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1. Algunos rasgos de nuestro concepto preteórico de lo mental

La pregunta por la naturaleza de la mente (o del alma, por usar un término más tradicional) es importante, entre otras razones, porque la posesión de propiedades mentales determina una diferencia. La atribución de propiedades y estados mentales no constituye meramente una descripción, sino que incluye también una valoración. El valor y la dignidad especial que concedemos a los seres humanos no se debe meramente a una actitud irracional antropocéntrica, sino que descansa en el supuesto de que los seres humanos poseen características mentales. La diferencia entre las actitudes que adoptamos ante distintos tipos de seres se encuentra estrechamente relacionada con la posesión y la riqueza de la vida mental que atribuimos a tales seres. Establecemos una jerarquía entre las entidades que pueblan el mundo en función, en gran medida, de las características mentales que suponemos que poseen.

Nuestra actitud natural hacia los animales superiores no es cartesiana; no los consideramos simples mecanismos físicos o máquinas. En el caso de un perro, por ejemplo, sus reacciones nos llevan, de modo natural, a atribuirle una interioridad, una vida interior, una capacidad, aunque sea elemental, por un lado de sentir, y, por otro, de concebir las cosas y discriminarlas. Un perro, suponemos, es capaz de sentir dolor y placer, y de tener otros sentimientos, como alegría y tristeza; también es capaz, por ejemplo, de reconocer a su dueño, si lo tiene, y de reconocer muchas otras cosas. Es esta interioridad lo que no posee un objeto inanimado. Algo no muy alejado de esto quería expresar Leibniz al decir que un alma (una mónada) es un reflejo del universo desde una perspectiva singular. Por eso un golpe propinado a un perro tiene otro significado que un golpe dado a una mesa.

Consideramos, pues, la posesión de propiedades mentales como una cuestión gradual, no como una cuestión de todo o nada. La vida mental de los distintos organismos, suponemos, es cada vez más rica o más pobre a medida que ascendemos o descendemos en la escala de complejidad biológica, y las características mentales se desvanecen insensiblemente en las formas más elementales de la vida animal. A medida que ascendemos en esta escala necesitamos conceptos mentales cada vez más refinados y complejos para entender las reacciones y el comportamiento de los distintos tipos de organismos. En los escalones más bajos apenas necesitamos conceptos psicológicos: los movimientos de las amebas o de los virus son explicables, creemos, en términos puramente físico-químicos. Sin embargo, para entender el comportamiento de un perro ya empleamos conceptos psicológicos bastante complejos, y necesitamos ya toda la complejidad de estos conceptos para entender las reacciones y el comportamiento de un ser humano.

Sería erróneo pensar, sin embargo, que la diferencia entre un perro y un ser humano es sólo de complejidad psicológica. Más allá de cierto límite, la diferencia cuantitativa, de complejidad, se convierte en una diferencia cualitativa. Y una diferencia cualitativa que aceptamos entre un perro y un ser humano es que este último –pensamos– es capaz de decidir libremente y es, con ello, responsable de los actos que decide libremente llevar a cabo. Otra diferencia de este tipo es la autoconciencia y la reflexividad: un ser humano no sólo tiene propiedades mentales, sino que sabe que las tiene. Esta capacidad es una condición indispensable del progreso intelectual y moral, puesto que nos permite convertir nuestras creencias en objeto de examen y juzgarlas críticamente. Es plausible pensar que estos dos caracteres están relacionados, que hay entre ellos relaciones de dependencia. En cualquier caso, la libertad no es concebible salvo sobre la base de una vida mental muy rica y compleja, de modo que la cuestión de la naturaleza de la mente es previa a la cuestión de la posibilidad y estructura de la libertad.

Preguntémonos, pues, qué es la mente, tomando ya como paradigma la mente humana. ¿Hay algún rasgo que caracterice las propiedades o estados que son mentales y los distinga de los que no lo son?

Inicialmente, hemos de constatar que bajo el término «mente» o «mental» agrupamos de hecho un conjunto bastante heterogéneo de propiedades y estados: sensaciones, creencias, deseos, sentimientos, emociones, intenciones, decisiones, rasgos de carácter, disposiciones y habilidades diversas.

Podemos intentar establecer una clasificación inicial de estos diversos tipos de estados y propiedades en dos grupos básicos y dos grupos derivados, caracterizables, al menos en parte, en términos de los dos primeros. Tenemos así, en primer lugar, estados intencionales, que se distinguen por tener un contenido ante el cual un sujeto adopta cierta actitud: creencias, deseos, intenciones, esperanzas, etc. En segundo lugar, podemos distinguir estados fenomenológicos, caracterizados por una cualidad sentida o un modo peculiar de aparecer al sujeto: sensaciones de dolor o placer, post-imágenes, experiencias visuales, auditivas, olfativas, etc. Un tercer grupo estaría constituido por estados mixtos, en especial emociones y sentimientos, caracterizados a la vez por cierta actitud hacia un contenido y por cierta cualidad sentida. Sin embargo, un somero análisis aconseja considerar este grupo como derivado. Encontramos en él, en efecto, estados de emoción y sentimiento cuyo componente fenomenológico es inespecífico cuando se lo aísla del contenido; pensemos, por ejemplo, en suprimir del temor el objeto del mismo; lo que resta es una vaga intranquilidad que podría ser propia de emociones muy diversas. Este tipo de estados serían asimilables a los estados intencionales. En cambio, una depresión inespecífica o una tristeza sin objeto (quizá cabría denominar estas condiciones psíquicas «estados de ánimo») bien podrían agruparse junto con los estados fenomenológicos. Finalmente, tenemos el grupo de las disposiciones puras: capacidades (inteligencia, fuerza de voluntad, etc.) y rasgos de carácter (envidia, generosidad, etc.). Estas propiedades no poseen contenido semántico ni fenomenología, son meras disposiciones o tendencias, pero intuitivamente son parte de lo mental: describir a una persona como envidiosa o inteligente es sin duda describirla mentalmente (no sabemos nada acerca de sus propiedades físicas al recibir esta información). Hay razones, sin embargo, para considerar también este grupo como derivado de los dos primeros, pues al caracterizar sus miembros hemos de emplear conceptos de estados intencionales o fenomenológicos. La envidia, por ejemplo, puede entenderse como una disposición o tendencia a tener ciertos deseos (verbigracia, el deseo de que los demás fracasen), creencias y quizá estados fenomenológicos (sentirse mal ante el éxito de otras personas, etc.).

La diferencia entre los estados de los dos primeros grupos es muy notable y establece una dualidad en nuestro concepto de la mente. No parece haber un rasgo sustantivo común a una creencia determinada y a una sensación de dolor por el que clasifiquemos ambas como estados mentales. No parece haber, en suma, una esencia de lo mental, una característica esencial que defina todo aquello que es mental y lo distinga de aquello que no lo es. El filósofo y psicólogo Franz Brentano consideró el contenido u objeto intencional como criterio distintivo de lo mental. En un importante texto, escribe lo siguiente: «Todo fenómeno mental se caracteriza por lo que los escolásticos de la Edad Media llamaron la inexistencia intencional (y también mental) de un objeto y nosotros podríamos llamar, aunque en términos no totalmente carentes de ambigüedad, la referencia a un contenido, una dirección hacia un objeto (por el que no hemos de entender una realidad en este caso) o una objetividad inmanente».[1] Diversos autores, siguiendo a Brentano, han visto en la intencionalidad un rasgo central de la mente. Así, por ejemplo, Donald Davidson escribe: «El rasgo distintivo de lo mental no es ser privado, subjetivo o inmaterial, sino exhibir lo que Brentano llamó intencionalidad».[2] Sin embargo, la posesión de contenido u objeto intencional caracteriza únicamente los estados del primer grupo, pero no los del segundo. En la tradición cartesiana, la conciencia ha sido considerada como el carácter esencial de lo mental. Este criterio, sin embargo, excluye del ámbito de la mente, por ejemplo, creencias que serían correctamente atribuibles a un sujeto, pero que no están presentes a su conciencia. Rebajar este criterio requiriendo únicamente accesibilidad a la conciencia resulta también demasiado restrictivo, por ejemplo si la hipótesis freudiana de lo inconsciente es correcta. Pero pensemos además en la experiencia de acostarnos preocupados por un determinado problema, p. ej. filosófico, y descubrir, al despertarnos, que hemos hallado una solución (aparente o real) al mismo. Es sin duda plausible suponer que determinados procesos mentales dotados de contenido han tenido lugar mientras dormíamos, pero esos procesos no son accesibles a nuestra conciencia. Cabría quizá considerar la conciencia únicamente como criterio paradigmático de lo mental, es decir, como la característica propia de casos centrales de estados mentales, como un dolor presente o una creencia basada en la percepción actual de un objeto. Pero incluso en este caso cabe dudar de que el término «conciencia» esté siendo empleado de modo unívoco respecto del dolor (un estado fenomenológico) y de la creencia (un estado intencional): que somos conscientes de nuestros dolores presentes significa que los sentimos, pero que somos conscientes de ciertas creencias no significa que las sintamos, sino sólo que podemos saber y decir cuáles son.

La distinción entre estados intencionales y estados fenomenológicos se manifiesta con claridad en el discurso cotidiano sobre la mente. Encontramos en este discurso dos tipos de locuciones con los que describimos mentalmente a las personas.[3] Uno de ellos describe o atribuye estados mentales mediante un verbo mental que introduce una oración subordinada; el otro, en cambio, no incluye una oración subordinada, sino que el verbo mental, modificado o no por adverbios, contiene ya la descripción completa del estado mental en cuestión. Un caso claro del primer tipo es «Juan cree que el oso pardo es una especie en peligro de extinción». Un caso claro del segundo tipo es «Jorge tiene (muchísimo) dolor (de muelas)». El primer tipo de locución corresponde a lo que hemos llamado estados intencionales. Estos estados se especifican típicamente mediante oraciones subordinadas introducidas por la conjunción «que» o por un verbo en infinitivo. El segundo tipo de locución corresponde a los estados fenomenológicos. Al decir que Jorge tiene dolor de muelas estamos describiendo lo que Jorge siente, pero esta descripción no incluye la descripción adicional de un estado de cosas que sea objeto de una actitud, no incluye, podemos decir, la relación semántica con la realidad característica de los estados intencionales. Otro modo de concebir esta diferencia es el siguiente: en el caso de una atribución de creencia («Juan cree que el oso pardo es una especie en peligro de extinción»), podemos considerar esa atribución verdadera o falsa (Juan puede creer realmente tal cosa o no) y, adicionalmente, podemos también considerar verdadero o falso lo que el sujeto cree (que el oso pardo esté en peligro de extinción puede ser verdad o no), mientras que en el caso de la atribución de una sensación de dolor («Jorge tiene dolor de muelas»), sólo tenemos la primera posibilidad, pero no la segunda.

Cuando Brentano advierte que el objeto intencional no ha de entenderse como una realidad e insiste en que la objetividad es en este caso inmanente, alude al hecho de que el contenido intencional, o alguno de sus componentes, puede no corresponder a nada real, sin que eso afecte a dicho contenido. En el caso del deseo, por ejemplo, es característico que su objeto no sea todavía real, y puede ocurrir que nunca llegue a serlo, cuando el deseo no llega a ser satisfecho. Lo mismo sucede con las creencias falsas. En casos más extremos, es posible desear cosas que no pueden ser reales, como sucedía con los matemáticos que deseaban lograr la cuadratura del círculo, o con los alquimistas que pretendían transmutar ciertos metales en oro. La imposibilidad en cuestión no impedía que ésa fuera una descripción correcta de tales deseos o intenciones. Es también posible buscar o desear hallar algo que no existe, como la fuente de la eterna juventud. Si el contenido de una creencia tuviese que ser un hecho, no sería posible tener creencias falsas, y si a todo componente del contenido tuviese que corresponder un objeto real, no sería posible buscar la fuente de la eterna juventud.

Estas observaciones nos introducen en las peculiaridades de la intencionalidad.[4] En primer lugar, los estados intencionales de un sujeto manifiestan su perspectiva subjetiva sobre la realidad, el modo en que concibe la realidad, sea ésta tal como es concebida por él o no. Poseer estados intencionales es poseer una subjetividad, un modo peculiar de concebir la cosas, una interioridad. Por eso decía Leibniz que un alma es un reflejo del universo desde un determinado punto de vista. Así, la especificación correcta de dicho contenido intencional debe respetar la perspectiva del sujeto, su modo de concebir las cosas. La intencionalidad de la mente posee un carácter perspectivista ineliminable,[5] y este carácter ha de tener un reflejo en el lenguaje con el que describimos el contenido intencional. Así, una importante característica de las oraciones que expresan o describen el contenido intencional consiste en que, en muchos casos, las expresiones que aparecen en ellas no se pueden intercambiar libremente, salva veritate, es decir, respetando la verdad de la oración inicial, con expresiones que refieran al mismo objeto o tengan la misma extensión. Supongamos que deseo conocer a mi nuevo vecino. Aun cuando mi nuevo vecino sea el mayor estafador de la ciudad de Valencia, puede ser falso que yo desee conocer al mayor estafador de la ciudad de Valencia. Técnicamente, un contexto en el que no podemos intercambiar libremente expresiones coextensivas salva veritate se denomina un contexto intensional. Cuando tal intercambio es posible nos encontramos ante un lenguaje extensional, cuya propiedad semántica esencial es la extensión (y no la intensión o el sentido) de las expresiones que lo constituyen. Los verbos mentales de actitud proposicional introducen típicamente contextos intensionales.

Y de una expresión como «mi vecino» en el ejemplo anterior, que no se puede sustituir libremente por una expresión coextensiva, se dice que ocupa una posición oblicua (a diferencia de las expresiones susceptibles de tal sustitución, de las que decimos que ocupan una posición directa).[6] De este modo, las expresiones que ocupan posiciones oblicuas en la descripción psicológica de una persona tienen especial importancia para caracterizar la perspectiva subjetiva desde la cual concibe la realidad o se representa las cosas. Otra cuestión relacionada con el carácter intensional del lenguaje intencional es la ilegitimidad de la generalización existencial de las expresiones referenciales (el paso de «Pa» a «ExPx»; por ejemplo de «José tiene dos coches» a «hay alguien que tiene dos coches») en contextos de descripción o atribución de actitudes proposicionales. La generalización existencial es legítima, desde un punto de vista lógico, en contextos extensionales, pero no en contextos intensionales. Así, si un individuo u objeto determinado tiene cierta propiedad, hay alguien o algo que tiene dicha propiedad, pero si un sujeto cree que un individuo u objeto determinado tiene cierta propiedad, no es necesario que haya alguien o algo que la tenga. En otros términos, en la oración subordinada que describe el contenido de una actitud intencional puede aparecer una expresión denotativa sin referente (como «Merlín») sin que esto afecte a la verdad de la atribución de la actitud en cuestión.

Pensemos ahora en otra importante característica del contenido intencional: su eficacia o efectividad causal en la conducta de un sujeto. Podemos denominar a esta característica la causalidad del contenido intencional. Nuestra conducta voluntaria y consciente, nuestra conducta intencional en el sentido ordinario del término «intencional», depende no de cómo son las cosas, sino de cómo creemos que son y deseamos que sean, depende de nuestros estados intencionales y de su contenido. Ese contenido y nuestra actitud hacia él es causalmente efectivo en nuestra conducta. Supongamos que Dolores le ha dicho a su amigo Javier que al día siguiente por la tarde se quedará en casa. Supongamos que la tarde del día siguiente Javier desea charlar un rato con Dolores, de modo que decide ir a su casa. Sin embargo, Dolores ha cambiado de idea y ha salido de casa, olvidando comunicárselo a Javier. Que Dolores no esté en su casa no cambia las cosas desde el punto de vista de Javier. Javier va a casa de Dolores y esta conducta es racional y está justificada por lo que él cree y desea, aun cuando, dada la falsedad de su creencia, Javier no logra satisfacer su deseo. Las creencias y deseos de Javier no sólo causan lo que hace, sino que también lo justifican racionalmente. Vemos la conducta de Javier como lógica, como racional a la luz de lo que desea y de cómo cree que son las cosas. Este elemento normativo de justificación racional distingue la causalidad del contenido de la mera causalidad física, de las relaciones causales entre eventos físicos.

No sólo los estados intencionales son causalmente efectivos en nuestro comportamiento. También los estados fenomenológicos pueden serlo. Una sensación de dolor al quemarnos, por ejemplo, puede causar que gritemos y que apartemos la mano del fuego. Este tipo de causalidad, sin embargo, es distinto del que caracteriza los estados intencionales. En él no interviene un contenido semántico ni tampoco ese aspecto de justificación racional propio de la causalidad del contenido. Los estados fenomenológicos y los estados intencionales se combinan, a veces de modo bastante intrincado, en la generación de nuestro comportamiento. Cuando estamos estudiando, por ejemplo, una sensación de cansancio y embotamiento (un estado fenomenológico) puede generar un estado intencional, como el deseo de salir a dar una vuelta y llevarnos a actuar de esa forma, o a la inversa, el deseo de conseguir algo puede causar en nosotros sensaciones de placer o malestar o nerviosismo. Además, el deseo de hallarnos en cierto estado fenomenológico, por ejemplo el deseo de sentir placer, puede causar muchas veces que hagamos algo en unión con otros estados, tanto fenomenológicos como intencionales. Lo fenomenológico y lo intencional se unen y combinan entre sí de maneras muy complejas para llevarnos a actuar en formas diversas. Un ser que tuviese solamente estados intencionales no sería uno de nosotros, pero un ser con sólo estados fenomenológicos tampoco lo sería. De todos modos, debemos ser conscientes de las diferencias entre unos y otros que hemos ido indicando, al menos con vistas al análisis del concepto de lo mental. Podemos denominar la unión de la causalidad del contenido y de la causalidad de los estados fenomenológicos causalidad mental. La causalidad mental, la eficacia causal de los estados mentales, es uno de los rasgos más importantes de nuestra concepción de la mente, un rasgo del que cualquier teoría aceptable de lo mental debería poder dar cuenta.

Analicemos ahora otro importante rasgo de la mente y de las propiedades mentales. Este rasgo puede denominarse la asimetría entre la primera y la tercera persona: la asimetría que existe entre el modo en que cada uno conoce sus propios estados mentales, tanto intencionales como fenomenológicos, y el modo en que conoce los estados mentales de los demás. Conocemos los estados mentales de otras personas, sabemos cuáles son sus creencias, deseos, intenciones, sentimientos, sensaciones, etc., sobre la base de su comportamiento, tanto lingüístico como no lingüístico. Ese conocimiento tiene, presumiblemente, carácter inferencial: nos basamos en la evidencia del comportamiento de otros para atribuirles esos estados. En cambio, el conocimiento que cada uno de nosotros tiene de sus propios estados mentales es distinto. No me baso en mi comportamiento, lingüístico o no, para saber cuáles son mis creencias, deseos, etc., sino que tengo, al parecer, un conocimiento directo, no inferencial, de esos estados. Este es un hecho con el que estamos tan familiarizados que no reparamos en él. Pero para la filosofía este hecho es sumamente curioso y enigmático, y revela sin duda algo importante acerca de la naturaleza de la mente. Pensemos que esta asimetría no se da en el caso de las propiedades físicas. Sé cuánto mido o cuánto peso del mismo modo en que lo saben los demás: en último término, midiéndome o pesándome. No tengo un conocimiento directo de mis propiedades físicas, sino un conocimiento basado en la inferencia empírica. Pero, además, en circunstancias normales (dejando de lado cuestiones relativas a la posible existencia de estados mentales inconscientes), el conocimiento que un sujeto tiene de sus propios estados mentales es especialmente fiable y está menos sometido a error que el conocimiento de los estados mentales de los demás. Normalmente yo soy el mejor juez acerca de mis propias creencias, deseos, intenciones y sensaciones. Podemos denominar a este aspecto la «autoridad de la primera persona».[7] Las propiedades físicas no presentan tampoco esta característica. Yo no tengo especial autoridad acerca de lo que peso o lo que mido (otro puede ser mejor juez que yo, sobre todo si no me gusta mi estatura o mi peso).

Vale la pena señalar que, en el terreno de lo mental, ese grupo de propiedades que llamábamos disposiciones puras (las capacidades y los rasgos de carácter) no presentan esas características de la asimetría y la autoridad de la primera persona.[8] Yo sé si soy envidioso o valiente o generoso o inteligente o si tengo fuerza de voluntad más o menos como lo saben los demás: sobre la base de la experiencia de mi propio comportamiento. En estos casos es incluso normal que otra persona sea un juez mejor y más imparcial que yo mismo, debido a que puedo tener fácilmente tendencia a sobrevalorarme (o a infravalorarme). Nuestro juicio sobre nuestras capacidades y rasgos de carácter suele ser bastante sesgado. No nos gusta reconocer que tenemos ciertos defectos o carencias. Este sesgo puede tener también un reflejo en el conocimiento de nuestros estados intencionales: no nos gusta reconocer que tenemos ciertas creencias o deseos, de modo que a veces tendemos a autoengañarnos con respecto a estos estados. Por eso hemos de aceptar que la autoridad de la primera persona se da normalmente o en circunstancias normales, y no de una manera ilimitada o absoluta. Pero me parece obvio que, en una gran mayoría de casos, tenemos esa autoridad, de modo que, normalmente, cuando digo o pienso sinceramente que tengo una determinada creencia o deseo, tengo realmente esa creencia o ese deseo.

Las características de los estados mentales que hemos ido señalando derivan en realidad, no de una investigación científica, sino de una reflexión sobre nuestra concepción cotidiana, no científica, de los seres humanos. Lo que hemos hecho en este capítulo ha sido sacar a la luz, con una mínima elaboración teórica, los supuestos implícitos en dicha concepción cotidiana. Estas características intuitivamente correctas de la mente pueden desempeñar el papel de piedra de toque de la adecuación de las diversas teorías filosóficas de la mente. Una teoría que sea incompatible con alguna de estas características, o que sea incapaz de explicarlas, es, por ese solo hecho, altamente problemática.

Lo que hemos llamado concepción cotidiana de los seres humanos tiene una excepcional importancia en nuestras vidas. Sin ella nuestra vida sería irreconociblemente distinta. Pero esa concepción o imagen cotidiana de nosotros mismos no es, como hemos dicho, el resultado de la investigación científica, sino el resultado de nuestro proceso de socialización, en el que hemos ido asimilando e interiorizando, sin crítica, los conceptos que forman parte de ella, en particular los conceptos mentales. Estos conceptos constituyen una especie de segunda naturaleza, que asimilamos e interiorizamos sin pruebas o demostraciones y que forma parte de nuestra forma de estar en el mundo. Sin embargo, hay un conflicto, al menos aparente, entre esta imagen cotidiana de los seres humanos y la imagen que de estos seres se desprende a partir de las ciencias naturales. En el marco de estas ciencias, los seres humanos aparecen como complejos sistemas físicos, resultado de la evolución biológica y cuya conducta parece explicable en términos físico-químicos y neurológicos. El avance en la comprensión de las bases biológicas y de las causas neuroquímicas de la conducta humana ha agudizado el conflicto entre la imagen científica y la imagen cotidiana, en cuyo marco la conducta humana se explica de manera muy distinta que en las ciencias naturales, a saber, en términos de creencias, deseos, intenciones, etc. y presuponiendo en los seres humanos una voluntad libre. La filosofía contemporánea de la mente puede entenderse, en gran parte, como un conjunto de propuestas para resolver este conflicto. Una importante y justificada motivación que subyace a los intentos de resolución del conflicto es nuestra aspiración a una concepción unitaria y coherente de la realidad.

[1] Cf. F. Brentano, Psychologie vom empirischen Standpunkt, Hamburgo, Felix Meiner, 1925, p. 124.

[2] D. Davidson, «Mental Events», en Essays on Actions and Events, Oxford, Clarendon Press, 1982, p. 211.

[3] Cf., a este respecto, T. Burge, «Individualism and the Mental», Midwest Studies in Philosophy 4 (1979), pp. 72-121, esp. pp. 74-77.

[4] Cf. mi libro The Philosophy of Action, Cambridge, Polity Press, 1990, cap. 6, titulado «The Intentionality of Mind». Cf. también J. Hierro, «En torno a la intencionalidad», Revista de Filosofía, 8 (1995), pp. 29-44.

[5] Una iluminadora descripción de este aspecto la encontramos en W. Lyons, Approaches to Intentionality, Oxford, Clarendon Press, 1995. Véase también mi trabajo «Intencionalidad y significado», Quaderns de Filosofia i Ciència, 28 (1999), pp. 53-75.

[6] Podemos hallar esta terminología, por ejemplo, en Burge, «Individualism...», cit., pp. 74-77.

[7] Sobre una determinada interpretación, muy radical, de este fenómeno se basa la filosofía de la mente de Descartes.

[8] El hecho de que Gilbert Ryle tome este tipo de propiedades como paradigmáticas de lo mental explica, en parte, su negación de la asimetría y la autoridad de la primera persona. Cf. G. Ryle, The Concept of Mind, Londres, Hutchinson, 1949.

Filosofía de la mente (2a ed.)

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