder (primeros dos apartados); mientras que en el tercer apartado se esbozan algunas conclusiones, necesariamente provisionales, sobre los derroteros previsibles del orden internacional y global —y los posibles alcances de la influencia estadunidense en dicho orden— a partir de las reflexiones de los autores en torno a las relaciones entre globalización y geopolítica, así como entre cooperación y hegemonía. Por último, se hace una breve reflexión sobre las posibles implicaciones de la presidencia de Donald Trump en los escenarios internacionales.

ALCANCES Y LÍMITES DE LA UNIPOLARIDAD: UNA PERSPECTIVA SOBRE ESTADOS UNIDOS EN LOS ÚLTIMOS TREINTA AÑOS

Disolución del bloque soviético, “fin de la historia”

El lento y discontinuo proceso de disolución del “bloque soviético” fue acelerado por la activa política de confrontación ideológica, económica y militar emprendida durante el mandato de Ronald Reagan, cuyos periodos presidenciales (1980–1988) se caracterizaron por el éxito ideológico dentro del país —la vuelta del patriotismo vociferante y agresivo, el retorno de la noción, nunca del todo abandonada, sobre la “excepcionalidad estadunidense”—, éxito que facilitó la legitimación del rearme por la vía de un importante incremento del gasto militar y la orientación de su política exterior hacia la neutralización y el desmembramiento del “imperio del mal”, clamoroso término con que el se refirió a la Unión Soviética en un célebre y difundido discurso.

La autodisolución de la Unión Soviética —una derrota de la legitimidad del sistema centralizador, incapaz de satisfacer expectativas personales y colectivas, así como de plantear un proyecto de futuro— tuvo que ver también con la Revolución de Terciopelo en la antigua Checoeslovaquia (hoy dos países: República Checa y Eslovaquia) y con las rebeliones civiles en Polonia, la República Democrática Alemana, Hungría, Rumanía y Bulgaria, revoluciones cuyo origen, en la mayoría de los casos, se originó en sociedades movilizadas por un doble objetivo: la autodeterminación nacional (con sus implicaciones identitarias y de reivindicación de especificidades étnicas, culturales, religiosas) y la democratización de los estados, pues buena parte de ellas apeló a latentes tradiciones de pluralismo, participación activa en los asuntos públicos, separación de esferas entre lo público y lo privado, apertura hacia los temas, valores y objetivos de las sociedades europeas occidentales.

En este horizonte, en el que coincidían el triunfalismo de las élites estadunidenses —potenciado por las omnipresentes industrias comunicacionales de ese país— con el repliegue político–militar de la Unión Soviética de sus zonas de influencia en Europa Central y Oriental, en el Cáucaso y en Asia Central, es que pudo hablarse del presunto “fin de la historia” con el advenimiento de la unipolaridad económica y militar de ese país y con el triunfo cultural —mediático en buena medida— de la democracia liberal como referente político dominante. (2)

Supremacía político–militar y triunvirato económico: ¿declinación o relativización?

A principios de la década de los años noventa, Lester Thurow hacía coincidir la supremacía político–militar estadunidense con una suerte de competencia pacífica, no por ello menos intensa y conflictiva, entre “tres contendientes relativamente iguales: Japón; la entonces Comunidad Europea, centrada en su país económicamente más poderoso, Alemania, y Estados Unidos” (1992, pp. 33–45); competencia que se centraría, de acuerdo con las premisas del analista, en la capacidad de cada uno de los contendientes para crear y desarrollar innovaciones que lograran incidir tanto en la competitividad de la industria y los servicios como en la calidad de vida de las sociedades.

En este marco de interpretación, los intercambios económicos y comerciales, sobre la base de la innovación tecnológica y la competencia por los mercados internacionales, tienden a suplantar la política (y a su manifestación bélica) como elementos constitutivos del conflicto y de las relaciones de poder entre estados y sociedades. Para el autor, “en cierto nivel, el pronóstico de que la guerra económica reemplazará a la guerra militar es una buena noticia […] El juego económico que será jugado durante el siglo XXI tendrá tantos elementos de cooperación como de competencia” (Thurow, 1992, p.36).

Pero la visibilidad de la influencia —y de la correlativa capacidad de intervención político–militar estadunidense—, reconocida por amigos y adversarios, no impide otro reconocimiento, tal vez menos obvio, pero igualmente significativo: el de la relativización del peso económico de aquella nación ante el dinamismo de otros polos tecnológicos y productivos.

Ya en la década de los ochenta —los años “reaganianos”—, caracterizada en Estados Unidos por el entusiasmo colectivo ante la victoria simbólica y concreta sobre la superpotencia rival, aparecen diagnósticos y reflexiones que matizan dicho triunfalismo; si en aquellos años la economía estadunidense era todavía, grosso modo, un tercio de la economía mundial, las altas y sostenidas tasas de crecimiento de otras regiones, especialmente en el este y sureste asiáticos con los denominados “tigres” —Hong Kong, Singapur, Corea del Sur y Taiwán—, así como el renovado dinamismo de la industria y el comercio europeos, potenciados por la consolidación del proceso integrador en aquella zona, (3) contribuyen en esa coyuntura a que el porcentaje de la economía estadounidense respecto del producto interno bruto mundial (PIB) haya ido disminuyendo de manera paulatina, desde un tercio en los años ochenta hasta una cuarta parte en la actualidad; (4) si bien es importante considerar el incremento del tamaño de la economía mundial desde entonces, así como la vuelta de la economía de ese país al crecimiento económico en 2015, luego de la crisis financiera.

Puede afirmarse que Estados Unidos mantiene su ventaja en la carrera por la supremacía al poseer más riqueza acumulada, por mucho, que ninguna otra sociedad contemporánea; además de su superioridad en ámbitos estratégicos relacionados con la innovación, como las nuevas tecnologías de la información, las industrias aeroespaciales, la biotecnología, ámbitos donde ha demostrado una insuperable capacidad para transitar de la idea al diseño y de este a la fabricación de utensilios masivamente demandados (como la gama de productos para la comunicación de Apple, por citar un ostensible ejemplo actual). En el mismo sentido, su productividad sigue siendo la más alta, sobre todo en los sectores de punta (si bien no puede decirse lo mismo en los sectores industriales tradicionales como el automotriz, de bienes de capital o químico), sostenida por una fuerza laboral bien adiestrada y unos cuadros dirigentes formados en las todavía consideradas mejores universidades del mundo. Asimismo, el mercado interno mantiene su alto poder adquisitivo, con 316 millones de habitantes en 2013, que crecen a una tasa del 13.68% anual. (5)

Pero también es verdad que, en la perspectiva de los últimos 20 años, como señala Thurow, “malgastó gran parte de su ventaja inicial permitiendo la atrofia de su sistema educacional, transformándose en una sociedad de alto consumo y baja inversión” (1992, pp. 295–296). Ser la potencia militar del siglo XXI es, desde esta perspectiva, un inconveniente, dado el esfuerzo necesario para mantenerse como la economía más grande y eficiente mientras sigue sosteniendo un enorme aparato militar. Así pues, Estados Unidos tendría que cambiar tanto sus prioridades colectivas —lo que requiere amplios y por ahora inalcanzables acuerdos políticos internos— como sus niveles de ahorro e inversión, indica Thurow, para incrementar sustancialmente sus índices de productividad frente a competidores desarrollados y emergentes.

La proyección simbólica del poder estadunidense

En los años noventa, en palabras de Zbigniew Brzezinski (1998, pp. 19,33), surgía Estados Unidos “como la primera y única potencia realmente global”. Esta imagen de poder sin adversarios proyectaba en un haz múltiple y persuasivo la disponibilidad y uso eficaz de recursos tangibles e intangibles, económicos, técnicos, militares, culturales, así como el vigor y con frecuencia la claridad de objetivos de las clases dirigentes. Cabe señalar al respecto que las imágenes en que se ha reflejado la supremacía estadunidense provienen de una manera histórica propia de concebir y ejercer el poder a escala nacional, hemisférica e internacional, que si bien posee similitudes con anteriores hegemonías —como en el caso del imperio británico: democracias representativas con economías industriales y de mercado, con un proyecto ético– político de vocación universal, todo ello combinado con altas dosis de pragmatismo— tiene características inherentes a la propia evolución histórica de dicho país, características tal vez históricamente únicas que han percibido observadores como Alexis de Tocqueville y Raymond Aron. (6)

El “sistema global estadunidense” se origina en una sociedad pluralista y democrática, lo que supone, en los hechos específicos de la acción de ese país en el exterior, posturas con frecuencia ambivalentes y una permanente oscilación entre dos impulsos arraigados en el imaginario de la sociedad y las élites dirigentes, cuyas consecuencias concretas han sido notorias —sobre todo para los vecinos inmediatos de la gran potencia: México, Centroamérica, el Caribe— en los dos últimos siglos: el aislacionismo y el intervencionismo, cada uno con sus respectivos matices, combinaciones y condicionamientos. Como sea, la presencia internacional de Estados Unidos posee rasgos propios que la distinguen en cuanto a otras pautas de dominación. Brzezinski (1998, pp. 33–34) apunta como uno de esos rasgos la búsqueda de colaboración —o “cooptación”, como la denomina— con las élites políticas y económicas de aquellos países y sociedades con los que mantiene, o le interesa mantener vínculos, y con quienes utiliza mecanismos y medios variados para sustentar su influencia (y capacidad coercitiva), entre los cuales no es el menos importante el perfil mismo y la capacidad de irradiación cultural del american way of life.

EN TORNO A GLOBALIZACIÓN Y HEGEMONÍA

Brzezinski: una globalización estadunidense

Zbigniew Brzezinski (2005) plantea una hipótesis sugerente sobre la relación entre el proceso de intensificación de vínculos e intercambios entre un creciente número de actores supra y subnacionales —que hemos denominado globalización— y la hegemonía estadunidense. Este autor argumenta que los procesos de globalización adquieren su patente de legitimidad a través de esa imagen idealizada de una concurrencia comercial y financiera sin restricciones, a escala ampliada, y de una estructura en red que democratiza vínculos e intercambios; aunque tal imagen optimista no coincida por fuerza con la persistente realidad geopolítica de las fronteras y disparidades del poder económico, técnico, militar y mediático.

Como señala Brzezinski, la libre concurrencia de unidades políticas y la extensión de las redes de intercambio no pueden ocultar el hecho de que “algunos estados son obviamente más ‘iguales’ que otros” (2005). En el caso de Estados Unidos, esta obviedad se sintetiza en una serie de ventajas que, en conjunto, configuran una capacidad única para formular la agenda internacional (es decir, establecer el terreno y las reglas del juego) e intervenir en prácticamente todas las áreas geográfico–políticas donde la defensa de su entramado de intereses así lo demanda: dominio ideológico y funcional de las instituciones y los organismos internacionales, dimensiones del mercado interno, capacidad de innovación (y de comercialización de esta) y acervo mayor de activos productivos al de cualquier otro país.

En síntesis, Brzezinski plantea que la globalización no solo intensifica la presencia multidimensional estadunidense y sus capacidades para establecer las reglas y los límites del juego de poder internacional sino que ella misma posee una impronta inequívocamente norteamericana, con su énfasis en la innovación comunicacional y la circulación intensificada a través de las redes virtuales y tradicionales, de valores, bienes y promesas simbólicas originadas en la matriz industrial–cultural de aquel país (2005, pp. 172–175).

Agnew, Khanna, Haass: el fin de la hegemonía

Frente al enfoque anterior, que da por establecida una hegemonía estadunidense entreverada con las dinámicas globales, e interpreta la actuación internacional de dicho país como primus inter pares en un “liderazgo consensuado” con sociedades y estados afines (Brzezinski, 2005, 239–240), John Agnew avizora tres grandes escenarios, entendidos como pautas organizadoras de la política global, donde globalización y hegemonía son procesos opuestos.

El primer escenario, el régimen de acceso a los mercados, proviene de las nuevas prácticas y representaciones de una economía global trasnacional y desterritorializada; el segundo contempla (y acepta como inevitable) la perspectiva de guerras culturales entre distintas “civilizaciones”, aunque el precedente del S–11 —y sus hoy mismo vigentes consecuencias en el Medio Oriente— lleva a pensar, casi de manera automática, en una confrontación entre el islam y Occidente; el tercero es la confirmación de una hegemonía global acrecentada, “dado que no hay alternativas relevantes al ejercicio del poder estadounidense” (Agnew, 2005, pp. 137–150).

Si bien apunta que hay condiciones de posibilidad para los tres escenarios, Agnew (2005, pp. 141–150) considera que el primero se corresponde en mayor medida con las orientaciones que siguen los nuevos procesos local–globales de producción e intercambio, y por tanto permite atisbar en el horizonte una historia geopolítica cualitativamente distinta a la vigente desde los inicios de la expansión europea; esta geopolítica, ya desestatalizada y no geocéntrica (no eurocéntrica, no geoatlántica), desplazaría a los anteriores esquemas de poder internacional, organizados en sistemas jerárquicos cerrados. En consecuencia, plantea Agnew, los procesos de globalización limitan o incluso contribuyen a erosionar los fundamentos de un poder global estadunidense capaz de imponer por la persuasión o fuerza sus visiones e intereses, si bien señala también —y en este argumento coincide con Brzezinski—que dicho poder y dicha influencia mundiales serán verdaderamente confrontados y acotados si Estados Unidos sigue un camino geopolítico “unilateral y coactivo” (2005).

Parag Khanna (2008, pp. 30–34) reivindica la idea de un mundo multipolar dominado por “tres centros de influencia relativamente equivalentes: Washington, Bruselas y Pekín”, cuyo frente de batalla sería el de la disputa por la influencia en los países del Segundo Mundo, aquellos que están en condiciones de emerger de la marginalidad económica y política para constituirse en interlocutores del Primer Mundo sin haber abandonado totalmente el ámbito del Tercero; (7) esta línea de pensamiento hace recordar, aunque con matices significativos, el esquema de interpretación propuesto por Immanuel Wallerstein sobre un centro y una periferia cuya interconexión estructural constituye el espacio de la economía–mundo. Pero esta relación centro–periferia, de “complementariedad conflictiva” entre dos modos de organizar económica y técnicamente los procesos productivos, se integra con otra dimensión espacio–temporal, la semiperiferia, un espacio móvil donde el ejercicio de la política —la gestión más o menos institucionalizada del conflicto—, relativamente autónomo respecto de las estructuras económicas vigentes, desempeña un papel crucial; este espacio ambiguo es para Wallerstein el ámbito dinámico donde suceden, pueden suceder a través del conflicto, las trasformaciones que hacen posible el cambio social, histórico (Taylor & Flint, 2002, pp. 16–21).

El esquema interpretativo de Khanna delinea, como se anotó, un mundo donde tres polos fundamentales organizan el espacio mundial y definen la supremacía mediante la influencia ejercida sobre los países del Segundo Mundo —semiperiféricos, en la terminología de Wallerstein—, que a su vez procuran establecer alianzas privilegiadas con algunos de los polos o imperios. Sin embargo, esta rivalidad tripolar, señala Khanna, se aleja del ámbito característico de las disputas entre potencias de similar magnitud por el dominio de zonas de influencia, pues al darse en un contexto delimitado por los procesos de integración globalizada neutraliza la reactivación de disputas geopolíticas como las del gran juego europeo del siglo XIX (Nieto sobre Khanna, 2010, pp. 259–261).

En contraste con los esquemas planteados: de unipolaridad en la globalización (Brzezinski); de intensificación creciente de procesos e intercambios en la red global, con acotamiento de la hegemonía estadounidense (Agnew); y de tripolaridad dominante, en un esquema centro–periferia, en el cual la hegemonía se disputa en el ámbito de las relaciones con el Segundo Mundo (Khanna), Richard N. Haass considera que las relaciones internacionales y globales del presente esbozan una era de no polaridad, descentralizada y difusa, con hegemonías provisionales (la estadunidense en lugar destacado) y delimitadas por contrapoderes políticos, culturales y económicos con diversa escala y objetivos, entre los cuales destacan las organizaciones suprarregionales, así como los grupos organizados con fines altruistas, comerciales, delincuenciales: “El poder ahora se encuentra en muchas manos y en muchos sitios” (2008, pp. 66–77).

¿Qué papel desempeña Estados Unidos en la no–polaridad? Según Haass (2008, pp. 71–72), pese a su predominio manifiesto en las magnitudes del PIB y el gasto militar, cada vez se hará más evidente la distancia entre poder e influencia, esto es, entre las magnitudes económicas, políticas y militares que Estados Unidos puede exhibir, y las consecuencias efectivas de ejercer ese poder mediante la definición de agendas y el cumplimiento de objetivos estratégicos. En este contexto, Haass (2008) propone tres causas para el tránsito de la unipolaridad a la no–polaridad: a) una histórica: la aparición de nuevos actores estatales, sociales y empresariales con posibilidades de ejercer diversos tipos de influencia gracias a la combinación cada vez más eficaz de sus recursos humanos, tecnológicos y financieros; b) una específicamente estadunidense: el debilitamiento de su posición económica relativa por una política energética consumista, cuya principal consecuencia es la trasferencia de recursos a otras sociedades; y c) el proceso multiforme e intensificado de la globalización, con sus intercambios y circuitos cada vez más autónomos respecto de las políticas estatales.

Por eso, advierte que la combinación de estas tres causas hará más difícil diseñar y aplicar acciones internacionales concertadas, tanto de cooperación como de seguridad, dada la proliferación de actores estatales y no estatales con posibilidad de intervenir y tomar decisiones, no necesariamente colaborativas, en sus respectivos ámbitos de influencia. En este contexto impredecible, heterogéneo y abierto, la opción multilateral “será esencial para hacerle frente al mundo no polar” (Haas, 2008) a través de una refuncionalización de órganos claramente desfasados de las realidades contemporáneas, como el Consejo de Seguridad y el Grupo de los Siete + Rusia. (8) “Multilateralismo cooperativo” denomina este autor al conjunto de iniciativas y alianzas que, potenciadas por las redes integradoras que operan globalmente, permitirían establecer relaciones de cooperación entre grupos de naciones con intereses y perspectivas afines, en un esquema que promovería una estabilidad descentralizada, por así decir, obteniéndose un orden móvil (y necesariamente provisional) de “no polaridad concertada” que contribuiría a disminuir “la probabilidad de que el sistema internacional se deteriore o se desintegre” (Haass, 2008, pp. 73, 77–78).

GLOBALIZACIÓN Y GEOPOLÍTICA, ¿UNA RELACIÓN CONTRADICTORIA? ALGUNAS CONCLUSIONES

La permanencia de la geopolítica como referente de las relaciones entre los estados ha de situarse y analizarse en un mundo cuyas dinámicas técnicas, económicas y culturales parecen provenir de la articulación entre dos tendencias: 1. hacia una mayor integración a través de los crecientes vínculos reales o virtuales entre sociedades y estados; y 2. hacia la ampliación de los factores que definen la medición del “poder disponible”, político–militar, económico y técnico, pero también cultural y simbólico (centrado en las capacidades para trasmitir imágenes convincentes de formas de vida y consumo), considerando asimismo la influencia de los polos regionales, nacionales o supranacionales sobre la agenda internacional.

Agnew (2005) y Haass (2008) han planteado, desde distintas perspectivas, que la coexistencia compleja entre la geopolítica y la globalización supone un límite definitivo de la influencia estadunidense tal como esta se ha manifestado desde fines de los años cuarenta del siglo XX; mediatizada gradualmente por un conjunto de procesos que se expresan, desde hace tres o cuatro decenios, en la amplitud y la variedad de las agendas de las relaciones internacionales contemporáneas, ya no solo vinculadas a cuestiones “clásicas” como la seguridad y los sistemas de alianzas sino de manera cada vez más significativa a formas de cooperación que relativizan, sin anularlo, el valor de la hegemonía político–militar como eje de la supremacía.

Khanna, por su parte, afirma la vigencia de la geopolítica a través del conflicto, que juzga inevitable entre los tres grandes “imperios” que concentran la capacidad de influencia mundial. Únicamente los procesos asociados a la globalización y coexistencia —cooperativa o competitiva— entre sociedades y organismos políticos pueden moderar o neutralizar esa ominosa certidumbre geopolítica sobre la inevitabilidad de la guerra mundial (Khanna, 2008, pp. 37–38).

En esta perspectiva, donde globalización y hegemonía estadunidense dejan de ser entendidas como realidades equivalentes y recíprocas (Brzezinski, 2005), donde los móviles estratégicos o coyunturales de los actores internacionales se traducen en complejos procesos de conflicto y cooperación (que el caso actual de las relaciones entre Estados Unidos y China ilustra con claridad), es importante considerar, por sus consecuencias previstas e imprevistas, lo que supondría el fin del largo periodo de hegemonía estadunidense en el sistema internacional: ¿multipolaridad o no polaridad garantizarían un orden internacional previsible, capaz de procesar mediante políticas de prevención y cooperación sostenidas en la ayuda mutua los conflictos coyunturales o sistémicos? ¿Qué instancia con suficiente poder e influencia podría establecer los criterios de lo permitido, lo tolerado y lo prohibido en la acción internacional de grupos y estados? O, en ausencia de una clara “hegemonía global”, ¿nos dirigiríamos a una balcanización de la política mundial? El camino aún por recorrer en este siglo XXI permitirá ofrecer, a la luz de los hechos, respuestas a esas y otras preguntas.

EL GOBIERNO DE TRUMP

El viernes 20 de enero de 2017, Donald John Trump juró como cuadragésimo quinto presidente de Estados Unidos. Si bien no puede desestimarse un cambio de rumbo en las estrategias y orientaciones de la política exterior estadunidense —siguiendo las erráticas declaraciones del presidente sobre el replanteamiento de las relaciones con estados como China y Rusia, y con organizaciones como la Unión Europea y la Organización del Tratado del Atlántico Norte, declaraciones que parecen esbozar una actualización del aislacionismo—, la administración republicana habrá de tomar nota de los equilibrios actuales, de las correlaciones de fuerza y las macrotendencias que de múltiples maneras están afectando el papel y la jerarquía estadunidense. El voluntarismo y la ideología no impedirán que los nuevos responsables hayan de responder a los dilemas de cooperación o confrontación en un marco internacional globalizado, donde la indudable potencia económica, técnica y militar estadunidense encuentra o ha de encontrar límites y respuestas que la acoten, obligándola a tomar en consideración las realidades inevitables y el margen de maniobra de su poder relativo.

REFERENCIAS

Agnew, J. (2005). Geopolítica. Una re–visión de la política mundial. Madrid: Trama Editorial

Brzezinski, Z. (1998). El gran tablero mundial. La supremacía estadounidense y sus imperativos geoestratégicos. Barcelona / Buenos Aires: Paidós.

Brzezinski, Z. (2005). El dilema de EE.UU. ¿Dominación global o liderazgo global? Barcelona: Paidós.

Fukuyama, F. (1992). El fin de la historia y el último hombre. México: Planeta.

Haass, R. N. (2008). La era de la no polaridad. Lo que seguirá al dominio de Estados Unidos. Foreign Affairs Latinoamérica, 8(3), 66–77.

Keohane, R.O. (1984). After hegemony: cooperation and discord in the world political economy. Nueva Jersey: Princeton University.

Keohane, R.O. & J.S. Nye (2009). Interdependencia, cooperación y globalismo. En A.B. Tamayo (Comp.), Ensayos escogidos de Robert O. Keohane. México: CIDE.

Khanna, P. (2008). El segundo mundo. Imperios e influencia en el nuevo orden mundial. Barcelona: Paidós.

Nieto, N. (2010). El segundo mundo: imperios e influencias en el nuevo orden global. Espiral, 17(49), 255–262.

Taylor, P.J. & Flint, C. (2002). Geografía política. Economía–mundo, estado–nación y localidad. Madrid: Trama.

Thurow, L. (1992). La guerra del siglo XXI. Buenos Aires: Javier Vergara Editor.

1- Véase el ya clásico After hegemony, de Keohane (1984). Lo incluyo en las referencias, así como una compilación de sus artículos, algunos de ellos en colaboración con Joseph S. Nye.

2- Véase al respecto El fin de la historia y el último hombre, de Francis Fukuyama, especialmente el capítulo 4, “La revolución liberal mundial” (pp. 75–90), donde el repaso histórico que hace este autor por diferentes regímenes políticos desemboca en su célebre “entonces hemos de tomar también en consideración la posibilidad de que la historia misma pueda llegar a su fin”, precisamente con la universalización de la democracia liberal y de sus valores, y el supuesto fin de los conflictos sustentados en filosofías políticas antagónicas.

3- El 7 de febrero de 1992, se firmó el Tratado de la Unión Europea en Maastricht, Holanda, que formalizaba la voluntad europea de recorrer el camino hacia la plena integración, si bien a la fecha —abril de 2015— la crisis financiera y productiva global ofrece renovado vigor al euroescepticismo, al no parecer ya tan claro que ese recorrido hacia la plena y definitiva integración sea ineluctable o siquiera necesario.

4- El PIB de Estados Unidos ascendió en 2013 a 16,768 billones de dólares, aproximadamente la cuarta parte del mundial, con un PIB per cápita de 53,470 dólares, superior al de todos los países europeos, con excepción de Liechtenstein, Mónaco y Noruega (http://data.worldbank.org/indicator).

5- 13.68 nacimientos por cada mil habitantes, superior a la de buena parte de los países europeos y en general una de las más altas para los países de renta y nivel de vida equiparables (http://www.indexmundi.com/g/r.aspx?c=us&v=25&I=es).

6- En La democracia en América y La república imperial, respectivamente.

7- Para Khanna, los “países menos adelantados” son aquellos que “presentan los índices más bajos de desarrollo socioeconómico y de poder estatal”, es decir, unos 100 países con la mayoría de la población mundial (2008, pp. 40–41).

8- El Grupo de los Siete + Rusia excluyó a la Federación Rusa de dicho organismo informal en el contexto de la crisis suscitada por la adhesión —o anexión— de la península de Crimea y Sebastopol en marzo de 2014, en medio del conflicto entre partidarios del gobierno ucraniano y sectores afines a Rusia. El organismo vuelve a adquirir su nombre original, Grupo de los Siete, hasta nuevo aviso.

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