Читать книгу La venta del Lucero - Carlos Gómez Gurpegui - Страница 8

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La inmensa olla de potaje bullía en una oscura esquina de la planta baja de la venta. Teodosia removía lentamente el interior del caldo con su mano izquierda mientras espolvoreaba especias con la derecha. La pequeña cocina del edificio no era diferente a la que uno podía encontrar en cualquier otra posada de la región. Una puerta llevaba desde la cocina hacia la bodega y las paredes de su zona de trabajo se encontraban repletas de todo tipo de especias, hierbas y carnes al aire. Para los franceses siempre era motivo de alegría pernoctar en su venta porque les recibía con un buen potaje sobre la mesa. Esta vez había tenido menos margen de tiempo y los soldados tendrían que esperar refrescando su gaznate con algo de vino de Jerez. Manuel, el chico de Javier y sus guerrilleros, se había dormido en los laureles y había tardado en avisar de la salida de tropas francesas de La Cabezuela. No terminaba de congeniar con Javier y sus hombres pero siempre venía bien para el negocio llevarse bien con ambos bandos. A ella poco le importaba, en el fondo, quién gobernase España.

Teodosia apenas tenía inconvenientes ante la presencia de franceses en su venta o en su país. Siempre había sabido hacerse un hueco allá donde estuviera y había logrado cierto equilibrio entre los hombres de Javier y los franceses. Su venta relajaba a los soldados haciendo que buscasen guerrilleros con menos ahínco y los zarrapastrosos de Javier apenas daban problema en los aledaños de su negocio. Mientras seguía removiendo la comida con la mano izquierda pudo escuchar cómo una de sus chicas, Aurora si no le fallaba el oído, echaba por fin a aquel jovenzuelo descarado. Sabía que el pobre diablo estaba enamorado hasta las trancas de la joven pero sabía también que podía confiar en que ninguna de ellas haría una tontería y mucho menos con los franceses ya tan cerca. Tenían que dejarlo todo listo.

La dueña de la peculiar Venta del Lucero, la única regentada por una mujer y trabajada solo por mujeres en todo Cádiz, no había vivido siempre en la zona. Nadie sabía de dónde venía, aunque demostraba saber de lenguas; hablaba de manera fluida el francés y el alemán. Sus dos trabajadoras, Lucía y Aurora, tampoco mentaban jamás la historia de su familia, aunque ellas dos sí eran gaditanas nacidas en la región. Ambas habían perdido todo durante los primeros compases de la guerra y dieron con sus huesos en la venta donde Teodosia las aceptó como sus propias hijas. Eran poco habladoras pero muy trabajadoras y sabían mantener a raya a los clientes.

A través del pequeño ventanuco vio cómo Gabriel desmontaba del caballo y lo amarraba en el solitario y raquítico poste junto a la señal de la venta. Dibujado con trazo delicado uno podía ver un círculo que parecía representar una luz, por los cinco rayos que surgían del mismo en todas direcciones, que descendía del cielo dejando una estela representada por una sexta línea más alargada que las demás. Dibujado en rojo sobre blanco, el cartel era perfectamente distinguible desde la distancia y era todo lo que el viajero necesitaba para reconocer la venta ya que Teodosia no había puesto por ningún lado el nombre escrito de la misma.

Con rápidos gestos la tabernera indicó a sus chicas que pusieran sobre la mesa sendas jarras de vino para los cansados soldados. Sabía que no tenía que recordarles cómo comportarse. Con los franceses, como con los españoles, tenían que sonreír y obedecer pero sin rebasar jamás el decoro que tendría cualquier muchacha de ciudad. Las chicas sabían lo importante que era la venta para Teodosia, y para ellas mismas, y bastante tenían con la guerra allá en la ciudad como para traer problemas a su hogar. Ninguna de ellas quería meter en problemas a la mujer que las había acogido y enseñado todo lo que sabían.

La posadera, sin dejar de remover el caldo, saludó en francés a Gabriel y sus hombres. No pudo evitar fruncir un poco el ceño al ver entrar al bruto de Albrecht quien ya se había propasado en más de una ocasión con Lucía. Los franceses sonrieron y respondieron alegremente al saludo de la tabernera y se sentaron alrededor de la mesa mientras les servían vino. Dejaron las armas en la puerta y Gabriel incluso descolgó su sable de oficial y lo dejó junto al sombrero del uniforme muy cerca de la cocina. Teodosia saludó al capitán francés y le avisó de que pronto estaría la comida. Los hombres de Gabriel no escondieron sus risas cuando volvió con ellos a la mesa. Era bien sabido por todos que su capitán y la dueña mantenían algún tipo de relación y que ambos se hacían algo de compañía siempre que descansaban allí o siempre que la posadera bajaba hasta el frente para conseguir vituallas. Por supuesto ninguno se atrevía nunca a decir nada ni a verlo con malos ojos. No sería el primero ni el último francés que se dejase su corazón en aquella tierra.

La venta del Lucero

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