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ОглавлениеHacia un mundo atlántico
Desde que en 1512 Ponce de León arribara a la península que él denominó de la Florida, la presencia española en América del Norte fue constante. Exploradores, comerciantes y conquistadores recorrieron las costas, exploraron el continente y fundaron asentamientos estables en el territorio de los actuales Estados Unidos. Durante casi un siglo, España fue la única potencia presente en América del Norte. Pero desde finales del siglo XVI la Monarquía Católica sufrió una crisis profunda y fue incapaz de defender los límites de su imperio. Comerciantes y puritanos ingleses fundaron Virginia y Nueva Inglaterra; los holandeses, Nueva Holanda; los franceses, Nueva Francia; y también la Suecia de la reina Cristina, Nueva Suecia. Estas “plantaciones” tenían características e intereses muy distintos a los de los virreinatos españoles en América. Los enfrentamientos entre estos mundos coloniales fueron continuos a lo largo de los siglos XVII y XVIII y los límites imperiales se alteraron sin cesar.
España en América del Norte
En 1492 la reina Isabel I de Castilla (1479-1504), concluida la conquista de Granada, autorizó a Cristóbal Colón a zarpar, bajo pabellón castellano, a las Indias. Desde entonces la actividad castellana fue imparable en América. Buscando, todavía con los valores culturales de la Castilla del siglo XV, riqueza y honor, los exploradores y conquistadores, al servicio primero de los Reyes Católicos y después de los Austrias mayores, recorrieron casi todos los rincones del continente americano. Y por supuesto también el territorio que hoy ocupa Estados Unidos. Los españoles exploraron y fundaron asentamientos, más o menos estables, en casi la mitad del actual territorio estadounidense.
Fue en 1512, como ya hemos señalado, cuando Ponce de León vislumbró la Florida. A partir de ese momento muchas fueron las expediciones españolas a la costa atlántica de Estados Unidos y muchos también los fracasos. En 1524, navegando bajo pabellón español, el portugués Estebán Gomez divisó la península del Labrador, las costas de Maine, y también el cabo Cod, en la actual Rhode Island. En 1526, Lucas Vázquez de Ayllón fundó el primer asentamiento en San Miguel de Gualdape, llamado así por los indios Guale que habitaban ese territorio del actual estado de Georgia, pero pronto, debido a los continuos ataques indígenas, se despobló. Pánfilo de Narváez, con una expedición de más de seiscientos hombres desembarcó en Tampa, en 1526, desde allí exploró el interior de la Florida, navegó por la costa de Texas y murió, como la mayoría de sus hombres, tras un naufragio. Los supervivientes, dirigidos por Álvar Nuñez Cabeza de Vaca, continuaron por el Oeste llegando hasta Nueva España. Conocemos bien los entresijos de la expedición por los Naufragios y relación de la Jornada que hizo a la Florida con el adelantado Pánfilo de Narváez, de Álvar Nuñez Cabeza de Vaca. También durante la primera mitad del siglo XVI se organizó otra expedición de mucha más envergadura. En 1539, Hernando de Soto junto a 570 hombres y mujeres desembarcaban en las proximidades de Tampa. Recorrieron los actuales estados de Florida, Georgia, las Carolinas, Tennessee, Misisipi, Alabama y Arkansas. En mayo de 1541, De Soto bautizó al río Misisipi como el río Grande. Exploraron, a su vez, parte de Luisiana y de Texas. Muchos de los colonos sufrieron infecciones para las que sus organismos no tenían defensas. Más de la mitad de la expedición falleció y también lo hizo Hernando de Soto. El resto, para evitar una muerte segura, regresó.
Ninguna de las expediciones, de la primera mitad del siglo XVI, dejó asentamientos estables en la costa atlántica de Estados Unidos. “Por toda ella (Florida) hay muchas lagunas grandes, y pequeñas, algunas muy trabajosas de pasar, en parte por mucha hondura, en parte por tantos árboles que están caídos… y luego otro día los indios volvieron de la guerra y con tanto denuedo y destreza nos acometieron que llegaron a poner fuego a las casas en las que estábamos…”, escribía Cabeza de Vaca sobre las tierras y las gentes floridanas en sus Naufragios. Esta percepción de las tierras de Florida como arduas, y de los indígenas como belicosos fue la razón de que España tardase tanto en fundar asentamientos en la península floridana a pesar de estar tan próxima a Cuba que había sido colonizada desde los primeros viajes colombinos.
Sólo cuando el rey Felipe II (1556-1598) decidió que Florida ocupaba un lugar estratégico para España al pasar la flota de Indias con el oro y la plata por el canal de Bahamas, Florida fue colonizada. Fue Pedro Menéndez de Avilés el encargado no sólo de fundar un asentamiento estable en Florida sino también de expulsar a hugonotes franceses que según los informes del rey Felipe II, habían fundado un fuerte en la costa de Georgia.
Menéndez de Avilés zarpó de Sanlúcar de Barrameda en 1565. Tras tomar posesión de la Florida en nombre del rey de España y fundar el fuerte de San Agustín, cerca del cabo Cañaveral, utilizando tácticas militares de gran dureza, terminó con la presencia francesa en Florida. “Salvé la vida a dos mozos caballeros, de hasta diez y ocho años, y a otros tres que eran pífano, tambor y trompeta, y a Juan Ribao, con todos los demás hice pasar a cuchillo, entendiendo que así convenía al servicio de Dios Nuestro Señor, y de V.M.”, escribía Menéndez de Avilés a Felipe II, desde San Agustín, narrando el duro enfrentamiento entre hugonotes franceses y católicos españoles, en octubre de 1565.
Una vez aniquilados los “extranjeros”, Menéndez de Avilés exploró el territorio. Al norte de San Agustín, en una zona fértil y rica, fundó la ciudad de Santa Elena. Terminada la exploración de las costas y de sus gentes, el adelantado intentó realizar los objetivos enumerados en el asiento, firmado con Felipe II. Soñaba con promover la agricultura, la pesca y la explotación forestal con la finalidad de crear astilleros. Sin embargo las tierras floridanas seguían siendo difíciles y los indios que las habitaban hostiles a la presencia española. Sus empresas no prosperaron y pronto Florida sólo mantuvo su interés defensivo y de barrera frente a posibles colonizadores extranjeros. Y como zona difícil y fronteriza fue un lugar atractivo para las órdenes religiosas misioneras que pronto fundaron misiones en distintas partes del territorio floridano.
Además de la costa atlántica, los españoles exploraron el sur y el oeste de los actuales Estados Unidos. Las razones para fundar asentamientos en estos territorios fueron, primero, al igual que había ocurrido con la Florida, la búsqueda de riqueza y, después, a partir de la presencia de otras potencias coloniales en América del Norte, proteger zonas estratégicas y defender el corazón del Imperio español. También, a lo largo de los siglos, la actuación misionera fue una constante en esta frontera septentrional del imperio.
La búsqueda de riqueza por el Norte de Nueva España fue alentada por mitos y leyendas que los propios exploradores y conquistadores provocaron. Los relatos de Alvar Nuñez Cabeza de Vaca y sus compañeros al llegar desde Florida hasta Nueva España, incitaron la organización de nuevas expediciones. Así, tanto el virrey Antonio de Mendoza como el conquistador de México Hernán Cortés mostraron un enorme interés por esas tierras del Norte. Fue Mendoza el que organizó una primera expedición, en 1538-1539, dirigida a las tierras de los Zuñí, al oeste del actual Nuevo México. El capellán de la expedición fue fray Marcos de Niza. A su regreso sus comentarios y escritos contribuyeron a crear leyendas y mitos sobre las riquezas de las tierras del Norte. Todos los habitantes de Nueva España creyeron en la existencia de siete ciudades de gran tamaño y, sobre todo, de enorme riqueza situadas al norte de México llamadas Tzíbola o Cíbola. La búsqueda de las míticas ciudades movilizó muchas expediciones que se agotaron rastreándolas en lo que hoy es el estado de Kansas. Sólo cuando en 1542, Francisco Vázquez de Coronado regresó de su expedición por las tierras de las actuales Arizona, Nuevo México, Texas, Oklahoma y Kansas, y describió de forma mucho más prosaica la realidad de las construcciones y de la forma de vida indígenas terminaron los míticos rumores.
En estos territorios del norte de Nueva España se hallaban riquezas, que para el español de los siglos XVI, XVII y XVIII, equivalían a metales preciosos, pero no en cantidades legendarias. En las regiones del norte del Virreinato de Nueva España se alzaron poblaciones junto a las minas de plata.
Desde estas tierras también se prepararon nuevas expediciones a Nuevo México buscando metales preciosos pero sin ningún éxito. Se pensó en abandonar el territorio norteño por su inutilidad económica. Pero las presiones de los misioneros franciscanos, que habían comenzado ya su acción evangelizadora, llevaron al Consejo de Indias en Madrid y a la Junta convocada en México por el virrey Velasco en 1602, a decidir que, en conciencia, no se podía abandonar a los indios ya bautizados porque volverían a la “barbarie”. La Corona envió entonces a soldados y misioneros. El conquistador Juan de Oñate impulsó nuevas fundaciones. Estableció los pueblos de Santo Domingo, cerca de la actual Albuquerque, de San Juan de los Caballeros, y de San Gabriel, todos en Nuevo México.
Texas tuvo un origen muy distinto al de la mayoría de las regiones del norte de México. Su origen fue más tardío pero parecido al de Florida. Fue también el temor a la presencia de otras potencias coloniales lo que causó el inicio de la ocupación del territorio tejano. La noticia de que el caballero de La Salle, en 1682, en nombre del rey de Francia, había descendido por el río Misisipi y explorado la parte oriental de su ribera preocupó a las autoridades españolas. Pero la información de una segunda expedición de La Salle, fundando un establecimiento, San Luis, en algún lugar próximo a la desembocadura del río Colorado y, sobre todo, de la reivindicación que para Francia hacia del territorio que él había bautizado como la Luisiana en honor de Luis XIV, hizo que los españoles reaccionaran con rapidez. En 1689, Alonso de León al servicio del rey de España llegaba al fuerte de San Luis, en la bahía del Espíritu Santo. Desde entonces, mineros, ganaderos, misioneros y soldados españoles trataron de estar presentes en este nuevo límite.
Efectivamente, además de la riqueza material y de las necesidades políticas y estratégicas de la Corona existieron, en muchos casos, otros motivos para la colonización. Así en Nuevo México, en la parte occidental de Sierra Madre y en las Californias, los misioneros estuvieron presentes antes de la llegada de los colonos españoles. Fueron los franciscanos y los jesuitas las órdenes religiosas que se aventuraron a fundar misiones en estos territorios difíciles del norte de México. Los franciscanos evangelizaron Nuevo México y Texas y los jesuitas la Baja California. Tras la expulsión de los jesuitas de los territorios de la Monarquía Hispana, en 1767, los dominicos se encargaron de las antiguas misiones de la Baja California y los franciscanos se ocuparon de evangelizar un nuevo territorio: la Alta California. Las misiones fueron sobre todo empresas evangélicas pero también lograron avances en los conocimientos geográficos y científicos del momento. También sirvieron como avance y barrera de contención de otros imperios coloniales.
Las misiones fundadas a finales del siglo XVII y principios del siglo XVIII, en la Baja California, por los jesuitas Eusebio Francisco Kino, Fernando Costag, Francisco María Picolo, Juan María de Salvatierra, Juan de Ugarte y otros, contribuyeron al descubrimiento de la peninsularidad de California y a la búsqueda de una mejor conexión entre la Pimería Alta (Sonora y Arizona) y la Baja California. También las exploraciones del río Colorado tuvieron mucho que ver con los jesuitas que crearon las primeras misiones en la Baja California.
Las misiones fundadas a lo largo del siglo XVIII en la Alta California además de cumplir con objetivos evangélicos tenían, como había ocurrido con la Florida y con Texas, el objetivo de contener la presencia de otras potencias coloniales cerca de Nueva España. Desde la expedición, organizada en tiempos del zar Pedro el Grande (1672-1725) y, ejecutada, durante el reinado de Catalina I, en 1728, por Vitus Bering, (danés alistado en la Armada de Rusia), los rusos sabían que un estrecho, bautizado posteriormente con el nombre del explorador ruso, separaba las costas de Siberia de las de América del Norte. Así organizaron expediciones que efectivamente llegaron a Alaska. En 1741, Alexei Chirikov en el San Pablo y Vitus Bering en el San Pedro alcanzaron tierras americanas. Desde entonces se inició un lucrativo comercio de pieles con los indígenas norteamericanos. También los imparables marinos y colonos ingleses podrían acercarse al Pacífico desde sus cada vez más abundantes posesiones americanas.
Todos estos territorios del norte del Virreinato de Nueva España fueron muy inestables y difíciles. Su lejanía de los grandes núcleos urbanos del virreinato y su situación de frontera entre los territorios hispanos y las zonas nunca colonizadas por europeos, les ocasionó continuos enfrentamientos con grupos indígenas y más tarde con los otros imperios coloniales.
Al principio, conforme los españoles avanzaban hacia el norte de México y se alejaban del Imperio azteca, se enfrentaron con grupos de indígenas nómadas que denominaron genéricamente chichimecas. Durante más de treinta años, los chichimecas frenaron el avance español. Pero mucho más temidos y, sobre todo, durante más tiempo que los chichimecas fueron los apaches. Presionados desde las planicies por los comanches y los wichita, a los que los españoles denominaban las Naciones del Norte, los apaches inundaron los territorios del norte de México durante todo el siglo XVIII. En Nuevo México, los indios pueblo demostraron que tampoco estaban asimilados en la revuelta que protagonizaron en 1680, logrando que la Monarquía Hispánica perdiera el control temporalmente de la provincia. Más allá de la frontera y atosigando el territorio mexicano estaban los seri y los yuma, los navajos y los ute. Los más “fieros” de todos, si hacemos caso a los testimonios de españoles que recorrieron el territorio, fueron los comanches. “Todos los años, por cierto tiempo, se introducen en aquella provincia, una nación de indios tan bárbaros como belicosos” –nos recuerda el visitador español Pedro de Rivera en el primer tercio del siglo XVIII– “su nombre Comanches: nunca baja de 1.500 su número, y su origen se ignora porque siempre andan peregrinando, y en forma de batalla, por tener guerra con todas las naciones, y así se acampan en cualquier paraje, armando sus tiendas de campaña, que son de pieles de cíbolas y las cargan unos perros grandes que crían para ello…”, escribió el visitador Pedro de Rivera en su informe en 1729.
La abundancia y la combatividad de las poblaciones indígenas así como la presencia cada vez más próxima de otros imperios coloniales hicieron que se multiplicaran las misiones y también que aparecieran los presidios.
Las misiones católicas españolas tenían un claro papel “civilizador”. Las pretensiones de los misioneros de cristianizar al indio eran evidentes. Pero para ellos y para la mayoría de los súbditos de su majestad católica evangelizar era lo mismo que civilizar. Así, los indios de las misiones debían vivir de forma cristiana y “civilizada”. Debían asemejarse a los campesinos europeos de los siglos XVII y XVIII. A los indios de las misiones se les enseñó a utilizar animales existentes en Europa. Se les obligó a cultivar también productos europeos como trigo, almendros, naranjos, limoneros y vides que empezaron a crecer en suelo norteamericano. Pero, además, era preciso que vivieran “racionalmente, reducidos a la obediencia de su majestad, y en modo cristiano y político que es lo que se pretende por ahora”, escribía Antonio Ladrón de Guevara en el siglo XVIII. Esta identificación de lo cristiano, con “lo civilizado”, y “lo político” es lo que hizo que las misiones españolas, desde siempre, estuvieran vinculadas con la conquista y posterior explotación de las tierras y gentes americanas y que recibieran el apoyo militar y material de la Corona.
Además de las misiones, la otra institución propia de la frontera española fue el presidio. Desde el inicio de la colonización de la Nueva España, en las zonas de amplia presencia indígena, los españoles levantaron fortalezas para albergar a las guarniciones militares y a sus familias. Los presidiales estaban mal pagados y mal abastecidos. Debían proteger los caminos y también las villas, las misiones y los ranchos de amenazas indígenas y extranjeras. Pero muchas veces eran los soldados de los presidios los que hacían “pesquerías” sobre todo en los poblados indígenas, según ellos, para lograr sobrevivir. La corrupción entre los oficiales fue habitual y la Corona lo sabía. Por ello las visitas de oficiales reales se sucedieron y se promulgaron multitud de mejoras, pero los presidios siempre fueron más un problema que una solución en esta lejana frontera del Imperio español que hoy día forma parte de Estados Unidos.
Estos límites septentrionales de la Monarquía Hispánica no fueron nunca territorios eficaces. Controlados por la Corona que apoyaba la actuación de militares y misioneros y que intentaba “civilizar” al indio, fue una frontera con escasos recursos. La Monarquía Hispánica durante los siglos XVII y XVIII tuvo problemas económicos. Las inversiones fueron insuficientes y la mayoría de los indios acabaron siendo hostiles. Fue un ámbito difícil para los colonos particulares que sentían que sus intereses siempre estaban subordinados a los de las misiones y presidios, instituciones, por otro lado incapaces en el siglo XVIII de lograr sus objetivos de contención. Por ello quizás los colonos de origen europeo fueron escasos en estos territorios.
Presencia inglesa, francesa, holandesa y sueca
Muy poco después de que Colón regresase de su primer viaje a las Indias, otros reinos europeos financiaron viajes en busca del deseado camino hacia Asia. En muchos de ellos también fueron marinos italianos los que elaboraron los proyectos y se los ofrecieron a los diferentes monarcas.
Giovanni Caboto y sus hijos viajaron bajo pabellón inglés a finales del siglo XV. Firmaron un contrato con Enrique VII, en 1496, en donde el monarca les concedió la autorización para navegar “a todas partes, tierras y mares del Este, del Oeste y del Norte (…) bajo sus propios gastos y cargas”. Tenían que “averiguar, descubrir y encontrar cualesquiera islas, tierras, regiones o provincias de los paganos infieles (…) desconocidas para todo cristiano”, izar “las banderas y enseñas” inglesas. Zarparon del puerto de Brístol en mayo de 1497 y el día de San Juan arribaron a algún lugar de la costa norteamericana. Probablemente a la costa de la actual Canadá cerca de la desembocadura del San Lorenzo. Al igual que Colón, consideraron que habían alcanzado la costa asiática. Encontraron riqueza pesquera y aparejos indígenas. Los llevaron a Inglaterra a su regreso en agosto de 1497. Giovanni Caboto preparó una segunda expedición, en 1498, divisando la costa oriental de Terranova. Pero un motín de su tripulación le impidió continuar hacia los fríos mares del Norte y le obligó a virar hacia el Sur recorriendo las costas de los actuales Estados Unidos.
También la Francia de Francisco I se comprometió con la empresa atlántica. Todavía el mayor interés radicaba en buscar un paso hacia Asia por el Oeste. Los viajes de Giovanni Verrazano (1524) y de Jacques Cartier (1534) demostraron, tras recorrer la costa entre Terranova y las actuales Carolinas, que el paso no era factible.
Los viajes ingleses y los franceses no dieron fruto de forma inmediata. Pero sirvieron para que los reyes de Francia y de Gran Bretaña reclamasen sus derechos, cien años después, sobre América del Norte. Fue durante el siglo XVII cuando las naciones atlánticas no ibéricas fueron capaces de violentar el monopolio español y portugués en América.
Desde la segunda mitad del siglo XVII, la Monarquía Católica mostró signos de debilidad. La derrota de la Armada Invencible, en 1588, no sólo fue una humillación para el rey Felipe II sino que destruyó gran parte de los efectivos de la Marina española. Las costas de América no podrían ser defendidas como hasta entonces. Además, nuevas naciones se alzaban con fuerza en el contexto europeo enarbolando, a través de la escisión protestante, una fuerte independencia frente a la universalidad católica representada, en el mundo de la política, por la Monarquía Hispánica. Desde comienzos del siglo XVII las plantaciones de otras naciones inundaron los territorios más lejanos y peor protegidos del Imperio español: los actuales Estados Unidos.
Si bien los viajes holandeses por América del Norte fueron más tardíos que los realizados bajo pabellón inglés o francés, la creación de Nueva Holanda fue inmediata. Se fundó cuando las dos potencias protestantes, Inglaterra y Holanda, mantenían una estrecha alianza contra la católica España. La costa, de lo que luego fue Nueva Holanda, fue explorada por el inglés Henry Hudson, contratado por la Compañía Holandesa de las Indias Orientales en 1609, para encontrar el ansiado paso hacia Asia. Poco después, en 1614, los holandeses establecieron en ese territorio factorías iniciando un comercio de pieles con los iroqueses. En 1626, el gobernador de la colonia, Peter Minuit, compraba la isla de Manhattan a los indígenas. El nuevo territorio fue bautizado por los holandeses como Nueva Ámsterdam y fue la capital de Nueva Holanda. Gobernada rígidamente por la Compañía, defendida por una pequeña guarnición, y colonizada, sobre todo, por grandes propietarios de tierras que imponían duras condiciones de trabajo a los campesinos, la colonia durante el periodo holandés nunca atrajo a muchos emigrantes.
La presencia del Reino de Suecia en los actuales Estados Unidos fue efímera pero importante. Las primeras exploraciones del actual estado de Delaware fueron tempranas. Marinos españoles y franceses habían navegado por estas costas. También lo hicieron bajo pabellón holandés Henry Hudson en 1609, Cornelius May, en 1613, y Cornelius Hendricksen, que recorrió la bahía del Delaware y también navegó por el río hasta la actual Filadelfia, en 1614. Además levantó un mapa detallado de toda la región. El marino inglés Samuel Argall divisó estas costas en 1610 y las bautizó en honor del gobernador de la recién fundada Virginia, lord de la Warr, como Delaware. El primer establecimiento fue una pequeña factoría comercial holandesa: Zwaanendael destruida e incendiada por los indígenas en 1632. Poco después, en 1638, Suecia creó una colonia en ese territorio. Dos embarcaciones: la Kalmar Nyckel y la Vogel Grip llevaron a emigrantes suecos que fundaron en las riberas del río Cristina el fuerte Cristina, todo ello en honor de su joven reina: Cristina de Suecia (1632-1654). La colonia de Nueva Suecia sobrevivió con dificultades por los continuos ataques de sus poderosos vecinos y fue conquistada por Nueva Holanda en 1655. Sin embargo los pobladores suecos de Delaware conservaron su lengua y costumbres durante generaciones.
Durante el siglo XVII, Francia también contribuyó a la ruptura del monopolio español en América del Norte. Recordando los viajes de Verrazano y de Cartier, la Francia de Luis XIV reclamó su derecho a fundar colonias en América. Los primeros asentamientos franceses en América se fundaron en el Noreste, en Port Royal, en 1605, situado en la península que los franceses denominaron Acadia y los ingleses Nueva Escocia. Un poco después, en 1608, Samuel de Champlain fundó Quebec –palabra algonquina que significa ‘estrechamiento del río’– comenzando la colonización de Nueva Francia. La exploración y la posterior formación del Imperio francés en América del Norte se realizó en tres fases. De 1603 a 1654 se exploró y se fundaron asentamientos en el valle del río San Lorenzo y sus afluentes. De 1654 a 1673 colonos franceses ocuparon la zona de los Grandes Lagos, en la última etapa, de 1673 a 1684, exploraron y fundaron poblaciones en los márgenes del Misisipi. Así paulatinamente exploradores, misioneros, tratantes de pieles y colonos fueron creando asentamientos. Alrededor de 1720 ya había una línea de fuertes, misiones, pueblos y plantaciones que iba desde Louisbourg, en la isla del cabo Bretón, hasta Nueva Orleáns.
Las Trece Colonias inglesas
De la misma forma que Francia, también la Inglaterra de Isabel I (1558-1603) hizo valer sus derechos sobre el suelo norteamericano recordando los viajes que Giovanni Caboto había realizado bajo pabellón inglés.
Durante gran parte del siglo XVI, Inglaterra se encontraba muy debilitada y dividida por profundos problemas religiosos como para disputar a España su presencia en América. Pero en la década de 1580 la dinastía Tudor había reforzado su poder. Y además la Monarquía Católica, por primera vez, como ya hemos señalado, mostraba signos de debilidad y las costas americanas no podrían ser defendidas con eficacia.
Inglaterra tenía muchas razones para crear “plantaciones” en América. La mayoría de los geógrafos e historiadores del siglo XVII invitaban a la fundación de asentamientos ingleses en América del Norte. Richard Hakluyt el Joven publicó un auténtico panegírico sobre la colonización. En A Particular Discourse Concerning Western Discoveries (1584) defendía que las presumibles plantaciones serían la base para atacar al Imperio español. También permitirían a Inglaterra obtener directamente productos coloniales así como disponer de un nuevo mercado para sus exportaciones y, sobre todo, proporcionarían vivienda y tierras para el exceso de población del país. Esa percepción de una Inglaterra densamente poblada la compartían todos los escritores isabelinos. Y por ello consideraban imprescindible no tanto crear puestos comerciales como fundar asentamientos estables –plantaciones– que obligasen al traslado de los “plantadores” desde Inglaterra a América. También sir Humphrey Gilbert en A Discourse of a Discovery for a New Passage to Cataia (1576), enumeraba las ventajas para Inglaterra de los asentamientos ultramarinos. Además de argumentos similares a los de Hakluyt, enarbolaba uno nuevo: América se convertiría en un excelente refugio para los disidentes religiosos. Si bien estas razones defendidas por los escritores ingleses del siglo XVI eran apoyadas por la Corona y por la Iglesia oficial anglicana, no fueron estas instituciones las que dirigieron la colonización. Fueron las emergentes clases comerciales británicas, integradas en gran parte por reformadores puritanos de la Iglesia de Inglaterra, los que organizaron y protagonizaron la empresa de fundar asentamientos ingleses en América.
Una de las actividades más lucrativas de la Inglaterra de finales del siglo XVI consistía en la exportación de lana a los Países Bajos. El colapso sufrido por el mercado de valores de Amberes fue un revés para este comercio tradicional. El nuevo grupo social de comerciantes, artesanos y armadores británicos se aventuró a la búsqueda de nuevas rutas comerciales. Así se crearon nuevas compañías comerciales para explorar y asentarse en territorios lejanos. La Compañía de Moscovia se fundó en 1555, la de Levante, en 1581, y la Compañía de Berbería, en 1585. Además, muchos de estos comerciantes surgidos en las ciudades inglesas simpatizaron con la revisión del anglicanismo realizada desde el puritanismo. Los puritanos no sólo querían purificar la Iglesia de Inglaterra restringiendo el poder del clero anglicano y suprimiendo ritos y ceremonias que la acercaban peligrosamente al denostado catolicismo. El puritanismo trascendía esos márgenes. Implicaba la defensa de una forma de vida sencilla y equilibrada que, de alguna manera, los puritanos identificaban con la que presumiblemente llevaron los primeros cristianos. Los puritanos defendían el alejamiento de los excesos de las corruptas cortes monárquicas y también de la sofisticada sociedad inglesa. Eran críticos con los rituales, ceremonias y adornos de la Iglesia católica y de la anglicana. Primaba en ellos una idea de retorno, de vuelta a la vida sencilla, equilibrada y primitiva, de desandar algunas rutas emprendidas por la cultura dominante en la vieja Europa.
Desde finales del siglo XVI, la Corona inglesa reclamó su autoridad sobre los territorios americanos recorridos por marinos bajo pabellón inglés a finales del siglo XV. Los monarcas podían o bien dejar el territorio como un Dominio Real o bien ceder algunas partes, mediante una Carta Real o una patente, a particulares o a compañías comerciales para su explotación. Pero era la Corona la que mantenía la soberanía y a la que había que acudir para lograr el dominio y la facultad de gobierno para fundar plantaciones. Según la Corona mantuviese su control directo o se lo cediese por patente, a particulares, o por Carta Real a compañías, las nuevas “provincias” norteamericanas serían de Dominio Real, de Propietario, o de Compañía.
Cuando un grupo de personas, normalmente comerciantes, decidían constituirse en Compañía debían conseguir una Carta Real que nombraba a la organización y que les otorgaba sus estatutos de funcionamiento. Además, le garantizaba un área concreta de suelo americano y les confería ciertos poderes: trasladar emigrantes, gobernar las plantaciones, organizar el comercio, disponer de la tierra y de otros recursos. A cambio la Compañía debía someterse a las leyes y tradiciones inglesas. Cuando eran propietarios particulares los que colonizaban, éstos obtenían sus derechos a través de una patente que señalaba si sería uno o varios los propietarios y también se definía el territorio otorgado. De la misma forma que las Compañías, los propietarios adquirían, a través de la patente, la facultad de organizar la colonización y la forma de gobierno de la plantación siempre y cuando reconocieran la soberanía de la Corona y se sometieran a las leyes y tradiciones inglesas.
En 1578, la reina Isabel otorgó a uno de sus favoritos, sir Humphrey Gilbert, una patente autorizándole a fundar colonias en América. Pero estas primeras empresas isabelinas, otorgando permisos a particulares, fracasaron. Sólo cuando, durante los reinados de Jacobo I de Inglaterra y VI de Escocia y de Carlos I, la fundación de plantaciones fue llevada a cabo por compañías comerciales, integradas por capital privado procedente de distintos inversores, pero constituidas en una única persona jurídica, éstas empresas sobrevivieron.
En 1578 y en 1583 sir Humphrey Gilbert, tras conseguir su patente de la reina, dirigió expediciones a Terranova, proclamando allí su soberanía y ejerció su autoridad sobre un pequeño grupo de pescadores que poblaban esas tierras. Desde allí, se dirigió hacia el sur intentando encontrar un lugar confortable para iniciar su empresa colonial. No logró su objetivo al naufragar su embarcación en su segunda tentativa. A Gilbert le sustituyó en la empresa colonizadora su hermanastro sir Walter Raleigh, tras renovar la patente. Después de explorar las costas frente a Carolina del Norte consideró que la isla Roanoke era el mejor lugar para fundar una plantación. En 1585 envió allí una expedición colonizadora que regresó por la falta de alimentos y por las dificultades con los indígenas. Raleigh, sin desfallecer, envió en 1587 otro grupo de unos 116 colonizadores bajo el mando de John White. El capitán tuvo que volver a Inglaterra para buscar provisiones y garantizar el futuro de la colonia. Cuando regresó a Roanoke en 1590 –más tarde de lo previsto debido a la presencia en las costas inglesas de la Armada Invencible– no existía en la colonia ni rastro de los plantadores. Esta primera experiencia fracasada conocida históricamente como la “colonia perdida” no hizo desistir a los ingleses.
Tras estas primeras tentativas la Corona británica, como hemos señalado, cambió de estrategia. Serían las compañías comerciales las que tendrían permiso para colonizar. Eran mucho más solventes y resistirían mejor a lo que se presentaba ya como una empresa difícil. Así en 1606 Jacobo VI de Escocia y I de Inglaterra otorgó a una compañía londinense, la Compañía de Virginia, la posibilidad de colonizar el área de la bahía de Chesapeake, al norte de los territorios floridanos y que ya entonces se conocía como Virginia. En el mes de diciembre la Compañía fletó tres barcos y envió un grueso de 105 plantadores, mujeres y niños incluidos. Dirigidos por el experto capitán Christopher Newport los colonos arribaron, el 13 de mayo de 1607, a lo que denominaron Jamestown en honor al rey de Escocia y de Inglaterra.
Los primeros años de la colonia de Virginia fueron muy difíciles. La colonia estaba situada sobre un terreno pantanoso por lo que los pobladores estuvieron acosados por enfermedades. Además, los plantadores conocían mal las características de la tierra y de los cultivos americanos y los productos ingleses no servían para esas latitudes. Tampoco las relaciones con los indígenas fueron sencillas. El hambre y las penurias causaron continuos enfrentamientos entre los colonos. El primer año sólo sobrevivieron sesenta plantadores. La plantación estaba a punto de ser abandonada cuando la Compañía de Virginia envió un refuerzo de colonos y también de provisiones. Para motivar la emigración, la compañía estableció un plan de alicientes. Se implantó un sistema por el cual cualquiera que afrontase el gasto de trasladar a la plantación a un familiar o conocido recibía cincuenta acres de terreno. La compañía también trasladó a otra clase de emigrantes. Doscientos niños vagabundos londinenses fueron recogidos y transformados en trabajadores de las plantaciones y también fueron trasladadas de forma forzosa “doncellas jóvenes, agraciadas y con buena educación a Virginia deseosas de contraer matrimonio con los más honestos y esforzados plantadores que estén dispuestos a abonar el importe de sus pasajes”. La mayoría eran prostitutas amonestadas en las calles de las ciudades inglesas. Pero no fueron las medidas demográficas sino las económicas las que garantizaron el futuro de la colonia. El encontrar un producto óptimo para el suelo virginiano fue una garantía de éxito. El tabaco pronto creció en los campos de Virginia garantizando el futuro de la colonia. También fue importante la configuración de una estructura política eficaz. La primera asamblea de plantadores de la colonia de Virginia se celebró, en la Iglesia anglicana de Jamestown, el 30 de julio de 1619. Y allí se eligió al primer Gobierno representativo de Virginia.
Pero la colonia no cumplía los objetivos mercantiles de la compañía londinense. Ese conjunto de paupérrimas viviendas y de cultivos difíciles no eran rentables. En 1624 la Compañía de Virginia se disolvió y los territorios se transformaron en una colonia real, es decir en una colonia que dependería política y económicamente directamente de la voluntad del rey de Inglaterra y Escocia.
Al norte del río Potomac el rey Carlos I (1625-1648) concedió a Cecilius Calavert, primer lord Baltimore, una enorme extensión de tierra. La intención de lord Baltimore fue convertir su territorio en un refugio para sus correligionarios católicos que estaban siendo perseguidos en Inglaterra. Por eso el nombre elegido para su propiedad americana fue Maryland. Fue su hijo y heredero, el segundo lord Baltimore, quién impulsó la colonización y a él le interesaba no sólo que la nueva colonia fuera un refugio para católicos sino también que fuera una empresa económicamente próspera. En 1633 dos embarcaciones, el Ark y el Dove, llegaron con 140 pasajeros a la nueva colonia. Aunque efectivamente los dirigentes de la expedición eran católicos, el resto era protestante para lograr una mayor rentabilidad económica. Desde muy pronto surgieron problemas entre las dos comunidades y por ello tras largas negociaciones se promulgó el Acta de Tolerancia de Maryland, en 1649, que permitía la libertad religiosa pero sólo para los cristianos trinitarios. Fueron excluidos los cristianos unitarios, los judíos, los deístas y los agnósticos. La colonia políticamente se organizó con una asamblea en donde estaban representados los colonos. Pero a diferencia de Virginia, Maryland fue una colonia de “propietario” hasta la independencia de las colonias inglesas.
Mucho más al norte surgió otro núcleo colonizador inglés. Desde 1616, la costa nordeste de los actuales Estados Unidos era conocida por los ingleses como la Nueva Inglaterra. Fue en el libro del capitán John Smith, A Description of New England (1616) en donde el término apareció por primera vez. En 1620 se creó en Londres la Compañía de Nueva Inglaterra, estructurada de la misma forma que la Compañía de Virginia. Pronto consiguió del rey Jacobo I el monopolio sobre la tierra, el comercio, y la pesca, entre los 40 y los 48 grados de latitud norte en la costa atlántica norteamericana. Pero antes de que concluyeran los trámites legales entre el Compañía y el monarca, un pequeño grupo de colonos arribó en el Mayflower a estas costas de Nueva Inglaterra. Los pioneros formaban parte de un grupo de puritanos radicales, llamados también separatistas, que defendían la separación de la Iglesia de Inglaterra y no sólo su “purificación” como el resto de los puritanos. Originarios de Scrooby, en Nottinghamshire, habían huido a la calvinista Holanda, en 1609, para evitar críticas y persecuciones. El exilio les demostró que era difícil, en una sociedad “con historia”, establecer un modelo de vida similar al que, según ellos, tuvieron los primitivos cristianos. La sencillez, el equilibrio, la tranquilidad y el silencio eran virtudes defendidas por los separatistas y alejadas de todos los rincones de la vieja Europa. América para ellos podría ser el Jardín del Edén. El lugar en donde comenzar una vida en donde su fe religiosa se fundiría con una nueva y santa sociedad civil. Los “peregrinos”, como fueron bautizados por sus descendientes, buscaron financiación para su utópico proyecto en Inglaterra. Un grupo de comerciantes ingleses subvencionó la empresa del Mayflower y logró permiso para desembarcar cerca de Virginia. Sin embargo atracaron mucho más al norte, en el puerto natural que bautizaron como Plymouth, en cabo Cod. Buscando una legalidad a esta situación difícil –no habían atracado en Virginia sino en Nueva Inglaterra– redactaron y firmaron el Pacto del Mayflower. En este texto claramente puritano los firmantes –todos varones y adultos– se comprometían “en presencia de Dios y de todos nosotros a pactar y a constituirnos en un cuerpo civil y político para logar nuestro mejor gobierno…”. Además todos prometieron sumisión y obediencia a las “leyes justas y equitativas” que los futuros representantes promulgasen.
La actividad económica de esta pequeña colonia fue la agricultura. Aprendieron, según la tradición, del indio Squanto a cultivar el maíz americano y supieron adaptar al nuevo clima el cultivo del trigo y otros productos europeos. La primera cosecha de maíz la celebraron juntos, colonos e indígenas, iniciándose así la celebración en las colonias inglesas del Día de Acción de Gracias. Además también comerciaron con pieles y madera e iniciaron una prolífica actividad pesquera. Muy pronto los colonos abrieron negociaciones con el Consejo de Nueva Inglaterra para solucionar los problemas causados por haber fundado la plantación de Plymouth dentro de sus territorios y no en Virginia. En 1621 lograron que el Consejo aceptase la nueva plantación. En 1627 los colonos lograron saldar las deudas con los comerciantes londinenses que les habían respaldado y en 1629 compraron a la Compañía de Nueva Inglaterra los títulos de los territorios que ocupaban. Conocemos muy bien la historia de la colonia por la obra de su segundo gobernador, William Bradford, titulada History of Plymouth Plantation, escrita entre 1630 y 1651, que narra con sobriedad puritana las dificultades de los peregrinos.
Mucho más numerosa e importante fue la gran emigración puritana no separatista iniciada hacia la bahía de Massachusetts en 1630. Desde la fundación de Plymouth existían en esta bahía, que había tomado su nombre de los indios massachusetts, grupo de lengua algonquina, pequeñas aldeas habitadas por pescadores y comerciantes de pieles de origen europeo. En 1626 Robert Conant fundó un pueblo pesquero llamado Naumkeag, actual Salem, que fue el núcleo en donde se asentó una comunidad puritana. John White, pastor anglicano de Dochester y estricto puritano, consideró que este núcleo podía ser el germen de una colonia constituida por puritanos descontentos con la forma de vida inglesa. Tras negociar con la Compañía de Nueva Inglaterra obtuvieron los derechos sobre los territorios de la bahía. En 1629 fueron más lejos y constituyeron la Compañía de la Bahía de Massachusetts Poco después obtuvieron una Carta Real que les permitía establecer una colonia y ratificaba muchas de las ambiciones de este grupo de puritanos. En primer lugar les permitía trasladar el gobierno del nuevo asentamiento, desde Londres a Massachusetts. Además garantizaban que la colonia fuera puritana. Así establecieron que solo los miembros de las iglesias puritanas podían ser electores y elegibles para las instituciones representativas y además los pastores puritanos se reservaban puestos de gobierno y de justicia. A partir de su aprobación por el rey, se produjo la gran migración puritana a la bahía. Diecisiete embarcaciones, con más de mil emigrantes, partieron en 1630 rumbo a Massachusetts capitaneados por John Winthrop, un abogado y terrateniente del este de Inglaterra que se convirtió en gobernador de la colonia. Durante los once años siguientes más de 20.000 emigrantes, todos ellos puritanos, llegaron a la colonia. Las características sociales de este grupo de emigrantes fueron distintas a las del resto de las colonias inglesas en Norteamérica. En primer lugar emigraron sobre todo grupos familiares. La distribución por edades también fue inusual. Mientras que aquellos que viajaron a Virginia y a otras colonias tenían entre 16 y 25 años, a Massachusetts fueron adultos –más de 2/5 partes eran mayores de 25–, y niños –casi la mitad de los emigrantes eran menores de 16–. La gran mayoría de los emigrantes pertenecían a la clase media inglesa, con el predominio de pequeños agricultores, artesanos y comerciantes. Fue un grupo de emigrantes con un alto nivel de riqueza, educación y capacidad.
Pero también existieron problemas en esta comunidad puritana. Para muchos la presencia del clero y de las normas constituidas del puritanismo era excesiva. Hubo graves desacuerdos en el refugio de disidentes. Roger Williams fue el principal opositor de la nueva colonia. Descontento por le estrecha unión entre la Iglesia y el Estado y sobre todo por considerar que se debía romper de forma radical con la Iglesia de Inglaterra, elevó airadas protestas y fue desterrado. Con él se fueron multitud de disidentes y se instalaron en el año 1636 en la bahía de Narragansett donde fundaron Providence que se constituyó en el núcleo de una nueva comunidad de ciudades llamada Rhode Island. Dos años después llegaba otra disidente: Anne Hutchinson, también duramente criticada por el clero bostoniano por su independencia. La nueva comunidad se basó en el gobierno de la mayoría, en la separación de la Iglesia y del Estado, y en la libertad religiosa. Esta tolerancia permitió que judíos, cuáqueros y otros grupos religiosos minoritarios eligieran Rodhe Island como su hogar americano. En 1644, Williams viajó a Inglaterra y publicó una de las críticas más duras contra la colonia de la bahía de Massachusetts: The Bloody Tenent of Persecution, que criticó duramente la presencia del clero puritano en la colonia de Massachusets. En ese mismo viaje logró la Carta Real que autorizaba a la nueva colonia y reconocía los principios previamente establecidos en Rhode Island. Estos principios fueron de gran importancia para el futuro político de Estados Unidos.
Otros disidentes abandonaron también la colonia de la bahía. El reverendo Thomas Hooker decidió, junto al grueso de su congregación, trasladarse para fundar una nueva colonia en donde el peso de las iglesias constituidas no fuera tan fuerte. Así surgieron, alrededor del valle del río Connecticut, pequeños núcleos urbanos, como Hartford y Windsor. También puritanos estrictos fundaron otras poblaciones con nombres significativos como New Haven. Todos unidos lograron una Carta Real en 1662. Esta Carta fue la ley fundamental del estado de Connecticut hasta 1818 y, a pesar de que al principio buscaron un menor peso de los pastores puritanos, recogía que la iglesia congregacionista era la iglesia oficial en cada una de las poblaciones. Católicos, anglicanos y disidentes protestantes encontraron hostilidad en esta nueva plantación.
Al norte de la Bahía de Massachusetts, los territorios actuales que constituyen New Hampshire y Maine, fueron concedidos por la Compañía de Nueva Inglaterra a sir Ferdinand Gorges y a John Mason, en 1622. A Mason le correspondió la parte Sur y la bautizó como New Hampshire. Allí ya existían pequeñas poblaciones de pescadores y comerciantes como Dover, Portsmouth, Éxeter y Hampton. Aunque desde 1649 cayó bajo el dominio de Massachusetts, también fue refugio de puritanos disidentes. La zona más alejada, la actual Maine, continuó, durante todo el periodo colonial, gobernada desde Massachusetts.
La guerra civil inglesa (1642-1660) y la Commonwealth (1649-1660) frenaron el proceso colonizador de Inglaterra. Pero la restauración de Carlos II, en 1660, supuso un nuevo impulso. En sólo doce años los ingleses conquistaron Nueva Holanda, colonizaron Carolina y le dieron forma definitiva al sistema colonial. La diferencia entre este segundo empuje y el iniciado a comienzos del siglo XVII, es que las nuevas colonias surgieron sobre territorios donados por el rey a sus favoritos, que se constituían así en propietarios. Ya no eran las compañías comerciales las promotoras de la colonización. De la antigua colonia holandesa, Nueva Holanda, que había conquistado la colonia sueca de Delaware, surgieron cuatro colonias: Nueva York, Nueva Jersey, Pennsylvania y Delaware.
Como ya hemos señalado, Nueva Holanda estaba rígidamente gobernada por la Compañía Holandesa de las Indias Orientales y por ello sus habitantes no pusieron mucha resistencia cuando 1664 la colonia fue conquistada por el hermano de Carlos II de Inglaterra, el duque de York. La región entera fue cedida por Carlos a su hermano. Los ingleses transformaron el pequeño poblado de Nueva Ámsterdam en Nueva York en honor del duque homónimo. También se denominó de esta forma toda la antigua colonia de Nueva Holanda. Poco después, el duque propietario cedió las tierras comprendidas entre los ríos Hudson y Delaware a sir George Carteret y a lord John Berkeley llamando a este territorio Nueva Jersey.
En 1681, el cuáquero William Penn recibía de los Estuardo una enorme franja de tierra en el litoral atlántico de América del Norte que bautizó, en memoria de su padre, Pensilvania. Fue un refugio para una de las ramas más radicales e igualitarias del puritanismo que fueron los cuáqueros. Con la afirmación de la existencia de una luz interior en todos los hombres que sólo había que encontrar a través de la oración, los cuáqueros defendieron la igualdad de todos. Perseguidos no sólo en Inglaterra sino también en sus colonias llegaron masivamente a los bosques de Penn. En 1682, el duque de York también le concedió a William Penn otra parte del antiguo territorio sueco y después holandés: Delaware.
También durante el reinado de Carlos II se establecieron los ingleses en las Carolinas. Este inmenso territorio al sur de Virginia se les concedió a ocho lores propietarios que lo colonizaron con población que provenía de otras colonias, sobre todo, de Barbados y de Virginia. Conforme la colonia avanzaba hacia el Sur los enfrentamientos con los españoles fueron continuos.
La última de las colonias inglesas en Norteamérica fue la de Georgia. La colonia fue entregada por Jorge II, en 1732, a veintiún fideicomisarios. Uno de ellos, el general y filántropo James Oglethorpe se trasladó al nuevo territorio inglés en América. Como militar erigió una serie de fortalezas para contener presumibles ataques españoles desde San Agustín. Como reformador social intentó colonizar Georgia como un lugar de redención de presos ingleses que no hubieran cometido delitos de sangre y también intentó convertirla en un nuevo hogar para indigentes. Quería evitar las grandes propiedades así como la existencia de trabajo esclavo. Tampoco aceptaba bebidas alcohólicas. Hacia mediados del siglo XVIII, nada quedaba de sus planes filantrópicos. Georgia se había convertido en una colonia cuya unidad de producción era la gran propiedad, dedicada al monocultivo y trabajada por esclavos.
Las colonias norteamericanas en el siglo XVIII: las guerras imperiales
La presencia política de Suecia y de Holanda había desaparecido, como ya hemos señalado, de América del Norte en el siglo XVII. Francia impulsaba, sobre todo, la colonización del actual Canadá aunque mantenía a un pequeño grupo de colonos en Luisiana. Sin embargo la Monarquía Católica conservaba los límites septentrionales de su imperio en los actuales Estados Unidos. Pero ya se apreciaba que ni la Florida, ni la parte norte del virreinato de Nueva España tenían la vitalidad demográfica, económica y cultural de las trece colonias inglesas.
Efectivamente, a mediados del siglo XVIII las Trece Colonias inglesas se habían transformado en territorios prósperos. Las colonias de Nueva Inglaterra: New Hampshire, Connecticut, Massachusetts y Rhode Island, estaban densamente pobladas y tenían una economía diversa. Agricultura, pesca, construcción naval y un comercio, no siempre legal, con la América española eran las actividades de sus habitantes. Ciudades como Boston, Newport y Salem eran muestra de esa actividad comercial.
Las colonias del Sur: Virginia, Maryland, las Carolinas y Georgia, tenían una estructura social más desequilibrada. Grandes propietarios de tierras, pequeños labradores y una gran masa de población esclava eran sus rasgos distintivos. El cultivo de un único producto en las plantaciones sureñas les causaba una gran dependencia económica de su metrópoli. Virginia, Maryland y Carolina del Norte exportaban tabaco; Carolina del Sur y Georgia comerciaban con arroz e índigo.
Las colonias intermedias: Nueva York, Nueva Jersey, Delaware y Pensilvania eran más heterogéneas. Su población, originaria de distintos puntos de Europa, les otorgaba una fisonomía más rica. Su actividad económica era también más diversa que la de las colonias de Nueva Inglaterra y que las del sur. Su agricultura era próspera. Producían grandes excedentes de grano, cereales y carne salada que exportaban. También el comercio de pieles, sobre todo, en la colonia de Nueva York, y la industria forestal, eran prósperas. Ciudades como Filadelfia, con más de 40.000 habitantes en 1770, y Nueva York demostraban la vitalidad de las colonias intermedias.
Pero si las colonias inglesas en América del Norte tenían diferencias también compartían ciertas similitudes. Al ser colonias inglesas su ritmo de crecimiento demográfico era parecido y además sus instituciones de gobierno y sus valores culturales eran similares. También mantuvieron durante toda la historia colonial los mismos enemigos: las poblaciones indígenas y las otras potencias coloniales.
Las Trece Colonias inglesas tenían un ritmo de crecimiento demográfico y económico muy superior al de los límites del Imperio español en América del Norte. Al estallar la guerra de Independencia, en 1775, habitaban el territorio alrededor de dos millones y medio de colonos. Mientras que en los márgenes septentrionales del Imperio español, si excluimos a la población indígena no asimilada, sólo vivían unos 100.000 colonos.
El crecimiento natural de la población, entre los pobladores de origen europeo, fue en aumento tanto en las colonias inglesas como en las españolas pero sin embargo los movimientos migratorios europeos fueron muy distintos en los dos imperios. Tanto Inglaterra como España frenaron el flujo de inmigrantes hacia América procedentes de la metrópoli a lo largo del siglo XVII, pero Inglaterra aceptó y, en cierta medida, promovió la llegada de extranjeros a sus colonias americanas.
El ritmo de emigración desde Inglaterra hacia América había sido muy fuerte en la primera mitad del siglo XVII. Alrededor de 150.000 ingleses se habían trasladado a la costa oriental norteamericana. Pero después de la guerra civil y la peste que asoló las islas Británicas y tras el auge del mercantilismo, que consideraba a la población como un recurso indispensable para la riqueza nacional, los tratadistas ingleses defendieron que era perjudicial el flujo migratorio. Si exceptuamos a los ingleses castigados con la deportación, unos 30.000 a lo largo del siglo XVIII, la emigración desde Inglaterra y Gales hacia las Américas disminuyó mucho. Decididos, sin embargo, a promover el crecimiento de las colonias americanas, las autoridades coloniales inglesas aceptaron a inmigrantes que no procediesen de Inglaterra o de Gales. Y eso fue una de las grandes diferencias entre las colonias inglesas y la América española y francesa. Ya en 1680 William Penn había reclutado a inmigrantes procedentes de Francia, la mayoría hugonotes perseguidos tras la abolición del Edicto de Nantes en 1685. También Penn aceptó como pobladores a menonitas, amish y moravos procedentes de Holanda, de Alemania, y de los cantones alemanes de Suiza, para ocupar su inmensa colonia de Pensilvania. Otras colonias enviaron agentes a Europa para reclutar campesinos. La mayoría, unos 250.000, fueron irlandeses-escoceses, descendientes de los escoceses presbiterianos que se habían instalado en el Ulster durante el siglo XVII. Además, casi todas las colonias inglesas otorgaron facilidades a los extranjeros para formar parte de la comunidad en igualdad de condiciones que los primeros colonos. Los extranjeros que fueran protestantes y jurasen fidelidad a la Corona británica eran considerados súbditos, con las mismas libertades y privilegios, de los colonos norteamericanos. En 1740, el Parlamento británico aprobó una ley general de naturalización para sus colonias en América. Sin embargo pervivieron dificultades en la mayoría de las colonias inglesas para aquellos inmigrantes católicos o judíos.
Otros pobladores también llegaron masivamente durante el siglo XVIII a las colonias inglesas. Los esclavos, forzados desde África, eran cada vez más utilizados como mano de obra en las plantaciones. El descenso de su “precio”, ocasionado por el fin del monopolio de la Compañía Real Africana en 1697, y la extensión de la economía de plantación en las colonias del Sur fueron las razones para que la población esclava pasase de 200.000 individuos, en 1700, a 350.000 en 1763. La mayoría de los esclavos procedían de antiguas civilizaciones del África occidental como la de Ghana, la de Mali y la de Songhai. De todas formas la esclavitud estaba distribuida de forma irregular. Más de cuatro quintos de la población esclava habitaban en las colonias del Sur. A pesar de que en el Imperio español en América la utilización de mano de obra esclava era habitual, en los límites septentrionales repletos de misiones y presidios, con escasos colonos, y alta densidad de población indígena, la presencia de esclavos africanos no fue significativa.
Las autoridades españolas siempre dificultaron la inmigración hacia América. La Monarquía Hispánica exigía a los individuos que quisieran emigrar el cumplimiento de una serie de requisitos y la posterior obtención de una licencia tras un largo proceso. Además, a diferencia de lo que ocurría en las Colonias inglesas, la Monarquía Hispánica no aceptó la entrada de inmigrantes libres extranjeros. Sin embargo, a lo largo del siglo XVIII, se incumplió muchas veces la legislación y la presencia de extranjeros era obvia en los límites del imperio. Pese a que, en número, su presencia era menor que en la América inglesa.
Estas diferencias en el ritmo de crecimiento demográfico entre las colonias inglesas y las españolas fue una de las razones de la vitalidad económica, social y política de las Trece Colonias frente a los límites del Imperio español. Como explica el historiador David Weber en Carolina del Sur, una de las colonias inglesas más jóvenes había, en 1700, 3.800 colonos de origen europeo y 2.800 afroamericanos que eran esclavos. En la vecina Florida, uno de los territorios más antiguos de la Monarquía Hispánica, sólo residían, a comienzos del siglo XVIII, 1.500 pobladores de origen europeo. La diferencia aumentó en la primera mitad del siglo, en parte debido a la generosa política colonial inglesa frente a la restrictiva española. Así, en 1745, el número de pobladores de Carolina del Sur era diez veces superior al de Florida: 20.300 frente a los 2.700 habitantes de este septentrión español en América.
También existieron diferencias políticas entre los dos mundos coloniales. Las colonias inglesas gozaron de una mayor autonomía que los territorios hispánicos. Para muchos autores no fue un hecho querido por la corona inglesa. Pero los conflictos internos, que caracterizaron la historia de Inglaterra durante el siglo XVII, motivaron un cierto “abandono” del mundo colonial. Sin embargo tras la Gloriosa Revolución, el reconocimiento por parte de la metrópoli del interés económico de las colonias impulsó una política intervencionista. En 1696 se creaba el Board of Trade and Plantations con la intención de controlar el comercio colonial. Además se establecieron en las colonias los Tribunales del Almirantazgo que además de visibilizar el dominio inglés debían velar por el cumplimiento de las leyes que regían “el contrato” colonial.
Aunque el término mercantilismo no fue acuñado hasta 1776, por Adam Smith, el mercantilismo fue aplicado en la Europa del siglo XVII. Esta doctrina económica afirmaba que las naciones estaban abocadas a una lucha por la supremacía. Para lograr ventajas militares y estratégicas era necesario tener mayor poder económico que las otras potencias. El poder económico de una nación se medía por la cantidad de metales preciosos que fuese capaz de acumular. Cuanto más independiente fuese una nación y menos importaciones necesitase mayor sería su acumulación de metales y por lo tanto sería una nación más poderosa y sana.
Para el mercantilismo y, sobre todo, para el mercantilismo inglés las colonias tenían una clara función que cumplir. Inglaterra, igual que España y Francia, se convirtió en imperio para lograr tener una autonomía económica. Las colonias proporcionaban materias primas para la industria británica. También eran un mercado seguro para las manufacturas. El comercio con América potenció el desarrollo de una Marina mercante. En un momento donde los buques y los marinos se adaptaban a cualquier propósito naval, esto incrementó mucho el poderío naval y la fuerza combativa de la metrópoli. Sin embargo las Trece Colonias inglesas, poco controladas durante gran parte del siglo XVII, estaban habituadas a comerciar con otras zonas. Las Antillas y toda la América española a su vez estaban acostumbradas a recibir productos norteamericanos. También el comercio se hacía en barcos no ingleses. Era necesario, por lo tanto, una vez concluidas las contiendas civiles en la metrópoli tras la Restauración de Carlos II en 1660, establecer una nueva política colonial que obedeciese a los principios mercantilistas.
Entre 1660 y 1672 se promulgaron una serie de leyes con la finalidad de organizar el Imperio británico de una forma unitaria y autosuficiente que garantizase ganancias para los súbditos ingleses: fueron las Actas de Comercio y Navegación. Las Actas contenían cuatro requisitos fundamentales. Todos los intercambios entre la metrópoli y sus colonias debían hacerse en barcos construidos en las colonias o en Inglaterra pero que, en cualquier caso, perteneciesen a ingleses y fueran capitaneados por oficiales ingleses. Los bienes importados por las colonias, a excepción de la fruta y del vino, debían pasar antes por Inglaterra por lo que estaban sujetos a las tasas británicas de importación. Las colonias tenían la obligación de exportar a Inglaterra determinados productos “enumerados”. En el siglo XVII fueron muy pocos los productos de este tipo: el tabaco, el azúcar y el algodón. Pero a comienzos del siglo XVIII la lista aumentó considerablemente. Se incorporaron el arroz, la melaza, las pieles y los artículos de construcción naval. Las colonias tenían ésta obligación aunque el destino último de sus productos fuesen otros países europeos. La diferencia entre el precio impuesto por la colonia a Inglaterra y el que después ésta le asignaría al venderlo a otra potencia, era la finalidad de esta medida. También se prohibía a las colonias producir ciertos artículos que pudiesen competir con la manufacturas inglesas.
Las Actas de Navegación subordinaban claramente los intereses de las colonias a los de Inglaterra. Pero eso no fue un problema para los colonos americanos de los siglos XVII y primera parte del siglo XVIII. Al promulgarse las Actas de Navegación, las colonias agrícolas tuvieron asegurado el mercado para sus productos. Tenían, además, garantizada la compra de sus cosechas. Las colonias de Nueva Inglaterra vieron crecer su industria naval al permitir Inglaterra que los barcos fuesen construidos en América. Además al excluir las Actas a las marinas de otros países del comercio colonial, Inglaterra tuvo la necesidad de comprar barcos americanos. Durante el siglo XVII y el primer tercio del siglo XVIII los norteamericanos no protestaron por la política económica imperial. Pero sí pensaron que debían velar por sus intereses en la metrópoli. Siguiendo el modelo de Massachusetts, las Trece Colonias establecieron agentes para defender sus intereses en Londres.
El intervencionismo no sólo fue organizativo y económico. También la metrópoli intentó transformar a las colonias controladas por compañías comerciales o propietarios en colonias reales. Poco antes del estallido de la revolución, ocho de las trece colonias se habían convertido en colonias reales: Virginia (1624), Carolina del Norte (1729), Carolina del Sur (1729), New Hampshire (1679), Nueva York (1685), Massachusetts (1690), Nueva Jersey (1702) y Georgia (1750). Existían dos colonias de Constitución: Rhode Island y Connecticut y se mantenían todavía tres colonias de propietario: Maryland, Delaware y Pensilvania. Pero a pesar de sus diferencias todas las colonias terminaron teniendo una organización institucional similar. Un gobernador, un Consejo Asesor, y una Asamblea Legislativa. El gobernador, a excepción de en Rhode Island y Connecticut –las dos colonias de Constitución– que era elegido por las asambleas coloniales, era designado por el rey o por los propietarios. Resultaba inusual, aunque podían hacerlo, que los propietarios gobernasen en sus colonias. Lo habitual era que residiesen en Inglaterra y nombrasen diputados para gobernarlas.
Aunque en teoría los gobernadores tenían un poder inmenso, gobernaban, era jueces supremos y además jefes de las milicias coloniales, en la práctica su poder estaba limitado. Los presupuestos anuales, incluidas muchas veces la partida destinada para su salario, lo decidían las asambleas coloniales.
Era el gobernador el que designaba a los miembros del Consejo Asesor que en realidad ejercía como una Cámara Alta de las Asambleas.
Los miembros de las asambleas eran elegidos por sufragio restringido. Para ser elector, en la mayoría de las colonias, se exigía el requisito de propiedad. Las condiciones para ser elegido eran más restringidas. Además de la condición de propietario, existían requisitos de orden religioso o consistentes en formular determinados juramentos que alejaban a los católicos y a los judíos de las asambleas coloniales. En cualquier caso, los miembros del Consejo y los representantes de las asambleas coloniales eran americanos. Entre sus funciones estaban preparar, discutir y promulgar leyes centradas en los intereses de la colonia siempre en concordancia con las leyes de la metrópoli; fijar la cantidad y la clase de impuestos que los contribuyentes debían pagar; distribuir y discutir, como ya hemos señalado, los salarios de los oficiales públicos incluido el del gobernador; nombrar jueces y también fijar y garantizar sus salarios, elegir a los agentes de la colonia para defender sus intereses frente al parlamento británico, elegir al portavoz de la Asamblea y convocar elecciones periódicas para renovar su composición.
La proximidad de los colonos, eso sí propietarios, a la discusión y resolución de los asuntos americanos fue una de las características de las colonias inglesas. Si bien es verdad que la solución última residía en las instituciones inglesas, el debate, la formulación de los problemas y algunas de las soluciones eran americanas. Mientras en el Imperio español existía una clara lejanía de esos funcionarios reales –que casi nunca fueron “naturales” y rara vez americanos y que en muchos casos llegaron a las colonias con la mentalidad repleta de problemas europeos–, de la compleja realidad americana. Mientras que los nuevos problemas eran reconocidos y resueltos con soluciones nuevas en la América inglesa no ocurría lo mismo en la compleja maquinaría administrativa de la Monarquía Hispánica. Los nuevos problemas americanos tardaban tiempo en ser identificados y siempre se intentaron resolver con soluciones viejas y sobre todo lentas.
De nuevo las diferencias en la organización institucional de los mundos coloniales explican la mayor vitalidad política de las colonias inglesas, y la emergencia de un sentimiento de formar parte de una comunidad con problemas similares. En el proceso de resolución de esos problemas los americanos de las colonias inglesas fueron adquiriendo una conciencia de proximidad que los diferenciaba de los otros mundos coloniales y que fue imprescindible para comprender el surgimiento de una nueva comunidad política: Estados Unidos.
Además en las colonias inglesas existía una vitalidad cultural insospechada en las “fronteras” del Imperio español en América del Norte. Desde la llegada de los primeros colonos puritanos la educación de los niños fue un elemento importante. En las colonias de Nueva Inglaterra siempre que existieran cincuenta casas se abría una escuela primaria. Aunque no siempre se cumplió, la proliferación de escuelas fue una realidad. También se promovió mucho la educación en las colonias intermedias. En Pensilvania, William Penn había promulgado normas para instalar escuelas públicas. En las colonias del Sur los esfuerzos para promover escuelas de este tipo, fueron más difíciles por la mayor dispersión de la población. Muchos plantadores y comerciantes sureños enviaron a sus hijos a Inglaterra o contrataron preceptores particulares.
En 1740 sólo había tres universidades en la América inglesa: Harvard en Massachusetts, William and Mary, en Virginia, y Yale, en Connecticut. A mediados del siglo XVIII, coincidiendo con el “Gran Despertar”, muchas de las diferentes confesiones entonces reformadas abrieron centros de educación superior. Así, los baptistas evangélicos fundaron el College de Rhode Island, actual Universidad de Brown, en 1760; la Iglesia reformada holandesa creó el Queens College, ahora Universidad de Rutgers en Nueva Jersey; Eleazer Wheelock fundó la universidad evangélica de Dartmouth. Los anglicanos rivalizaron por la creación de centros que pudieran educar a las élites para mejor divulgar las diferentes confesiones. En 1750 habían fundado el Kings College de Nueva York, actual Universidad de Columbia y el College de Filadelfia que ahora conocemos como la Universidad de Pennsylvania.
Una muestra de la vitalidad cultural de las Trece Colonias inglesas en América del Norte es la proliferación de periódicos a lo largo del siglo XVIII. Es cierto que la mayoría de ellos se imprimían y distribuían en las ciudades pero muchos llegaban hasta los últimos rincones de las colonias. Boston lideró en ellas la actividad impresora. El Boston NewsLetter se fundó en 1704. En 1720 dos nuevos periódicos vieron la luz en Boston y además surgieron también periódicos en Filadelfia y Nueva York. En 1775, existían más de 38 periódicos en las colonias. La prensa estaba repleta de debates que se desarrollaban utilizando a veces el recurso de las cartas, o de fragmentos de discursos políticos y también de sermones. Además, en los núcleos urbanos, se imprimían almanaques y panfletos.
Los panfletos fueron los más populares. Eran hojas impresas, plegadas de diferentes formas, que normalmente escribía un solo autor. El texto siempre se centraba en un único tema. Y quizá por su sencillez eran muy baratos. Además, los panfletos al no estar cosidos y tener pocas páginas se imprimían de forma más rápida que periódicos, almanaques y libros y llegaban a muchos más lectores.
En las “fronteras” del Imperio español en América del Norte fueron las misiones los mayores centros de educación aunque también existieron escuelas parroquiales. En San Agustín había una escuela vinculada a la parroquia desde su fundación y, desde 1606, también existió un seminario. Se cerró durante unos años y se reabrió en 1736 y, de nuevo, en 1785 tras la recuperación de Florida por España. En Nuevo México, además de las misiones para adoctrinar a la población indígena, había escuelas parroquiales. A pesar de que los reyes desde 1721 ordenaron el establecimiento de escuelas públicas en los pueblos y asentamientos de españoles éstas nunca llegaron a crearse.
En Texas se fundaron misiones y también escuelas parroquiales. Sabemos que en San Fernando de Bexar (San Antonio) los padres de los alumnos pagaban una pequeña cantidad para que el sacristán de una de las parroquias dedicara unas horas a enseñar a los niños a leer y a escribir. En California la labor educativa residió casi exclusivamente en las misiones. Allí los niños indígenas aprendían catecismo normalmente con textos preparados por los misioneros en lengua indígena y además a leer y a escribir en español. También aprendían diferentes oficios. En Luisiana los franceses fundaron colegios religiosos y los españoles los mantuvieron. Existían colegios de ursulinas para niñas y de jesuitas para varones en Nueva Orleáns.
La llegada de la imprenta a los límites del Imperio español fue tardía. Sólo existían imprentas y por lo tanto folletos y publicaciones periódicas en Luisiana y su origen era claramente francés. Tres imprentas existían en Nueva Orleáns durante el periodo de dominación española: la de Denis Braud, la de Antoine Boudousquié y la de Louis Duclot encargadas de publicar todas las comunicaciones oficiales de las autoridades españolas. A partir de que en 1794 se comenzase a publicar el periódico The Moniteur de la Louisiana, los gobernadores españoles utilizaron este nuevo cauce. Este periódico, aunque escrito en francés, también tenía textos oficiales y artículos en español.
Pero el factor que más contribuyó a crear ese sentido de “nosotros” imprescindible para comprender el surgimiento de una nueva nación, Estados Unidos en 1776, fue la participación de los colonos ingleses de forma conjunta en las guerras imperiales, complicadas muchas veces con guerras indígenas.
En 1643 Massachusetts, Plymouth, Connecticut y New Haven crearon una asociación “ofensiva y defensiva, de mutuo asesoramiento y ayuda (…) para lograr la mutua seguridad y el muto bienestar”. Recibió el nombre de Confederación de Nueva Inglaterra. Mientras existió el peligro indígena la Confederación funcionó bien. Se celebraban reuniones, se socorrían unas colonias a otras, se tomaban decisiones conjuntas. Sin embargo, coincidiendo con un debilitamiento de los indígenas de la costa nordeste, la Confederación desapareció. Siempre se ha considerado, sin embargo como un precedente de la futura Confederación de los Estados Unidos de América. También Virginia se reunía periódicamente con las Carolinas cuando surgían amenazas indígenas en sus fronteras.
Más importante que estas alianzas para hacerse fuertes contra los indígenas, fue la participación conjunta de algunas de las colonias en las Guerras Imperiales. Durante los siglos XVII y XVIII estallaron cuatro grandes enfrentamientos que afectaron a las metrópolis y también a sus respectivos imperios coloniales. Estos enfrentamientos se denominaron de forma distinta en Europa y en América. La guerra de la Gran Alianza europea, se llamó la guerra del rey Guillermo (1689-1697); la Guerra de Sucesión española, la denominaron las colonias inglesas la Guerra de la Reina Ana (1702-1713); la Guerra de Sucesión austriaca, fue para América la Guerra del Rey Jorge (1744-1748); y la Guerra de los Siete Años se conoció como la Guerra Franco-India (1756-1763). En estas guerras participaron siempre dos o más colonias involucrándose con dureza los colonos a través de las milicias coloniales. Además, al desarrollarse, en parte, en suelo americano, la población civil se fue impregnando también de un sentido de unidad. Las colonias de Nueva Inglaterra y también la de Nueva York se involucraron en la Guerra del Rey Guillermo. Las mismas colonias y Carolina del Sur participaron activamente en la Guerra de la Reina Ana; también las colonias de Nueva Inglaterra participaron en la Guerra del Rey Jorge. Las tropas para esa guerra se abastecieron desde Nueva York, Nueva Jersey y Pensilvania.
Fue en la guerra franco-india o Guerra de los Siete Años en donde los imperios coloniales se enfrentaron con mayor dureza y todas las colonias se vieron inmersas de una o de otra forma. También en esa guerra muchos colonos, entre ellos George Washington adquirieron la experiencia militar que les posibilitó después luchar en la guerra de Independencia de Estados Unidos.
La guerra enfrentó a las potencias borbónicas y a Inglaterra. La estrategia de Inglaterra en América fue sencilla. Por un lado incrementar su presencia militar. Y por otro involucrar, lo máximo posible, en la guerra, a los habitantes de las Trece Colonias. Así envió a América a un ejército de 25.000 hombres y logró reclutar, aunque pagando salarios, a otros 25.000 residentes en América. La superioridad numérica inglesa obtuvo resultados. Las campañas bélicas inglesas querían cortar la comunicación entre Canadá y el Misisipi escindiendo así el territorio francés en Norteamérica. En 1758, las tropas británicas ocuparon, primero, Fort Frontenac en el lago Ontario y después Fort Duquesne, rebautizado como Fort Pitt al oeste de Pensilvania. Fragmentado en dos el Imperio francés en América, Inglaterra y sus colonias lanzaron un ataque masivo sobre Canadá. Desde la desembocadura del río San Lorenzo, y desde los lagos Ontario y Champlain, los ingleses la inundaron. Tras la derrota del general francés Louis Joseph Montcalm, en las llanuras del monte Abraham, los ingleses conquistaron Quebec. En 1760, Jeffrey Amherst, comandante en jefe del ejército británico, ocupó Montreal. El poderío británico fue superior en las batallas terrestres y además la marina británica obtuvo victorias en la América insular francesa y española. Así los ingleses conquistaron territorios franceses como Guadalupe, en 1759, y Martinica, en 1762, y lograron apoderarse del puerto de La Habana, vital para la defensa española del golfo de México. También en el Pacífico ocuparon el puerto de Manila, en Filipinas. Las potencias borbónicas sufrieron además en sus posesiones europeas. Su aplastante fracaso se plasmó en las duras condiciones de paz.
Así, en la Paz de París de 1763, las potencias borbónicas vieron tambalearse sus intereses americanos. España perdía la posibilidad de explotar, como había hecho desde el siglo XVI, la riqueza pesquera de Terranova, cedía, como única forma de recuperar su querido puerto de La Habana, “a su majestad británica, Florida con el fuerte de San Agustín y la bahía de Penzacola” y veía legalizada la explotación del palo campeche en la costa de Honduras por los comerciantes ingleses. Francia compensó a Inglaterra “con el río y puerto de la Mobila y todo lo que posee o ha debido poseer al lado izquierdo del río Misisipi a excepción de la ciudad de Nueva Orleáns y la isla donde ésta se halla situada, que quedarán a Francia; en inteligencia de que la navegación del río Misisipi será igualmente libre tanto a los vasallos de Gran Bretaña como a los de Francia”, también perdía la isla de cabo Breton frente a Nueva Escocia; además la Monarquía francesa, para resarcir de los desastres de la guerra a su aliada España, entregó a Carlos III, por el Tratado secreto de Fontainebleau de 1762, el territorio de Luisiana, que comprendía, tras la cesión que había hecho a Inglaterra, sólo la cuenca occidental del Misisipi incluyendo el puerto de Nueva Orleáns, en la parte oriental del río. Estas compensaciones, unidas a la entrega del Canadá a los ingleses, ocasionaron que Francia quedase excluida como potencia colonial de Norteamérica y que la línea divisoria entre los territorios hispanos y británicos en América estuviera en el río Misisipi.
Inglaterra y sus colonias se habían alzado triunfantes en las guerras imperiales. Las fronteras de la Monarquía Hispánica se habían alejado de las Trece Colonias inglesas. Además, Inglaterra obtenía otros territorios en América del Norte: Florida y Canadá. Francia dejaba de ser una potencia con intereses coloniales en la Norteamérica. Pero un nuevo problema se aproximaba para la exultante Corona inglesa. Las colonias americanas habían adquirido una clara conciencia de “nosotros”. Una economía boyante, una sociedad sofisticada, una cultura desarrollada y una experiencia militar común, fueron la causa de una reflexión americana propia e independentista.