Читать книгу Este día importa - Carlos Cuauhtémoc Sánchez - Страница 13

Оглавление

8


Por fin llegué a la dirección. Veinte minutos tarde, fastidiado, de mal humor. Desde hace años he decidido pensar que la impuntualidad es un defecto imperdonable. Y he decidido sentirme mal cada vez que llego tarde a algún sitio. Así que me sentía mal. Aunque esta vez no había sido mi culpa. El rancho del escultor era demasiado inaccesible.

Estacioné el automóvil y apagué el motor. Miré alrededor.

No había nadie cerca.

El terreno estaba enmarcado por varias esculturas enfáticas. En la entrada había un caballo de mármol rosa de unos dos metros de altura, con trazos clásicos detallistas. Aunque podía apreciarse la robustez de su cuello, lomo y grupa, los pormenores más remarcables se veían en la crin y en la cabeza; estaba en posición de trote, y visto de frente, era una verdadera obra de arte. A escasos metros de distancia había un Quijote de bronce esculpido con estilo minimalista, y justo detrás, un Sancho Panza de madera, más bien de formas abstractas.

Me llamó la atención que el autor de esas esculturas, en caso de ser el mismo, tuviese destrezas para estilos tan diversos y hasta contrapuestos.

En la esquina contraria se levantaba una columna delgada rematada por una enorme esfera de latón con picos asimétricos. Sentí un escalofrío. Seguro que el escultor quiso representar un sol, pero a mí me recordó un coronavirus. Era trágico que el autor de esas maravillas hubiese esculpido y erigido, frente a su casa, la imagen de algo tan parecido al asesino que acabaría con su vida.

Amaia me advirtió: “Por favor no toques la puerta. Encontrarás la casa cerrada, pero yo saldré a buscarte”.

Miré el reloj. ¿Se habría cansado de esperar? ¿Su novio o su padre habrían ejercido presión sobre ella para que, al final, no me recibiera?

Recordé su carta: Estoy en medio de una tragedia. Mi vida es un desastre (como Mauro dice), tengo mala estrella y me persigue la desgracia (también como él dice).

PROTEGE TU DÍA DE MANIPULADORES

La gente abusiva quiere restarnos energía. Hay abogados expertos en explicarle a sus clientes todo lo malo que les puede pasar; usan ejemplos de casos trágicos con el único fin de provocarles pensamientos y emociones debilitantes, y que el cliente los contrate. Hay asesores fiscales y otros profesionistas poco éticos, expertos en hacer lo mismo. El juego de infundir temor es común en la sociedad. Es, de hecho, el juego preferido no solo de maltratadores y manipuladores, sino también de extorsionadores, secuestradores y chantajistas.

Hace tiempo fui víctima de un médico carnicero.

Resulta que a mi hijo lo mordió un gato y se le inflamó el brazo. El médico armó toda una estrategia verbal para infundirnos miedo. Dijo mil cosas exageradas de las bacterias de los gatos y cómo producen síndromes compartimentales que pueden ocasionar amputaciones o la muerte de las personas.

Como me veía dudar de la necesidad de la operación, trajo a una infectóloga pagada para decirme que era imperativo meter a mi hijo al quirófano con anestesia general para sacarle una muestra del tejido y saber qué bacteria tenía.

Cuando una autoridad médica te pinta que a tu hijo le van a amputar el brazo o se va a morir si no lo operan, das la autorización, pero luego te enteras de que todo fue mentira y te dijo eso para cobrarte seis mil dólares por una cirugía que tu hijo no necesitaba.

Repasemos: Un manipulador usa palabras amenazantes para abrir tu módulo cerebral que (como la caja de Pandora) guarda todos los males posibles de tu imaginación. Cuando ese módulo se abre, tu cerebro se llena de pensamientos destructivos y emociones paralizantes que te dejan sin energía. Eso les sucede a las personas maltratadas que han perdido su noción de dignidad y, a pesar de vivir con un pie en el cuello, son incapaces de pedir ayuda o luchar contra el maltratador. ¡No tienen energía!

Eran casi las diez y media. Quise enviar un mensaje al celular de Amaia y me di cuenta de que, en efecto, no había señal de internet en el lugar. Marqué el teléfono directo que indicaba una recepción del veinte por ciento. No contestó.

Tomé el pequeño libro que preparé como regalo para Amaia. Bajé del auto y cerré la portezuela de golpe como tratando de anunciarme.

El terreno era tan grande que la casa, aun siendo de proporciones considerables, se veía diminuta, como ocurre con las embarcaciones gigantes que parecen pequeñas en medio del océano. No había rejas ni vallas que delimitaran la hacienda; de manera que era imposible saber dónde comenzaba la del vecino.

A lo lejos ladraron unos perros.

El cielo estaba nublado y apenas unos rayos furtivos de luz se filtraban entre las nubes cayendo en diagonal sobre una bruma que envolvía el ambiente como en un cuento nórdico.

Me aproximé a la casa. El suelo estaba cubierto por una densa capa de hojas secas. Por lo visto, nadie había limpiado el sendero desde el otoño anterior. Tenía indicaciones de no tocar la puerta, así que no lo hice.

Escuché el relinchido de un caballo cercano.

Le di la vuelta a la casa rodeada de esculturas. Descubrí que había un ruedo circular para caballos y un bosque al que podía entrarse por un sendero angosto perfectamente trazado. También vi un pequeño auto rotulado con calcomanías de una empresa veterinaria que se echaba en reversa para enfilarse después a un camino rural detrás de la finca.

Me sentí un intruso al husmear en esa zona. Di media vuelta para regresar al automóvil cuando percibí ruido de pasos y una presencia a mis espaldas. Giré.

Ahí estaba ella. A escasos metros.

Era una joven seria, casi imponente, de mirada penetrante. Traía botas de montar y pantalones de mezclilla.

—¿Amaia?

—Sí.

Este día importa

Подняться наверх