Читать книгу La persona en la empresa y la empresa en la persona - Carlos Ruiz González - Страница 7

Оглавление

Introducción

1. Justificación de la necesidad de una

aproximación filosófica al estudio de la empresa

Uno de los temas que ha generado una gran cantidad de literatura desde finales del siglo xix hasta nuestros días es el de la empresa, particularmente enfocada desde el punto de vista de su gestión. Aquí, como en cualquier otra materia, existen autores más reconocidos que otros; unos son más pragmáticos, otros más teóricos. Hay quienes escriben desde su propia experiencia con el fin de transmitir algunos consejos útiles, mientras que otros aportan los conocimientos construidos como investigadores universitarios o como consultores. Generalmente, estos últimos son quienes poseen ma­yor autoridad en el tema, por lo que reciben el término coloquial de gurús, pues, en analogía con los maestros espirituales hindúes, sus propuestas, aparentemente novedosas, son capaces de conducir al éxito a los encargados de guiar una organización económica cualquiera.

Igualmente, el campo general de la administración, cuya aportación conforma la columna vertebral de las organizaciones, ha presenciado una profesionalización y especialización sin precedentes. Entre los conocimientos que forman parte del curriculum de cualquier estudiante del área económico-administrativa en el ámbito profesional se encuentran aquellos relacionados con finanzas, estadística, mercadotecnia, cálculo, derecho, economía e, incluso, ética profesional; situación que también se verifica en el caso de las ingenierías. A lo largo del tiempo, toda esta cantidad de información ha sido acumulada de tal manera que ha llegado a formar una disciplina con vida y objetivo propios. Esto ha permitido que, a diferencia de hace dos centurias, actualmente cualquier persona que desee participar en la cuestión administrativa y/o directiva de una empresa cuente con las herramientas necesarias –llámese conocimientos, métodos, competencias, técnicas y habilidades bien establecidas y delimitadas– que lo guiarán para tomar mejores decisiones en su respectiva organización.

Sin embargo, la empresa posee una dimensión que, a diferencia de su faceta lucrativa, apenas ha tomado relevancia en los últimos tiempos. Me refiero a su aspecto antropológico, sin el cual su función económica carecería de sentido. Una mirada atenta pone de manifiesto que la empresa, construida sobre la base del capital, el trabajo y los recursos materiales, ha ocupado una función protagónica en la vida de las sociedades actuales, no sólo como pieza decisiva para el equilibrio de las economías nacionales –e internacionales–, sino también como vehículo para el desarrollo personal y el progreso social. En efecto, su papel ha trascendido el ámbito de lo puramente económico para hacer eco en la dimensión personal e íntima de quienes trabajan en ella, al promover la trascendencia en el tiempo y el espacio del esfuerzo individual, mientras da cauce a algunas de las aspiraciones humanas más íntimas, articulando fines y objetivos particulares en proyectos de alcance regional o global vitalmente significativos.

Además, muchos y distintos talentos individuales han encontrado en la empresa el soporte adecuado para su despliegue y perfeccionamiento, así como un vehículo seguro para incidir positivamente en otros, sin mencionar que algunos de los retos más acuciantes de la época contemporánea, tales como una adecuada gestión del conocimiento, el desarrollo y aplicación de nuevas tecnologías o el compromiso con la racionalización o reducción del deterioro ambiental sólo pueden ser afrontados mediante la conjunción organizada de talento y virtud que pueden encontrar en la organización empresarial un fértil campo de cultivo.

En resumen, la empresa se ha constituido en una de las instituciones más importantes, influyentes y definitivas de nuestros tiempos, y su indiscutible rol en el desarrollo económico, social, cultural e incluso personal de quienes conforman las sociedades actuales me lleva a proponer la necesidad de abordarla desde una perspectiva filosófica que, más allá de los retos de índole estructural y económico a los que se enfrenta cotidianamente, indague en las posibilidades de plenitud que, mediante su trabajo, puede encontrar el ser humano en ella. Parafraseando el concepto de vita activa de Hanna Arendt, en analogía con la antigua polis griega, la empresa también puede ser un lugar para llevar a cabo grandes acciones y pronunciar grandes palabras, mediante las cuales la persona se manifieste a sí mismo y muestre activamente su única y personal identidad, haciendo su aparición en un mundo auténticamente humano. La revelación de las distintas y numerosas capacidades humanas en el quehacer cotidiano del trabajo reclama a la empresa la responsabilidad de convertirse en un foro apropiado que no sólo posibilite dicha manifestación, sino que, más aún, la empuje y aliente.

La propuesta principal de esta obra radica, pues, en sostener que, más allá del valor económico agregado que siempre la ha impulsado como motor principal, la empresa también es capaz de generar valor humano agregado para quienes laboran en ella. Esto es, las posibilidades de aprendizaje y desarrollo que la empresa ofrece, así como su dinamismo y estructuración, puede otorgar a sus trabajadores una ganancia no sólo económica sino personal en el sentido más profundo de la palabra, al ser una plataforma para desplegar, de forma organizada y articulada, sus capacidades intelectuales, morales, sociales y técnicas, y llevar a plenitud los talentos dados por la naturaleza en favor tanto del propio individuo como del bien común. Carlos Llano, gran mentor, y de quien echaré mano continuamente a lo largo de este trabajo, no lo puede expresar mejor:

de nuestra parte, somos partidarios de incluir a la empresa dentro de los ámbitos principales en los que se desarrolla el carácter del hombre. Y, esto, por varios motivos. No es el menos importante el hecho de que la empresa ha adquirido en el mundo contemporáneo una legitimidad e importancia decisivas: la incorporación del capitalismo por parte de los países del Este de Europa ha puesto en manos de la empresa privada responsabilidades nuevas que debe encarar: una de ellas es, precisamente, la de la educación laboral de los ciudadanos, que incluye sin duda la formación de las personas.[1]

Este trabajo constituye, por tanto, una indagación filosófica sobre las posibilidades antropológicas de esta propuesta.

2. Algunas dificultades

La consecución de esta finalidad como una tarea propia e irrenunciable no es sencilla ni mucho menos obvia para la gran mayoría de los empresarios de nuestro país ni del mundo. Además, una propuesta de este tipo, por demás ambiciosa, y por ello arriesgada, no se encuentra libre de obstáculos que sin duda han retrasado y entorpecido la discusión que ahora se propone. En primer lugar, parecería que la filosofía, disciplina teorética por antonomasia, poco o nada tiene que ver con la empresa, cuyos fines y métodos parecen guiarse únicamente por juicios de carácter pragmático o utilitarista. Mientras el nivel abstracto de una actividad como la filosofía se enfoca en las causas y principios generales del ser, la estructura, finalidad y operación de la empresa parece provenir exclusivamente de conocimientos concretos y bien delimitados a su propia función. Esta total asimetría entre ambas entidades pronto desafía la necesidad, e incluso la posibilidad, de abordarla filosóficamente.

Ciertamente, al examinar un poco las causas de esta aparente incompatibilidad es posible enfrentarse con cierta actitud de rechazo o indiferencia hacia el tema por parte de la comunidad académica. Es un hecho que para la mayoría de los círculos de estudiosos más reconocidos en filosofía –llámese instituciones de educación superior, asociaciones filosóficas, facultades, etc.–, el mismo compuesto “filosofía de la empresa” resulta por completo ajeno o, en todo caso, refiere en un sentido casi equívoco, a los principios constitutivos que supuestamente rigen una empresa en particular.[2] A reserva de falsear nuestra tesis mediante algunos contraejemplos, actualmente, al menos en nuestro país, no es posible hallar algún proyecto académico de especialización o investigación en el área; igualmente, las discusiones sobre el tema se caracterizan por su poca relevancia o completa ausencia en los congresos filosóficos nacionales, seminarios, jornadas, revistas y otros espacios de discusión y divulgación.

En este sentido, resulta significativo el reducido número de filósofos y pensadores que han dirigido su atención al fenómeno de la empresa desde un ángulo que vaya más allá del establecimiento de hipótesis para lograr mejores niveles de ingreso, u organizaciones más eficientes, para inquirir de modo más profundo en los principios antropológicos fundamentales que subyacen en su estructura. Lo anterior no significa que el problema se encuentre excluido completamente del horizonte filosófico, pues actualmente es posible encontrar una respetable cantidad y calidad de producción escrita al respecto, y prueba de ello es la extensa obra de quien fue el primer director de la tesis que daría origen a este manuscrito, Carlos Llano,[3] o el propio Instituto de Humanismo y Empresa perteneciente a la Universidad de Navarra, España, cuya labor docente e indagatoria también constituye un precedente importante. Pero más allá de estas excepciones, sospechamos, en última instancia, que el motivo del poco desarrollo de un programa de este talante se debe a ciertos prejuicios en torno al cariz predominantemente mercantil y lucrativo que caracteriza a la empresa y que se opone a la condición particularmente contemplativa y especulativa de la filosofía.

En un breve recorrido por el desarrollo de la filosofía occidental en torno al tema del trabajo productivo,[4] acción primordial sobre la cual se forja la empresa, podemos percatarnos del poco interés que éste ha generado como motivo de investigación, particularmente hasta antes de la llamada Revolución Industrial. Así, por ejemplo, sabemos que Platón, en una jerarquización de los ciudadanos de la polis de acuerdo con su tipo de alma, defendía que los encargados de satisfacer las necesidades surgidas de la vida corriente tenían alma de bronce, mientras que aquellos encargados de gobernar –estirpe a la cual pertenece el filósofo rey– tenían alma de oro.[5] Por su parte, Aristóteles,[6] quien también distinguía entre actividades libres y serviles, desdeñaba estas últimas porque “inutilizaban al cuerpo, al alma y la práctica de la virtud”.[7] Este rechazo por las actividades de carácter “económico” [8] también era moneda corriente durante la Edad Media, época en la que los “asuntos lucrativos” eran menospreciados en beneficio de cuestiones relativas a la vida religiosa, académica o pública,[9] de manera que el aristócrata, el bachiller o el clérigo tenían un estatus social muy superior al del mercader o el negociante.

Un panorama muy diferente lo encontramos a partir del siglo xvi con el surgimiento del pensamiento económico mercantilista, preocupado por la preservación de la fuerza del Estado mediante el reforzamiento del mercado interno. Con el fin de asegurar la expansión de la riqueza de los príncipes o reyes, en el ámbito de lo público los valores religiosos comenzaron a ser poco a poco relegados, y las cuestiones morales relativas a la usura o la adquisición desmedida de riqueza perdieron vigor en favor de las “razones de Estado”.[10] Desde entonces las prácticas políticas se separarían de las cuestiones éticas o morales,[11] y con el tiempo, este tipo de razonamiento también se trasladaría a las mismas materias económicas.

Los siglos xvii y xviii se caracterizaron por las grandes revoluciones científicas e ideológicas que delinearon las pautas de la modernidad. Desde Copérnico hasta Newton, desde Diderot hasta Voltaire, desde Descartes hasta Kant, la preocupación de la ciencia y la filosofía se tornó hacia el hombre y su condición racional, capaz de combatir la ignorancia, la superstición y la tiranía, para conducirlo hacia un progreso perpetuo: “Sapere aude! ¡Ten el valor de servirte de tu propia razón!: he aquí el lema de la Ilustración”.[12] Las preocupaciones intelectuales, políticas, sociales y culturales de aquella época recayeron sobre la posibilidad de llevar a cabo el proyecto ilustrado. En ese ambiente fue posible el surgimiento de la economía política como ciencia moderna, gracias a las aportaciones de los fisiócratas (cuya doctrina queda bien resumida en la conocida expresión laissez faire), y sobre todo del liberalismo de Adam Smith y su obra La riqueza de las naciones.

Uno de los principales temas tratados en ese libro, emblemático para el sistema económico capitalista posterior, y por ende para la historia de la empresa como institución cardinal, es el de la división del trabajo y su capacidad para crear riqueza. El trabajo se concibe además como la fuente de propiedad, pues de acuerdo con filósofos como John Locke, Dios ha ofrecido el mundo a los seres humanos y por tanto cada hombre es libre de apropiarse de aquello que sea capaz de transformar con sus manos.[13] Esta corriente de ideas ocasionó una glorificación teórica del trabajo, pues éste, incorporado al producto, constituía ahora la fuente de propiedad y de valor. De esta forma, el papel del trabajo productivo quedó reivindicado y su poderoso influjo como vehículo transformador de la sociedad fue sellado definitivamente con la Revolución Industrial, comenzada en Inglaterra hacia la segunda mitad del siglo xviii.

Sin embargo, el conjunto de transformaciones socioeconómicas, tecnológicas y culturales devenidas, al tiempo que impulsaron el desarrollo de las industrias modernas y la manufactura, también se enfrentaron a nuevos retos de carácter social. El éxodo masivo del campo a las ciudades, aunado a un considerable aumento de la riqueza de éstas (que fundamentalmente se tradujo en una mejor alimentación y el mejoramiento de las condiciones higiénicas y sanitarias), implicó un crecimiento demográfico sin precedentes en la historia de Europa. El capitalismo triunfante logró transformar una sociedad rural, tradicional y agrícola en una sociedad industrial y urbana, que no se libró de nuevos retos. La gran mayoría de los obreros, llegados por miles para amontonarse en los suburbios de las grandes ciudades industriales, vivía en condiciones miserables y sin trabajo garantizado. Las epidemias de tifus o cólera abundaban, las condiciones laborales eran en general muy malas y las jornadas demasiado extensas (12 a 14 horas diarias), sin mencionar que incluían el trabajo de mujeres y niños de muy corta edad, carentes de toda protección legal.

Frente a esta paradójica situación de pobreza y precariedad comenzaron a surgir críticas y fórmulas que intentaron ponerle solución. Una de las más sobresalientes, debido a su profunda influencia filosófica, ideológica y política, cuyo eco aún resuena en nuestros días, fue el llamado “materialismo histórico”, de Carlos Marx, el cual presupone una interpretación de la historia en la que las fuerzas económicas constituyen la infraestructura que determina en última instancia los fenómenos “superestructurales” del orden social, político y cultural. Desde esta perspectiva, el trabajo llevado a cabo en un sistema capitalista es degradado, según Marx, a una actividad “enajenante”, pues éste no le pertenece al trabajador, quien tiene que sacrificar la energía de su espíritu y la fuerza de su cuerpo en beneficio de otro.[14] Su consecuencia más palpable sería a la postre la instauración de los regímenes comunistas, que teóricamente se propusieron la abolición de las clases sociales y la apropiación de los medios de producción por parte de la única clase que históricamente persistiría, es decir, el proletariado.

Las críticas a la ideología anterior no se hicieron esperar; se enfocaron tanto en elementos concretos de la obra de Marx, como en las interpretaciones que de ésta hicieron las organizaciones políticas y los intelectuales socialistas o comunistas posteriores; empero, su preocupación se centró más bien en la moralidad o viabilidad de los nuevos sistemas económicos derivados de las distintas ramas de la ideología marxista, así como en el papel del Estado y su función reguladora. Por su parte, las naciones autodenominadas “capitalistas” se enfrentaron al reto de generar diversos mecanismos de control que impidiesen la explotación laboral en un sistema de libre mercado y proporcionar en cambio condiciones más dignas para el desempeño del trabajo.

Tanto el surgimiento del liberalismo económico como de su crítica marxista detonaron el interés por el estudio del tema del trabajo desde distintas perspectivas y disciplinas. Sin embargo, esta renovada atracción intelectual mantuvo en casi todas sus vertientes el mismo denominador común: una concepción meramente utilitaria. El trabajo es únicamente el medio para ganarse la vida y colocarlo como fin vital resulta perverso.

Hannah Arendt tiene una explicación plausible de esta actitud intelectual. El problema no radica tanto en la actividad del trabajo en sí misma como en “la generalización de la experiencia de fabricación en la que [se había establecido] la utilidad como modelo para la vida y el mundo de los hombres”.[15] A juicio de Arendt, el Homo faber, que en la antigüedad clásica pertenecía al ámbito de lo privado, de la casa, se había trasladado al dominio de lo público, desplazando lo auténticamente político,[16] convirtiendo la vida en pura instrumentalización. La acción personal, base de la polis griega, que se manifiesta en forma de discurso o hazaña, queda relegada y es sustituida por el comportamiento económico de las masas, “sometidas [ahora] al imperio de lo impersonal, a las leyes necesarias de los grandes números, ante las que casi nada puede el discurso razonable o la acción libre. La política se convierte en administración y la filosofía política en economía política. Los acontecimientos sociales pierden su sentido humano”.[17] Todo parece haber quedado mediatizado, los fines en realidad son medios para otros fines y el ámbito de lo público se ha diluido en el ámbito de lo social y lo económico. La vida contemplativa ha sido hipostasiada por la vida activa, y ésta, a su vez, ha quedado bajo el gobierno del Homo faber, con su afán de instrumentarlo todo. Ante este panorama no resulta extraño que el filósofo viera invadido su terreno; lo que él hace no es importante porque carece de utilidad. La estrategia defensora pareció ser el castigo del menosprecio, mediante el cual aún intenta resguardar su amor desinteresado por la sabiduría: consciente o inconscientemente parece subyacer la crítica marxista al trabajo, y por ende a la libre empresa como su herramienta por excelencia, como factor de enajenación humana, que no vale la pena ser estudiado, a riesgo de trivializarse con él.

Sin embargo, a la par de esta concepción instrumentalista, es posible encontrar otra tradición mucho más positiva, que sincrónicamente localiza su inicio en la encíclica Rerum Novarum del papa León XIII, escrita hacia finales del siglo xix. Ahí se afirma que el castigo al pecado de los primeros padres no consistió en integrar el trabajo a la vida, sino en sumarle dolor al trabajo, pues “la realidad es que entonces su voluntad [la del hombre] hubiese deseado como un natural deleite de su alma aquello que después la necesidad le obligó a cumplir no sin molestia, para expiación de su culpa”.[18] A diferencia de la perspectiva utilitarista anterior, en esta interpretación el trabajo queda concebido como actividad connatural al hombre, y no como castigo aberrante, añadido con posterioridad a la falta original. En el mismo tono leemos a Pío XI quien en Quadragesimo Anno afirma que “el hombre ha nacido para el trabajo como el ave para volar”,[19] o a Pablo VI, para quien el trabajo es el medio de cumplir con el mandato bíblico de perfeccionar la tierra que nos ha sido dada.[20] Pero el culmen lo encontramos en la carta Centesimus Annus, de Juan Pablo II, donde no sólo se plasma un crecido interés por ahondar en la dimensión antropológica del trabajo, sino también se manifiesta, aunque brevemente, la enorme responsabilidad que recae en la empresa como institución social posibilitadora de aquél, en la mayoría de sus formas actuales:

En efecto, la finalidad de la empresa no es simplemente la producción de beneficios, sino más bien la existencia misma de la empresa como comunidad de hombres que, de diversas maneras, buscan la satisfacción de sus necesidades fundamentales y constituyen un grupo particular al servicio de la sociedad entera. […] La empresa no puede considerarse únicamente como una “sociedad de capitales”; es, al mismo tiempo, una “sociedad de personas”, en la que entran a formar parte de manera diversa y con responsabilidades específicas los que aportan el capital necesario para su actividad y los que colaboran con su trabajo. Para conseguir estos fines, sigue siendo necesario todavía un gran movimiento asociativo de los trabajadores, cuyo objetivo es la liberación y la promoción integral de la persona.[21]

Este orden de ideas es el que ha inspirado en gran medida el contenido de esta investigación: si bien para muchos resulta difícil aceptar que el trabajo productivo es fuente de dignificación personal, vehículo para el desarrollo de las capacidades personales y, en suma, un medio para ensanchar el espíritu, el propósito de este estudio es mostrar que se trata de una actividad indispensable, no sólo para garantizar la supervivencia de la humanidad en un sentido meramente material, sino más aún, para el despliegue de su condición racional, por lo que es necesario reconocer que se trata además de una labor fundamental, de una obligación moral y social devenida de nuestra propia naturaleza, indispensable para construir una vida plena y armónica. En consecuencia, la actividad económica en general –antes despreciada y relegada por algunos filósofos como actividad servil e inferior– se evidencia hoy como un instrumento relevante para alcanzar un objetivo superior: el desarrollo humano y social. Pero no sólo eso, si el trabajo productivo en todas sus vertientes actuales se ha erigido como la actividad más importante de nuestros tiempos, es preciso que las empresas contemporáneas asuman con plena conciencia la responsabilidad que tienen, pues al propiciar el trabajo en la mayoría de sus formas actuales, se han convertido en sitios de desarrollo e identificación social y personal.

Si las personas contemporáneas se revelan a si mismas en su trabajo, la empresa toma preeminencia al ser uno de los lugares más importantes donde de forma organizada se lleva a cabo dicha revelación. En consecuencia, el desarrollo de un programa sobre filosofía de la empresa y, en particular, sobre los principios antropológicos que subyacen a la empresa, como el que se propone en esta investigación, tiene como uno de sus principales objetivos llamar la atención sobre la necesidad de examinar filosóficamente no sólo el trabajo, sino también a la empresa moderna, y colocar ambos temas, así como todos aquellos relacionados, entre los nuevos problemas de interés especulativo.

Una revalorización de la importancia antropológica de la empresa permite, además, llamar la atención sobre un tercer obstáculo que posiblemente ha limitado el impulso de un proyecto como el que ahora nos proponemos desarrollar: en la actualidad, el papel de la filosofía respecto de la empresa se ha visto sumamente restringido al desarrollo de una pequeña área relacionada: la ética empresarial o la ética en los negocios, que en la mayoría de los casos se limita al estudio de los valores que deben orientar la acción de las organizaciones económicas, desarrollados muchas veces sobre suposiciones metafísicas y éticas no explicitadas, poco estructuradas o poco fundamentadas. Desde luego, resulta imposible negar la relevancia de este vínculo, que en todo caso debería ser más bien supeditación (de los principios de la empresa a los de la ética). Sin embargo, las especulaciones que la propia filosofía puede aportar a la empresa no se reducen únicamente a la enumeración de valores morales a los cuales ésta se debe atener. Por el contrario, el amplísimo bagaje teórico con el que cuentan sus representantes, su capacidad de análisis, así como su carácter dialógico, le acreditan como materia autorizada para examinar el fenómeno de la empresa desde una perspectiva mucho más amplia, que involucre especulaciones provenientes de la ética sí, pero también de la antropología filosófica, de la política e incluso de la metafísica.

3. Estructura general

Más allá de la necesidad de ir superando los obstáculos mencionados, el propósito de este libro es demostrar que existen múltiples formas en que la empresa puede ensanchar las capacidades humanas a través del trabajo, aportación que hemos denominado con el nombre de valor humano agregado. La propuesta es que tal variedad puede ser agrupada en tres rubros principales, que dan lugar a los tres capítulos que conforman esta obra. El primero de ellos, que será tema del primer capítulo, es el del ámbito moral o, mejor dicho, de la virtud. Atendiendo a la distinción aristotélica entre poíesis y prâxis, se argumentará que el trabajo no sólo es actividad productiva sino también acción autotransformadora. El fruto del trabajo es extrínseco al agente que lo produce y también posee una dimensión metamórfica que incide en quien lo realiza, pues el fortalecimiento de la experiencia profesional particular produce mejores resultados externos y simultáneamente exige un cambio disposicional del sujeto como principio de acción, que habitualmente ejercido deviene en virtud. En otras palabras, una labor eficaz y fructífera sólo es posible si se acompaña del cultivo de hábitos buenos que sean capaces de transformar a su agente desde una perspectiva caracteriológica más íntima y vital. Los griegos bautizaron tal clase de hábitos con el nombre de virtudes, de modo que la formación del carácter es sinónimo de la formación de virtudes que permitan este señorío sobre sí y para el cual, además de la voluntad del sujeto, se requiere un entorno favorable que lo facilite y aliente. Y aunque la familia es la primera encargada de esta formación, la empresa, en tanto sociedad intermedia, no puede quedar excluida de dicha tarea. En consecuencia, el primer ámbito en el que la empresa puede ser formadora de hombres y aportarles valor es en su capacidad para desarrollar un ambiente propicio en el que sus miembros puedan forjar su carácter mediante el ejercicio de la virtud que exijan sus labores, de cara a la plenitud.

Dado que la mayoría de las virtudes perfeccionan aquellas acciones que están orientadas hacia los demás, este ámbito reclama como consecuencia natural la consideración de la empresa desde una perspectiva social, en tanto que es propicia para el reconocimiento interpersonal y también, por qué no decirlo, para la amistad. No debe perderse de vista que su subsistencia depende de la coordinación y conjugación de las ideas, aspiraciones y deseos de muchas personas, hacia la consecución de una meta común, en la que cada uno de los involucrados vea realizada, simultáneamente, sus metas individuales. Si la vida laboral no es una parte aislada de los intereses y necesidades humanos sino su continuación, la empresa también posee la misión de articularlos e integrarlos con sus propios fines, en aras de crear riqueza y servir a la sociedad de forma sostenida.

Con el fin de que la empresa concilie los fines organizacionales que le dan sentido con los fines particulares de quienes participan en ella, es importante que desarrolle un ethos propio en ese sentido. Es decir, una cultura organizacional tal que, sin desatender la especificidad de su actividad, no sea ajena a la naturaleza propia de su principal componente, que es el hombre junto con su deseo de autorrealización en un sentido no sólo profesional sino personal. Este conjunto de valores, vividos en el ethos de la organización, bien pueden constituir el nuevo norte ético con el que el ser humano contemporáneo se guíe, y lograr así, la seguridad de tener una identidad moral, vivida en común, en su interior. La exploración de esta posibilidad es abordada en el segundo capítulo.

Pensamos que la empresa también es capaz de generar valor humano agregado al ser un elemento imprescindible de las sociedades contemporáneas para la generación de conocimiento. Al funcionar como un instrumento que permite canalizar adecuada y eficazmente algunos de nuestros rasgos más racionales, tales como nuestra capacidad de imaginar, planear, delinear y ejecutar proyectos comunes que superan el beneficio personal para aspirar al bien de la sociedad, la empresa se convierte en un espacio ideal para que quienes participan en ella no sólo tengan acceso al conocimiento y aprendizaje continuo y permanente, sino que, además, en un círculo virtuoso, lo promocionen. Tanto en las empresas como en las universidades recae la tarea de dar el impulso necesario a las nuevas ideas en todos los ámbitos. Para satisfacer necesidades se requiere generar cada vez mejores ideas y hallar soluciones más eficaces. Las empresas son organizaciones que precisamente cuentan con plataformas tecnológicas y humanas capaces de materializar todas estas propuestas y dotarlas de realidad en la solución de las necesidades de la sociedad para cumplir muchos de los sueños que para hombres y mujeres de otras épocas parecían entonces inalcanzables.

En este orden de ideas, es posible afirmar que la empresa toma un cariz antropológico cuando considera la generación de conocimiento como una responsabilidad inherente a su labor. Como dice Aristóteles, no basta saber qué es lo que se hace, es decir, la experiencia, sino saber las causas de por qué se hace, esto es, la técnica y la ciencia. Un management que se enfoque no sólo en la experiencia acrecentada por los retos cotidianos, sino en su capacidad para generar conocimiento, reflexionando en las causas de lo que se hace, ya sea para mejorar procesos, ya sea para innovar o crear, permite desplegar la condición racional del hombre, tal como mostraremos en el tercer capítulo.

Cabe destacar que el desarrollo teórico de estos supuestos sobre los cuales puede medirse la creación de valor humano agregado están cimentados sobre algunos conceptos de raíz predominantemente clásica, tal como se irá desvelando a lo largo de este libro. Con la ética y la política aristotélica, así como con su revitalización cristiana llevada a cabo por Tomás de Aquino, compartimos una gran cantidad de presupuestos metafísicos de gran relevancia. Son sus conceptos e ideas los que nos han permitido desarrollar los aspectos desde los cuales puede afirmarse que la empresa juega una dimensión antropológica importante. En concreto, hemos retomado tres ideas fundamentales desarrolladas en la Ética nicomáquea, en la Política, de Aristóteles y en la Metafísica: la primera de ellas es que el hombre sólo puede alcanzar su felicidad mediante el ejercicio de la virtud; la segunda es que el ejercicio de la virtud se vive y se promueve en el interior de las comunidades sociales que incluyen desde la familia hasta la polis, pasando sin lugar a dudas por la propia empresa, y la tercera es que la virtud más importante es la del conocimiento como alimento propio de la dimensión racional de la persona.

Sin embargo, no podemos negar que también han surgido algunas contrariedades con ciertas ideas políticas y económicas aristotélicas. Adelantándonos un poco, éstas giran en torno a la comprensión y distinción entre los hábitos de la poíesis y la prâxis, así como sobre las comunidades en las que el ser humano puede encontrar la “vida buena” y que, a nuestro parecer, van más allá de la mera comunidad política, o polis; además, la complejidad de la economía moderna exige una reevaluación crítica de algunas ideas aristotélicas acerca del tema del lucro y el intercambio comercial. Desde luego, está de sobra expresar nuestro desacuerdo en torno a las ideas referentes a la esclavitud natural, así como a la rígida jerarquización política que prevalece en la filosofía política del estagirita en detrimento de muchas personas, quienes a su juicio no merecen la ciudadanía como atributo a pesar de sus aportaciones. Al contrario, ello ha sido motivo para desarrollar una estrategia de pensamiento más renovada, aunque, como ya se dijo, partiendo de las bases fundamentales ya mencionadas. Esperamos que la reconsideración de estas ideas quede debidamente justificada a lo largo del texto.

Una vez que el propósito del presente estudio ha quedado explicitado, cabe hacer una última aclaración: el modelo que planteamos para evaluar nuestro objetivo pretende ser una herramienta útil para poder obtener un mayor conocimiento de la empresa como institución compleja, donde confluyen por igual aspectos económicos y antropológicos; pero también para poder intervenir positivamente en ella. En este sentido, la relación con la filosofía tiene una direccionalidad recíproca, pues por un lado se trata de utilizar algunos términos filosóficos en el estudio de la empresa, y por otro, también de extraer conclusiones especulativas relevantes. En otras palabras, se busca analizar la empresa con categorías que nos permitan comprender y poner a la luz su realidad ontológica, así como su relevancia no sólo social sino también y, sobre todo, antropológica, a la vez que extraemos algunas consecuencias filosófico-antropológicas importantes a partir de sus fines y funciones, que nos permitan comprender mejor al hombre moderno, para quien el trabajo se realiza predominantemente en dichas instituciones. Pero no sólo eso. El propósito de esta investigación no se reduce únicamente al deseo de una mayor comprensión del fenómeno de la empresa en términos filosóficos, sino también, y más importante aún, a que dicha comprensión sirva como guía para construir mejores empresas, unidades económicas de producción y distribución de bienes y servicios que sean más acordes con sus elementos y fines propios. Así, queda delimitado el carácter del presente estudio. Se trata de una investigación filosófica –pues se inquiere por las causas–, sobre la empresa, que se circunscribe al ámbito de lo práctico, es decir, aquél donde, de acuerdo con santo Tomás de Aquino, se estudia a la razón en cuanto que considera las acciones voluntarias,[22] pues nuestro propósito último no es el de saber más, sino el de actuar mejor, “ya que de otro modo ningún beneficio obtendríamos de ella”.[23]

Desde luego, esto no significa que nuestro estudio, o el modelo devenido de él, sea exhaustivo, pues no dudamos que en un futuro se elaboren modelos y teorías más completas que puedan juzgar con mejores parámetros lo que se ha intentado en este trabajo. En cambio, quizá el aporte más valioso radica en la reconsideración de la empresa como un instrumento positivo para la sociedad y para las personas que se desempeñan en ella, no sólo en cuanto trabajador, sino en cuanto persona, contra otras perspectivas obstinadas en clasificarla como un dispositivo “opresor” que juega en favor del mercado y en contra de los trabajadores. Pero esto sólo será posible siempre y cuando ésta se fundamente a sí misma en consonancia con la naturaleza de sus elementos constitutivos, y particularmente con el más importante de ellos, a saber, el ser humano. Más aún, dicha reconsideración no debe llevarse a cabo sin el aporte especulativo que puede dar la filosofía. Por ende, nuestro propósito último es llamar la atención sobre algunos de los problemas que deben formar parte del itinerario de las investigaciones filosóficas que se emprendan sobre el tema de la empresa, así como apuntar a sus posibles soluciones, cuya pertinencia sólo podrá ser juzgada a posteriori.

[1] Carlos Llano, Análisis de la acción directiva, México, Limusa Noriega Editores, 1996, p. vii.

[2] Con esto queremos decir que cuando una empresa cualquiera afirma sostener cierta “filosofía”, ésta se reduce, en la mayoría de los casos, a una breve y en ocasiones poco profunda descripción de los valores que la caracterizan.

[3] En México son muy pocos los autores que se han dedicado a escribir sobre el tema de la empresa desde una perspectiva filosófica. En el ámbito internacional es posible encontrar mayores ejemplos entre los que se encuentran Adela Cortina, Robert Solomon, Rafael Alvira, Juan Antonio Pérez-López, Pablo Cardona, Alberto Ribera y Josep Rosanas.

[4] Cuando hablamos de productivo nos referimos a cualquier trabajo que produce cosas, ya sea materiales o intangibles, que tienen vida independiente del sujeto productor. En este sentido, la administración o la dirección de empresas también son trabajos productivos en tanto que producen, por ejemplo, la configuración de una organización. Este concepto quedará más claro en el primer capítulo de esta obra, al tratar el concepto aristotélico de poíesis.

[5] Cfr. Platón La República, Madrid, Gredos, 1981, III, XX, 451a.

[6] Cabe aclarar que Aristóteles sí hizo un estudio sobre el tipo de actividad que representaba el trabajo productivo al cual designa con el calificativo de poiético y que será objeto de investigación más adelante. Sin embargo, eso no excluye el poco aprecio que tuvo el estagirita por el trabajo manual, que se encuentra en condición de inferioridad respecto de la contemplación teorética y la actividad política. Cfr. Aristóteles, Política, Madrid, Gredos, 2000, III, 5, 1278a 3 y VII, 9, 1328b 3.

[7] Cfr. Ibid., VIII, 2, 1337b 9-15.

[8] Utilizamos el término económicas en su sentido etimológico más primitivo, como el arte de administrar (νέμεωιν) un hogar o un patrimonio (οἶκος), y que en su sentido aristotélico se entiende como el “arte de utilizar” (Cfr. Ibid., I, 8, 1256b 13-15).

[9] En este punto seguimos parcialmente la tesis de Max Weber, para quien la incubación del sistema capitalista en los países de mayoría católica fue mucho más difícil debido en parte al cariz predominantemente “ascético” propio de la religión, que despreciaba el éxito mundano en beneficio de la vida contemplativa. Cfr. Max Weber, La ética protestante y el espíritu del capitalismo, Premia Editora, México, 1991, pp. 15 y ss. Aunque esta tesis weberiana ha sido ampliamente criticada debido a su carácter un tanto reduccionista –el ethos religioso protestante como explicación del surgimiento y preponderancia del sistema capitalista en gran parte de los países llamados occidentales–, nos parece un tanto acertada la idea de que el advenimiento del cristianismo, y su poderoso influjo, principalmente durante la Edad Media y el Renacimiento, influyeron decisivamente en la jerarquización de los fines considerados como valiosos, respecto de los cuales quedaron rebajadas las cuestiones mercantiles, calificadas como “mundanas”. Esta postura también explicaría en parte el nulo avance que hubo en cuestiones relacionadas con la administración durante aquellas épocas, de lo cual se queja por ejemplo Claude S. George, en su libro History of Management Thought: “Durante la época medieval no se escribió virtualmente ningún libro concerniente a los conceptos de administración. Esto no es sorprendente cuando nos detenemos a considerar el ambiente, los autores y sus factores. El pueblo vivía bajo condiciones hostiles […]. Quienes escribían eran escribas, miembros de órdenes religiosas, o líderes instruidos de la corte. Los libros fueron laboriosamente escritos a mano y sólo los conceptos más importantes fue valioso registrarlos bajo esas tediosas y penosas circunstancias. Los temas típicos incluyeron la religión, el gobierno del reino, las empresas bélicas y las leyes de la tierra […]. No se le dio alta prioridad al arte de la administración, a pesar de su importancia para cada uno de esos grupos […]. No es sorprendente, bajo esas circunstancias, que pocos o ningún escrito sobre administración se realizara durante ese periodo”. Claude George, Lourdes Álvarez, Historia del pensamiento administrativo, México, Pearson Education, 2005, p. 27.

[10] Friedrich Meinecke define la razón de Estado de la siguiente manera: “Razón de Estado es la máxima del obrar político, la ley motora del Estado. La razón de Estado dice al político lo que tiene que hacer, a fin de mantener al Estado sano y robusto. Y como el Estado es un organismo, cuya fuerza no se mantiene plenamente más que si le es posible desenvolverse y crecer, la razón de Estado indica también los caminos y las metas de este crecimiento... La ‘razón’ del Estado consiste, pues, en reconocerse a sí mismo y a su ambiente y en extraer de este conocimiento las máximas del obrar”. Friedrich Meinecke, La idea de la razón de Estado en la Edad Moderna, Madrid, Centro de Estudios Constitucionales, 1983, p. 3. Esta idea se atribuye originalmente a Maquiavelo, fundador de la filosofía política moderna, quien sostenía la autonomía de lo político respecto de lo ético y lo moral. Cfr. Felipe Giménez Pérez, “La Razón del Estado en Maquiavelo y el antimaquiavelismo español y particularmente en Quevedo”, en El Catoblepas, Revista Crítica del Presente, núm. 13, 2003, p. 19.

[11] Cfr. Nicolás Maquiavelo, El príncipe, México, Porrúa, 2003, particularmente capítulo XVIII.

[12] Inmanuel Kant, “¿Qué es la Ilustración?”, Filosofía de la historia, México, Fondo de Cultura Económica, 2006, p. 25.

[13] Cfr. John Locke, Segundo Tratado del Gobierno Civil, Madrid, Alianza Editorial, 1990, capítulo V, sección 25 y ss.

[14] “¿En qué consiste, entonces, la enajenación del trabajo? Primeramente, en que el trabajo es externo al trabajador, es decir, no pertenece a su ser; en que en su trabajo, el trabajador no se afirma, sino que se niega; no se siente feliz, sino desgraciado; no desarrolla una libre energía física y espiritual, sino que mortifica su cuerpo y arruina su espíritu. Por eso el trabajador sólo se siente en sí fuera del trabajo, y en el trabajo fuera de sí. Está en lo suyo cuando no trabaja y cuando trabaja no está en lo suyo. Su trabajo no es, así, voluntario, sino forzado, trabajo forzado. Por eso no es la satisfacción de una necesidad, sino solamente un medio para satisfacer las necesidades fuera del trabajo. Su carácter extraño se evidencia claramente en el hecho de que tan pronto como no existe una coacción física o de cualquier otro tipo se huye del trabajo como de la peste. El trabajo externo, el trabajo en que el hombre se enajena, es un trabajo de autosacrificio, de ascetismo. En último término, para el trabajador se muestra la exterioridad del trabajo en que éste no es suyo, sino de otro, que no le pertenece; en que cuando está en él no se pertenece a sí mismo, sino a otro. [...] Pertenece a otro, es la pérdida de sí mismo.” Carlos Marx, Manuscritos económicos y filosóficos, Biblioteca de Autores Socialistas [en línea], disponible en <http://www.ucm.es/info/bas/es/marx-eng/index.htm>, consultada el 29/07/19.

[15] Hannah Arendt, La condición humana, Barcelona, Paidós, 2005, p. 175.

[16] Hannah Arendt distingue tres tipos de vida propuestos por Aristóteles, que no están sujetas a “la necesidad y las exigencias humanas”: la vida dedicada a los placeres, la vida política y la vida contemplativa. En particular la vida política se desarrolla en la esfera pública, por lo que, al contrario de la vida privada, vive en el ámbito de libertad, que le permite articular grandes palabras y llevar a cabo grandes acciones frente a sus iguales. En cambio, la modernidad traslada el ámbito de la necesidad a la arena pública, trastocando lo que originalmente se concebía como político, es decir, lo público-libre. Cfr. Ibidem.

[17] Alejandro Llano, “Hacia una teoría general de la acción”, epílogo del libro Carné Doménech Melé, Ética en el gobierno de la empresa, Pamplona, eunsa, 1996.

[18] León XIII, Rerum Novarum, II.

[19] Pío XI, Quadragesimo Anno, 61.

[20] Cfr. Pablo VI, Populorum Progressio, 22.

[21] Juan Pablo II, Centesimus Annus, 35 y 43.

[22] De acuerdo con Tomás de Aquino la razón tiene cuatro modos distintos de ordenar dependiendo del tipo de objetos y fines a los cuales esté dirigida su atención: “Hay un cierto orden que la razón no hace, sino solamente considera, como es el orden de las cosas de la naturaleza. Otro es el orden que la razón, considerando, hace en su propio acto, por ejemplo, cuando ordena sus conceptos entre sí y los signos de los conceptos que son las palabras. En tercer lugar, se encuentra el orden que la razón al considerar hace en las operaciones de la voluntad. En cuarto lugar, se encuentra el orden que la razón, considerando, hace en las cosas exteriores de las que ella misma es la causa, como en un arca y en una casa” (Santo Tomás de Aquino, Comentario a la Ética a Nicómaco, I, lección 1, 1). Así tenemos que las áreas de investigación concernientes a la filosofía práctica –como la que intentamos desarrollar en la presente investigación– pertenecen al tercer tipo de razonamiento, por cuanto que su interés en última instancia son las acciones voluntarias.

[23] Con esto hacemos referencia a Aristóteles, para quien, en última instancia, el estudio filosófico de la virtud, punto neurálgico de su ética, no es el de saber más sino el de actuar mejor. Cfr. Ética nicomáquea, II, 2, 1103b 26-30.

La persona en la empresa y la empresa en la persona

Подняться наверх