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Gabriel Dufresne se internó en aquella tierra hostil una vez más. Jamás se acostumbraría a recorrer aquellas marismas. Los armajos que crecían en las partes más llanas parecían extraños dedos que se extendían desde las tripas de la propia tierra para agarrar los tobillos de aquellos hombres extranjeros que lo habían conquistado todo. A lo lejos, las sombras de los pinares eran objeto de las miradas temerosas de sus hombres. Los densos bosques de pinos eran el escondrijo perfecto para los guerrilleros que atacaban sus caravanas y convertían su retaguardia en un infierno. Todo soldado francés había aprendido rápido a vigilar los pinares. El que no aprendía no tenía la posibilidad de cometer el mismo error por segunda vez.

El temor de ser objetivo de un solitario disparo desde la sombra de los pinos no era lo que ponía nervioso a Gabriel. Algo en las salinas que se recortaban a lo lejos hacía que su espalda se enfriara por el sudor. Las pequeñas pirámides de sal levantadas por los campesinos le recordaban sus años destinados en Egipto y los horrores que allí observó, tanto en el campo de batalla, como entre sus tumbas abandonadas. No había vuelto a sentir algo parecido en los más de diez años de campañas que le separaban de su estancia en el lejano país. No, no eran los disparos lo que le ponían nervioso. Sus hombres lo notaban, pero lo achacaban al temor de sufrir un ataque de los guerrilleros. Había algo en esa tierra que se había aferrado a su corazón con fuerza.

Sus hombres marchaban al paso detrás de su caballo y observaban atentamente a su alrededor. No quedaban animales en los caminos. El constante tronar de las baterías de la costa había espantado a todo ser vivo que no fuera un francés o un bandolero. El silencio le permitía escuchar el viento entre los pinos y el pesado discurrir del agua en las marismas y los caños que daban al mar. La zona era pantanosa y las tropas francesas tenían que utilizar siempre los caminos para desplazarse, lo que les convertía en el blanco perfecto para una emboscada. Las salidas de las plazas fuertes, como aquella, siempre eran un riesgo que afrontaban con honor.

La región miraba a los franceses con los mismos ojos con los que miró, hacía miles de años, a los primeros fenicios que convirtieron la zona en un punto de abastecimiento. Aquella tierra era antigua y había estado habitada por el hombre desde tiempos inmemoriales. Gabriel sentía que su vida militar le estaba llevando a las diferentes cunas de la humanidad y sabía que tarde o temprano alguna de ellas se convertiría en su tumba. A pesar de la mentalidad racional del soldado, no podía dejar de sentir que siempre había algo peculiar en los lugares donde había sido destinado. Su corazón se sentía igual cruzando aquellas marismas que luchando por atravesar las interminables dunas del desierto.

Junto a él marchaban buenos hombres. Con alguno había compartido penurias durante toda la guerra y otros eran soldados bisoños que veían la acción por primera vez. La situación del frente al sur de la península había hecho que las relaciones entre la soldadesca fueran distendidas. No es que hubiera desaparecido la jerarquía pero se permitían otro tipo de interacciones y camaradería que la inmediatez del combate y las continuas marchas forzadas no permitían. Gabriel se encontraba al frente de seis hombres y confiaría su vida hasta en las manos del más novato de todos, un joven barbilampiño llamado Didier que abría la marcha detrás de su caballo sin apartar la vista de las lejanas marismas. Nervioso, siempre con el fusil presto y sudando a chorros debajo del uniforme. Justo a su derecha se encontraba Albrecht, uno de los muchos alemanes del Rin que combatían junto a Napoleón. Gabriel había pasado la mayor parte de sus campañas junto al corpulento alemán y sabía que sus aires relajados no eran más que fachada. Cerraban la marcha cuatro soldados de una batería de artillería estropeada. Las tropas de La Cabezuela no podían prescindir de infantería, por si los españoles e ingleses intentaban romper el cerco, y Gabriel debía trabajar con lo que quedaba disponible. Había tenido que aprender a adaptarse a las circunstancias que el asedio a la ciudad les había impuesto y no tardó en acostumbrarse a los constantes cambios entre los hombres disponibles. Eso sin contar con aquellos que salían de los fuertes para jamás regresar.

Aunque las zonas cercanas a las plazas francesas solían ser tranquilas habían aprendido a no dar nunca nada por sentado. Los españoles eran ladinos y conocían el terreno por lo que cualquier momento era propicio para un asalto. Gabriel y sus hombres pasarían la noche en la Venta del Lucero, a unas pocas horas a pie del frente. La venta estaba situada en una de las encrucijadas más importantes de la comarca y desde allí podrían organizar las batidas de búsqueda. Hacía un mes que no visitaba a Teodosia en su negocio. La venta era una de las pocas que quedaban en activo en la provincia y pertenecían al reducido, más aún si cabe, número de lugares donde los franceses eran bien recibidos. Especialmente él.

La venta del Lucero

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