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«PICCOLO PICO»

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Cuenta Voltaire en su Diccionario Filosófico (voz Fe) que, en cierta ocasión, el príncipe Pico della Mirandola se encontró con el papa Alejandro VI en casa de la cortesana Emilia. A la sazón, Lucrecia, la hija del Santo Padre, estaba embarazada y, en teoría, nadie en Roma sabía de quién podría ser el niño: si del papa, de su hijo el duque de Valentinois o del marido de Lucrecia, Alfonso de Aragón, quien era tenido por impotente.

Rodrigo Borgia, que cuando accedió a la sede de San Pedro en 1492 tomó el nombre de Alejandro VI, mantuvo con el príncipe Della Mirandola un jugoso diálogo, como contará años más tarde el cardenal Pietro Bembo. El papa saludó al joven muy cariñosamente:

Piccolo Pico [Pequeño Pico] —le dijo, y le preguntó sin más preámbulo—: ¿quién piensas que es el padre de mi nieto?

—Yo creo que es vuestro yerno —respondió el príncipe Della Mirandola saltándose también los ademanes protocolarios.

El Borgia arreció la apariencia de sorpresa:

—¡Hombre! ¿Cómo puedes creer esta barbaridad?

Afectando a su vez Pico la apariencia de humildad, contestó:

—La creo por la fe.

De esa forma elegante y, a la vez, atrevida, el fiel súbdito tiró todas las piedras sobre el tejado papal, y el pontífice preguntó con mayor sorna:

—¿Pero no sabes de sobra que un impotente no puede engendrar hijos?

—La fe consiste —explicó entonces Pico— en creer las cosas porque son imposibles; y, además, el honor de vuestra casa exige que los hijos de Lucrecia no pasen por ser hijos de un incesto. Vos me hacéis creer misterios más incomprensibles. ¿Acaso no tengo el deber de creer que una serpiente habló y que, desde entonces, todos los hombres fueron condenados; que la mula de Balaam habló también con gran elocuencia, y que las murallas de Jericó cayeron al sonido de las trompetas?

Pico continuó —sigue contando Voltaire— con la letanía de todas las cosas admirables en que creía. Y Alejandro VI, poseído por la risa, se dejó caer sobre el diván.

—Lo creo todo tal como lo creéis vos —decía—, porque veo bien claro que no me puedo salvar sino por la fe, ya que de ninguna manera me salvaré por mis obras.

—¡Ah, Santo Padre! —replicó Pico sin disimular cierta socarronería—. Vos no tenéis necesidad de obras ni de fe; eso es necesario para los pobres profanos como nosotros; pero vos, que sois el vicario de Dios, podéis creer y hacer todo lo que os plazca. Tenéis las llaves del cielo y, sin duda, san Pedro no os dará con la puerta en las narices. En cuanto a mí, sin embargo, confieso que tendría necesidad de una poderosa protección si, pues no soy más que un pobre príncipe, me hubiera acostado con mi hija y hubiese usado el estilete y el veneno con tanta frecuencia como lo hace vuestra santidad.

Voltaire apunta que Alejandro VI sabía tomarse a bien las bromas.

—Hablemos seriamente —le dijo al príncipe Della Mirandola—. Dime, ¿qué mérito puede haber en el hecho de decir a Dios que uno está persuadido de cosas de las cuales no podemos estar persuadidos de ninguna manera? Entre nosotros, decir que uno cree lo que es imposible creer es mentir.

Pico della Mirandola se persignó exageradamente.

—¡Dios paternal!

—exclamó—. Que vuestra santidad me perdone: vos no sois cristiano.

—¡No, a buena fe! —dijo el papa.

—¡Ya lo sospechaba! —concluyó el Piccolo Pico.

El diálogo tiene todos los ingredientes para preparar un aperitivo de lo que fue la vida y el pensamiento de Giovanni Pico della Mirandola. Podríamos decir que el Piccolo Pico, como lo llama cariñosamente el papa Alejandro, fue siempre joven, un adolescente hasta la hora de su muerte, su temprana muerte. Pero el diálogo tiene también todos los condimentos que nos permiten saborear la época de Pico, una época especialmente especiada, con un sabor intenso a ganas de vivir y a deseo de sabiduría.

En casa de una cortesana, un filósofo y un papa hablan de temas teológicos y mezclan lo trágico y lo cómico del mismo modo a como se añade un grano de sal al chocolate para hacer más intenso su sabor. Estamos en una época intensa, apasionada, llena de contrastes, una época que necesita, ante todo, la conciliación intelectual que propuso (y nos está proponiendo aún hoy) el «filósofo de la concordia».

Es probable que la breve conversación entre Alejandro VI y Pico della Mirandola nunca tuviera lugar, aunque resulte perfectamente verosímil. En efecto, el encuentro entre el joven filósofo y el papa, quienes se conocían, se respetaban y se apreciaban mutuamente, no pudo ser ni antes de 1492, año en que el Borgia accedió al papado, ni después de 1494, cuando murió Pico. Sin embargo, sabemos que Lucrecia se casó con Alfonso de Aragón en 1498, cuya impotencia queda en entredicho en el diálogo y es lo que lo motiva. Así que, en términos estrictamente históricos, deberíamos dar el caso por sobreseído.

No obstante, a pesar de la más que posible falta de historicidad, el relato que rescata Voltaire tiene un ineludible aroma, podríamos decir, metafórico, como el del café que anuncia su sabor. Un breve intercambio de palabras, un encuentro casual, una conversación banal, reflejan la condición de los protagonistas y la esencia de la época.

Sea verdad o mentira, un papa y un filósofo en un burdel es algo que no puede pasar desapercibido, máxime si el tema de conversación transita sin solución de continuidad de un posible incesto a tratar sobre la fe teologal, y no digamos nada si el mismísimo vicario de Cristo reconoce no ser cristiano, mientras el filósofo secular se muestra como un humilde creyente. Sea verdad o mentira, la anécdota cumple su cometido de despertar las papilas filosóficas para saborear los deliciosos manjares que nos ofrece la corta pero intensa trayectoria intelectual de Giovanni Pico della Mirandola.

Resulta claro que la intención de quien «inventó» este diálogo fue mostrar tanto el cinismo del Santo Padre, que a la sazón no fue ni santo ni padre (por lo menos en sentido espiritual), cuanto la osadía y desenvoltura del joven filósofo, que, por lo que diremos en adelante, fue tanto una cosa como la otra: filósofo y joven.

El hedonismo torpe de Alejandro VI se torna sutil en la figura del imberbe filósofo en cuanto en su persona dio cumplimiento cabal a la máxima de Epicuro cuando animaba a su discípulo Meneceo a que «nadie, por ser joven, vacile en filosofar, ni por hallarse viejo de filosofar se fatigue». El joven Pico fue filósofo de los pies a la cabeza, dedicó su vida entera a la búsqueda de la sabiduría sin escatimar esfuerzos y sin dejase llevar por los partidismos tan a la moda en su tiempo; el filósofo Pico fue joven de edad y de espíritu, lo que le dio a la filosofía un ímpetu nuevo, un aire fresco, atrevido y alegre. Si todo filósofo es un amante del saber, el Piccolo Pico fue un enamorado de la sabiduría, apasionado y febril, entusiasta y delicado, entregado y romántico. Nunca fue besada la dama Sabiduría con tanta pasión como la besó el «filósofo de la concordia».

Pico della Mirandola

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