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PRÓLOGO DE JAUME CASALS

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Giovanni Pico della Mirandola, un nombre que suena como un verso, ha estado siempre presente en lo que hoy se llamaría la core faculty del Renacimiento. Los historiadores del arte suelen dar mucho crédito al concepto de Renacimiento, e incluso lo dividen en períodos específicos. Desde luego no es lo mismo el quattrocento que el cinquecento, podría ser que el trecento tuviera que incluirse parcialmente en el concepto de Renacimiento, cabría empujar algo el Barroco hacia delante para ampliar el espacio reservado al manierismo… El asunto es más peliagudo cuando la mirada se dirige a los acontecimientos que solemos considerar de tipo filosófico. Aquí, la Antigüedad, el advenimiento del fenómeno «religión» y la Edad Media y, finalmente, la Modernidad presiden un todo que suele arrasar las periodizaciones más minuciosas y delicadas.

La historiografía social y económica seguramente también pondría reparos al Renacimiento como concepto significativo en la época a la que se refiere; quizás nos invitaría a situar el concepto en la época en que se acuña, muy posterior, ya en el siglo XIX, entorno al historiador suizo Jacob Burckhardt, o bien como un fenómeno propiamente académico, con el surgimiento de una especialidad en la investigación universitaria, en la que lucen nuestros casi contemporáneos, por longevos, Eugenio Garin y Paul Oskar Kristeller.

En cualquier caso el concepto de Renacimiento en la historia de la filosofía es discutible. No es fácil encontrar diferencias radicales de mentalidad entre los héroes del siglo XV como Pico o Ficino y autores que nadie osaría no identificar con el estudio de asuntos centrales para el pensamiento medieval, como Ramon Llull o Dante Alighieri, sin ir más lejos. Cuando uno se hace más o menos cargo de cómo imaginaba Pico la vida intelectual y el tipo de problemas que se reflejaban en su disputa con la doctrina papal, parece absurdo no considerarlo un epígono de las disputas interculturales características de lo que, con muy poca precisión, solemos llamar Edad Media.

Tenemos, pues, por un lado, un concepto borroso de cierta época. Por otro lado, en cambio, aparece paradójicamente la figura rutilante del Pico real, muerto a la edad gloriosa de treinta y un años, personaje brillante, aventurero, intelectual destacado en París y Roma, autor de una obra quizás poco conocida y estudiada, pero celebérrima, la Oratio de hominis dignitate, y con un nombre en verso. Sospecho que esta musicalidad total, más que el conocimiento de sus obras y de su periplo intelectual y personal, le dan un relieve en el marco de los estudios universitarios. Y todo ello, la imagen de Pico, el prototipo de Pico, nos puede parecer más útil para definir al dudoso Renacimiento que cualquier tentativa historiográfica o conceptual.

Sin embargo, la mirada más profunda descubre algunos elementos en su obra escrita que empujan sin duda hacia la Modernidad y hacia algo también muy borroso que solemos tapar con la palabra anacrónica «humanismo». Para que la emancipación de la humanidad con respecto al teocentrismo del mapa de ideas medieval pueda tener lugar, es necesario algo que damos por supuesto muchas veces sin ni tan siquiera pronunciarlo y sin asumirlo. No se trata de sustituir a Dios por el hombre en el centro de los estudios. Esta sustitución, a mi juicio, no hubiera dado lugar a la Modernidad en Occidente, sino a otra época imposible de conocer por ahora. No se trata de una sustitución, pues, sino de dotar al ser humano, igualmente precario y, con o sin Dios, perdido en el mundo, de un instrumento que permita prestar atención a dicha precariedad. Esta operación la realiza Pico con una claridad digna de mención. Para él, el ser humano no ocupa lugar privilegiado alguno, pero tiene algo peculiar que le permite salir, cuando ocurre que hay pensamiento, del esquema fijo de la scala naturae: la libertad. El ser humano en cierto modo cuenta solo con su libertad.

Acabo de mencionar con palabras poco apropiadas que, para ello, el pensamiento debe surgir. En este punto, Pico se convierte, quizás sin querer, en intérprete profundo de la filosofía en su origen, concebida como razón común, como discurso que puede ser para todos y debe intentarlo. Pico es uno de los teóricos del punto de arranque por así decir «griego» de la filosofía cartesiana y moderna: la unidad de la razón. Tema del prolongado debate averroísta que había movido a Tomás de Aquino a sus mejores páginas, tema parisino apropiado para un filósofo formado en París, toma con nuestro autor un relieve particular que merece también ser destacado como inseparable de la apuesta por la libertad.

Diría que Carlos Goñi es un estusiasta de Pico della Mirandola. Y su lectura me ha convencido para intentar rescatar una vieja afición por el platonismo del siglo XV. Tengo el gusto de presentar aquí un trabajo en el que la seriedad y cierta apologética conviven sin perjudicarse mutuamente. Las dosis son las justas para asegurar lo que, de mala manera, he intentado reflejar en estas primeras páginas. Una biografía de estilo nos induce a asumir la representatividad del personaje en su momento y a tomar en consideración el valor de cierto individuo singular para tratar de comprender una época como el Renacimiento, que suele escaparse de las manos de los historiadores. Asimismo su versión anotada del Discurso sobre la dignidad del hombre convierte este volumen en una obra de referencia en el ámbito de los estudios sobre la filosofía renacentista. Ambos textos, de excelente factura, tienen por sus características una virtud infrecuente, que quizás solo esta especie de fortuna y de belleza asociadas a Pico, junto con la destreza y el talento de Carlos Goñi, podían conseguir: unas horas de lectura profunda y entretenida de un clásico de la filosofía.

JAUME CASALS

Pico della Mirandola

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