Читать книгу La venta del Lucero - Carlos Gómez Gurpegui - Страница 6

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El disparo de cañón dejó un menguante cerco de espuma tras fallar, de nuevo, su objetivo por más de cien metros. Las baterías francesas apostadas en La Cabezuela disparaban día sí y día también sobre la ciudad sin demasiada suerte. Bien es cierto que cuando alguno de sus artilleros hacía bien sus matemáticas las pesadas bolas de hierro daban más de un susto a la población acostumbrada ya al silbido de los disparos altos, el chapotear de los fallidos y el terrible, pero menos común, sonido de derrumbe de los aciertos del invasor. Aquel no estaba siendo un buen día para los artilleros franceses y lo más cerca que habían estado de las murallas había sido un par de decenas de metros.

El día llegaba a su fin pero todavía tenían tiempo de disparar un par más de salvas aunque fuera más por orgullo que por tratar de rendir una plaza que se había convertido en el talón de Aquiles del ejército más poderoso de Europa.

Miguel alejó la vista de la poca espuma que quedaba y se centró en la franja de tierra propiedad de los franceses. Podía distinguir perfectamente La Cabezuela a través de su catalejo y era capaz de reconocer a los miembros de sus baterías de asedio si el día era soleado y había limpiado correctamente el cristal del chisme. Cada día hacía lo mismo; subía a lo alto de la pequeña torre de su casa y observaba la llegada de los barcos a puerto. Su familia tenía, como muchos en la ciudad, intereses comerciales que ni la guerra ni el mismísimo Lucifer harían desaparecer. Sin embargo, la presencia francesa en la costa y las desavenencias puntuales con Inglaterra habían dificultado la llegada de los barcos. Esto hacía que el joven terminase pasando más tiempo observando los quehaceres diarios del ejército enemigo que vigilando la entrada a la ciudad.

Era capaz de distinguir a los oficiales por su manera de andar, a las diferentes baterías por las distancias de sus disparos y los relevos y su procedencia. Más de un guerrillero de los que se jugaban la vida cada día en las marismas habría dado un brazo por la información que tenía Miguel casi en tiempo real sobre las tropas francesas. Pero el adolescente no había salido de la ciudad desde hacía meses y todavía tardaría más de un año en poder cruzar más allá de la Real Villa de la Isla de León sin temor a que un artillero francés acertase con los números y acabase con su vida. Notó que el fuerte de La Cabezuela estaba extrañamente inquieto ese día. Veía movimiento, más de lo normal, tras las murallas y había mucho trajín de hombres por los alrededores. Durante la noche todo el mundo en la ciudad pudo ver más iluminación de lo normal en la plaza enemiga y se comenzó a hablar de una nueva incursión por parte de las tropas de Claude-Victor Perrin.

Sin embargo, durante toda la mañana el revuelo no había disminuido, no había tropas en formación pero el fuerte seguía patas arriba. Miguel no había dudado en desatender sus labores en casa con tal de no perderse detalle de lo que pudiera llegar a pasar. Mientras observaba aquellas figuras azules moverse notó que una media docena de hombres formaba filas. Frente a aquellas pequeñas figuras creyó distinguir la curiosa pluma que coronaba los uniformes de los oficiales. La comitiva echó a andar con el oficial al frente en dirección tierra adentro. El fuerte no se calmó pero los soldados regresaron a sus tareas cotidianas; recargar las baterías, apuntar y llenar de nuevo la bahía de espuma. Miguel cerró el catalejo y lo dejó dentro de su pequeña caja de madera forrada. Descendió las escaleras directamente en dirección a la calle con una sonrisa. Se reunían de nuevo las Cortes y quería estar allí para verlo.

La venta del Lucero

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