Читать книгу Matar y guardar la ropa - Carlos Salem - Страница 12

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—A ti lo que te pasa es que te gusta matar y guardar la ropa, chaval —me decía siempre el viejo Número Tres.

A su modo, me quería. Pero era un modo de mierda. Él me enseñó el oficio, después de reclutarme.

Él me explicó que se mata mal cuando dudas, porque las balas lo saben.

Había matado a tanta gente que cuando le tocó a él, sus últimas palabras fueron para puntuar la eficacia del asesino.

—Nueve puntos con cincuenta —dijo. Y murió. Lo sé porque yo lo maté.

A veces lo echo de menos.

—A ti lo que te pasa es que te gusta matar y guardar la ropa —me decía siempre. Se burlaba de unos prejuicios que yo nunca expresaba. Pero el viejo Número Tres era un perro viejo y no se le escapaba nada:

—Matar, mata cualquiera, Treinta y tres. Lo difícil es el equilibrio. Los que gozan matando, los que se empalman cuando matan, no son buenos, porque comprometen sentimientos, ¿entiendes? Empalmarse es un sentimiento…

—Querrás decir que es una sensación…

—Quiero decir un sentimiento. Cuando yo me empalmo, mi mujer se pone a llorar, Treinta y tres.

Me llamaba Treinta y tres, supongo que ese era mi número entonces en el escalafón de la Empresa. Aunque en ocasiones pensaba que era una broma cruel por mis pretensiones frustradas de ser médico.

No llegué a eso.

Cuando conocí a Leticia, me enamoré de su alegría, de sus ganas de vivir.

Y de su culo. Me encantaba cómo reía su culo.

La conocí una noche, en una pelea en una discoteca. Yo estaba borracho y solo, aunque como había ganado el campeonato de tiro al blanco, me rondaban varias chicas del lugar. Me pasaba algo extraño. Hervía por dentro. Supongo que eran las hormonas. Por primera vez en mucho tiempo, ganar me había enardecido, aunque no lo demostraba. Bebía. Miraba a la gente. Bebía más. No vi llegar a Leticia ni al rubio. El rubio también estaba borracho pero además venía furioso. Era la promesa local para el campeonato de tiro, pero se alteró tanto cuando vio que lo superaba con facilidad que falló varias veces y acabó sexto. Ser sexto jode cantidad. Le gritaba a la chica del culo sonriente. Le retorcía el brazo y le volvía a gritar. Y los que estaban alrededor miraban hacia otro lado. De pronto, la barra de la discoteca fue la cubierta de una goleta y el rubio un oficial odioso, seguramente inglés. Le agarré una mano y lo hice girar. Me miró, burlón. Yo seguía sentado en mi taburete. Le pegué desde abajo y voló hacia atrás. Vino hacia mí uno de su grupo y le pateé las pelotas. Vino otro, tropecé, y me abracé a él para no caerme. Estaba bastante borracho. Las fuerzas se equilibraron porque algunos se pusieron de mi parte y se armó una gran pelea. Leticia dice que yo reía como un corsario y volaba de un lado a otro, repartiendo golpes y botellazos.

Eso lo decía antes, cuando me contaba la pelea.

Hace años que no recuerda esa pelea.

El resto fue menos nebuloso. La policía que llegaba y ella que me sacó de allí y la casa de una amiga donde hicimos el amor por primera vez, por segunda vez, por tercera vez, hasta perder esa noche la cuenta de las veces. Por momentos me parecía que todo se movía un poco alrededor. Pero es lo que se siente cuando estás en alta mar y con las velas desplegadas.

Leticia era hija de la eminencia del pueblo.

Un cirujano célebre que mantenía la consulta local por motivos sentimentales, pero que trabajaba en los mejores hospitales de Madrid.

El rubio al que le partí la cara era su novio y estaba en segundo de Medicina.

Llegó a ser un neurocirujano conocido.

Yo me quedé en visitador médico.

O algo así.

—A ti lo que te pasa es que te gusta matar y guardar la ropa —me decía siempre el viejo Tres—. Los que matan y luego se lamentan son como esas putas que lloran después de haber cobrado. Para matar bien, hay que olvidarse de todo menos de la bala. El blanco es móvil, vale, pero es un blanco. Si te pones a pensar que tiene familia y todo eso, acabas errando el tiro y lo jodes más, porque tarda en morir o lo tienes que rematar. Lo mejor es dejarse de chorradas, apuntar y, ya que te vas a cargar al tío, hacerlo rápido y bien.

—¿En qué fallo, yo? —le preguntaba.

—En nada, chaval, eso es lo malo. Matas bien, le atinas a una mosca en los cojones a cien metros. Pero yo te veo la cara en el momento en que vas a disparar. Y veo que en ese momento te sientes otro, como si no fueras tú el que jala el gatillo. Eso te puede joder, Treinta y tres. No se puede matar y guardar la ropa. Apuntas. Piensas: voy a disparar y él va a caer y no se levantará. Y luego disparas. Entonces cae. ¿Ves qué fácil?

Cambiar de ciudad es lo mejor si quieres ser otro diferente del que eres. O volver a ser el que pudiste ser. Dos meses después de conocer a Leticia yo vivía en Madrid y estaba matriculado en Medicina. Era fácil. Había vuelto a ser el chico brillante y admirado o algo así. Caía bien a los profesores, a los compañeros, hasta al padre de Leticia.

—Este joven llegará lejos —dijo cuando me conoció. El padre de Leticia no regalaba elogios. Nunca.

Mis calificaciones eran buenas y yo quería creer que lo de la Medicina iba conmigo. Que estaba hecho para eso.

—Hay gente destinada a salvar vidas y tú eres uno de ellos —me dijo el padre de Leticia cuando acabé primero de carrera.

Si él supiera.

En segundo se confirmó mi condición de joven promesa y el padre de Leticia aconsejó que nos casáramos, que él financiaría mi carrera y la de ella, y que era una pena que un chico tan brillante tuviera que trabajar en lugar de centrarse en los estudios.

—Considéralo una inversión —dijo.

En tercero y cuarto coseché matrículas de honor y en quinto dejé la facultad y entré a trabajar en unos laboratorios, como visitador médico. Acababa de nacer la niña, y Leticia me miraba buscando en los espejos la sombra del capitán pirata del que se había enamorado.

Yo volvía a ser el apocado, el del montón, el que la Madre vio esta mañana en el ascensor de un edificio de la Castellana.

Habían pasado diez años desde el solar abandonado detrás del instituto.

Había vuelto a encontrar a Tony, en la Facultad de Medicina.

Llevaba un parche en el ojo.

Juraría que era el mismo parche.

—A ti lo que te pasa es que te gusta matar y guardar la ropa —me decía siempre el viejo Tres. Yo sabía que era un borrachín y un putero. Y que era el mejor asesino que hubo nunca.

Pero no sabía que fuera un jodido adivino.

Porque hemos llegado a destino, falta poco para que amanezca, y el camping al que me han mandado para que vigile la muerte inminente de Leticia es un camping nudista.

Los niños duermen como ángeles. Esperaré a que amanezca, aparcado junto a la entrada. Desde aquí, el camping parece un paisaje en sombras de gigantescas setas coloridas. Juraría que se oyen los ronquidos acompasados de los gnomos naturistas que habitan las tiendas. ¿Dormirán en pelotas los nudistas? Encaja en el estilo de Leticia traerse a su nuevo amor a un camping nudista de cinco estrellas.

¿Cómo será él?

Como era yo, supongo. Aunque no recuerdo bien cómo era.

De hecho, ella me habló alguna vez de este sitio, o de uno parecido, cuando estábamos juntos. Encaja en su estilo.

Lo que no encaja en el estilo de Leticia es que alguien quiera matarla.

Alguien que no haya estado casado con ella, digo.

Ni que ese alguien consiga la atención de una empresa como la mía, sea cual sea.

No matamos a cualquiera.

Y no somos baratos.

Siguen durmiendo y puedo fumar empujando el sol con el humo, apoyado en el morro del coche. Tiene que ser un error. Eso, un número equivocado en la matrícula que Dos me dictó. Aunque el modelo y el color del coche coincidían. Y Número Dos no se equivoca. ¿Una broma macabra, tal vez? Imposible: el Dos no sabe lo que es una broma. No tiene sentido del humor ni del amor. Nunca nos hemos visto cara a cara. Yo siempre trataba con el viejo Número Tres, hasta que Dos me llamó y me encargó matarlo. A veces imagino su cara, su aspecto, y lo veo escueto, seco, con cara de palo y brazos de rama. Sin raíces. Un árbol de la muerte, un contable de bajas que reportan dinero y un almacén lleno de asesinos eficaces esperando la orden. Creo que estas muertes no son para él más que entregas de pedidos, cantidades para el balance, sin sangre, ni dolor ni llanto.

El Número Dos nunca hubiera aprobado lo del parque del Retiro.

Aunque eso fue lo que me puso en el camino de su organización.

Si no hubiera sido por el parche, aquella mañana en la Facultad no hubiera reconocido a Tony. Habían pasado diez años desde que lo perdí de vista y de pronto estaba ahí, con veinticuatro años y gordo como una bola. Eso me extrañó. Cuando éramos niños, juramos no engordar jamás y no admitir en nuestro barco a ningún tripulante gordo. No me sorprendió hallarlo en Medicina, porque además de primer oficial de mi barco pirata, de pequeño Tony soñaba con ser médico.

—¿Quién iba a confiar en un cirujano tuerto y gordo? —dijo aquella vez, hace casi quince años.

No estudiaba allí. Tony trabajaba para una multinacional que surtía de material sanitario e higiénico a hospitales, ministerios y universidades de toda Europa. Lo contó sin amargura. Él vendía las servilletas de papel con las que se limpiaban los morritos las niñas pijas de cinco facultades, y el papel higiénico con que acariciaban sus culitos que Tony nunca podría tocar.

Lo invité a comer y seguimos hablando y bebiendo hasta la noche. Leticia había dejado la facultad ese año, después de nacer la niña, y pasaba unos días en la casa de campo de sus padres. Yo planeaba acelerar mi carrera presentándome por libre a varias asignaturas anticipadas.

Tony me felicitó por la paternidad y celebramos el reencuentro.

Estaba jodido, muy jodido. Y al mismo tiempo se lo veía radiante.

Era y no era el Tony de siempre. Un Tony al cuadrado.

Esa noche, cuando íbamos por el sexto whisky, me lo contó:

—La idea llegó hace cinco años, cuando murió mi abuelo, ¿lo recuerdas? El pobre agonizó durante meses. Y lo que más lo humillaba no era la espera, sino la indefensión, el ridículo cuando tenía que ir al baño. Odiaba esos artilugios que te colocan en los hospitales, decía que ya que iba a perder la vida, por qué coño le quitaban también la dignidad. Y me hizo prometerle que inventaría algo más práctico. Yo siempre fui un manitas para las cosas mecánicas, ¿te acuerdas? Y le di vueltas al asunto durante años. Hasta que todo encajó.

Brindamos por eso.

No lo entendí muy bien, aunque me dibujó unos diagramas en servilletas de papel. Era como un váter químico pero hermético que el enfermo podía manejar sin ayuda. Lo novedoso era el tamaño reducido del artefacto, su forma discreta y el proceso de destrucción de las heces y lo demás. Era ecológico y terriblemente barato. Se le iluminaba la cara al hablar de su invento. Se acabarían los problemas para los ancianos y enfermos, y todo gracias a su abuelo. Porque Tony había patentado el dispositivo incluyendo el nombre de su abuelo:

—¡Todos los viejos del mundo podrán tener su Teo-doro!

El abuelo de Tony se llamaba Teófilo.

Brindamos por el Teo-doro. Y en la copa número diez, ¿o fue en la doce?, se derrumbó. Estaba perdido y asustado. Para realizar el prototipo de su invento pidió el apoyo de su empresa y se lo negaron. Recurrió a un prestamista que, de pronto, tenía urgencia por cobrar y era un tipo peligroso, lo había amenazado de muerte. Además, de pronto, su empresa le quería comprar el invento por una buena suma.

—Asunto resuelto, entonces —dije—: vendes, pagas y te sobra una pasta para instalarte por tu cuenta. ¡Brindemos por eso!

—No entiendes, Juan. ¡Quieren comprar la patente del Teo-doro para impedir que se fabrique! Como es barato y duradero, se les acaba el gran negocio de los hospitales, la renovación de material cada año, todo eso…

Sentí pena por Tony.

Y supe que tenía que hacer algo por él.

Me contó que a la tarde siguiente, a las cuatro, estaba citado con el prestamista en el estanque del Parque de El Retiro, pero que lo iba a mandar a la mierda; ahora que había vuelto a encontrarme se sentía otra vez un pirata y nadie lo asustaría. Supe que el prestamista no se dejaría convencer, porque la conexión con la empresa era clara. Según Tony, fue uno de sus jefes el que lo puso en contacto con el usurero. Tony, gordo y con parche en el ojo, no tenía mucho que hacer.

Pero no le dije nada.

Esa noche, solo en casa y antes de dormirme, tracé el plan. A la tarde siguiente falté a clase y me fui a El Retiro una hora antes de la hora de la cita. El tipo también llegó temprano. Porque tenía que ser él: grande y tosco, amenazador incluso cuando miraba a los patos escuálidos que aburrían el agua. Me recordó a Soriano y un solar abandonado junto al instituto, diez años antes. Tony llegó enseguida y venía muy nervioso. Daba igual: yo estaba allí, llevaba una gorra que me cubría la cara y fingía leer. Estaba a unos cien metros de ellos. Mi plan era simple: seguiría al prestamista cuando se separasen, lo alcanzaría antes de que dejara el parque y lo mataría. Así de sencillo. Ahora que lo pienso, no sentí la menor duda o prejuicio moral al respecto, aunque entonces aún no había matado a nadie. Igual tenía razón el viejo Número Tres cuando decía que yo había nacido para el oficio.

Nadie relacionaría a Tony con la muerte del prestamista y era poco probable que me atraparan. Pero si me tocaba caer, fingiría un arrebato de locura o algo así. Si la empresa estaba detrás, dejarían en paz a mi amigo. El Teo-doro sería todo un invento, pero no era tan importante como para verse mezclados en un asunto así.

En el morral, limpia y aceitada, llevaba mi pistola de competición. Hacía un año que no participaba en torneos, pero mi puntería seguía intacta. Lo sabía porque periódicamente mi suegro me hacía protagonizar exhibiciones de tiro al plato en su casa de campo.

—Tiene puntería de cirujano —se ufanaba ante sus amistades.

Y todos aplaudían.

Tony y el gigante hablaban. Tony razonó con él y hasta irguió la espalda para demostrar que no le tenía miedo. El otro se rió en su cara.

No sé por qué Tony hizo aquello.

Estiró la mano hacia arriba y le pegó una bofetada.

Y otra.

Y otra más.

El tipo se quedó pasmado pero pude ver cómo se sacudía, miraba al parque desierto y sacaba una navaja enorme. Mi mano voló al morral o la pistola saltó hasta mi mano, no lo recuerdo. Avanzó para apuñalar a Tony y disparé. Al principio pensé que había fallado, porque estaba lejos y no fue el tipo el que cayó, sino Tony. Volví a disparar y el gigante se derrumbó, con una bala en la cabeza. La gente empezó a acercarse y caminé sin prisa en dirección contraria, hacia la salida más alejada. Rodeé corriendo el parque y, cuando volví a entrar, ya había llegado la ambulancia. Nadie se fijó en mí. Minutos antes El Retiro parecía desierto, pero al olor de la tragedia ajena habían brotado de la sombra docenas de parejas y estudiantes y jubilados. Al grandote se lo llevaron en una bolsa cerrada. Ya no amenazaría a nadie.

Rogué que la puñalada de Tony no fuera muy profunda.

No era una puñalada.

Mi primer disparo no había fallado del todo.

Se lo llevaron desmayado, con una bala en la pierna izquierda. Aunque tenía los ojos cerrados, juraría que me miró desde el parche, hasta que se cerró la puerta de la ambulancia. Pero eso era imposible.

Tony perdió la pierna y la policía no lo vinculó con la muerte del prestamista. Se daba por hecho que sólo era la víctima casual de un ajuste de cuentas con el tipo, que tenía antecedentes por robo y extorsión. Durante la convalecencia repetía todo el tiempo que si no llega a ser por la interrupción anónima, hubiera derrotado al gigante:

—¡Ya lo tenía, Juan, ya lo tenía!

Cuando estaban por darle el alta, dejé de visitarlo y no volví a verlo. Aunque durante un tiempo estuve pendiente de la suerte de mi amigo. Al final, vendió la patente de su invento por una suma cuatro veces mayor que la primera oferta.

La empresa obsequió a Tony con una pierna ortopédica de primera calidad y mientras duró su recuperación pusieron a su disposición una silla de ruedas motorizada ultramoderna y única en el mundo.

Llevaba incorporado un dispositivo que nunca salió al mercado.

Un Teo-doro.

Esperar aquí. A que amanezca. Siempre que llovió, paró, solía decirme el viejo Número Tres. Los niños siguen durmiendo y el camping parece un poblado de sombras coloridas.

No lo haré.

No dejaré que lo hagan.

Y menos el Número Trece, esa mala bestia.

Fumar. Pensar. Mirarlo todo tapándome un ojo mientras huelo el mar.

¿Ya habrá llegado Leticia con su misterioso novio? Seguro. Siempre le gustó conducir rápido.

¿Será una trampa para mí? Al fin y al cabo, Leticia, pese a sus modales de clase alta, no es nadie. Nadie que alguien quiera matar. Nadie que no sea yo. Parece imposible que no sepan quién es. Salvo que todo sea una trampa preparada para cazarme y que incluya a toda mi familia.

Imposible. No es el estilo de la Empresa. Y yo no he cometido ningún error en los años que llevo matando para ellos. Sean quienes sean. Lo más sensato sería escapar ahora, poner a salvo a los niños y esperar. Pero entonces no sabré si todo es un monumental error o una burla grotesca. Y siempre pueden hallarme. Al menos conmigo los niños estarán seguros.

Duermen con una paz que no se finge, es el momento en el que cada uno es como es, sin máscaras. Leti estirada, avasallando con piernas y brazos a su hermano que se encoge, tratando de molestar lo menos posible.

El pobre Antoñito ignora todavía que eso no impide que otros consideren que sí molestas. Y decidan borrarte con un gesto. Hay gente que mata sin tocar, porque la muerte es una mercancía cotizada pero sucia. Y acuden a los especialistas como yo.

Amanece.

Está decidido. Me quedaré a enfrentar lo que sea.

Y por deformación profesional, me sorprendo preguntándome cómo ocultaré la pistola mientras paseo por la playa en pelota picada.

Me parece oír a lo lejos la risa borracha del viejo Número Tres.

Pero es sólo el canto desafinado de un pájaro de mal agüero.

Matar y guardar la ropa

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