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Capítulo 2
Penny por el agujero
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Aún llovía cuando Griffin, el responsable de la comisaría local, recogió a Anne en la puerta de su casa. Anne estaba preocupada, y mucho; por alguna razón pensaba que el cielo no llovía, sino que lloraba. Anne resultaba hermosa cuando esperaba porque, con la mirada perdida en la oscuridad de su percepción de las cosas, parecía concentrada únicamente en el hecho de esperar.
Anne le llevó directamente al prado donde las ovejas pastaban porque sabía que su marido haría por allí las primeras tareas matutinas. El Lotus Corvina que Griffin conducía, el coche oficial de la policía por entonces, no era el mejor vehículo para andurrear por el campo, pero en aquella época casi ninguno lo era. El chasis bajo chocaba contra las piedras del suelo al circular.
—No te preocupes, Anne —decía Griffin, que casi podía oler la preocupación de ella—. Ese marido tuyo estará perfectamente. No entiendo qué te hace pensar que algo puede ir mal, en realidad. Con todos los respetos, había entendido que estaba desaparecido desde anoche, pero… ¿cuánto tiempo dices que lleva fuera?
—No es el tiempo —susurró Anne, compungida—. Es una sensación.
Griffin asintió.
Griffin y el matrimonio Brewer eran amigos desde hacía tiempo. Habían pasado grandes veladas juntos y solían visitarse para hacer cosas como tomar té o disfrutar de una comida al final del día. Griffin sabía de las sensaciones de ella, y les tenía cierto respeto, por cierto, pero no podía evitar pensar que estaba exagerando. Tanto ella como Drew se hacían viejos, si no lo eran ya al decir de muchos, y era previsible que surgieran preocupaciones como aquella de vez en cuanto. No pasaba nada. Conduciría hasta el prado y haría que Anne se reuniera con Drew. Él pondría esa expresión suya tan inglesa, con la ceja ligeramente levantada, y quizá la reprendiera, un poco al menos. Pero luego los llevaría de vuelta a la granja y quizá tuviera aún tiempo de tomar unos huevos con beicon y judías, y café. Tanto a los Brewer como a Griffin les gustaba el café.
Pero cuando el Lotus Corvina coronó la suave colina que precedía al prado, Griffin vio el óvalo cimbreante y eléctrico y detuvo el coche apretando con fuerza el pedal del freno. El coche derrapó ligeramente en la tierra embarrada y se detuvo con un suave movimiento pendular.
—¿Qué… es eso? —preguntó Anne.
Había hecho la pregunta como si pudiera verlo. Miraba, de hecho, en la dirección donde aquella cosa inexplicable pulsaba, como una herida en la realidad, como si estuviera realmente mirándola.
Griffin sacudió la cabeza.
—Dios mío, Anne —susurró. Y luego, más despacio, repitió—. Dios mío.
Anne abrió la puerta de su lado y el sonido de la lluvia cobró intensidad. El sonido de la lluvia y algo más, un zumbido bajo y grave como el que hacen un montón de enchufes que están sobrecalentándose en algún recóndito lugar de un sótano con demasiada humedad. Griffin era policía, así que reaccionó instintivamente proyectando el brazo hacia ella para retenerla; al fin y al cabo, era una situación desconocida, y lo desconocido siempre tenía un componente de peligro. Estaba en el manual de policía. Pero pensó en Drew. ¿Dónde estaba Drew? Ninguna anomalía eléctrica, fuera del tipo que fuera, iba a detener a Anne si su marido podía estar en peligro.
—Drew —susurró ella, como si estuviera a punto de desfallecer.
Griffin salió del coche y vio cómo Anne se dirigía con rapidez a algún lugar apartado de aquel arco eléctrico. Griffin volvió a mirarlo.
Porque era un arco eléctrico.
Lo era, ¿verdad?
¿Qué otra cosa podía ser?
«Un arco eléctrico en mitad de un prado», pensó.
Por allí ni siquiera había tendido eléctrico, cañerías ni ninguna otra instalación soterrada de ningún tipo. Era Daffy Green, por el amor de Dios. En Daffy Green no había más que granjas y muchísimo campo.
Pero entonces, ¿qué era?
—¡Drew! —llamó Anne, alzando la voz.
Griffin miró. Drew Brewer estaba tendido en el suelo, aparentemente desmayado. La cuestión, de nuevo, era… ¿Cómo había sabido Anne que estaba allí?
Mientras corría hacia él, su mente seguía intentando conjeturar explicaciones cabales. «Las personas ciegas tienen otros sentidos ensalzados», se decía. «Quizá Anne ha podido escuchar su respiración. Quizá Drew tiene una respiración sibilante que ella puede escuchar, porque… porque lo conoce…».
«No digas sandeces», se respondió. Era lo que decía siempre su padre. «No digas sandeces, niño».
—Drew… —susurró Anne, ahora arrodillada junto a su marido, pasándole una mano por debajo de la nuca mientras le acariciaba la mejilla.
Drew abrió los ojos de repente, como si el mero contacto le hubiera devuelto a la vida. Anne le sonreía, con los ojos ciegos tocando la mirada de él. Tal vez no pudiese ver, pero desde luego sí podía llorar. Una lágrima resbaló por la mejilla.
«Bueno», pensó Griffin. «Una cosa bien, al menos».
Lo siguiente era, por supuesto, aquella cosa en el prado.
Volvió a mirarla, temiendo que cuando volviera a examinarla hubiera crecido, o se hubiera vuelto de una intensidad aún mayor, como si fuera a explotar.
Las ovejas corrían describiendo círculos en el prado.
¿Qué demonios les pasaba a aquellas ovejas?
Griffin pudo haber hecho muchas cosas en aquel momento. Pudo haber subido a Anne y a Drew en el coche policial y haber salido de allí. Parecía… Bueno, parecía radiactivo. Algo radiactivo. Había leído noticias sobre una central nuclear que pensaban abrir en Rusia tan pronto entrara el año, una central enorme que tendría toda una ciudad cerca para albergar a los trabajadores y sus familias. Algo de locos. Esas cosas le ponían los pelos de punta. Al fin y al cabo, ¿quién podía entender algo tan poco natural, tan descabellado y tan misterioso como la energía nuclear?
Pero Griffin estaba acostumbrado a relativizar las cosas. Era un hombre sencillo que estaba orgulloso de ser inglés, de tener una reina como Isabel II y de haber puesto la bandera británica en casi todas partes en el mundo. Nada mal para una isla relativamente pequeña. «El salario de un día por el trabajo de un día» era su lema, como lo había sido el de su padre antes que él, y también el de su abuelo. ¿Y si salía pitando de allí y luego resultaba ser… una especie de fuego de San Telmo gigante, o algún otro fenómeno raro de los que ocurrían en el mundo por todas partes? Sus compañeros se reirían de él. Le llamarían Griffin Piesrápidos, o Griffin La Liebre. Y después del trabajo, con cada ronda de pintas de cerveza, una sería siempre para Griffin La Liebre.
—¿Drew está bien, Anne? —preguntó.
Internamente, sin que fuera del todo consciente de ello, deseaba recibir una respuesta. Lo ansiaba. Quería oír a Anne diciendo: «No, Griffon (ella a veces le llamaba Griffon cuando quería fastidiarle, porque decía que le recordaba a no sabía qué animal mitológico). Drew no está bien. Creo que necesita un médico». Y él asentiría con gravedad y llevaría a Drew al hospital porque… porque era un buen policía, un buen amigo y, sobre todo, un buen inglés. Y no estaría huyendo del problema; no sería Griffin La Liebre, sino Griffin El Héroe. Un hombre educado. Y sensible.
Pero Anne no respondió nada por el estilo.
—Sí —exclamó—. Está bien.
Griffin no dijo nada.
Miró al óvalo. Era, en realidad, fascinante si uno obviaba el hecho de que fuese la cosa más rara que había visto en la vida. Tenía cierta belleza, tenía armonía.
Se acercó a Drew. Parecía estar bien, consciente, aunque tenía la mirada confusa y perdida que había visto a veces en personas de avanzada edad.
—Drew, ¿qué te ha pasado? —preguntó.
Drew giró la cabeza para mirarlo.
—Griffin… Por… el amor de Dios, menos mal que estáis aquí, chicos…
—Por el momento solo yo, Drew. Dime, ¿qué… qué ha pasado aquí? ¿Qué es esa cosa?
Drew negó con la cabeza.
—No… No lo sé. De veras que no lo sé. Me lo pregunto, ¿sabes?
—¿Cómo acabaste en el suelo? —preguntó Griffin.
—Oh. Bueno… ¡Estoy bien! —se apresuró a decir el granjero, moviendo la mano en el aire.
—Un médico decidirá eso, señor Brewer —dijo Anne, ceñuda.
—¿Cómo acabaste en el suelo? —repitió Griffin, impaciente.
—Una tontería —dijo Drew—. Puede que… me impresionara un poco, ya sabes. Esa cosa de ahí es bastante extraña. ¡Bueno, lo es! Seguramente tropecé con una piedra, me resbalé y caí, eso es todo.
—Bueno —dijo Anne—. Recupera el aliento y descansa la cabeza, viejo torpón.
Drew asintió, sonriendo.
Griffin dio un par de vueltas sobre sí mismo, intentando ubicar las cosas en los estantes de orden provisional de su mente. Era lo que hacía cuando realizaba su trabajo policial: colocar las cosas en estantes provisionales que luego podría poner en orden, con tiempo. Uno tenía una etiqueta: SENSACIONES DE ANNE. En otro ponía: LA GRAN COSA RADIACTIVA. Y en otro más: EL COMPORTAMIENTO DE LAS OVEJAS. También había un hueco en el que había garabateado ¿DREW RESBALANDO CON UNA PIEDRA? ¡PRUEBA OTRA COSA! A veces, tenía que apartar la información fuera de su línea de pensamiento para avanzar. Era por pura salud mental.
—Está bien —susurró—. Está bien. Voy a ver qué demonios es eso, ¿de acuerdo? —anunció.
Anne levantó la cabeza como si la hubieran abofeteado.
—No vayas, Grif —dijo Anne casi en un susurro.
—Quédate aquí con él, ¿vale, Anne? —respondió Griffin sin dejar de mirar las evoluciones eléctricas que recorrían los bordes del desgarro. Estaba preocupado y distraído, los estantes de orden provisional de su mente desbordados, y añadió—: ¿Harás eso por mí?
—Eso… no debería estar ahí…
Griffin se giró para mirarla.
—¿Cómo dices? —preguntó.
—Eso no debería estar ahí —repitió Anne.
Griffin intentó tragar saliva, pero tenía la boca seca. Era aún temprano por la mañana y ya estaba deseando regalarse una pinta.
—Anne —exclamó con prudencia—. ¿Sabes algo de eso? Tú o Drew… ¿sabéis algo de esa… cosa?
Anne inclinó la cabeza, como si pensara en la respuesta.
—Anne… ¿qué es eso? —preguntó Griffin, impaciente.
—No lo sé —respondió ella.
Griffin asintió despacio.
—¿Has dicho eso porque sabéis algo que yo debería saber, Anne? ¿O es porque… tienes una sensación? ¿Es eso?
Anne bajó la cabeza para mirar a Drew, aunque fuera de esa manera especial con la que ella miraba las cosas que quería. Drew seguía tumbado en el suelo, como si estuviera recuperándose de una paliza. No decía nada, pero Anne, por su silencio y su ausencia de movimientos, sabía que estaba todavía mareado.
—Sí —respondió.
Griffin inspiró profundamente, se dio la vuelta y empezó a andar hacia el óvalo.
No quería. Sabía Dios que no quería. Pero tenía que hacerlo.
***
«Bueno, una cosa es segura», se dijo. «No es electricidad». Con tanta lluvia y el suelo anegado en agua, estaba seguro de que habría un montón de repercusiones visibles si se tratara de un arco voltaico. Más que visibles, apostaba a que serían catastróficas. Probablemente. Griffin no era electricista y ni siquiera sabía mucho de electricidad, solo lo suficiente para reparar algún enchufe en casa, quizá. Pero estaba razonablemente seguro de que el agua sobre algo electrificado provocaría algo así como una explosión que llegaría a la fuente y la haría saltar por los aires.
Y las ovejas no estaban lejos; seguían allí, correteando como locas. Parecían un montón de gatos persiguiéndose.
Sería divertido si no estuviera atenazado por el miedo.
«Serénate, Griffin», se dijo.
Pero una cosa era decirlo y otra… hacerlo. Griffin había tenido una vida tranquila, sobre todo para ser policía. Pero ser policía era una cosa y serlo en Scarning era una muy distinta. Vivía y trabajaba en un sitio más que apacible; entre otras cosas, nunca se había visto en la obligación de sacar la pistola de la funda, pero aun así había vivido una o dos situaciones intensas que muchos recordarían perturbados mientras viviesen, ninguna de las cuales le produjo jamás la misma sensación que tenía en ese momento.
Pensó en Anne. La mujer de las sensaciones.
Tenía la certeza inexplicable de que algo iba mal.
Muy, muy mal.
Se acercó desde el lateral, así que no fue hasta que estuvo bastante cerca que pudo ver a través del óvalo. Pero cuando lo hizo…
La cordura, o la salud mental si se prefiere, es un relé de aspecto precario que parece moverse casi imperceptiblemente, tic tic tic, con el mero avance del tiempo, siempre amenazando con saltar, como el muelle de una trampa para ratones. Lo que Griffin vio a través del óvalo pudo haber disparado el relé y quedar trabado para siempre al otro lado de la línea. O pudo haberse desmayado, como le pasó a Drew Brewer, atendiendo con seguridad un notable mecanismo de defensa mental diseñado por la ingeniería evolutiva para ahorrarnos ciertas cosas. Pero Griffin permaneció de pie, intentando comprender por qué a través de ese espacio circunvalado por estrías eléctricas de (ahora lo veía) deslumbrantes tonos añiles, veía…
Otro sitio.
Era lo único que podía decir.
Otro sitio, otra atmósfera, otra luz, otra cadencia de tonos, profundidad de campo, otros volúmenes, distancias, proporciones y espacios.
Era como un agujero, una ventana o una puerta que llevaba a algún otro sitio, pero ninguno que hubiera visto antes. No era un desierto. No era una planicie. Ni siquiera era el puñetero Marte, a juzgar por los tintes rojizos y carmesíes que percibía. Era…
Otra. Cosa.
Griffin no podía explicarlo mejor, así como nadie sabría explicar cómo es un color nuevo. Nuevo, distinto a todos; no una mezcla de alguno de los colores primarios. Otro color.
Griffin no quiso ver más.
Volvió al coche como pudo, trastabillando mientras andaba con la lluvia empapándole la ropa, y cogió la radio policial para avisar a jefatura. Después de intercambiar unas palabras, añadió:
—A todo el mundo —dijo, con la boca seca a pesar de la humedad en el ambiente—. He dicho que envíes… a todo… el mundo.
***
Dandre Calhoun recibió al enviado especial de la Oficina del Servicio Secreto británico, el señor Jonathan Lander, a las nueve y diez de la mañana. El lugar de la reunión era una sala privada del Hotel Molton Whites Royal, el más espacioso que podía conseguirse por la zona. La oficina de Lander, por supuesto, era el despacho que se ocupaba de la seguridad del país y de escudriñar cuestiones de inteligencia que podían ser sensibles. Calhoun estaba seguro de que era la primera vez en toda la historia de Inglaterra que alguien del Servicio Secreto paraba en su ciudad. En otra ocasión, en otras circunstancias, era posible que Calhoun se hubiera sentido halagado por ser receptáculo de esa atención especial, pero el día había sido largo, extraordinariamente largo, y Calhoun estaba más que cansado. Demasiadas emociones y demasiadas conversaciones telefónicas con gente importante. Hubiera dado el dedo pequeño del pie por aplazar la reunión un par de horas tan solo, lo suficiente para echar un sueño rápido, pero sus superiores le habían dejado bien claro que la reunión no era, en absoluto, aplazable.
Lander se sentó en la mesa con cara de fastidio; era evidente que no estaba contento con haber tenido que salir zumbando hasta allí. Sacó un cuaderno de notas de su maletín, varios lápices de madera Cumberland nuevos y una pequeña grabadora de bolsillo. Todo eso lo dispuso en la mesa, perfectamente ordenado, delante de sí. Entre las brumas de la extenuación, Calhoun pensó que nunca había visto una grabadora tan pequeña. Los tiempos avanzaban que era una barbaridad.
Lander apretó el botón de la grabadora y carraspeó brevemente antes de empezar a hablar.
—Entrevista con… Dandre Calhoun, a las nueve y diecisiete minutos de la noche, el día de los hechos. Agente especial Jonathan Lander. Señor Calhoun, ¿vio usted la anomalía?
—La… anomalía, claro. Sí, efectivamente, estuve allí.
—Defínala, por favor. En sus propias palabras.
Calhoun se removió en su asiento.
—Bien… Tenía una altura de unos cinco metros y parecía emitir, o recibir quizá, algún tipo de energía…
—Eso es interesante. ¿Por qué dice eso?
—Bueno, era por los contornos. Parecían electricidad. Es lo que parecía. Emitía un sonido, como un zumbido. Un rumor bajo y grave, persistente, uniforme. Si tuviera que compararlo con algo, diría que sonaba bastante parecido a un generador de combustible. Esa es otra cosa por la que me inclino a decir que aquello estaba revestido de energía.
Lander anotó todo cuidadosamente en su cuaderno, a pesar de estar grabando la conversación. Miró lo que había escrito, hizo un círculo en un par de palabras y repiqueteó la mesa con la punta del lapicero. Lander era completamente calvo, lo que no era tan usual en aquella época. Su calva parecía reflejar con intensidad la luz de la única lámpara de techo que había en la habitación.
—Señor Calhoun —dijo al fin—, ¿había, en las cercanías, algún aparato sospechoso, o algún aparato en todo caso, que usted pudiera haber visto?
—¿Aparatos? Ninguno en absoluto…
—¿Algún camión, remolque, caravana?
Calhoun negó con la cabeza.
—No, ninguno en absoluto —exclamó.
—¿Había casas en las cercanías? ¿Construcciones humanas? No piense solo en viviendas, cualquier construcción. Casetas de herramientas, aperos, establos, almacenes…
—No —dijo Calhoun—. La única casa cercana es la granja de los Brewer.
—¿Cómo de seguro está de eso? ¿Pudo haber algo que se le hubiera podido pasar por alto, a usted o a su equipo?
Calhoun carraspeó. Su jefe le había advertido que economizara palabras durante la conversación, que cualquier cosa que dijera sería elevada a las más altas instancias del aparato de gobierno, y que, si el evento llegaba a suponer algún problema, buscarían cabezas de turco, y una sería la suya, y otra, la de él. «No utilice adverbios, Calhoun», le había dicho. «Los adverbios son el opio de la parte vaga de su mente. Sea preciso con las palabras. Sea breve. Sea. Preciso. Aporte exclusivamente el dato concreto, Calhoun, sin conjeturas. Por el amor de Dios, Calhoun, hágalo bien o le juro que le haré comer una rata con sarna».
—Conozco bien la zona —dijo por fin—, y no hay construcciones cerca. Pero la zona es boscosa. Podría existir la posibilidad de que hubiera alguna construcción reciente, o algún vehículo estacionado en alguna parte que no hubiéramos visto, como un remolque.
Lander levantó la vista de sus notas.
—¿No se le ocurrió registrar la zona mientras duró el fenómeno? —preguntó.
Calhoun carraspeó.
—No, señor. Estábamos concentrados en el fenómeno.
—Está bien —dijo Lander. Tomó unas notas y arrugó la nariz—. ¿Registró usted o su equipo alguna falla mecánica de algún tipo durante el tiempo que duró el fenómeno, en automóviles, aparatos de radio, armas o dispositivos como linternas, radios u otros?
Calhoun negó con la cabeza.
—No, no me consta —dijo, con cierta prudencia.
—¿Y después?
—No —respondió Calhoun.
—La misma pregunta para las personas. ¿Se encontró mal mientras estaba cerca del fenómeno, usted o algún miembro de su equipo? Malestar, dolor de cabeza, mareos…
Calhoun suspiró.
—Es difícil decirlo —explicó—. Debido, precisamente, a la naturaleza del fenómeno, muchos de mis hombres se encontraron… sobrepasados. Era difícil de entender, ¿me explico? Creo que ni yo ni nadie habíamos visto algo semejante. Muchos de mis hombres son hombres familiares tranquilos que en ocasiones viajan a Londres como una experiencia excitante. Lo más extraño que les ocurre es encontrarse, de pronto, con un día perfectamente soleado.
Lander compuso una expresión de fastidio.
—Concretamente, señor Calhoun. ¿Malestar, dolor de cabeza, mareos?
—Sí —admitió Calhoun—. Algunos de mis hombres se sintieron mareados. Hubo quien… vomitó en algún momento.
—¿Usted vomitó?
—No.
—¿Se sintió mareado en algún momento?
—Sentí cierto mareo, sí —dijo.
Lander apuntó en su cuaderno, subrayando varias palabras y encerrando otras en más círculos.
—Había animales en las cercanías del fenómeno —dijo—. ¿De qué animales se trataba?
—Ovejas. Pertenecían al matrimonio Brewer, propietario de los terrenos.
—¿Solamente ovejas?
—Y un perro, en efecto —dijo Calhoun, asintiendo con la cabeza—. Un perro trufero, propiedad del matrimonio Brewer.
—¿Observó algún comportamiento anómalo en alguno de esos animales?
—Sí. Sí, así es. Las ovejas describían círculos… una y otra vez. Círculos pequeños, como si se persiguieran. Por aquí todos estamos familiarizados con los animales y la vida rural, y todos mis agentes manifestaron haber considerado ese comportamiento anómalo.
—¿Por qué era anómalo? —preguntó Lander.
—Las ovejas, cuando entran en pánico, huyen en alguna dirección, generalmente trazando una línea recta, hasta que consideran que el peligro ha quedado atrás.
Lander asintió, pensativo.
—Ese perro trufero, ¿el señor Brewer lo tenía como pastor de ovejas?
—Sí, eso tengo entendido, en efecto.
—¿Diría que la presencia del perro pudo haber influido en el comportamiento de las ovejas? En su observación —dijo, carraspeando—, ¿estaba el perro dirigiéndolas de alguna manera, impidiendo su huida?
Calhoun se pasó el dedo por la frente. Estaba empezando a sudar. Eso le ocurría cuando estaba cansado y falto de sueño; su cuerpo empezaba a soltar toxinas por medio del sudor. Al menos, pensó, la conversación iba fluida; probablemente habrían terminado en un rato.
—No lo creo —respondió al fin—. El perro también… Bueno, se comportaba de una manera anómala. Corría, se paraba de repente y ladraba al aire.
Lander levantó la cabeza de sus notas para clavar la mirada en él. Calhoun asintió con gravedad.
—Le ladraba al aire —dijo— con esa actitud inequívoca que adoptan los perros cuando defienden su territorio o denuncian la presencia de un intruso. Hacía… ese baile. Ladraba al aire a un lado, y luego corría y ladraba a otro lado.
Lander tomó notas durante un buen rato, ceñudo.
—Cuénteme qué ocurrió con el perro —dijo a término.
—Estábamos allí, delante del… fenómeno. Uno de nuestros agentes estaba grabándolo todo con el tomavistas, así que esa parte estará entre la documentación que hemos aportado, según su requerimiento.
—Cuéntemelo, Calhoun —pidió el agente Lander.
—El perro cruzó a través del a anomalía —dijo con sencillez—. Alguien dijo: «¡Cuidado, el perro!», y gracias a ese aviso, nos giramos y lo vimos todos. Cruzó y desapareció al girar rápidamente a la izquierda. Fue… algo curioso, porque todos movimos la cabeza para verlo salir por el otro lado, ¿comprende? Pero no fue así. «¿Dónde está el perro?», preguntó alguien. «Bueno, ¿dónde está ese chucho?». Uno de nuestros agentes era amigo personal de los Brewer, así que empezó a llamar al perro por su nombre.
—Penny —dijo el agente Lander.
Calhoun asintió.
—Sí. Eso es —exclamó—. Penny. Teníamos el fenómeno rodeado, más o menos, no por nada concreto, sino porque todos querían ver aquella cosa desde todos los ángulos posibles. Le dábamos vueltas. Compréndalo, les fascinaba el hecho de que… ya sabe, por un lado se viera una cosa y por el otro, otra. Así que no fue hasta que uno de los agentes que estaban detrás apareció por el lado, con cara de asombro, que comprendí.
—¿Qué comprendió? —preguntó Lander con suspicacia.
—Pues… que había… pasado a esa imagen que se veía dentro del óvalo. Los agentes que lo vieron desde el otro lado dijeron que, al llegar al centro del fenómeno, el perro, simplemente, desapareció.
Lander escribía con cuidado.
—«Desaparecer» es un concepto muy explícito, señor Calhoun —susurró Lander—. ¿Está seguro de querer usar esa palabra? ¿Desaparecer?
Calhoun asintió con vehemencia.
—Debería hablar con mis agentes. Seguramente tiene pensado hacerlo. Pero no hay ninguna duda. Sí. El perro corría hacia ellos, según su perspectiva, y al pasar entre los pilares… desapareció.
—¿Alguien fue más específico sobre ese concepto, el de la desaparición? ¿Se describió algo? ¿Cómo ocurrió exactamente?
Calhoun se encogió de hombros.
—Desapareció. No puedo explicarlo con otras palabras. Verá, lo que ocurría con el fenómeno era como el sombrero de un mago. Miras dentro y no hay nada de nada, solo fieltro y el fondo del sombrero. Pero el mago mete la mano y saca un conejo. Lo que había dentro de ese arco de energía era parecido. En un momento estaba allí, corriendo, y al momento siguiente, no estaba.
—¿Hubo algún comentario sobre olores extraños, antes o después de la desaparición? ¿Algún efecto visual extraño, como distorsión de la imagen, partículas?
Calhoun pareció pensar durante unos instantes.
—No, no en realidad. No que yo sepa.
—¿Esa fue la última vez que vieron al perro?
—No. El perro volvió a aparecer, corriendo de derecha a izquierda.
—Pero según ha dicho, el perro desapareció por la izquierda…
—Sí. Eso es.
—De acuerdo. Continúe, por favor.
—Solo vimos eso —explicó Calhoun—. El perro apareció corriendo, esta vez a bastante distancia del fenómeno. Corría como un poseso, como si…
«Como si lo persiguiera alguien», pensó en decir, pero recordó de pronto las palabras de su jefe («Sea preciso. Economice palabras. Aporte exclusivamente el dato concreto, Calhoun, sin conjeturas») y se detuvo unos instantes. Lander pareció notarlo. Entrecerró los ojos apenas perceptiblemente.
—Supongo que estaría asustado —añadió—, dada las circunstancias.
—¿Cómo veían al perro? ¿Se veía normal? ¿Colores alterados, quizá? ¿Algo digno de mencionar?
—Todo a través del fenómeno se veía diferente. Quizá le parezca raro, pero no era tanto cómo se veía… Era cómo se sentía. Era… casi hipnótico. No, era hipnótico. E inquietante. Tendrá que disculparme, pero es de esas cosas que no son fáciles de contar.
Lander suspiró.
—Le pido que lo intente —dijo, con visible impaciencia.
Calhoun reflexionó unos momentos, agachando la cabeza mientras se pasaba la mano por la perilla.
—Es como cuando eres adolescente y haces un viaje increíble durante un verano loco. Visitas sitios y conoces a una chica con la que tienes la primera relación intensa de tu vida. Vives cosas nuevas, excitantes, duermes en un hotel y te sientes, por primera vez, dueño de tu vida. Cada día cuenta, las noches son tan eternas como cortas, y te sientes el rey del mundo.
Lander levantó una ceja.
—Luego —siguió diciendo Calhoun— vuelves a casa y tu madre te dice «¿Qué tal, cariño? Cuéntame». Y te quedas parado en el salón, con la mochila en la mano, y durante unos segundos tienes intensos flashes de todas las cosas que has visto y hecho, y te preguntas… ¿Cómo? ¿No? Esa es la pregunta. Te preguntas «¿Cómo le cuento, y qué le cuento?».
—Creo que me hago una idea —respondió el agente Lander, ceñudo—, pero tengo que pedirle una vez más que se concentre en las preguntas e intente una respuesta formal, señor Calhoun.
Calhoun asintió otra vez.
Dios, cómo necesitaba una pinta. Había estado cansado otras veces, sin duda, pero no recordaba haberse sentido tan exhausto en toda su vida. Cuando llegase a la cama, pensaba tirarse sobre ella y prescindir incluso del ritual de aseo nocturno.
—Está bien —exclamó, reclinándose sobre la silla—. Tal vez podría decir que era… diferente. Diferente, eso es. Cuando mirabas dentro del óvalo, era diferente. Parecía un desierto, por ejemplo, porque era una especie de planicie carente de vegetación… Pero dudo que exista un desierto como ese en ninguna parte. Tal vez en Marte, quién sabe. Los colores estaban todos mal. El cielo se confundía con el suelo, como si hubiera… no diré niebla, pero sí una pésima visibilidad a distancia.
Lander escribía ahora como un loco.
—Atmósfera —dijo.
—Sí, como cuando la atmósfera está cargada. Pero era carmesí. El cielo, o la atmósfera, digo. La distancia lo era, carmesí. O púrpura. A veces tenía la sensación de que el tono general era granate, y otras… púrpura. Pero le diré que la sensación era de mirar algo… distinto. ¿Sabe esa historia de una civilización, en otro planeta, donde todo el mundo es ciego? La leí en un libro, en alguna parte. Todos son ciegos de nacimiento y, de repente, nace alguien que puede ver. Como todos son ciegos y lo han sido siempre, no tienen cosas como nombres para los colores en su lenguaje, así que el que puede ver, cuando crece y puede explicarse, tiene dificultades para contarles a los demás lo que está experimentando. La visión. Es algo inaudito, incomprensible. Lo único que puede decir para expresarse es… que le llega más información sobre las cosas. Una información que a los demás no les llega.
Lander pareció considerar sus palabras durante un rato.
—Diferente —insistió Calhoun—. Lo que había… al otro lado, a través del óvalo, era… simplemente diferente.
—Gracias, señor Calhoun —dijo Lander.
—Supongo que habrá visto las imágenes que se grabaron en el tomavistas, o piensa hacerlo. Verá algo, pero dudo que se perciba lo que vimos allí, a través del óvalo.
—Después de ver al perro cruzar —dijo Lander como si no le hubiera escuchado—, ¿la anomalía terminó?
—Sí.
—¿Cómo ocurrió?
—Se colapsó hacia dentro. Se encogió y desapareció. No quedó nada. Ya está.
—¿Cuánto duró eso? El proceso de colapsarse.
—Muy poco —dijo Calhoun—. Diría que unos pocos segundos.
—¿Cuántos segundos?
—Cuatro. Cuatro o cinco segundos.
—Cuando el fenómeno desapareció, ¿quedó algo que pudiera hacer pensar a alguien que el fenómeno se había producido siquiera? Marcas en el suelo, en el barro, la hierba…
Calhoun negó con la cabeza.
—Inspeccionamos el suelo después de que el fenómeno se produjera. No quedó nada. Ni una sola marca, o señal. En la parte donde estuvimos andurreando había huellas de zapatos, rastros de neumáticos que los coches dejaron al circular… Un desastre. Pero donde había estado el óvalo, no había marca alguna. Era como un oasis en un mar de barro.
—Entiendo —dijo Lander despacio—. ¿Sabe, señor Calhoun? Es interesante que lo llame óvalo.
Calhoun pestañeó.
—¿Por qué? —preguntó.
Lander volvió a golpear la mesa con la punta del lapicero. Tac. Tac. Tac. Había consumido buena parte del grafito, así que lo desdeñó a un lado y cogió otro, nuevo, impecable, del montón donde los había alineado.
—Por los comentarios de otros agentes entrevistados y las imágenes del tomavistas —dijo—, el fenómeno no tiene el aspecto de ser un óvalo. Es un arco. Nace del suelo y confluye verticalmente hasta converger en su parte más alta en un arco suave.
Calhoun pestañeó de nuevo. Sentía los ojos como si tuviera arena detrás de los globos oculares.
—Tiene… Tiene razón, ahora que lo dice.
—La pregunta es… ¿por qué ha decidido llamarlo «óvalo»? Lo ha hecho muchas veces a lo largo de la entrevista.
Calhoun curvó la boca y negó con la cabeza.
—No lo sé —dijo—. Supongo que… porque era ovalado por su parte superior.
—¿No habría sido más exacto llamarlo arco?
—Supongo que sí, ahora que lo dice —comentó Calhoun, algo confuso.
Lander tenía razón. ¿Por qué óvalo y no arco?
¿Por qué?
«Porque se sentía como un óvalo», dijo una voz en su mente. Y esa misma mente dibujó algo para él, una imagen mental rápida y fugaz donde el fenómeno, la anomalía, continuaba bajo tierra, oculta e invisible, y conformaba…
Un óvalo, sí.
Un óvalo como un iceberg, con la mitad de su estructura subterránea.
Nada en todo lo que vio le hizo pensar en ningún momento que tal cosa fuese siquiera posible, pero siempre se refirió al fenómeno como un óvalo. Todos los agentes que estuvieron allí y con los que habló se referían a la anomalía como un óvalo.
Se encontró algo sorprendido y no dijo nada durante unos instantes.
Lander repasaba sus notas, como si no esperase ninguna respuesta adicional.
—¿Confirma que acordonó la zona y que ningún civil tuvo acceso al fenómeno? —preguntó al cabo.
—Ningún civil desde que llegamos —dijo Calhoun despacio—. Que me conste, solamente el matrimonio Brewer vio el fenómeno.
—De acuerdo —dijo Lander, y comprobó otra vez sus anotaciones.
Hubo un momento de silencio, y Calhoun se pasó las manos por la cara. La sentía tirante. Tirante y seca. Si la cosa continuaba todavía un poco más, pediría un vaso de agua. Un vaso de agua y un poco de linimento para el cuello, si era remotamente posible, porque lo sentía como si fuese un cable de acero, uno a punto de romperse. Esperó con prudencia mientras Lander trazaba líneas entre los círculos que había dibujado alrededor de algunas de las palabras. Calhoun estaba seguro de que, en su oficina, alguien como Lander debía de usar lápices de colores para marcar diferentes conceptos en sus notas. Eso y una pizarra enorme que ocupara toda la pared.
Quizá… Quizá habían terminado.
Al fin y al cabo, no sabía qué otra cosa contar sobre lo ocurrido.
Carraspeó y preguntó.
—¿Hemos… terminado?
El agente especial Cero Cero Lander, al servicio de su Majestad, con licencia para usar todos los lapiceros Cumberland que quisiera, levantó la mirada y compuso una expresión divertida.
—No hemos hecho más que empezar, señor Calhoun. Arañar la superficie de este asunto.
Calhoun se quedó lívido.
—Por favor —dijo Lander con voz queda—, ¿cómo calificaría esta afirmación?: «Por un lado de la anomalía se veía solamente el prado, y por el otro extremo, se obtenía otra imagen completamente diferente». ¿Verdadera o falsa?
Calhoun se sintió desfallecer.