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III ¿Es la decisión de solicitar la prestación de la ayuda para morir un supuesto de consentimiento informado?
ОглавлениеHemos de iniciar el acercamiento al abordaje de la tesis que trataremos de desarrollar en este trabajo haciendo una afirmación que, aunque parezca obvia, debería servir siempre y en todo caso de punto de arranque: No existe un derecho constitucional a morir; tampoco a elegir libremente, siempre y en todo caso, el preciso momento en que la muerte ponga fin a nuestra existencia. Pero sí un cierto margen de actuación en el que las autoridades han de respetar determinadas voluntades o decisiones de personas en torno al hecho de su muerte. Si examinamos la solución planteada por las SSTC, Pleno, 120/1990, de 27 de junio, y 173/1990, de 19 de julio, veremos cómo el Tribunal Constitucional llega a reconocer una relación entre el derecho a la vida del art. 15.1 de la Constitución –CE– y el ámbito de derechos y valores constitucionales que forman parte del llamado derecho de autodeterminación, y en concreto la dignidad de la persona –art. 10–. Esa relación sería la que permitiría al legislador cierto margen de actuación en la comprensión de determinadas circunstancias en que la expresada decisión de poner fin a la vida propia podría e incluso debería ser respetada. En cuanto aquí nos interesa, desligándonos del contexto en que se dictaran ambas resoluciones (situación de internos de centros penitenciarios que se ponen en huelga de hambre, ante el riesgo de que lleguen a perder la vida de no sometérseles a alimentación forzada), ambas sentencias acaban por concluir afirmando que el derecho a la vida reconocido en el art. 15 de la CE no puede ser entendido como un derecho de libertad que incluya el derecho a la propia muerte; que la decisión de poner fin a la vida propia, como bien que se integra dentro de su círculo de libertad, no está absolutamente proscrita por nuestro Derecho; pero tampoco supone la existencia de un derecho subjetivo fundamental oponible a los poderes públicos, y que, en definitiva, “…la decisión de arrostrar la propia muerte no es un derecho, sino simple manifestación de libertad genérica”.
Dentro de ese margen de actuación del que goza el legislador podríamos encontrarnos soluciones legales que irían desde la despenalización o más liviano tratamiento penal de conductas asociadas a una conducta suicida; a legalizar determinadas formas de anticipación de la muerte de una persona con determinados padecimientos incurables, o a abrir las puertas a permitir, en el sentido de no impedir, determinadas conductas pasivas o activas que faciliten el tránsito hacia la muerte de alguien que así lo ha decidido libre y voluntariamente.
Las posiciones doctrinales que han llegado a manifestarse sobre la constitucionalidad de un modelo de eutanasia activa basada en la atención a situaciones de enfermedad o proceso patológico que sean humanamente insoportables y/o no ofrezcan un mínimamente serio pronóstico de mejoría se debaten desde posturas difícilmente conciliables. Solo por poner algún ejemplo, previamente a cualquier intento legislativo serio de regular la eutanasia activa, DÍEZ PICAZO6 no llegaba a encontrar obstáculos a una legislación penal que despenalizara determinadas formas de eutanasia activa indirecta o pasiva; en concreto aquellos“…casos en que, por deseo del enfermo incurable, se deja que la naturaleza siga su curso”; y, a la hora de posicionarse sobre la eutanasia activa, apreciaba un conflicto de bienes jurídicos, en el que incluso la preferencia del Tribunal Constitucional por posicionarse en favor del derecho a la vida podría ser puesta en cuestión. Decididamente a favor de la constitucionalidad del entonces Proyecto de Ley Orgánica de regulación de la eutanasia se manifestó JUANATEY DORADO7, retomando en parte ese planteamiento del conflicto de derechos protegidos por la Constitución. La autora acaba por concluir que las circunstancias que convergen en ese concreto conflicto de derechos que se confrontan en la LORE hacen que prevalezcan en esos casos derechos tales como la dignidad humana, el libre desarrollo de la personalidad, a la libertad y a no ser sometido a tratos inhumanos o degradantes. “Se lesiona la vida (aunque la vida en circunstancias de gran penosidad), pero se protegen la autonomía y la dignidad del individuo”, nos dirá; y de ello deduce la constitucionalidad de la despenalización de este tipo de conductas que pasan a normalizarse mediante un proceso que regula la propia ley. Por último, como ejemplo de autor que sostiene la contrariedad con la Constitución de regulaciones tales como la LORE, podemos citar a RODRÍGUEZ PORTUGUÉS8. Parte para ello de cuestionar la identificación que se pretende por quienes defienden la constitucionalidad de la norma entre el libre desarrollo personal y un derecho a la libertad genérica de actuación; y de cómo el amplio rechazo que generan eutanasia y suicidio asistido desde el punto de vista de la ética y de la deontología médica impide poder afirmar que ese concepto de libre desarrollo de la personalidad en que considera se asienta tal construcción jurídica abarque tales conductas9.
Sin embargo, la posición del Tribunal Europeo de Derechos Humanos se proyecta hacia un mayor grado de respeto a aquellas decisiones de poner fin a la vida exteriorizadas por personas; al menos en aquellos supuestos en que la decisión no pudiera asociarse a un trasfondo psicopatológico que pudiera cuestionar su carácter libre y voluntario. La STEDH, Secc. 2.ª, de 5 de junio de 2005 (caso TRUBNIKOV v. Rusia; asunto 49790/99) se alineó, y más en un contexto de sujeción especial propio de la condición de interno penitenciario del reclamante, por exigir la adopción por parte de los poderes públicos de medidas positivas tendentes a impedir la materialización de un suicidio. Por su parte, la STEDH, Secc. 1.ª, de 20 de enero de 2011 (caso HAAS v. Suiza; asunto 31322/07), se mostró reticente a la posibilidad de poder exigirse el auxilio del Estado para materializar un suicidio en base precisamente a esa incapacidad de adoptar una decisión vital como consecuencia de los antecedentes psiquiátricos que presentaba la reclamante; aquejada de un trastorno bipolar afectivo que había requerido varios internamientos involuntarios, con antecedentes de dos intentos de suicidio. Pero cuando el Alto Tribunal europeo se enfrenta a situaciones en las que quien decide poner fin a su vida se encuentra aparentemente en pleno uso de sus facultades mentales, su posición irá distanciándose paulatinamente de esa imposición de garantía de la preservación de la vida humana como bien superior10. Es cierto que la STEDH, Secc. 4.ª, de 29 de abril de 2002 (caso PRETTY v. Reino Unido; asunto 2346/02) negó la existencia de un derecho de autodeterminación que confiriera a la persona la facultad de escoger morir en vez de vivir, como pretendido predicado del derecho a la vida reconocido en el art. 2 del Convenio Europeo de Derechos Humanos11; no admite en modo alguno que tal derecho a la vida presuponga lo contrario: un derecho a morir12, ni menos a ser asistido por los poderes públicos en el trance de anticipar la muerte de quien lo demandara13. Sin embargo, la STEDH, Secc. 2.ª, de 14 de mayo de 2013 (caso GROSS v. Suiza; asunto 67810/10), reconoció que ese ámbito de libertad tenía un mejor encaje en el derecho a la vida privada del art. 8.1 del CEDH; que garantizaría al ciudadano, al menos a quien estuviera en plenitud de sus facultades, un derecho a poder decidir poner fin a su propia vida y de forma digna14. Por último, el derecho a decidir no prolongar la vida mediante tratamientos médicos, como una manifestación más del consentimiento informado, ha encontrado un más reciente apoyo en la STEDH, Gran Sala, de 5 de junio de 2015 (caso LAMBERT y otros v. Francia; asunto 4643/14)15.
La sentencia del caso GROSS v. Suiza, precisamente citada en el Preámbulo de la LORE, no debe ser considerada como consagradora de un derecho a escoger el momento de nuestra muerte y que, a su vez, podamos exigir a las autoridades sanitarias competentes que nos faciliten los medios para que esta muerte tenga lugar de forma digna y con el menor sufrimiento posible. Tal doctrina, si hacemos una comparativa con el citado precedente del caso HAAS v. Suiza, parte de dos presupuestos que marcan los márgenes de actuación en tan delicada materia: Por una parte, la existencia de un amplio margen de apreciación que permite a los Estados miembros establecer normas más o menos restrictivas a la hora de regular o criminalizar conductas de apoyo al decidido suicidio de una persona; y el ineludible requisito de la capacidad de la persona que decida dar tan dramático paso para poder tomar libremente una decisión vital de tanta trascendencia. En el caso HAAS v. Suiza no se llegó a cuestionar de forma incontestable que una persona diagnosticada de trastorno bipolar afectivo pudiera tomar libremente tan dramática decisión, y ésta deber ser respetada por las autoridades; pero incluso en la hipótesis de que sí pudiera tener dicha capacidad, sería igualmente razonable y respetuoso con los derechos fundamentales en conflicto la posibilidad del Estado de ofrecer al ciudadano una opción terapéutica efectiva que pudiera paliar esa necesidad vital de poner fin a su vida16.
Situación distinta sería la del planteamiento de opciones vitales constitutivas, o próximas, a las figuras de la eutanasia pasiva o activa indirecta17; cuando el paciente, de forma libre y voluntaria decide no aceptar la instauración o mantenimiento de determinados tratamientos que prolongarán su vida en situaciones de grave sufrimiento e irreversibles; como una manifestación más del consentimiento informado, que enraíza directamente en el derecho a la vida privada del art. 8.1 del CEDH.
Es aquí donde debemos detenernos a advertir que la concepción jurídica y científica de la decisión de poner fin anticipadamente a la vida como un acto de libre voluntad del ser humano no tienen que converger necesariamente. Donde el jurista puede apreciar una situación en la que una persona manifiesta, en plenitud de sus facultades mentales, en ejercicio de su libertad autodeterminativa, su propósito de poner fin a su vida, el profesional de la medicina puede llegar a ver una pérdida o debilitamiento sustancial de sus capacidades de decisión y comprensión, ante una concreta patología psiquiátrica o un síntoma o consecuencia de la misma. De hecho, la doctrina psiquiátrica mayoritaria ve en el suicidio o la ideación autolítica una anomalía del instinto básico de supervivencia en cuya base se encontrarían siempre alteraciones de la afectividad y del contenido del pensamiento. Incluso ambas posiciones aparentemente antagónicas llegan a converger en el universo común de la bioética, cuando la decisión de poner fin a la vida se plantea en un escenario de graves padecimientos incurables que afectan de forma dramática a la calidad y expectativa de vidas; especialmente bajo fórmulas de eutanasia pasiva o activa indirecta. La negación en cierto modo torna en comprensión y empatía, cuando detrás de tan dramática decisión se encuentra una situación en que se propone mantener el delgado hilo de la vida sujeto a procedimientos terapéuticos que simplemente la prolonguen de forma artificial y/o sin la más mínima expectativa de mejoría.
Este planteamiento nos lleva a una conclusión realmente interesante: Las posiciones que desde el punto de vista de la ciencia restan al ser humano una capacidad libre, en el sentido de ajena a cualquier trasfondo patológico, de decidir poner fin a la vida propia se desdibujan cuando hablamos de oposición a su continuidad, prácticamente artificial, cuando la persona se enfrenta a padecimientos incurables e insufribles; frente a los que la medicina paliativa puede llegar a mostrarse incapaz de garantizar un nivel mínimo de vida digna. Dentro de esos elásticos márgenes que dibujan la casuística y las propias convicciones éticas o morales del profesional médico, el consenso suele alcanzarse de forma cada vez de forma marcadamente más progresiva; al menos desde la perspectiva de ese paso hacia delante que frente al paternalismo en el ejercicio de la medicina supuso la irrupción de la doctrina del consentimiento informado. Respetar la decisión de no continuar o aceptar un tratamiento que prolongaría la vida, o de someterse a determinados tratamientos paliativos que podrían acortarla, llegan a ser considerados desde una perspectiva bioética como una manifestación de la libertad individual que habrá de ser respetada en tanto en cuanto el paciente se encuentre en condiciones de tomar una tal decisión; y que ha encontrado su definitiva consagración en los arts. 8 y 9 de la Ley 41/2002, de 14 de noviembre, básica reguladora de la autonomía del paciente y de derechos y obligaciones en materia de información y documentación clínica –en adelante Ley 41/2002–.
Pero incluso en este contexto de situaciones en las que la prolongación de la vida se convierte en un permanente sufrimiento insoportable puede llegarse a dudar si una eutanasia tanto activa como activa indirecta puede ser objeto de una decisión libre y voluntaria del paciente. Étienne MONTERO18 llama la atención sobre el hecho de que precisamente cuando las técnicas de cuidados paliativos, sobre la sintomatología o el dolor, se han perfeccionado considerablemente, la eutanasia parece haber derivado hacia una auténtica huida de la angustia. Las conclusiones a las que llega en este sentido muestran un claro descontento con los regímenes jurídicos holandés y belga con los que convive: “No se trataría de una eutanasia por compasión o por respeto de la autonomía del paciente, sino de una eutanasia por incompetencia. Aun en el caso –cada vez menos real– de que una persona padezca enormes dolores, que lógicamente comportan una situación de grave desconcierto y alteración psicológica ¿no sería hipócrita entonces decir que se está escuchando la libre petición de una persona autónoma?”.
Hablamos de respeto de la voluntad del paciente en un contexto de consentimiento informado; pero: ¿es realmente un consentimiento informado la iniciativa del paciente de dar comienzo a un procedimiento de eutanasia activa?
El consentimiento informado, tal y como ha sido entendido hasta la actualidad, parte de la base de una actuación médica de examen del paciente y de los signos y evidencias de los problemas de salud que pudiera padecer –diagnosis–; y a partir de este primer momento, de la propuesta de una o varias soluciones terapéuticas que han de ser aceptadas por el paciente. En ocasiones, la necesidad de realización de determinadas pruebas diagnósticas invasivas que en sí mismas entrañan un riesgo para la salud del paciente, son requeridas igualmente de un proceso de consentimiento informado específico. El médico, en esta segunda fase, explica al paciente cuál es, según su opinión científica, la enfermedad que padece, y cuál es la solución terapéutica que le propone. Para ello ha de hacer partícipe al paciente de los riesgos o efectos adversos a los que pudiera enfrentarse según el actual estado de la ciencia –art. 8.1 de la Ley 41/2002–19. No se trata de una mera formalidad sin trascendencia en el mundo de lo jurídico; pues es a través del consentimiento informado desde donde el paciente despliega todo un haz de derechos que parten precisamente de esa información que ha de facilitársele y del respeto a la decisión que adopte de forma libre y voluntaria. La STC 37/2011, de 28 de marzo, de hecho, ya nos advertía que tal derecho atañe directamente al derecho a la integridad física –art. 15.CE–; en tanto en cuanto todos tenemos derecho a impedir toda intervención no consentida en nuestro cuerpo; para lo que sin duda precisaremos de la oportuna previa información20. Pero a su vez supone una facultad de autodeterminación que legitima al paciente para decidir libremente sobre las medidas terapéuticas y tratamientos que puedan afectar a su integridad, escogiendo entre las distintas posibilidades, consintiendo su práctica o rechazándola; entroncando de este modo con ese haz de derechos que enraízan con los principios de la dignidad humana y del libre desarrollo de la personalidad –art. 10.1–. Y será a partir de esa información cómo el paciente podrá elegir en libertad las distintas opciones asistenciales a las que tiene pleno derecho en función del mandato constitucional establecido en el art. 43 de la CE; sin perjuicio de un derecho a su renuncia previa situado al mismo nivel que el derecho al consentimiento informado.
El consentimiento informado está indisolublemente asociado a una información que previamente ha de ser facilitada por el profesional de la medicina al paciente. Si bien puede suceder que el paciente acuda con una idea preconcebida del acto médico al que pretende someterse (pide cita al dentista para que le realice una limpieza de encías), no por ello deja de consentir aquello que se le ofrece como opción terapéutica. El previo deber de información asistencial, recogido en los arts. 4 y 5 de la Ley 41/2002, responde, por ello, a la necesidad de transmitir al paciente la información necesaria para que de modo comprensible y asequible a su capacidad intelectual, sensorial o cognitiva tenga un conocimiento cabal sobre su estado de salud. Será en mérito a esa comprensión como podrá tomar una decisión fundada, en base al principio de autonomía del paciente, sobre su sometimiento a la intervención o actuación médica que se le propone, en función de los riesgos que comporta; o en su caso, elegir entre las distintas opciones que se le pudieran ofrecer. Que la debida obtención del consentimiento informado, con esa doble dimensión de información y respeto de la decisión del paciente, se integra de este modo en el concepto mismo de lex artis de cualquier profesional de la medicina es algo incuestionable. Así se reconoce con absoluta claridad no solo en los anteriores preceptos de la Ley 41/2002, sino también en los arts. 5 y 10 del Convenio para la protección de los derechos humanos y la dignidad del ser humano con respecto a las aplicaciones de la Biología y la Medicina (Convenio relativo a los derechos humanos y la biomedicina), hecho en Oviedo el 4 de abril de 1997 –Convenio de Oviedo–; o en los arts. 12 y 16 del aún vigente Código de Deontología Médica de 2011, donde se llega a definir la información al paciente como un acto clínico21. Por último, a través del consentimiento informado el paciente asume el riesgo inherente a la intervención que le propone el facultativo; lo que abarca a todos aquellos riesgos que, siendo consecuencia conocida de tal intervención en términos de normalidad, son participados y aceptados por aquél.
La situación del que toma la difícil decisión de poner fin a su vida a través de la demanda de prestación de la ayuda a morir, de solicitar su eutanasia activa, se desenvuelve realmente en una dimensión diversa a la propia del consentimiento informado, tal y como ha sido entendido hasta ahora en el derecho sanitario. Es cierto que, como sucede con las restantes prestaciones de la Administración Sanitaria, la llamada cartera de salud, el art. 13.1 de la LORE incluye a la prestación de la ayuda a morir dentro de la cartera común del Sistema Nacional de Salud. Pero al contrario de lo que sucede en el ejemplo de la Ley Orgánica 2/2010, de 3 de marzo, de salud sexual y reproductiva y de la interrupción voluntaria del embarazo –arts. 5 a 10–, el componente informativo asociado a una posible decisión de interrupción voluntaria de un embarazo, definida más como un derecho de la mujer que como una opción terapéutica, pueda ésta serlo o no, pierde claramente fuerza en la LORE. Es cierto que la Disposición adicional séptima de la LORE se dedica a abordar la cuestión de una formación específica sobre la materia; enfocándola principalmente a los profesionales sanitarios, aunque sin dejar atrás a la ciudadanía, con un cometido específico de “…promover entre la misma la realización del documento de instrucciones previas”. La sola relegación del precepto a una Disposición adicional ya es clara muestra de que el legislador no muestra tanto interés en promocionar esta solución de la ayuda a morir; frente al denodado esfuerzo que se destaca en cuanto a la interrupción voluntaria del embarazo. Se habla no de campañas de difusión, sino de arbitrar los mecanismos adecuados para dar la máxima difusión a la LORE; en un contexto en el que se pretende precisamente promocionar el empleo del mecanismo de las instrucciones previas para canalizar tal voluntad anticipada proclive a la opción de futuro por la eutanasia activa. Por razones obvias, el legislador no está pensando en materia de eutanasia activa en campañas como las dirigidas a divulgar información sobre el derecho que tienen las mujeres en estado de gestación a interrumpir su embarazo en las condiciones que determina la ley; como un componente más del derecho a su salud reproductiva. La razón de ello no puede ser más obvia: Si la interrupción voluntaria del embarazo, tal y como es definida en la LO 2/2010, atañe de una forma más o menos directa a la salud de la gestante y a su derecho a poder controlar su maternidad, el derecho a la prestación de la ayuda para morir parte de esa comprensión de la dignidad del ser humano que, en determinadas circunstancias prevenidas por la ley, toma la decisión de poner fin a su vida. Esa visible prevención que muestra constantemente el redactor de la LORE a que se pudiera ser entendida como un canto hacia la libertad de poner fin a la vida propia encuentra un fiel reflejo en dicha norma.
Pero hay una diferencia que recalca aún más esa dimensión diversa que caracteriza a la eutanasia activa: Si en el ejemplo de la interrupción voluntaria del embarazo ésta podría tener una finalidad terapéutica (así se define en el art. 15 de la LO 2/2010, aunque prefiere usarse la voz razones médicas), al menos según el actual estado de la bioética, y su máxima representación en el Convenio de Oviedo, la opción por la eutanasia jamás podría ser considerada una opción terapéutica. Bajo ningún concepto puede entenderse que el profesional de la medicina tenga deber de proponer a su paciente la eutanasia activa como una posible opción terapéutica a los problemas de salud que padece. Podrá éste demandar información al profesional médico sobre los requisitos precisos para obtener tal prestación de la Sanidad Pública, que no sanitaria; y éste, en la medida en que no pueda oponer su objeción de conciencia –art. 15.1 de la LORE y 32.1 del Código Deontológico de la Medicina–, deberá facilitar al paciente tal información o indicarle al menos a dónde ha de dirigirse para ser informado.
La opción de acogerse al procedimiento a que se refiere el art. 8 de la LORE es una decisión personalísima que solamente puede provenir de la exclusiva iniciativa del paciente; un derecho inherente a todo ser humano que cumpla las condiciones exigidas por la LORE –art. 1, párrafo primero–. En este sentido el contenido de la prestación informacional del profesional médico deberá limitarse a explicar los pormenores del procedimiento; los pasos a seguir hasta su materialización, así como su propia dinámica de ejecución. Se tornan por tanto los pasos a seguir para la obtención de lo que la propia LORE define como consentimiento informado –art. 3, a)–.
Despojado de cualquier finalidad diagnóstica o terapéutica, hablar de consentimiento informado en la eutanasia es en sí mismo incorrecto; parece obedecer a uno más de los eufemismos que emplea el legislador en la redacción de la LORE, o simplemente a un solo dejarse llevar por un concepto que ha alcanzado un alto nivel de aceptación y uso en el ámbito sanitario. El art. 3.a) de la LORE define a este consentimiento informado como “la conformidad, libre, voluntaria y consciente del paciente, manifestada en pleno uso de sus facultades después de recibir la información adecuada, para que, a petición suya, tenga lugar una de las actuaciones descritas en la letra g)”. El legislador se ha cuidado de hacer coincidir esta definición con la de consentimiento informado que se recoge en el apartado 3 de la Ley 41/2002; de la que solamente se diferencia en cuanto a su objeto, obviamente22. Pero esta coincidencia no convierte en verdadero consentimiento informado esa manifestación de voluntad del paciente que acude a la Administración completamente decidido a poner fin a su vida, o al menos ponderando seriamente tal posibilidad. La primera acepción que propone el Diccionario de la Real Academia de la Lengua al verbo consentir es la de permitir algo o condescender en que se haga23. Someterse a un proceso de eutanasia activa supone una decidida manifestación de voluntad que es dirigida solo y exclusivamente a ese final occisivo que de forma voluntaria se ha propuesto el paciente. Que el paciente deba recibir la adecuada información sobre su proceso médico por parte del equipo sanitario responsable previamente a expresar definitivamente tal decisión –art. 4.2–, no convierte tal manifestación de voluntad en un consentimiento informado que pudiera equipararse al propio de una asistencia médica. La muerte no es una opción terapéutica más; son las opciones alternativas a la muerte las que sí podrían participar de ese concepto ortodoxo de consentimiento informado. Se pretende con ello hacer partícipe al paciente de las posibilidades terapéuticas, sean o no paliativas, que se le pueden ofrecer en función de la evolución de su padecimiento, así, como de los recursos asistenciales con que podría contar para asumir el trance de optar por no llevarla a efecto. Aparte de una explicación sobre procedimiento y forma y condiciones en que se llevaría a efecto la ayuda para morir, poco cabe explicar, además, sobre las consecuencias de tal decisión; y menos someterla a un consentimiento informado. Morir no es más que poner fin a nuestra existencia como seres humanos; no necesitamos que un profesional médico nos explique qué significa. El empleo en este caso de la voz consentimiento informado, en consecuencia, no es sino u simple recurso opción del legislador, buscando un paralelismo con una institución plenamente afianzada; opción que no parece que case con facilidad con la ortodoxia jurídico-sanitaria o bioética.
6.DÍEZ-PICAZO, Luis: “Derecho a la vida y a la integridad física y moral”. Repertorio Aranzadi del Tribunal constitucional núm. 3/2002. Editorial Aranzadi S.A.U., 2002.
7.JUANATEY DORADO, Carmen: “Reflexiones a propósito de la propuesta de regulación de la eutanasia voluntaria en España”. Revista General Derecho Penal 34 (noviembre 2020); Revistas@iustel.com. En base a similares planteamientos se manifiesta BELTRÁN AGUIRRE (BELTRÁN AGUIRRE, Juan: “En torno a la constitucionalidad de una posible legalización parcial de la eutanasia”. Revista Aranzadi Doctrinal núm. 8/2010, parte Tribuna; editorial Aranzadi S.A.U. 2010); aunque exigiendo su sometimiento a una férrea disciplina regulatoria.
8.RODRÍGUEZ PORTUGUÉS, Manuel: “Eutanasia, libre desarrollo de la personalidad y derechos fundamentales”. Revista General de Derecho Administrativo 56 (enero 2021); Revistas@iustel.com.
9.Su posición frente a situaciones de cuidados paliativos, aún con las consecuencias que pudieran derivarse de posible acortamiento de la expectativa de vida, es, sin embargo, absolutamente favorable.
10.Reproducimos en este punto en parte el trabajo de RODRÍGUEZ LAINZ, José Luis: “Sobre la atención de pacientes con ideación autolítica en urgencias: aspectos legales” (Revista de la Asociación Española de Neuropsiquiatría; Vol 36, N.° 130 (2016), julio-diciembre 2016).
11.Convenio Europeo para la Salvaguardia de los Derechos Humanos y Libertades Fundamentales, hecho en Roma el 4 de noviembre de 1950 –en adelante CEDH–.
12.En este sentido se manifiesta, entre otros RODRÍGUEZ PORTUGUÉS, Manuel (“Consecuencias y consideraciones sobre el presunto carácter orgánico de la Ley de la Eutanasia”; Diario La Ley, N.° 9830, Secc. Tribuna, 15 de abril de 2021, Editorial Wolter-Kluwer); quien define el derecho fundamental a la vida como un derecho de protección que no contiene un derecho a eliminarla.
13.“Article 2 cannot, without a distortion of language, be interpreted as conferring the diametrically opposite right, namely a right to die; nor can it create a right to self-determination in the sense of conferring on an individual the entitlement to choose death rather than life…The Court accordingly finds that no right to die, whether at the hands of a third person or with the assistance of a public authority, can be derived from Article 2 of the Convention”.
14.La paciente, aquejada de cierto deterioro mental y físico, solicitó a las autoridades suizas una dosis letal de pentotal sódico para poner fin a su vida, tras haber fallado en su iniciativa de solicitar de profesionales de la medicina la dispensación de cantidades inocuas de dicha sustancia para completar la dosis letal.
15.“Lastly, the Court points out that in its judgment in Pretty, cited above (§ 63), it recognised the right of each individual to decline to consent to treatment which might have the effect of prolonging his or her life” –§ 180–.
16.“Accordingly, these steps cannot a priori be taken into account in the present case. In any event, as the Government emphasised, the letters do not seem likely to encourage the doctors to reply favourably, given that the applicant stated that he was opposed to any form of therapy, thus excluding a more comprehensive attempt to find possible alternatives to suicide” –§ 60–.
17.Los mismos conceptos de eutanasia activa o pasiva y activa indirecta son conceptos en crisis tanto desde la perspectiva jurídica como biomédica. Desde el punto de vista jurídico DÍEZ-PICAZO (DÍEZ-PICAZO, Luis: “Derecho a la vida y a la integridad física y moral”; op. cit.) se hacía eco del carácter difuso de la frontera entre estas tres manifestaciones del concepto de eutanasia. El párrafo décimo del apartado II de la Exposición de Motivos de la Ley del Parlamento de Andalucía 2/2010, de 8 de abril, de derechos y garantías de la dignidad de la persona en el proceso de la muerte, de Andalucía, trata, por su parte, de resumir las actuales tendencias doctrinales a la hora de definir la eutanasia activa del siguiente modo: “Como un intento de delimitar el significado de la palabra eutanasia existe hoy en día una tendencia creciente a considerar solo como tal las actuaciones que: a) producen la muerte de los pacientes, es decir, que la causan de forma directa e intencionada mediante una relación causa-efecto única e inmediata; b) se realizan a petición expresa, reiterada en el tiempo, e informada de los pacientes en situación de capacidad; c) se realizan en un contexto de sufrimiento debido a una enfermedad incurable que los pacientes experimentan como inaceptable y que no ha podido ser mitigado por otros medios, por ejemplo, mediante cuidados paliativos, y d) son realizadas por profesionales sanitarios que conocen a los pacientes y mantienen con ellos una relación clínica significativa” (un breve resumen sobre el abordaje de esta confusión terminológica puede encontrarse en el trabajo de BELTRÁN AGUIRRE, Juan Luis: “El derecho de las personas a la muerte digna” –Revista Aranzadi Doctrinal núm. 5/2010 parte Tribuna; editorial Aranzadi, S.A.U., 2010–). La bioética y la bibliografía científica han acabado por desterrar estos conceptos. A primera vista esa concepción médica de la eutanasia activa como la aplicación de algún tipo de fármaco con la intención de poner fin a la vida del enfermo, frente a una eutanasia pasiva definida como la no actuación o el abandono del tratamiento iniciado, no evitando el proceso de muerte con los recursos disponibles al alcance [fuente: PABÓN-CARRASCO, M., Alfonso, E. D. R. M., CÓZAR, L. G., HINOJOSA, P. G., y SERRANO, B. M. “¿Vida? o MUERTE: Eutanasia”; en IX Jornadas de profesorado de centros universitarios de enfermería: la Investigación en enfermería (pp. 234-246). Conferencia Nacional de Decanos/as de Enfermería. CNDE, (2015)] puede parecernos atractiva a la vez que clarificadora; pero tras un análisis ético riguroso resulta notablemente confusa. Tan eutanasia es administrar un fármaco letal como omitir una medida terapéutica que estuviera correctamente indicada, cuando la intención y el resultado sea terminar con la vida del paciente. Por ende, desde hace más de 10 años, tanto en España como en la bibliografía internacional, sólo se emplea el término eutanasia para referirse a la acción realizada por un médico dirigida directamente a terminar con la vida del paciente a petición de éste. Aunque permanece referida en el Preámbulo de la LORE, la utilización de los conceptos de eutanasia activa y pasiva ha caído prácticamente en el desuso. Lo que anteriormente se denominaba “eutanasia pasiva”, desde hace años se denomina limitación/adecuación de los esfuerzos terapéuticos, y en el caso de hallarse el enfermo en una Unidad de Cuidados Intensivos se denomina limitación/adecuación del soporte vital [fuente: ALTISENT TROTA, R., PORTA I SALES J, RODELES DEL POZO R, GISBERT AGUILAR A, RONCAN VIDAL P, MUÑOZ SÁNCHEZ D, et al. Comité de Ética de la Sociedad Española de Cuidados Paliativos; en: “Declaración sobre la eutanasia de la Sociedad Española de Cuidados Paliativos”; Med Pal, 9, 37-40 (2002)].
18.MONTERO, Étienne: “Autonomía del paciente y eutanasia: estado actual de la cuestión”. Cuadernos Digitales de Formación N.° 29, año 2008. Consejo General del Poder Judicial.
19.“1. Toda actuación en el ámbito de la salud de un paciente necesita el consentimiento libre y voluntario del afectado, una vez que, recibida la información prevista en el artículo 4, haya valorado las opciones propias del caso”.
20.Este mismo derecho a la integridad física como fundamento del consentimiento libre e informado ha encontrado su definitiva ratificación en el art. 3.2,a) de la Carta de Derechos Fundamentales de la Unión Europea; a la vez que una forzada relación con el derecho a la vida privada del art. 8.1 del Convenio Europeo para la salvaguardia de los Derechos Humanos y las Libertades Fundamentales de 4 de noviembre de 1950 –CEDH–, reconocida, entre otras, en las SSTEDH, Secc. 4.ª, de 24 de septiembre de 1992 (caso HERCZEGFALVY v. Austria; asunto 10533/83); Secc. 4.ª, de 29 de abril de 2002 (caso PRETTY v Reino Unido; asunto 2346/02); Secc. 3.ª, de 2 de junio de 2009 (caso CODARCEA v Rumanía), y más recientemente, Secc. 4.ª, de 15 de enero de 2013 (caso CSOMA v Rumanía; asunto 8759/05).
21.En el mismo sentido, entre otras, las SSTS, Sala Primera, 1/2011, de 20 de enero; 407/2012, de 4 de julio; 964/2011, de 27 de diciembre, y 199/2013, de 11 de abril.
22.“Consentimiento informado: la conformidad libre, voluntaria y consciente de un paciente, manifestada en el pleno uso de sus facultades después de recibir la información adecuada, para que tenga lugar una actuación que afecta a su salud”.