Читать книгу Disfrazado de novia - Carlos Schilling - Страница 4
El novio secreto de Susanna Hoffs
ОглавлениеSoy el novio secreto de Susanna Hoffs, tengo la edad que ella tuvo hace cinco años, y vivo a miles de kilómetros de su casa en Los Ángeles. No nos cruzamos nunca, no nos hablamos nunca, pero si Susanna Hoffs me conociera personalmente yo dejaría de ser su novio secreto y me convertiría en su novio oficial. La ventaja de nuestra relación a distancia es que podemos movernos con absoluta libertad sin sentir celos uno del otro. Ella se casó con un director de cine, tuvo hijos, cantó con The Bangles, cantó sola y volvió a cantar con The Bangles. Yo salí con varias mujeres, me casé, me separé, y no volví a casarme. Nos llevamos perfectamente bien en nuestros mundos paralelos. Sólo hay un problema: conozco a una mujer que se parece a Susanna Hoffs, la conozco desde la misma época en que conocí a Susanna Hoffs, se llama Verónica, la he besado, me he acostado con ella, nos hemos visto y nos hemos dejado de ver varias veces durante los últimos veinte años. Ahora tengo miedo de volver a verla. Aclaro que ahora no es hoy, ni mañana, ni la semana próxima, no es una fecha exacta en el almanaque, es el día inevitable en que Verónica tenga la misma edad que tiene Susanna Hoffs en este momento y sea tan hermosa como ella a los cincuenta años. ¿Cómo podría soportarlo? Imaginen la escena: un señor maduro, medio pelado, con lentes…, no, no, es mejor no imaginar nada, el futuro duele como si ya hubiera pasado. Escribo el nombre de Susanna Hoffs en el buscador de Youtube y veo aparecer distintas variantes de su cara en los cuadros de videos disponibles. Elijo el video oficial de Walk Like an Egyptian y veo a Susanna Hoffs tal como era en el año 1986, cuando sólo tenía 27 años: los ojos grandes pintados de negro, el pelo revuelto, un vestido corto con flecos y un brazalete dorado en el antebrazo derecho. La primera vez que vi ese video fue en un televisor exhibido en la vidriera de una casa de electrodomésticos. Caminaba por la peatonal y me llamó la atención la imagen de cuatro chicas que se movían en la pantalla. Como el televisor no emitía sonidos, lo que se veía era un baile mudo, una mímica, una especie de imitación forzada de una danza oriental. Si bien la canción estaba de moda y yo ya la había escuchado en la radio, no podía asociarla con ese video. Simplemente miraba un grupo de mujeres hermosas, tres mujeres hermosas (ahora sé sus nombres: Debbi Peterson, Vicki Peterson y Micki Steele) y una cuarta, la que más aparecía en cámara, que no sólo era hermosa, era hermosísima, era perfecta.
¿Cuánto influyó la imagen de Susanna Hoffs en Verónica y cuánto la imagen de Verónica en Susanna Hoffs? Quisiera formular la pregunta en el orden exacto. En aquella época, yo no estaba dispuesto a reconocer que me gustaba una banda como The Bangles. Me daba vergüenza: vergüenza pública y vergüenza íntima. Susanna Hoffs y Verónica vivían en planetas de distintos sistemas solares, no había nada que las uniese, ni siquiera la evidente similitud física. Cuando miraba a Susanna Hoffs no podía ver a Verónica y cuando miraba a Verónica no podía ver a Susanna Hoffs. Se negaban una a otra, se eclipsaban, y esa mutua negación, ese doble eclipse se expresaba en detalles ínfimos, por ejemplo: que Susanna Hoffs usara el pelo revuelto y Verónica el pelo lacio o que Verónica luciera un anillo en la mano izquierda y Susanna Hoffs se adornara con aros, collares, brazaletes y pulseras como una joyería ambulante. En el video de Walk Like an Egyptian, hay un momento en que la cámara se acerca a la cara de Susanna Hoffs y capta un movimiento de sus ojos, que van de un lado al otro fijados en un punto invisible. Es un gesto de película de suspenso. Significa: algo extraño está a punto de suceder. Pero en una canción que invita a bailar a las momias, esa mirada no trasmite miedo, sólo comunica la gracia de una chica que se burla de los misterios de las pirámides. Al final de lo que podría llamar la primera etapa de nuestra relación, cuando salíamos todos los días, Verónica empezó a hacer un gesto similar con los ojos, los movía de un lado a otro o los ponía en blanco, aunque era mucho más difícil detectar cuándo estaba exagerando sus sentimientos o cuándo estaba exponiéndolos sin palabras. Una noche fuimos a tomar algo a un bar de Nueva Córdoba, era un lugar caro y yo no tenía un peso o, mejor dicho, el peso que tenía me alcanzaba para pagar una cerveza y volverme a pie a casa. Me impuse un plan de urgencia económica: no pedí nada. Estamos en un bar, dijo Verónica, ¿por qué no tomás algo? No tengo sed, no tengo hambre, le contesté, tratando de no transmitirle por telepatía mi estado financiero, pedí vos. Y Verónica pidió: un lomito y una cerveza, pero cuando el mozo se estaba yendo con el pedido, ella volvió a llamarlo y corrigió: cerveza, no; whisky. Tuve una reacción espontánea: ¿Vas a tomar whisky con un lomito? No me contestó: hizo con los ojos el mismo gesto de Susanna Hoffs y siguió callada durante todo el tiempo que pasó comiendo el lomito y tomando el whisky. No bien lo terminó, pidió otro vaso. Una prueba de que siempre le he resultado más atractivo cuando está borracha es que a la mitad de ese segundo whisky, Verónica abandonó su silencio hostil y empezó a decirme que le encantaban mi cuello y mis brazos y un montón de cosas de mi cuerpo que no pueden ser encantadoras para nadie. Me besó en la boca un rato largo, me manoseó por debajo de la mesa, y me habló al oído: me rogó que le sacara la bombacha ahí mismo. No fue un ruego, fue una orden: disimulá, hacé que se te cayó algo, y sacame la bombacha. A mí no se me podía caer ni una moneda y quedé duro, duro, en todos los sentidos de la palabra. Verónica volvió a murmurarme algo imposible al oído y con la misma mano que me estaba manoseando por debajo de la mesa se sacó la bombacha y me la guardó en un bolsillo del pantalón. Fue un verdadero acto de magia. Cuando llegó la cuenta, otra vez vi el zigzag en sus ojos, aunque ahora el significado era distinto. Sos pavo, sos el más pavo del mundo, ¿cómo no me dijiste antes? Mirá, tengo una extensión de la tarjeta de mi viejo. Pedite algo, ¿sí?, pedite un lomito.
Aparte de Walk Like an Egyptian hay dos canciones más de The Bangles que se hicieron famosas: Manic Monday y Eternal Flame. A esta última no sé cuántas veces me obligaron a cantarla en distintas clases de inglés. Es un ejercicio práctico de un manual que utilizan todas las profesoras de Córdoba, pero que conmigo no ha dado ningún resultado positivo. Entiendo eso de Close your eyes and give me your hands y después ya no entiendo nada, la canción se vuelve una neblina sonora en la que apenas distingo una o dos palabras como heart o flame. Todo lo demás se pierde, incluso el sentimiento, porque me indigna no escuchar lo que cualquier estudiante de nivel inicial escucharía inmediatamente, y mientras más me indigno menos capaz soy de sentir lo que Susanna Hoffs declara sobre su músculo cardíaco o sobre la combustión de sus órganos internos. Me enojo, muevo la cabeza, gruño mi impotencia. Las profesoras tratan de ayudarme, pero es peor, su compasión me humilla, me hace pensar que soy un discapacitado, que sufro un bloqueo, una tara, una deficiencia psicológica o neurológica irreversible, y como la canción a ellas sí las emociona, las emociona muchísimo, aun cuando la hayan escuchado mil veces todavía las emociona, es imposible que las cosas que digo en mi contra atraviesen esa barrera de sensibilidad hiperactivada. En vez de contestarme, sí, sos un ladrillo, un cascote, no vas a aprender inglés ni por transfusión, me dicen que no sea tan ansioso, que es un proceso natural, práctica, práctica, y más práctica, y a veces, incluso, quizá motivadas por la misma canción, apoyan una de sus manos en mi hombro o en mi espalda como si quisieran transmitirme por contacto su confianza en el idioma. ¿Por qué siempre quise aprender inglés? No sé. Dicen que hay que empezar de niño y yo empecé de niño. Pero es como si no hubiera avanzado nada desde ese momento, porque sigo cometiendo la misma clase de errores básicos, como olvidarme de los auxiliares do o does cuando formulo una pregunta o no acertar nunca entre el futuro simple y el presente continuo. Verónica vivió seis meses en Australia, tres meses en la India y dos meses en Inglaterra. También vivió en Francia y en España, aunque en esos países la competencia en inglés resulta irrelevante. No fue a la Cultural Británica ni a Icaana, no hizo cursos acelerados en la Escuela de Lenguas, ni se compró casettes y diccionarios de expresiones usuales, lo aprendió en el secundario, entre la hora de Formación Cívica y la de Biología, y lo habla fluidamente como si para ella pronunciar palabras compuestas por una vocal y cuatro consonantes fuera tan simple como respirar. También en la primera etapa de nuestra relación, antes de que empezara a hacer gestos con los ojos, tuvimos la idea de viajar a Inglaterra. No llegó a ser un plan. No pasó de ese estado de conversación entusiasmada en la que quedan varados un altísimo porcentaje de proyectos románticos. Sin embargo, diez años después, cuando Verónica me contó que había vivido en Londres, no le pedí ningún detalle y desvié el tema en otra dirección. Fingí que no me interesaba si había caminado por Kew Gardens o por Kensington, fingí la perfecta indiferencia de los que conocen el mundo a través de la lectura minuciosa de folletos turísticos, aunque por dentro hervía de odio, y se trataba de un odio rencoroso, un odio espeso, indigerible, porque me parecía tremendamente injusto que ella hubiera traicionado nuestro viaje de bodas potencial a cambio de un viaje de trabajo real.
Otra desventaja de mi incompetencia lingüística es que las conversaciones con Susanna Hoffs se vuelven imposibles si cada uno habla en un idioma diferente. Es una desventaja que no debería afectarme mientras la distancia entre Los Ángeles y Córdoba se mantenga estable. Pero lo mismo me afecta, la considero una falta de sintonía mental, una falla de origen en la sincronización de nuestros cerebros. Como además de los miles de kilómetros de distancia, hay también un desfasaje de cinco horas entre las dos ciudades, trato de pensar en Susanna Hoffs a la tarde o al atardecer, cerca del mediodía de California, cuando se supone que ella ya está despierta, sola en su casa o aislada en su auto, y aumentan las probabilidades de que las ondas que generan mis pensamientos sean receptadas por uno de sus órganos sensibles. Tengo esta imagen: ella acaba de levantarse, se lava la cara, se mira un rato en el espejo del baño, se ata el pelo en una cola, y sin ponerse nada sobre la camiseta gris y la bombacha negra con las que ha dormido, va a la cocina, abre la heladera, y toma un trago de yogur directamente del pico de la botella. En ese momento, iluminada por la luz interior de la heladera, algo se detiene en ella, algo se fija, y por una milésima de segundo, menos de una milésima, todo lo que está pensando se borra de su mente sin ser reemplazado por ninguna idea, ningún recuerdo, ninguna sensación. No se mueve, no puede moverse, se queda inmóvil, rígida, con la botella en la mano, separada de su cuerpo, convertida en una extraña, viéndose a sí misma desde lejos como si fuera otra, porque ya no siente el gusto del líquido cremoso en su garganta ni percibe que una gota de yogur se desliza desde su boca hacia su mentón. Cuando vuelve a ser completamente Susanna Hoffs, hace un gesto contrariado con la cabeza, pero no, no, lo que pasó en esa milésima de segundo no desaparece, no se va, sigue allí, en algún sitio detrás de sus ojos, en un punto equidistante entre sus dos oídos, como un murmullo, como un susurro, como una voz que le resulta conocida. ¿Quién? ¿Quién puede ser? Llama a su marido, llama a sus hijos. Sabe que no están en casa y sin embargo los llama. Nadie le responde. La única persona presente soy yo y hablo en otro idioma. Claro que la transmisión de pensamientos no es la forma habitual de comunicarme con ella. Hay medios más eficaces. En Youtube aparecen mil cuatrocientos videos si escribo el nombre de Susanna Hoffs en el buscador, pero si escribo The Bangles la cifra se eleva a treinta y tres mil. Teniendo en cuenta que cada video dura un promedio de cinco minutos, podría pasarme ciento sesenta y cinco mil minutos mirando y escuchando a Susanna Hoffs. Ciento sesenta y cinco mil minutos equivalen a casi ciento quince días completos. Hace unos meses me encerré un fin de semana en mi casa con el propósito de superar mi propio récord de horas mirando videos de Susanna Hoffs (nueve horas, veintitres minutos, catorce segundos, el 18 de enero de 2011). Desconecté la línea de teléfono fijo, apagué el celular, cerré todas las ventanas, y me senté en una silla anatómica frente a la computadora. Pasé cinco horas seguidas mirando videos sin levantarme ni una sola vez a comer, tomar agua o descargar los productos elaborados por mi sistema urinario y mi aparato digestivo. Vi doce versiones diferentes de Walk Like An Egyptian en las que Susanna Hoff aparece a los 27, 29, 42, 45, 48 y 52 años. La característica común es que en todos los videos luce vestidos muy cortos y a veces la guitarra se le engancha en la falda y se la sube hasta mostrar el nacimiento de sus muslos. En la mayoría de esos videos, ella tarda en mostrarse en cámara, debido a que la primera parte de la canción es interpertada por las hermanas Debbi y Vicki Peterson. Esa demora siempre me generaba una enorme tensión entre los omóplatos, una punzada de expectativa, un sentido inhumano del tiempo. Si la sesión no duró más de cinco horas y fracasé en el intento de romper mi récord, fue porque a las seis de la tarde escuché golpes en la puerta. Los vendedores ambulantes o los Testigos de Jehová tocan el timbre con una urgencia que los delata, y como los sábados no pasan soderos, ni carteros, ni cobradores de ninguna clase, razoné que tenía que ser alguien conocido, una persona capaz de decodificar mis contraseñas sociales, y en ese punto del cálculo mi cabeza planteó una ecuación extraña, una fórmula nunca antes aplicada a la realidad, cuyo resultado indudable era que del otro lado de la puerta estaba Verónica. Me levanté de la silla de un salto, en medio de la oscuridad, y tanteé las sombras en busca de las llaves. La mesita ratona me puso la traba, pero no me caí enseguida, no me caí del todo, me fui cayendo varios pasos hasta que el armario me agarró de la nariz y me devolvió el equilibrio. Ya voy, ya voy, dije, y de mi boca salió un aullido animal. Ya voy, esperame, repetí asustado por mi propia voz. Mientras tanto avanzaba apoyándome en las paredes, palpándolas para dar con los interruptores de luz, ¿dónde estaban?, no aparecían por ningún lado, se habían movido de lugar, los había tragado el cemento. Así que volví sobre mi camino, rodeé el armario, esquivé la mesita, y por azar hundí una mano en el bosillo del pantalón y encontré algo que en ese momento tenía el mismo valor que la bombacha de Verónica veinte años atrás: las llaves de la puerta. Yo era consciente de que el espectáculo de mi cara recién salida de la oscuridad evocaba a un vampiro, pero estaba ansioso por exponerme al sol y abrazar a la única mujer del mundo parecida a Susanna Hoffs. De modo que abrí lo más rapido posible y lo primero que vi fue simplemente aire, aire, y a través del aire la puerta de la casa del frente, la calle vacía con dos autos estacionados y una bolsa de basura en la vereda. Sólo cuando bajé la vista, descubrí, no más alto que mis rodillas, un nene que me hablaba. ¿Qué decía? No sé. Le borré la cara de un rugido y lo miré correr espantado hasta la esquina.
Las apariciones y desapariciones de Verónica no siguen ninguna regla constante que yo sea capaz de entender aplicando mis escasas nociones de matemática social o emocional. Podemos vernos todos los días durante una semana y después no vernos por dos o tres años. Muy pocas veces nos cruzamos en los lugares donde la gente se encuentra todo el tiempo. No tenemos los mismos amigos y las probabilidades de coincidir en la calle nunca fueron demasiado favorables por mi tendencia a quedarme en casa y por las frecuentes mudanzas de Verónica a distintos puntos de la ciudad. Si queremos vernos, hay que acordarlo previamente, lo que es una desventaja para mí, porque al revés de lo que me sucede con Susanna Hoffs la distancia física juega en mi contra en este caso. El teléfono o el mail son aparatos de tortura: me hacen decir cosas que nunca diría en condiciones normales de comunicación. Pero el problema no es tanto lo que digo como que Verónica no pueda sentir mi presencia a través de mi voz o de mis mensajes electrónicos. Si no está mi cuerpo cerca de ella, no hace contacto conmigo, no soy nadie, nadie especial, y eso explica su incapacidad de extrañarme o de pensar en mí. Sólo me recuerda cuando ve a alguien parecido o cuando entra en facebook y descubre mi cara en alguna foto. Su memoria sentimental es decepcionante. No puede acordarse de nada de lo que hicimos en la primera etapa de nuestra relación, y aunque trato de no mencionar nunca el pasado, a veces, en medio de una conversación, se me escapa un detalle (por ejemplo: el sabor de su boca después de dos whiskies), y ella me mira como si le hablara de otra mujer, y hace ese gesto con los ojos, y me dan ganas de ahorcarla por no haber vivido nuestro amor tan intensamente como yo lo viví. Lo cierto es que cada vez que fijamos una cita, me pasa lo mismo, me duele todo el cuerpo, órgano por órgano, con un dolor muscular, hecho de nudos, calambres y la sensación permanente de que alguien me está retorciendo el estómago y los intestinos y los conductos asociados a la digestión. Pero así como Verónica es el virus que provoca la peste, también es su antídoto, la curación inmediata. La veo y ya estoy bien. Por eso me digo que si la viera siempre, si la viera todos los días, en mi casa, en mi cama, en mi auto, yo sería la persona más sana del mundo, sería, probablemente, inmortal. ¿Lo sabe ella? Se lo dije mil veces, se lo digo cada vez que nos encontramos. Eso no significa que lo sepa de verdad. Y si lo sabe, no le importa demasiado.
Como sólo me gustan las mujeres hermosas, pensé que lo que me pasa con Verónica iba terminar cuando ella se volviera vieja. En una versión no actualizada de mi vocabulario “vieja” significa toda mujer mayor de 40 años. Pero los videos de Susanna Hoffs me enseñaron que la evolución de un cuerpo o una cara no siempre sigue la misma curva de decadencia. Cuando era chico creía que si me quedaba el resto de mi vida frente a un espejo no envejecería nunca, y de algún modo Susanna Hoffs viene a confirmar esa intuición infantil. Aunque no son espejos sino cámaras las que han retenido su imagen en una edad indefinida, el ejemplo sigue siendo válido. Tomemos su figura en el video oficial de Walk Like an Egyptian de 1986 y comparémosla con la de un video de la misma canción grabado en 2011. Antes tenía el pelo revuelto, ahora lo tiene lacio, antes usaba vestidos de colores y demasiadas joyas, ahora viste siempre de negro y sólo usa un anillo y una pulsera, antes sus ojos eran redondos, grandes y oscuros, y ahora son más oblicuos y más vidriosos. Sin embargo, si se desconocen las fechas de los videos, es difícil decir cuál de las dos Susanna Hoffs es menor que la otra. Ha cambiado, ha mutado, pero no se ha vuelto vieja. No sucede lo mismo con las hermanas Debbi y Vicki Peterson. Ellas sí han envejecido, se han convertido en las madres o en las tías de las chicas que fueron veinte años atrás, unas tías medio ridículas o patéticas si se las juzga por los sombreros y las botas que lucen sobre el escenario. ¿Cuál será el destino de Verónica? Yo ya lo sé y me da miedo, muchísimo miedo, un miedo anticipatorio, un miedo de película de suspenso ya vista y vuelta a ver mil veces. Verónica no ha cambiado nunca desde que la conozco, sigue usando el pelo largo, las uñas cortas y la boca apenas animada por el brillo labial. Su política en materia de accesorios tampoco ha variado en cuanto al principio básico de máxima austeridad. Cada vez se parece más a Susanna Hoffs o Susanna Hoffs cada vez se parece más a Verónica. Ya no se niegan mutuamente, ya no se eclipsan, y ese nuevo vínculo entre ellas es ajeno a mi voluntad y no cuenta con mi aprobación. Todo lo contrario. Quiero que quede claro que son mujeres muy distintas para mí, no superpongo sus cuerpos, no recorto sus siluetas de las fotos y las pego juntas para compararlas, no, trato de mantenerlas separadas, una en California, la otra en Córdoba, aisladas en los planetas de sus respectivos sistemas solares, pero mi cabeza no acepta órdenes, trabaja por su cuenta y establece sus propias conexiones, así llega sola a la conclusión de que cuando Verónica tenga la edad que hoy tiene Susanna Hoffs será tan hermosa como ella… En cambio yo, ¿yo? Esa es la otra parte del miedo, el lado b, un miedo calculado, un miedo matemático, un miedo compuesto por regla de tres simple. Si sumamos un kilo por cada año que falta, pesaré 100 kilos cuando cumpla 55, justo 100, la décima parte de una tonelada, el coeficiente de los obesos, una cifra divisible por dos bolsas de cemento o por dos Verónicas en un solo cuerpo masculino. Me veo atrapado en la anatomía de un tipo más panzón que gordo, con las piernas flacas, pálidas y peludas, la piel de los brazos y las manos ya veteadas por venas azules, y arriba, en el lugar de la cabeza, una frente extendida hasta la nuca, una cara hinchada y una boca fija en un rictus de desprecio. Mis ojos detrás de los lentes tendrán el color del agua de los inodoros. Sin embargo, ese Buda deforme, ese hipopótamo albino, ese ogro sobre alimentado y miope, ese monstruo dotado de conciencia recibirá, cada tanto, con frecuencias imposibles de establecer ahora, un correo electrónico o una llamada telefónica, y deberá arrastrarse desde sus cloacas hacia la luz solar, siempre afectado por los mismos síntomas que le generan las citas (calambres, dolores musculares, nudos intestinales), y al final de la pesada y húmeda trayectoria, obtendrá su premio y su castigo.
Vuelvo atrás en el tiempo hasta el día en que invité a Verónica a pasear en el auto que acababa de comprarme. Si bien era el modelo más accesible de los Audi, seguía siendo raza Audi, plateado por fuera y negro por dentro, una forma pura, perfecta para nosotros dos. Pero no era el auto lo que quería mostrarle, sino algo más impactante aún, algo más sólido y definitivo. Verónica recién llegaba de Australia y como yo había empezado un enésimo curso de inglés acelerado, no sé por qué razón quise practicar con ella, y cuando pasábamos sobre el puente Avellaneda traté de decirle I dont like this river, ¿do you?, pero lo que salió de mi boca fue algo que no tenía nada que ver con el río, por lo que Verónica me contestó en español que le sorprendía la cantidad de autos importados que se veían en las calles de Córdoba. Su observación me dio pie para poner a prueba mi vocabulario económico en el idioma de Keynes y le expliqué (traduzco lo que fluía por mi mente, no lo que se trababa en mi glotis) que esa tendencia se mantendría por unos años y había que aprovecharla al máximo, aunque no estaba seguro de que comprar autos importados fuera la más conveniente de las inversiones. No sé lo que entendió Verónica, no puedo ni imaginarlo. El Audi abstracto, el Audio conceptual refutaba todas mis palabras, contradecía punto por punto lo que yo acababa de explicar, pero el Audi concreto, el Audi real se movía nervioso entre los acomplejados Citroens, Peugeots y Renaults que obturaban la avenida Monseñor Pablo Cabrera, los pasaba y los volvía a pasar, anticipándose a los cambios de ideas de los semáforos e impartiéndoles clases de educación vial a los ciclistas y motociclistas analfabetos. Dejamos atrás el aeropuerto y el peaje (pagué con un billete de cien), doblé en dirección a Villa Allende y seguí por el camino del Golf hasta que tomé la vieja ruta a Mendiolaza. Lo que quería mostrarle a Verónica estaba a unas veinte cuadras de esa ruta, por un camino de tierra lateral que subía entre árboles oscuros y casas residenciales. Sin embargo, decidí que lo mejor era merendar antes y la invité a un salón de té en Unquillo. Si bien el inglés se adecuaba más a la atmósfera de esa casa antigua que al interior del Audi, lo abandoné gradualmente, frase por frase, como un ejercicio de higiene mental necesario para entenderme a mí mismo. Verónica mencionó un té que había probado en Birmania o en Camboya y que no figuraba en la carta. La moza miró desesperada al dueño y el dueño vino y nos entretuvo media hora con su erudición sobre infusiones orientales y occidentales, planetarias y extraplanetarias. Como acto de protesta, pedí un café y un trozo de tarta de manzana que desmenuzé con la cucharita sin probar un bocado. Verónica iba a conformarse con un té verde, pero yo insistí en que eligiera una porción de torta, y señalé la que valía como si estuviese tallada en mármol. Cuando terminó el té, le pregunté si no quería un whisky. Hizo el gesto fatal con los ojos y me contestó: ¿Un whisky? ¿Un whisky con torta? Pagué en efectivo y le dejé de propina a la moza todo el vuelto del peaje. Volvimos hasta Mendiolaza y subimos por el camino de tierra. Yo iba despacio, en segunda, esquivando las piedras más grandes y las huellas más profundas, pero lo mismo llegamos enseguida al lugar que quería mostrarle a Verónica: mi terreno, mi propio terreno en las sierras, cinco hectáreas que había comprado cuando el metro cuadrado se cotizaba menos que un puñado de polvo. Ella se bajó del Audi y me siguió por un sendero abierto entre la maleza y los aromos secos, a veces me agarraba del brazo para no tropezarse y otras veces se alejaba en una dirección no prevista en mi visita guiada. La llevé hasta la zona más elevada del terreno, dejé que apreciara la vista panorámica (señaló algo difuso a lo lejos, una bandada de pájaros y un avión en el cielo). Cuando todavía estaba mirando el horizonte, le dije: aquí voy a construir una casa. Hice un ruido con la respiración, que intentó ser el equivalente de unos puntos suspensivos o un paréntesis, y continué: una casa enorme, con ventanales y pileta de natación, sala de música y TV, también una cancha de tenis y… un quincho, claro, ahí, ahí mismo, ¿ves? Le hice recorrer las habitaciones imaginarias explicándole cada cuadro que pensaba colgar de las paredes y cada mueble que iba a comprar en las ferias de antigüedades. En medio de esas detalladas descripciones, cuando ya íbamos por el dormitorio de invitados en la planta alta, le pregunté: ¿de qué color te gustarían las cortinas? Verónica ni lo pensó, dijo: blancas. Las cortinas siempre tienen que ser blancas ¿no?, y me pidió que volviéramos a Córdoba antes de que se hiciera de noche.
La casa ahora está terminada y es muy diferente a la que describí aquella tarde, aunque fue construida en el mismo punto elevado del terreno. Se destaca entre las casas de Mendiolaza por ser cuadrada y blanca, un cubo perfecto, con una única puerta, también blanca, y sin ventanales, sólo una serie de claraboyas diminutas, que parecen agujeros en una caja gigante y que se mantienen cerradas todo el día. No tiene pileta de natación ni cancha de tenis, tampoco hay cuadros ni muebles, y mucho menos un quincho. Permanece vacía, con las paredes oscuras por falta de luz solar, como un refugio subterráneo. Voy los fines de semana, dejo el auto a la sombra de los árboles, abro el candado y las dos cerraduras, vuelvo a cerrar la puerta enseguida a mi espalda, y camino por las habitaciones con una linterna en la mano. A veces no necesito encenderla, ya conozco de memoria cada rincón, y no hay nada con lo que podría tropezarme. Avanzo en la oscuridad respirando el aire clausurado en el que aún percibo algunas vetas de olor a pintura fresca. Mi plan es que la casa sea un centro de comunicaciones con Susanna Hoffs. Pondré varias pantallas en las que continuamente se vean sus videos, sus conciertos grabados y las entrevistas que le hicieron en diferentes programas de televisión. Habrá una sala especial para Eternal Flame y otra para Manic Monday, pero la principal estará dedicada a todas las versiones de Walk Like an Egyptian. En esa sala, pienso romper mi récord de horas mirando videos de Susanna Hoffs. Tres días seguidos, viernes, sábado y domingo, tres días en que no voy a hacer otra cosa más que estar con ella.