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II Planteamiento

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Es propio y genuino de la forma de ser popular andaluza fanfarronear con la muerte, en una irreverente actitud de reírse de ese fatídico fenómeno natural al que todos estamos predestinados; como si fuera algo que, lejos de preocuparnos, provoca brillantes momentos de socarronería. Fácil sería pensar que quien mostrara una tal actitud ante la muerte podría tornar el escenario al que la pobre doncella del inigualable Lied de Schubert Der Tod und das Mädchen (La muerte y la doncella) ha de enfrentarse ante los últimos instantes de una vida que sentía iba marchitándose por momentos en plena juventud, en un brillante diálogo en el que nuestro personaje, oriundo del castizo barrio de La Viña de Cádiz, convertiría la seductora y atractiva melodía de la muerte que acabará acogiéndola entre sus brazos1 en mordaz letrilla de cuplé, tratando de ganar segundos a lo inevitable. Pero cuando esa misma persona se enfrenta finalmente a su destino natural, la socarronería torna en temor a la fatalidad. Pensar, en definitiva, sobre cómo nos enfrentaremos a la muerte, decidir cuál será nuestra actitud y nuestra opción vital cuando la miremos cara a cara en un futuro más o menos lejano, no es precisamente algo sencillo; ni menos predecir cuál será nuestro comportamiento si hemos de enfrentarnos a tal trance en condiciones de padecimiento tales que pudieran hacernos poner en cuestión si merece la pena continuar con vida, guiarnos por nuestro instinto de supervivencia. La confrontación con el fenómeno de la muerte es en esencia un escenario evolutivo. Es un reto al que deberemos hacer frente cara a cara conforme nos vayamos acercando a él; en el que el yo de nuestro presente difícilmente es capaz de asimilar y comprender cuál habrá de ser nuestra actitud vital ante un escenario, no deseado por nadie, en el que nuestra capacidad de raciocinio y de tomar decisiones de forma libre y voluntaria pudiera verse mermada.

Aunque pueden definirse determinados comportamientos animales de los que podría deducirse un distanciamiento, incluso total separación, frente al poderosísimo instinto de supervivencia, es el ser humano quien muestra una mayor aptitud y predisposición a poder anticipar el momento de la muerte mediante determinadas conductas activas o pasivas. Desde conductas de abandono de hábitos o necesidades vitales que derivan inexorablemente en un resultado occisivo, a la trágica autoinmolación que caracteriza al suicidio, todos de un modo u otro nos hemos enfrentado a ejemplos cercanos en los que una persona conocida decide poner fin a su vida.

Dentro de lo que serían formas de acabar con la propia vida por la libre voluntad de quien asume ese trance, entre estas formas de poner fin a la vida de forma anticipada truncando nuestro destino o proceso natural, la eutanasia activa no sería sino un supuesto más; caracterizado, por una parte, por abarcar tan solo supuestos o procesos patológicos en los que una determinada persona, que padece una enfermedad o padecimientos muy graves e invalidantes, toma la decisión de poner fin a su vida como forma de acabar con ese insufrible padecimiento sin opción de mejoría; y por otra porque generalmente requerirá de la participación de terceras personas que, bien pongan los medios, bien lleven a efecto, activen, el mecanismo que pondrá fin a la vida de aquél. Frente a ésta, el suicidio, bien sea por motivos culturales, sociales o como consecuencia de una determinada patología mental, se diferenciaría precisamente por esa no extrema gravedad del padecimiento que sufre quien decide llevar a efecto un proceso de eutanasia activa2, así como el carácter generalmente personalísimo de su ejecución; y las distintas formas de eutanasia pasiva, por ser consecuencia de la no aplicación o continuidad de un determinado tratamiento que prologara la vida de quien se enfrentara a similares padecimientos a los que habría de enfrentarse quien optara por dar el paso hacia una eutanasia activa3.

España acaba de dar un definitivo paso hacia formar parte del aún escaso elenco de Estados que van más allá de ese respeto de la voluntad del paciente que está detrás de formas sí generalmente aceptadas de eutanasia pasiva vía consentimiento informado; y que se muestran abiertas a consentir y dar cobertura legal a ciertas fórmulas de eutanasia activa: La Ley Orgánica 3/2021, de 24 de marzo, de regulación de la eutanasia –LORE–. De hecho, la LORE se alinea claramente en la lista de aquellos Estados que han convertido la eutanasia no en una simple comprensión respecto de quien toma tan trágica y amarga decisión, sino en una práctica legalmente aceptable, en palabras de la propia ley. Ciertas formas de eutanasia activa pasan a ser consideradas como un derecho individual; cuyo reconocimiento impone a los Poderes Públicos determinados deberes positivos en orden a facilitar a quien ha tomado, conforme a la norma, tal decisión tenga garantizado ese trance en condiciones de pleno respeto a la dignidad que se merece en su actuación, en palabras igualmente literales de la norma4.

Aunque sentimientos o íntimas convicciones acabarán por aflorar de un modo otro frente a una materia tan delicada y vital, no es objetivo de este trabajo aportar una visión crítica desde una perspectiva moral o bioética sobre la nueva institución jurídica de la eutanasia y del papel que desempeñan los poderes públicos en facilitar lo que llega a definirse como un auténtico derecho subjetivo de carácter prestacional; de poder exigir, como parte del catálogo de servicios de la Administración Sanitaria, que se nos faciliten los medios para anticipar el momento de nuestra muerte cuando se den determinadas circunstancias definidas por la propia ley. Menos entrar a valorar su oportunidad jurídica, ni su adjetivación como un pregonado triunfo de la progresía; como un gran avance en los derechos civiles. Quienes hemos vivido muy de cerca situaciones en las que un pariente, allegado o amigo se ha enfrentado al durísimo trance de poner trágicamente fin a su vida, muchos más de los que pudiera pensarse en un principio, somos plenamente conscientes del respeto y comprensión que se merecían. Es ésta una decisión que no se toma precisamente a la ligera; y que se enfrenta a una fortaleza prácticamente inexpugnable, como es ese instinto de supervivencia que nos mantiene apegados a la más insignificante expectativa de vida.

Difícil y duro es tomar una decisión de tanta trascendencia como es la de adelantar por propia voluntad el proceso natural de la muerte por parte de quien, subyugado por tales padecimientos, carece de expectativa de seguir viviendo; para quien la vida ha perdido todo su sentido. Pero quien puede llegar a tomar esta decisión se enfrenta cara a cara con una dolorosísima enfermedad que le llevará inevitablemente a la muerte o a una prolongación, casi encarnizamiento vital, de una vida sin más expectativa que la de sufrir cada vez más y más; en que la idea de vida digna ha quedado enterrada bajo un insoportable baldón. Por mucho que avance la ciencia en la atención a determinadas enfermedades o en el uso de técnicas de mitigación del dolor crónico o de cuidados paliativos, seguirá habiendo personas a las que aquélla no pueda darle una respuesta adecuada y digna; siendo éstos quienes especialmente merecen toda nuestra atención y máximo respeto. Que para dar respuesta a ellas, como ya hemos dicho, fuera necesario abrir la caja de Pandora de una ley que se abre a la eutanasia activa como una solución vital más, es ya una cuestión más discutible.

Sin embargo, quien pretende anticipar, casi vaticinar, cuál habría de ser su voluntad para el supuesto de que hubiera de enfrentarse a un tal padecimiento que, conforme lo dispuesto en la LORE, le diera derecho a activar los mecanismos para recabar la prestación de ayuda para morir, en la hipótesis, obviamente, de que no estuviera en condiciones de expresar en plenitud de sus facultades mentales tal decisión, se encuentra en una situación realmente diversa. Comprender solo qué significa ello es en sí mismo todo un dilema. Es fácil tomar una postura en un momento de nuestra vida; pensar cuál sería nuestra decisión si esa terrible situación llega finalmente a acuciarnos ¡Que no me enganchen a un respirador artificial!; ¡que me duerman y me dejen morir!, ¡Qué me pongan una inyección y acaben con mi vida!, son decisiones demasiado fáciles de expresar cuando estamos muy lejos de sentir el aliento de la muerte. Pero llegar a comprender que lo que hoy firmemos habrá de ser respetado en un futuro en que no tendríamos capacidad de variar nuestra decisión es algo a lo que pocas personas podrían realmente estar preparadas para asumir.

La LORE trata de forma casi agotadora el trámite de reconocimiento de tal derecho a morir dignamente que está detrás de la eutanasia activa. Sin embargo deja en el limbo jurídico una más detallada regulación de cómo se ha de obtener ese consentimiento de futuro que habría de activarse precisamente cuando no tendríamos capacidad para desdecirnos, ni menos ser sometidos a las medidas de control exhaustivas que previene la propia ley cuando la decisión se toma en el momento mismo en que concurren los presupuestos para darle curso. Llama poderosamente la atención cómo si las normas autonómicas que regulan las llamadas instrucciones previas, voluntades vitales anticipadas, voluntades anticipadas, testamentos vitales5,… yerran al no someter a los otorgantes a un control previo sobre su capacidad real y debidamente informada para anticipar su decisión para el supuesto que en el futuro carecieran de capacidad para decidir, la LORE incide aún más en tan craso error; al dejar apenas sin referente normativo el supuesto en que la decisión de optar por la eutanasia se recoja precisamente en dichos documentos vinculantes. Es todo una paradoja que se tomen tantas precauciones cuando la decisión se adopta de presente cumpliendo las exigencias legales para recabar el auxilio de las administraciones para materializar una eutanasia activa; y sin embargo una persona, incluso con posibles facultades mentales mermadas, pueda dar ese paso simplemente escribiendo unas dudosas y posiblemente poco maduradas instrucciones en un documento que es objeto de registro.

Será éste el objeto concreto de este trabajo, tratando de dar luz a la compleja, a la vez que absurda, situación de quienes finalmente opten por incluir en sus testamentos vitales una cláusula sobre su decisión para poner fin a su vida mediante una eutanasia activa para el supuesto en que se den determinadas circunstancias, en los términos que actualmente permite el art. 5.2 de la LORE; o que deleguen en un tercero, representante, que haya de tomar la decisión por ellos, con más o menos capacidad de interpretación de la voluntad del otorgante.

1.Traducción de fragmento del texto del Lied facilitada por https://arjai.es/2015/03/05/der-tod-und-das-madchen-de-schubert/: Der Tod (la Muerte):

Gib deine Hand, du schön und zart Gebild! (¡Dame la mano, hermosa y tierna criatura!)

Bin Freund, und komme nicht, zu strafen. (Soy tu amiga, y no vengo a hacerte daño.)

Sei gutes Muts! ich bin nicht wild, (¡Sé bien valiente! No soy fiera,)

Sollst sanft in meinen Armen schlafen! (¡Tienes que dormirte suavemente en mis brazos!)

2.DIEZ PICAZO ya nos advertía que “allí donde no hay enfermedad incurable, no hay eutanasia”. (DÍEZ PICAZO, Luis María: “Sistema de Derechos fundamentales”; editorial Thomsom-Civitas, primera edición, Madrid 2003, p. 196).

3.Suele distinguirse, y así se recoge en el párrafo segundo del apartado I del Preámbulo de la LORE, de la eutanasia pasiva la conocida como eutanasia activa indirecta; consistente en la “…utilización de fármacos o medios terapéuticos que alivian el sufrimiento físico o psíquico aunque aceleren la muerte del paciente –cuidados paliativos–”. Obviamente no es que los cuidados paliativos por definición aceleren el proceso del fallecimiento del paciente; simplemente pueden producir como uno de sus efectos precisamente su posible anticipación.

4.En el párrafo décimo del apartado I de la LORE se recoge esta expresión eufemística; de entender la eutanasia como una “…actuación que produce la muerte de una persona de forma directa e intencionada mediante una relación causa-efecto e inmediata”. Se denota en el redactor una clara intención de emplear de forma generalizada auténticos circunloquios que evitan en todo momento enfrentarse a lo que es, causar voluntariamente una muerte de una persona que así lo ha solicitado válidamente, o facilitar a ésta los medios para que lo lleve a efecto. Tan es así, que destaca especialmente cómo el legislador define la eutanasia en el Preámbulo; pero no introduce este concepto en un texto normativo que cuenta con un precepto, su art. 3, dedicado precisamente a definiciones.

5.Utilizaremos en lo sucesivo de forma preferente la voz testamento vital para dar nombre jurídico a instituciones que bajo diversas denominaciones responden a una misma realidad jurídica; aprovechando la mayor expansión de la utilización de esta voz en el contexto coloquial. Ciertamente no son pocas las voces críticas al empleo de esta voz (por citar entre las más recientes: RAMÓN FERNÁNDEZ, Francisca: “El derecho a la vida y el derecho a decidir sobre la vida: una perspectiva desde la actual regulación de la eutanasia en la Ley Orgánica 3/2021, de 24 de marzo”; Diario La Ley, N.° 9857, 25 de mayo de 2021, Wolters Kluwer); pero aun así, la discusión jurídica sobre la voz más adecuada se nos antoja estéril.

Eutanasia y testamento vital

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