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El rey del ping pong
ОглавлениеUna sola vez vi a mi padre perder un partido de ping pong y creo que fue la única vez que perdió en su vida. Jugaba los fines de semana contra cualquiera que viniese a visitarnos: sus amigos, mis amigos o los amigos de mi madre. No le importaba que fueran hombres o mujeres, chicos o viejos, no hacía diferencia con ninguno de sus posibles rivales. El resultado más frecuente era siete a cero. Verdaderas matanzas deportivas. Ganaba por exterminación, por masacre, por apocalipsis. Pero todos querían seguir jugando contra él (todos salvo mi primo). Por más que las probabilidades de ganarle fueran nulas, le pedían revancha una y otra vez, y eso dice bastante de la actitud de mi padre. No era competitivo o no lo era de un modo convencional. Se negaba a reproducir a escala de una mesa de ping pong la comedia evolutiva de supervivencia del más apto: no festejaba los puntos, ni se burlaba de los adversarios, ignoraba las emociones de las personas contra las que jugaba, se mantenía concentrado, en silencio, moviéndose de manera fluida y pegándole con violencia a la pelota, sin dar ventaja ni regalarle rebotes a nadie, aunque se enfrentara a un discapacitado. Si había un jugador contra el que uno podía perder cien partidos consecutivos y no traumarse en el ciento uno era él. Lo sé por experiencia personal, por las diez mil veces que me ganó desde los cinco a los treinta años. No exagero la habilidad de mi padre. La prueba documental es un video aficionado subido a Youtube. Son tres minutos formidables. Me gustaría haber heredado el diez por ciento de esa habilidad. Pero si bien mi padre no pudo transmitirme genéticamente su talento, varias veces me encontré mirando con su misma pasión los campeonatos mundiales en Espn o las repeticiones de partidos legendarios. La diferencia es que para mí la forma en que le pegan los jugadores profesionales sólo se explica en términos sobrenaturales: magia, milagro, espiritismo deportivo. En cambio, él entendía la mecánica íntima de cada golpe y era capaz de imitarla tras unas pocas sesiones de entrenamiento.
Durante las vacaciones de verano, que siempre pasábamos en nuestra casa de Mayu Sumaj, aprovechaba para jugar varias horas todos los días, a veces desde la madrugada hasta el atardecer. Se levantaba antes de que saliera el sol y se ponía a armar la mesa de ping pong en la galería. Evitaba hacer ruido para no despertar a nadie: no se lavaba la cara, no tomaba agua, no desayunaba, ni siquiera encendía una linterna, aunque dos o tres veces mi sueño fue más liviano que sus infinitas precauciones y pude espiarlo mientras se movía como un fantasma en la oscuridad. Caminaba descalzo desde su dormitorio hasta la puerta doble la galería, protegida por una reja de hierro cerrada con candado, y conseguía abrir ambas cerraduras sin que emitieran ningún quejido metálico y sin que las llaves chocaran entre sí. Ya fuera de la casa, el contraste del calor de su piel con el frío de las sierras no alteraba esa cadencia de animación suspendida que guiaba sus acciones. Seguía conteniendo la respiración, midiendo cada paso, tan pendiente de todo que su cuerpo parecía generar una atmósfera de silencio lunar, más ligera que el aire terrestre, más pura y más simple. No daba la impresión de ser un sonámbulo sino de avanzar en el interior de un sueño, en el paisaje de una fantasía que él mismo había proyectado y que se materializaba ahí, en su casa de fin de semana, en el lugar que mejor conocía del mundo y que sin embargo en ese momento se volvía extraño, distinto, levemente encantado, la misma realidad pero traducida a otra dimensión. En esa especie de limbo personal, mi padre sacaba la mesa de la funda, la apoyaba contra el piso, y valiéndose de sus piernas y de sus brazos empujaba las dos tablas hasta que estas se desplegaban con un movimiento similar al de un pájaro enorme extendiendo las alas. Los soportes se abrían activados por un mecanismo oculto, y así la mesa quedaba sostenida sobre sus patas en medio de la galería. Por último, tensaba la red, la ajustaba de ambos lados, y se sentaba en una reposera hasta que varias horas después alguno de nosotros o de nuestros invitados se levantaba y salía a saludarlo.
—¿Jugamos?
No importa quién formulara la pregunta, la respuesta era invariable:
—Sí.
Mi padre tenía mejor carácter como jugador que como persona. Quienes lo conocían notaban la diferencia entre el tipo sereno que ganaba siempre al ping pong y el gerente que manejaba a los empleados de su empresa con órdenes precisas e intimidantes. Lo respetaban porque pagaba los sueldos en fecha y premiaba a quienes merecían ser premiados, pero había un fondo de temor en ese respeto, un temor infrahumano a que las cosas nunca estuviesen lo suficientemente bien hechas. Se imponía sin levantar la voz y sin demostraciones despóticas. Sólo le bastaba un signo de reprobación para desatar una tormenta que congelaba el ambiente. De pronto hacía tanto frío que resultaba imposible respirar. El edificio de la empresa se transformaba en una sucursal de la Antártida y había que sobrevivir en condiciones extremas. Nada más adverso a su ideología que tener amigos en el trabajo: no confiaba en el contador, le revisaba las cuentas y le corregía los cálculos, y cada vez que debía viajar al interior de la provincia por cuestiones de negocios, le dictaba un manual de instrucciones a su secretario que vivía en una situación de permanente colapso nervioso. A favor hay que decir que los balances siempre cerraban con cifras positivas y todos los años aumentaban el capital y la cartera de clientes de la empresa. También en casa era dominante, aunque de un modo menos visible y más templado, consciente de que podía manipular a su mujer y a su hijo por telepatía o por telekinesis. Nos movíamos a su voluntad sin darnos cuenta, queríamos lo que él quería, pensábamos lo que él pensaba, impulsados desde adentro por una fuerza superior a nosotros, y que recién hoy puedo definir como la convicción de ser más felices que nadie en el mundo. No una familia perfecta, tres personas perfectas, tres personas con una sola mente, la mente de mi padre. No discutíamos por nada, no había gritos, ni insultos, ni sonrisas con dobles sentidos, ni rencores masticados en silencio, y no recuerdo ningún episodio de nuestra rutina familiar comparable a esas batallas de todos contra todos que he visto en casa de mis amigos. Incluso cuando él se iba de viaje, una o dos veces por mes, mi madre y yo funcionábamos de la misma manera, adaptados a nuestra particular versión doméstica de la armonía preestablecida. Lo hacíamos sin esfuerzo, sin imponernos un modelo de conducta y sin esperar nada a cambio. ¿Qué otra cosa íbamos a hacer? Ya lo teníamos todo, no había una vida mejor que la nuestra, y nos bastaba con ser como éramos para confirmarlo día tras día. Eso explica tal vez por qué nos representábamos el paraíso en la forma de una mesa de ping pong.
Ahora que lo conocen puedo precisar que el único partido que mi padre perdió en su vida fue contra un chino, un chino verdadero, no un descendiente de chinos de segunda o tercera generación, un chino recién venido de la China. Pero para entender cómo un chino llegó a nuestra casa de Mayu Sumaj no me quedan más opciones que abrir el paréntesis donde dejé encerrado a mi primo en el primer párrafo de esta historia. Lo libero y lo expongo como una bestia: mide casi dos metros, tiene la cabeza grande y las manos grandes, tan grandes que resulta difícil creer que fueron pequeñas alguna vez. En términos zoológicos su peso es el equivalente al de un gorila y todo ese peso está lleno de su personalidad, colmado de su temperamento, saturado de su carácter de… Sería ideal que mi primo se presentara a sí mismo para evitar que la repulsión que ahora siento por él se proyecte hacia atrás en el tiempo y desfigure incluso la época en que aún no lo odiaba. Pero no existe esa posibilidad, y si existiera, no se la daría, en absoluto, ¿cómo voy a perderme el placer de completar los puntos suspensivos con la palabra “mierda”? En este repaso imparcial, mi primer recuerdo de su conducta de resentido se remonta a una escena en la que tenemos 10 u 11 años. Estamos sentados en el piso de la galería, apoyados contra el ventanal, esperando nuestros respectivos turnos en la mesa de ping pong. Mi padre ya nos ha eliminado dos veces a cada uno y ahora juega contra un rival que se agita y suda como si estuviera corriendo una maratón en sentido inverso, porque siempre que se mueve hacia un lado la pelota va hacia el otro. Un alto porcentaje de su energía malgastada proviene de las palabras de aliento que salen de la boca de mi primo. Si no lo ovacionara cada vez que parece a punto de escupir el estómago, el pobre ya hubiera entregado la paleta hace rato, vencido por la evidencia, derrotado por todas las probabilidades en su contra, pero aguanta el martirio, por más que el aire le queme los pulmones, por más que tenga calor y tenga frío, sigue jugando al borde de una descompensación cardíaca, sostenido por el honor ajeno, por los gritos de un chico que lo incita, lo elogia y lo putea, con un vocabulario que revela una marcada especialización en actividades genitales y fecales. Lo curioso es que todo el fanatismo de mi primo se concentra en su voz, nada más se mueve en él: no cierra los puños, no aplaude, no salta, permanece relajado, las piernas estiradas en el piso y las manos apoyadas sobre las rodillas, mientras su garganta truena. Yo, que estoy al lado de esa tormenta oral, noto el contraste entre la voz enfurecida y el cuerpo descansado, lo siento, lo percibo, y no sé en qué fase de esa sensación y esa percepción, de repente algo se enciende en mí (¡ah!) y del contraste saco la conclusión de que mi primo no está alentando al rival de mi padre sino que directamente está insultando a mi padre. Tengo una reacción fulminante: le pego un codazo y corro a encerrarme en mi pieza. El campeonato de ping pong se suspende hasta que mi primo deja de llorar, se limpia la cara, y anuncia:
—No pasa nada. Ahora juego yo.
La siguiente escena que he seleccionado para retratar la conducta de mi primo sucede una década después. No estamos en Mayu Sumaj sino en Córdoba. Jugamos en el garaje de casa, en una mesa recién comprada, hecha de un material parecido al celuloide. Es el mismo tipo de mesa en la que juegan los profesionales y probablemente le costó una fortuna a mi padre, aunque nunca haya mencionado el precio. Ya hace tiempo que mi primo entrena los músculos de su abdomen en largas sesiones de gimnasia gastronómica. Ha destrozado dos o tres sillas de plástico mediante el simple procedimiento de sentarse sobre ellas. Pero aún es ágil, aún es hábil, y lo que le falta de agilidad y habilidad lo compensa con su fuerza bruta y su temperamento competitivo. Por primera vez en muchos años consigue mantenerse cerca de mi padre en el puntaje del partido. Pierde sólo once a nueve y tiene el saque a su favor. Se pone once a diez tras un remate violentísimo que hace rebotar la pelota contra las cuatro paredes del garaje. Lo extraño es el modo en que festeja el punto o mejor dicho en que no lo festeja. Lo único que hace es tocarse el codo derecho, el del brazo que sostiene la paleta, acercarlo a su boca y soplarlo dos o tres veces. Al principio me parece que el gesto imita a un pistolero en el acto de enfriar el caño de su revólver. Pero en el siguiente saque, después de una maravillosa devolución de mi padre que pega en un ángulo de la mesa y se desvía en una curva inalcanzable, entiendo el verdadero significado del gesto. Lo entiendo porque mi primo lo repite. Vuelve a soplarse el codo varias veces y además se lo masajea un buen rato con la mano izquierda. No puedo más, dice, no puedo más. Como me he convertido en un experto en las inflexiones de su voz, soy capaz de detectar todos los matices, y esta vez no detecto ni un acorde de dolor en sus palabras, no, lo que detecto es algo bastante más espeso, algo que tiene un sabor ácido y descompuesto, como la bilis, como el reflejo de una arcada que va y viene desde el estómago a la garganta y no se puede tragar ni regurgitar. Le doy un nombre a esa sustancia tóxica: frustración. Mi primo está frustrado, evidentemente frustrado, y si está frustrado es porque tenía un plan que mi padre desarmó con su fantástica devolución. No digo que mi primo empezara el partido con ese plan, sino que se le ocurrió cuando estaba a punto de empatar y calculó que un empate era el mejor resultado posible contra mi padre. Fingió la puntada en el codo cuando iban once a diez para que la estrategia no fuese tan obvia, pero le salió mal, tan mal que ya no se sintió capaz de recuperar los dos puntos con su saque y prefirió seguir la comedia de la lesión. No podría decir si mi padre también se dio cuenta y lo dejo pasar o si realmente estaba preocupado y por eso le envolvió el codo con una bolsa de hielo y le recomendó que se hiciera ver por un kinesiólogo. Lo cierto es que en todos los partidos jugados en los años posteriores no permitió que mi primo anotara más de dos o tres puntos humillantes.
Esa acumulación de derrotas explica la presencia de un chino en Mayu Sumaj. Mi primo ni siquiera nos avisó que vendría a visitarnos junto con varios amigos de la compañía electrónica multinacional en la que trabaja. Llegaron en una camioneta y lo único que trajeron fue una conservadora gigante llena de hielo y botellas de cerveza. Habían venido cantando y riéndose desde Córdoba y el entusiasmo les duraba en las caras enrojecidas y en los gestos expansivos. Estaban sintonizados en dos frecuencias: se gritaban entre ellos y hablaban en voz baja con mis padres. El chino no entendía nada. Se dejaba llevar de un lado al otro por la casa (mi madre le mostró hasta el inodoro) y asentía a todo con un movimiento afirmativo de la cabeza. Mi primo y sus amigos lo exhibían como una especie de trofeo, como una bandera robada a un equipo contrario. Sin embargo el chino ocupaba en la jerarquía de la empresa un puesto infinitamente superior a cualquiera de las personas que trabajaban en la Argentina. Era el ingeniero consultor, el que había diseñado el procedimiento logístico de integración de los programas desarrollados en las distintas sedes de la compañía. Hablaba en inglés, aunque en un inglés que no coincidía con el inglés que hablábamos nosotros. Tal vez por ese motivo todas las veces que escuché su nombre me sonó como Showtime. Y la exclamación ¡Showtime! ¡Showtime! ¡Showtime! me quedó retumbando en la cabeza hasta varias horas después de que terminó el partido. Yo estaba a dos pasos de la mesa, fui testigo directo, recuerdo el resultado (veintiuno a diecisiete), recuerdo el lugar que ocupaba cada persona presente, recuerdo el festejo contenido y a la vez despiadado de mi primo cuando mi padre le entregó la paleta y le dijo ahora te toca a vos, pero lo que no recuerdo es la secuencia de jugadas que se sucedieron para llegar a ese resultado definitivo, no recuerdo la variedad de golpes, la velocidad de los remates, la trayectoria de los efectos, la cantidad de veces que la pelota quedó en la red o se fue larga, los saques poderosos o sutiles, las devoluciones exactas o erradas, de allí que el partido me parezca ahora una fórmula abstracta, una ecuación planteada en números imposibles. Tampoco recuerdo los motivos de que no hubiera revancha entre mi padre y el chino. En algún momento nos sentamos a comer, a tomar, a charlar, y nos olvidamos de la mesa de ping pong en la galería. La última imagen de esa tarde: mi primo saludándonos con los dos brazos y medio cuerpo fuera de la camioneta, más gordo, más feliz, hinchado de cerveza y colorado por el sol. Exultante, insultante.
Mi padre se murió un año y medio después de perder con el chino, así que sería inadecuado establecer una conexión directa entre su muerte y esa derrota. Jugó muchos partidos luego de aquel día, siguió ganando siempre por márgenes amplísimos, y su personalidad de jugador no se vio afectada por ese signo menos en su récord personal. Lo único que voy a decir sobre su muerte es que lo más justo hubiera sido que cayera fulminado sobre una mesa de ping pong. Irónicamente (no, ni siquiera irónicamente) le dio un infarto en su oficina, al lado de su secretario que casi se desmaya antes de marcar el número de urgencias, y murió en la camilla de una ambulancia, acompañado por un enfermero y una médica practicante que intentaban reanimarlo mientras el vehículo corría a toda velocidad con la sirena encendida en dirección al Hospital Privado. Una serie de circunstancias fortuitas impidió que mi padre y el chino volvieran a enfrentarse durante ese año y medio. Cuando uno estaba disponible, el otro estaba de viaje, y viceversa. La cuestión es que no hubo una segunda oportunidad. En cambio, mi primo y yo jugamos varias veces contra Showtime, por lo general en la sala de juegos del hotel donde se alojaba en Córdoba, y lo curioso es que ganamos y perdimos contra él en porcentajes equilibrados. Era chino, sí, chino de la China, pero no era excepcional, no mejor que nosotros, al menos, y tremendamente inferior a mi padre. No había punto de comparación entre uno y otro, ni siquiera en la actitud con la que aceptaban los tantos a favor o en contra. Por más inteligente y adoctrinado que fuera el chino, cada vez que fallaba un golpe o se le escapaba una pelota, decía las únicas palabras que había aprendido en español, ah chino boludo, ah chino boludo, y antes de volver a concentrarse en el partido permanecía un buen rato en una especie de zona de exclusión, enojado contra sí mismo, moviendo la cabeza contrariada y respirando con bronca. Estaba a años luz de ser un rey del ping pong. Muchas veces, después de aquella derrota en Mayu Sumaj, pensé en preguntarle a mi padre qué pasó ese día, ¿te dolía algo?, ¿te mareaste?, ¿te bajó la presión?, pero aplacé la pregunta tanto tiempo que dejó de tener sentido, y ahora que él está muerto ya no hay respuesta posible. Eso no significa que yo haya dejado de buscarla, aunque tal vez no soy yo el que busca, sino algo en mí, algo subcutáneo, algo que no sé de dónde viene ni a dónde va, pero que me lleva a hacer cosas que no hubiera hecho en otros momentos de mi vida.
Por ejemplo: un día en que mi madre fue al cementerio, me quedé en casa y me metí en su dormitorio. No sé por qué abrí las puertas del ropero, pero fue lo único que se me pasó por la cabeza. Los trajes de mi padre seguían colgados en el mismo lugar. Saqué el más nuevo de una percha, lo extendí sobre la cama matrimonial, y me desnudé tan rápido que no me di cuenta de que era excesivo despojarme también de las medias y el slip. Me puse el pantalón y el chaleco directamente sobre el cuerpo desnudo, ni siquiera se me ocurrió buscar una camisa. En el espejo de la puerta del ropero, comprobé lo que ya sabía, que me quedaba perfecto, que teníamos la misma estatura y la misma silueta, y que vestido así parecía mi padre resucitado. Cuando me probé el saco, noté una dureza en un bolsillo interior, un objeto plano y cuadrado que abultaba por dentro. Era un cartón plegado y metido a presión en ese agujero. Tuve que hacer un esfuerzo para sacarlo sin desgarrar la tela. Antes de desplegarlo, alcancé a ver en una de las caras posteriores del cartón una nota manuscrita: Unión de Oncativo, 14/4/2012. No era el momento de ponerme a descifrar qué significaba ese lugar y esa fecha. Mi manos estaban impacientes: desplegué el cartón y en la cara que había quedado oculta vi algo que no esperaba ver, algo que tal vez no era inesperado, ni absolutamente imprevisible, pero que yo no esperaba ni había previsto encontrar en el bolsillo de un saco de mi padre: un diploma. Estaba enmarcado por una guarda de motivos geométricos, trenzados en una filigrana, y en el ángulo superior derecho había un escudo de color negro y amarillo con la sigla CAUC. En el texto constaba que la Comisión Directiva del Club Atlético Unión Central de Villa María tenía el honor de concederle al señor (y aquí el nombre y el apellido de mi padre figuraban escritos en letras góticas) la medalla de oro del Campeonato Regional de Tenis de Mesa del Centro de la Provincia de Córdoba. También había una fecha: 10/3/2012. Justo diez días antes de la muerte de mi padre. Me puse a buscar la medalla de oro en el ropero, revisé los estantes y los bolsillos de los sacos, pantalones y camisas, y como no la encontré entre la ropa, seguí buscándola en todos los cajones de los muebles de casa. No estaba en ningún lado. No había señales de medallas, ni de trofeos, ni de otros diplomas. Eso podía significar que mi padre guardaba sus premios en un lugar secreto o que el único torneo que había ganado era el de Villa María. Las dos opciones me parecían poco factibles. Todavía vestido con su traje, busqué en Internet la página de Unión de Oncativo, y comprobé que el 14 de abril se había jugado en sus instalaciones un campeonato nacional de ping pong. Era obvio que mi padre había tenido la intención de inscribirse, de lo contrario no hubiera anotado la fecha y el lugar en el dorso del diploma. Si la lógica no me engañaba, Villa María y Oncativo sólo debían ser los dos últimos hitos de una larga secuencia que tal vez se extendía muchísimos años en el tiempo. Incluso antes de resignarme a no encontrar ningún otro indicio en casa, ya había trazado un plan. No le dije ni una palabra a mi madre, supuse que no sabía nada, y que si no lo había descubierto por sí misma tampoco merecía saberlo. Habíamos quedado en que yo me haría cargo de la dirección de la empresa, y por lo tanto no iba a resultarle extraño que decidiera viajar a los mismos lugares del interior de la provincia adonde había viajado mi padre.
Guiado por la lista de ciudades y pueblos que confeccionaron el contador y el secretario, empecé a recorrer en sentido inverso esa trayectoria. No terminé aún y no creo que termine en muchos años. Igual desde el principio supe exactamente lo que iba a encontrar, aunque saberlo no me ha servido para responder por qué mi padre perdió contra el chino y por qué no le exigió una revancha inmediata. Al contrario, las preguntas se multiplicaron, se expandieron en mil de direcciones divergentes. ¿Por qué dejó que mi primo lo insultara y se burlará de él durante dos décadas? ¿Por qué no lo echó junto a sus amigos borrachos? ¿Por qué no nos contó a mi madre y a mí sobre su doble vida? ¿Qué significaban para él su empresa, sus empleados, su casa en Mayu Sumaj y nosotros en comparación con los campeonatos de ping pong? No sólo se multiplicaron y se expandieron, ahora las preguntas también son más grandes, tan grandes que no caben entre dos signos de interrogación. Viajé a Villa María un lunes por la mañana sin prever que el club podía estar vacío y cerrado ese día. Tuve suerte: estaba vacío, pero no cerrado. Había una mujer del servicio de limpieza que no me preguntó quién era ni qué quería y me dejó pasar como si yo fuera una autoridad del Club Atlético Unión Central. Caminé por un largo pasillo antes de llegar a la cancha de básquet donde se había jugado el campeonato de ping pong. Era un galpón enorme en forma de domo al que las tribunas desiertas y el tablero electrónico apagado volvían aún más inmenso, fuera de escala, exagerado, semejante a un monumento abandonado por una civilización de gigantes. Mis pasos resonaban sobre el piso de parquet y hasta mi respiración generaba ecos en ese colosal volumen de silencio que me aplastaba contra mí mismo y me provocaba una sensación parecida al vértigo. Luego de un buen rato de caminar medio desorientado, descubrí que en una pared cercana a los vestuarios todavía estaban colgadas las fotos de la premiación. Mi padre aparecía abrazado a varias personas y con la medalla de oro en el pecho. Saludaba con una mano a la cámara. Encontré distintas versiones de esa misma foto en muchos clubes de la provincia, en Laborde, en Villa Cabrera, en Arroyito, en Río Cuarto, en Santa Rosa de Río Primero. La variante principal era que en algunas fotos en vez de una medalla mi padre sostenía un trofeo y lo alzaba con las dos manos. En todas las planillas oficiales que pude revisar siempre figuraba en el primer puesto: campeón, campeón y campeón. Detrás de él, algunas veces, no muchas, había también uno o dos nombres chinos. Yo los anotaba y los pronunciaba en voz alta, pero ninguno me sonaba como Showtime. También los busqué en Internet. Uno de ellos había estado a punto de clasificarse para los juegos olímpicos de Sidney. Eso significaba que debían de ser excelentes jugadores, integrantes de una elite internacional, y que los habían invitado a estos torneos para mejorar el nivel de los participantes locales. La mayoría de los campeonatos se jugaban en la zona más rica de la provincia, lo que explica que los clubes organizadores se dieran el lujo de contratar a estrellas del tenis de mesa mundial.