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Fernando Jopia

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Veo un tatuaje de carreteras sobre el desierto. Veo la som- bra de las nubes sobre la tierra. Imagino una turbina consumida por el fuego con todo el viento a su favor. De pronto escucho la voz aguda de alguien que me habla. Mi compañero de asiento que viene desde Santiago me hace varias preguntas. Después de un rato le digo que si quiere trabajar en Australia debe cuidarse la espalda y buscar bien; es mejor sacar frutas como naranjas desde los árboles que tomates del suelo. Ni yo ni mi madre lo supimos desde el principio y eso nos pasó la cuenta.

Se abren las pantallas donde reproducen una serie inglesa de humor silencioso que no me hace reír. Él se duerme y no volvemos a hablar en todo el viaje. Me aburro y desbloqueo mi celular, veo las fotografías que tomé durante el año, me quedo dormido mirando una pista de patinaje sobre hielo descongelada por el calor. Tras dos minutos mi celular se vuelve a bloquear. Cuando sobrevolamos un parque eólico en las afueras de Calama, el piloto anuncia que estamos prontos a aterrizar. A lo lejos un bloque de humo asciende desde la mina de Chuquicamata.

Era la primera vez que hablaba con la nueva mujer de mi papá. No me dijo muchas cosas, lo justo y necesario para entender la noticia, tal vez porque yo fui algo cortante y ella se puso nerviosa. Le dije que no podía viajar de inmediato pero que apenas pudiera lo haría. Tras varios días recordé la voz y el silbido de una niña que se escuchaba al fondo, creo que al final de un pasillo o en una sala grande que producía reverberación. A mi padre no lo veo desde que me fui con mi mamá a trabajar a otro continente. Nos borramos del mapa, no llamamos a nadie. Él dejó de ser mi padre y yo su hijo. Mi madre tardó meses en recuperarse de lo que él le provocó.

Bajo por la loza del aeropuerto del Loa, me detengo un momento y con mi cuerpo resisto el viento que intenta llevarme hacia el desierto. Espero mi pequeña maleta de equipaje y tomo un taxi. Veo el rostro de las personas que pasan a mi alrededor, no logro reconocer a nadie.

En el camino a la ciudad, vuelvo a ver la sombra de las nubes sobre la tierra. Las aguas del río Loa a punto de rebalsar las compuertas que lo contienen; tal vez me encuentre con los únicos días de lluvia del año.

Pienso en la voz de esa niña a lo lejos al hablar por teléfono con la mujer de mi padre. Trato de ponerle algún nombre, desbloqueo mi celular, veo mi agenda telefónica, pero no encuentro nada que se corresponda a esa voz.

Arriendo una habitación en una residencial en la calle Sotomayor. Me acuesto sobre el cobertor con diseños orales en una cama de plaza y media. Flecto las rodillas para que los músculos de mi espalda se elonguen. Respiro profundo. Giro las caderas en ambos sentidos y el dolor se va. Me quedo dormido mientras a lo lejos escucho la voz de un hombre, con acento colombiano, que canta una canción que no reconozco, pero me gusta.

Recibo varias llamadas: de mi madre, de la nueva mujer de mi padre y de un número desconocido. No contesto ninguna. Los dulces de frambuesa que me dieron en el avión me irritan la lengua, pero sigo buscando su sabor. Estoy cansado de viajar y mientras intento tomar la decisión de levantarme me quedo dormido; sueño con el aire encerrado al interior de una bolsa de plástico celeste que vuela por el desierto.

Suena nuevamente el celular y esta vez decido apagarlo. Enciendo mi notebook y reviso si alguna película se alcanzó a bajar. Busco los subtítulos. Los descargo y los pruebo. Están corridos por algunos segundos, las palabras aparecen cuando los personajes guardan silencio. Los dejó así y veo los primeros diez minutos de la película, deslizo la barra de tiempo hacia cualquier lugar; padre e hijo recorren las calles de Taipéi.

Reviso mi correo electrónico y busco una dirección en Google. Ingreso al mapa y voy a la sección satelital. Hago un zoom. Veo la sombra que un puente proyecta sobre la espuma del río Loa, donde me bañaba todos los veranos cuando era niño. Veo las líneas del tren que hacían temblar la casa de mis abuelos los domingos, mientras veíamos La isla de la fantasía, después de recoger pedazos de paredes demolidas entre la maleza y usarlas como tiza; dibujos de nuestros cuerpos sobre el poco asfalto que quedaba sobre la tierra. Veo la distancia que recorrimos con mis amigos a la esta religiosa de Ayquina. Me pregunto para qué caminamos tanto desierto si no creíamos en dios ni en la virgen. A veces pienso que era para probar la resistencia: de nuestras piernas, de nuestra amistad, de nuestra tolerancia al alcohol, de nuestra soledad enfrentada a la naturaleza. Veo la casa del exmilitar que, según algunos vecinos, había sido parte de la Caravana de la Muerte. Veo la cancha de fútbol donde me agarré a combos en el hocico por primera vez cuando me gritaron huacho, la misma cancha donde Andrés Wood nos formó como milicos para buscar niños morenos que protagonizaran su película Historias de fútbol. Reconozco la casa donde vivían las hermanas Carrizo y la esquina de las calles Alpaca con Paula Jaraquemada, donde vi la reconstitución de escena del asesinato de un vecino. Veo mi escuela y las paredes que trepábamos para fugarnos e ir a jugar a un pool que quedaba sobre un restaurante chino en calle Vargas con Abaroa. Ahí está la casa del Lokoto, cine de terror a quinientos pesos durante el día y toples durante la noche. También aparece el estadio de fútbol donde vi salir campeón a Cobreloa el año 92. Veo la esquina, cerca de la plaza, donde conocí a la mujer de la que enamoré por primera vez y que aún no puedo olvidar.

Aparece el monolito de Topáter donde hubo un combate de la guerra del Pací co y donde mi madre me enseñó a andar en bicicleta. Miro el camino que hay entre la ciudad y la cascada del río Loa. Veo el lugar donde mi padre, en una visita dominical, me enseñó que las cosas más importantes de la vida se hablan compartiendo al menos un litro de cerveza. Allí también me enseñó a silbar. Voy al otro lado del mapa y busco el lugar exacto donde encontraron el cuerpo de mi padre. Solo hay diferentes tonalidades de color café y carreteras que parecen, otra vez, un tatuaje sobre el desierto. Lo marco con un clip virtual. Hago clic en guardar. Título: «La muerte de mi padre». Dejo vacía la descripción. Hago un ticket en la opción público. (Comparte con todo el mundo. Este mapa se publicará en los resultados de las búsquedas y en los per les de los usuarios). Finalizar, me pregunta. Hago clic ahí.

Me acuesto y vuelvo a realizar los ejercicios para mi espalda; respiro profundo. Enciendo mi celular y llamo por teléfono a la mujer de mi padre, que se demora en contestar. Me da con anza, incluso creo que al escuchar mi voz sonríe. Nos ponemos de acuerdo y me voy caminando hasta su casa. Unas gotas de lluvia me mojan la cara y trato de alcanzar algunas para aplacar la sed. Me paso las manos por el pelo y por la cara. A lo lejos veo a un grupo de niños que pedalean en sus bicicletas a toda velocidad bajo la lluvia, que ahora cae con más fuerza.

Al llegar veo a esa niña jugando fútbol en un PlaySta- tion en medio del living repleto de plantas y enredaderas. Me mira y me saluda de reojo como si me conociera desde siempre. Julia, la mujer de mi padre, me abraza y creo que yo también lo hago. En el oído me susurra que me parezco mucho a él. Me siento antes de que ella lo ofrezca. Me invita a pasar a la pieza de mi padre donde él componía huesos. Dice que allí están las libretas de apuntes y el computador en el que escribía. Demoro la respuesta y hago un gesto cínico de a rmación, mientras le pido un vaso de agua.

La veo jamente mientras Julia camina por un largo pasillo en penumbra. Pienso que tal vez esa niña conoce a mi papá más de lo que yo pude hacerlo en años. Me acerco y veo cómo uno de sus laterales lleva la pelota a toda velo- cidad. Tiene su mirada y no necesito saber su apellido. Le pregunto si lo extraña, ella me dice que sí, que lo extraña mucho. No me mira y hace un gesto de esfuerzo mientras intenta disparar al arco. Ahora ella me pregunta si yo lo extraño. Guardo silencio y después de un rato le digo que sí, mucho, aunque de una manera diferente. Pienso en cómo explicarle que, cuando pensamos en él, ambos visualizamos a un hombre corpulento, terco, de un pelo cano precoz y una voz ronca que nunca pasaba desapercibida, pero que en el fondo ella y yo conocimos a dos padres diferentes. Al nal no le digo nada, tal vez cuando crezca lo pueda entender. No, mentira. Le quiero preguntar si él le alcanzó a enseñar a silbar y cómo se habla de las cosas importantes de la vida, pero solo le pregunto si le gusta jugar al fútbol. Ella me dice que no, que es muy mala y que siempre la dejan al arco. Mi hermana vuelve al ataque y dispara. Me mira a los ojos y ambos celebramos el gol.

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