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La última película

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Después de cinco años desde el accidente, Lisandro me llama por teléfono. Me dice que hace algunos meses trabaja manejando camiones con explosivos en la mina de Chuquicamata. Mientras habla, pienso en el cobre, en las alarmas, en la cuenta regresiva, en el fuego y en la nube de polvo nal. Lo sé porque la sangre tira. Quiero volver a ese lugar, necesito conocer a la hija de Sandra, hagamos el viaje otra vez, me dice.

Lisandro conduce el automóvil mientras yo abro la botella. Intento descifrar los tatuajes que cubren las cicatrices en sus brazos pero no lo logro del todo. Quiero contarle sobre las imágenes que atrapo: el aire que parece agua hirviendo sobre las carreteras, una bolsa celeste que el viento se lleva hacia el desierto de Atacama o el rostro de mi abuelo iluminado por el atardecer. Planos que grabo cuando me prestan la cámara en el canal regional. Yo sé que a él le gustarían. Quiero contarle lo que hice después del accidente, pero me arrepiento. Solo le cuento que este año tuve que grabar comerciales para empresas mineras, entrenamientos de Cobreloa, entrevistas a políticos y a candidatas a reina. Lisandro me pregunta si aún me gustan las películas. Afirrmo con la cabeza y le ofrezco la botella. Él me dice que ya no toma. Le digo que es más sano tomar esto que esa agua con arsénico que tomamos desde el día en que nos parieron.

Intento recordar el momento en que conocimos a Sandra. Una cadena de cines se había instalado en el mall y le había puesto la lápida al Cine Municipal de Calama, en el que vi Batman, la primera película de mi vida, cuando tenía cinco años. Lisandro y yo fuimos a la última función y no sé si dijimos algo, si uno de los dos lloró, celebró o si solo hubo silencio. Al nal, nos quedamos viendo cómo sacaban las ampolletas, los carteles y partes de la estructura en el techo. No me acuerdo cómo fue, no sé si ella o nosotros dijimos la primera frase. Si andábamos con el uniforme del colegio, si pude verle el tatuaje que tenía sobre el pecho, si nos trató de pendejos calientes y nos mandó a nuestras casas. Si nos tomamos unas cervezas en la plaza. No sé si nosotros la convencimos a ella o ella, con su voz ronca, nos convenció a nosotros.

Sandra vivía en un segundo piso, en un barrio que compartía con mineros contratistas recién llegados e inmigrantes latinoamericanos. Bastaba abrir un poco las cortinas para ver los bloques de humo que salían desde la mina de Chuquicamata.

Sandra le contó a Lisandro que trabajaba en una schopería, que tenía una hija que sus abuelos paternos le habían quitado y que necesitaba un auto. ¿Sabes manejar? Yo me fui al baño; una de las llaves no dejaba de gotear. Luego fui a su pieza, allí vi su nombre escrito en el remitente de un sobre cerrado. De Sandra Cáceres Mendía. No había destinatario. Lo abrí un poco y le pasé la lengua por el borde para sentir el sabor de su saliva. Después sentí mucho más que eso.

Días después volvimos a su casa pero ella no estaba. La esperamos un rato, escuchamos un compilado de canciones que yo había grabado desde la radio Mundo Stereo. Después que se acabó la última canción de Los Prisioneros, nos trepamos y entramos por la ventana del baño. Lisandro sacó las cervezas y el jarabe para la tos. Yo saqué las herramientas que dejó mi padre cuando nos abandonó y le arreglé la llave que aún seguía goteando. Cuando ya era de noche, me acosté bajo las frazadas de su cama mientras Lisandro dormía en el sillón. Ella llegó al amanecer, se sacó la correa y nos castigó un poco. Al nal, hervimos agua para que se tomara un té, le hicimos un pan con mantequilla, nos dio un beso en la boca y se acostó a dormir.

Bájate los pantalones y te traigo el desayuno a la cama. Dame más de eso, pero desde tu boca. ¿Se consiguieron el auto? ¿Y si nos vas a buscar al liceo y nos vamos a tomar al río, bajo la línea del tren? Besito de buenas noches, canción de cuna. Cómete un durazno y dame un beso con lengua, por favor, Sandra. Mordida de buenos días. ¿Te gustan las películas de ciencia cción? Danos una semana más, por favor. Sin auto no hay más lengua. Soñé que el río Loa se secaba, pero después renacía, la corriente ya no llevaba agua, llevaba cerveza. ¿Por qué no quieren volver a sus casas? ¿Y si nos acompañas a la esta de graduación? Váyanse de aquí, pendejos alumbrados. Por favor, una vez más. ¿Si alguien dice que Calama es la ciudad más fea de Chile, puedo pegarle un combo en el hocico? No me dejes. ¿Cómo te gustaría morir? Tienes que amarrarte a las cañerías antes de probar esto. Sin auto no hay más pajas, niños. Este país es un pedazo de tierra no más. ¿Te gustan las películas de terror? Estamos enamorados de ti, cómo mierda tenemos que decírtelo. ¿Por qué les gusta tanto el drama? Si no me das el último sorbo, te duermes sola hoy. Este es un pedazo de tierra visto por los ojos borrosos de un minero. Un minero recién pagado, borracho y sin saber qué hacer con la plata que gana. ¿Te gusta el fuego? Si no hay auto esto se acaba, niños. ¿Quieres un autógrafo del Ligua Puebla? Ayer soñé que hacíamos un búnker y resistíamos el n del mundo. ¿Con qué mezclamos la morfina? ¿Con qué mezclamos el helado de lúcuma? ¿Me cortas el pelo? Ustedes podrían ser mis hijos. Nosotros podríamos ser tus padres. ¿Te gustan las películas de autor? Toma, diez gramos y desaparecemos. ¿Cómo puedo comer, cómo puedo escribir, Sandra? Planchemos la ropa. Mentirosa, no te creo que estuviste en la cárcel. Recojamos frutas en la feria, juguemos Nintendo, compremos bombitas de agua. Quiero leerte un cuento. Te quiero tanto, Sandra. ¿De dónde sacaste esto? Es la última, te lo prometo. Quiero abrazarte en silencio y bailar un lento contigo. ¿Por qué viniste a Calama? ¿Qué dicen sus padres? ¿Por qué le tomas la mano a él y no a mí? Muele, inhala y aguanta la respiración. Muéstranos una foto de ella, por favor. Déjala ir mejor. ¿Cómo aman los mineros, Sandra? No eyaculen adentro, pendejos hueones. Quédate con nosotros. Eres muy mala, Sandra. Dame un poco de agua, por favor. Juguemos a las escondidas. ¿Tú no eres como las esposas de los mineros, cierto? Báilanos o te denunciamos al Sename. Soy la mejor madre, por eso no vivo con ella. Dame más de eso. No me manchen el colchón, por favor. ¿Te gustan las películas chilenas? No vayas a trabajar hoy, deja que los mineros te extrañen. No puedo, están recién pagados. Dame un trozo de durazno desde tu boca. Tu hija tiene ojos de coyote, ¿sabías? ¿Nademos en el río Loa? Dame un beso con lengua o voy a la tele y digo que nos secuestraste. Lávenme la ropa o llamo a los pacos y les digo que entraron a robar. Dúchate conmigo y te regalo una planta. Vamos a estar juntos para siempre. ¿Diez años tiene tu hija ojos de coyote? Dame agua desde tu boca. ¿Te llegó la regla? Solo quiero verla por última vez. Hoy volvemos con auto, Sandra. Te lo prometo.

Enciendo el fuego de la cocina y me hago un pan con mantequilla. Lisandro hace la cama y Sandra entra al baño a fumar. Se sienta en el borde de la tina. Recuerdo la pequeña ventana y una cortina de baño transparente. La luz del amanecer sobre su cuerpo y el humo ahí. La recuerdo acostada sobre un colchón en ese baño con los ojos hermosos y terribles como su hija. La recuerdo pensando en ella, en la niña de los ojos de coyote.

Nos detenemos en el servicentro antes de salir de la ciudad. Encuentro el punto ciego donde la mirada del guardia no llega. Mientras Lisandro y Sandra intentan robar un diario de vida para la niña ojos de coyote, yo me robo una máscara de plástico para jugar en el viaje. Ellos no lo consiguen. Saco la cabeza y siento cómo el viento me golpea tras esa otra piel, tras esa boca roja; siento el olor de Sandra desparramado por el automóvil. Uno, dos, tres segundos antes del impacto solo uno de nosotros gritó. Recuerdo mis ojos con sangre y una mano, una mano que se contrae y rasguña, golpea, quiebra un vidrio y de pronto se queda inmóvil en el suelo. Un ojo rojo y las estrellas. Un cuerpo eyectado. Una mano en el desierto de Atacama. Sandra. Un pecho sobre el volante. Cables de alta tensión en cortocircuito por mis brazos. Manos sintiendo la temperatura del pavimento del norte de Chile. ¿Qué hiciste, Lisandro? Aire caliente que parece agua hirviendo sobre las carreteras. Arterias o ríos que se desbordan y sus brazos de chilena sobre el suelo. Pelo entre la tierra. Saliva. Lisandro. Sandra. Ojo rojo que imprime las últimas fotografías de un rollo vencido. El asfalto cubre el desierto. El metal abollado lo cubre a él. Las estrellas la cubren a ella. La sangre me cubre a mí. Pienso en los bordes de ese sobre con su nombre cubierto con la saliva de ambos. Amanece y la camanchaca nos cubre a todos.

Después del proceso judicial dejamos de vernos. Ninguno de los dos fue al funeral y el tiempo siguió su curso. Solo me quedé con «El verano más caluroso de la historia», uno de los cuentos que Lisandro escribió en la casa de Sandra. A veces lo leo y lo reescribo mentalmente. Hace algunos años me dijeron que Lisandro se había subido a un poste de luz y que los bomberos tuvieron que bajarlo; él dijo que quería escuchar cómo sonaba la corriente. Supe que años después se fue a estudiar a Santiago, pero tras unos meses dejó de ir a clases. Solo tomaba, iba a leer a una biblioteca cercana al metro Cal y Canto o pasaba las horas caminando por el puente de calle Huérfanos, cerca de la pieza que arrendaba en el metro Santa Ana. Miraba a las personas que entraban al Registro Civil, los fotógrafos tamaño carné, los deportistas que madrugaban o los vagones del metro perdiéndose con la luz de la tarde. Fue a todas las marchas estudiantiles que se hicieron. A veces iba a los bares y bebía con desconocidos para decirles que era de Calama, una palabra que le daba poderes especiales, porque haber nacido y crecido aquí lo hacían sentir el tipo más poderoso del mundo, aunque lo miraran como si viniera de un basurero. Era un pasaporte para no tenerle miedo a nada, pero la dueña de la pensión llamó a sus padres y tuvieron que ir a buscarlo antes de que terminara el año.

Él baja la velocidad y se arrima al borde de la carretera. Quiero contarle tantas cosas pero vemos la marca sobre el asfalto. Es difícil creer que sean las huellas de esa misma noche y que hayan durado tantos años en el piso. Pienso a ratos que voy a encontrar esa máscara de la boca roja que me robé en el servicentro. Junto a nosotros pasa un automóvil que se acerca al cruce para desviarse a Tocopilla. En su techo flamea un plástico celeste que filtra el sol del atardecer. Me gustaría tener la cámara en mis manos para capturar esa imagen. Lisandro detiene el motor y nos quedamos sin decir nada. Me quedo al interior del auto. Lisandro se baja y camina con lentitud. Sabe que aquí sucedió todo. Lo veo recogiendo un pedazo de vidrio mientras el viento juega con su ropa. El sol se refleja en el vidrio. Él refleja parte de la luz e ilumina el pavimento.

Tenemos hambre pero seguimos hasta la casa de la niña ojos de coyote. Lisandro se asegura de que es la dirección correcta y nos detenemos algunos metros antes de llegar. Esperamos por horas. Me quedo dormido varias veces con la botella en la mano. Lisandro me dice que, desde el acci- dente, todos los años le envía un regalo para su cumpleaños. También me dice que él cree que, cuando murió Sandra, ella estaba embarazada, que él o yo podríamos haber sido padres. Yo no le creo, ella me lo hubiera dicho. Me vuelvo a quedar dormido, sueño con el rostro de mi abuelo y con un zorro de cobre; el regalo que mi padre me dejó bajo la almohada antes de irse, cuando cumplí siete años.

Lisandro me despierta y la vemos salir junto a un anciano. Dice que se parece mucho a Sandra, pero no es- toy de acuerdo. Adolescente ojos de coyote; ojos hermosos y terribles. Tiene el pelo teñido de rojo y viste shorts de mezclilla. Él abre la puerta del automóvil aunque solo baja los pies. La calle aún tiene barro seco acumulado que dejó el último aluvión. Lisandro presiona la tierra suelta que se escapa por el aire. Quiero decirle que esa es una gran imagen; la tierra nos sigue a todas partes. La adolescente se aleja junto al anciano. Lisandro entra al automóvil pero no cierra la puerta, me dice que tal vez hubiera sido un buen padre. Cierro la botella y ya no vuelvo a tomar. Lisandro enciende el motor del automóvil. Cuando está a punto de presionar el acelerador, y mientras la luz del atardecer lentamente nos cubre a todos, le pregunto si recuerda la última película que vimos juntos, en el Cine Municipal de Calama, ese último verano.

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