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TIEMPO DE VIVIR.
UNA REFLEXIÓN PARA LOS PADRES DE LOS LECTORES DE ESTOS CUENTOS
ОглавлениеCARMEN GUAITA
Mi padre me enseñó solamente dos cosas:
a escuchar a los demás y a medir el tiempo.
MARÍA ZAMBRANO
Hola mamá, hola papá, ¿cómo estáis?
A simple vista se adivina que muy implicados en vuestros roles de padres jóvenes y trabajadores. Tal vez convivís en pareja, como tantos; tal vez, como tantos, estáis solos. El caso es que vais a velocidad supersónica durante el día entero y hay mañanas, al llegar al trabajo, en que no sabéis si habéis desayunado una tostada o un par de calcetines.
Sacar adelante la tarea profesional y a los hijos sustenta una paradoja que descorazona un poco: cuando ajustamos las prioridades a ese orden exacto –profesión y familia–, nos encontramos con frecuencia a punto de estallar, agobiados, estresados, insomnes, culpables de casi todo y muertos de agotamiento. Pero cuando el orden se invierte –hijos y trabajo–, podemos sentir los mismos síntomas de desequilibrio. ¿Por qué sucede esto?
Crear una familia supone un compromiso de vida, tal vez el más importante; del trabajo dependen buena parte de la realización personal y, desde luego, el sustento. Si estos dos ámbitos se situaran en los platillos de una balanza, nosotros actuaríamos de peso hacia uno u otro, pero siempre como yo, una persona plena que no se puede desdoblar, de ahí la dificultad. El fiel de esa balanza es el tiempo. Él tiene la clave, así que nos conviene reflexionar sobre su significado y, desde luego, aprender de quienes mejor lo entienden, que son los niños.
Las tres dimensiones del tiempo
Todos sabemos que el tiempo es mucho más que el paso de las horas; sin embargo, precisamente porque vivimos en él, disueltos como la sal en el agua del mar, no nos resulta fácil entenderlo. La verdadera comprensión del tiempo sigue siendo patrimonio de los sabios. No de los intelectuales, ojo; quiero decir de los abuelos que cuentan historias, de quienes modelan el barro, componen sinfonías, escriben poemas, meditan al modo místico o esperan los resultados de experimentos científicos. Y, por supuesto, de los niños.
Habitualmente, vivimos atrapados por el tiempo que se puede contar y medir, marcado por el movimiento de los astros. A lo largo de la historia, los seres humanos hemos organizado nuestros días con la arena de la clepsidra, las campanadas del carillón o la alarma del smartphone. El tiempo cronológico es la sustancia inasible que se malgasta en un atasco de tráfico; el déspota que marca nuestros horarios de trabajo; el alimento ajeno que devora con glotonería un jefe pesado. Esta variedad del tiempo pasa y no vuelve, se mide y se pierde. Hace crecer a nuestros hijos cuando no estamos delante y saca a la luz defectos de nuestro cuerpo que no habíamos visto antes. Luis de Góngora lo describe de esta manera en un soneto que se titula «De la brevedad engañosa de la vida»:
Mal te perdonarán a ti las horas.
Las horas que limando están los días,
los días que royendo están los años.
En la mitología griega, Cronos, el dios del tiempo, devoraba a sus hijos. Mucho me temo que hoy lo sigue haciendo. A qué negarlo, los horarios mandan. La mayoría de nuestras dificultades está relacionada con el tiempo que podemos dedicar a las cosas y al orden de prioridades en que las hemos situado. Una vez escuché a Ferran Adrià exponer la receta de la creatividad: «Pasión por lo que se hace, riesgo, afán por compartir, tiempo y libertad». Aunque estemos dispuestos a poner en juego la pasión, las ganas de compartir y el riesgo, nadie duda de que, para ser plenamente creativos –es decir, capaces de encontrar soluciones nuevas a los problemas viejos–, necesitaríamos un poco más de tiempo y libertad.
Pero hay otras dos dimensiones del tiempo, simultáneas, que pasan inadvertidas ante la fuerza de los cronómetros y, sin embargo, son esenciales. Una de ellas es la duración completa de nuestra vida: una incógnita que acaricia los bordes del misterio. Conviene pensar de vez en cuando en ella para agradecer el inmenso regalo que es un amanecer de lunes, con sus prisas y sus nervios. Si comprendiésemos que «cada segundo es un instante más y un instante menos», como suele decir Federico Mayor Zaragoza, tal vez nos tomaríamos con menos drama algunos problemas, ordenaríamos de otra forma la escala de valores y tendríamos más cosas en cuenta.
Existe además otra dimensión del tiempo, tal vez la más próxima a su esencia. En la Grecia clásica se denominaba kairós –que significa «la oportunidad»– y nos habla del momento presente.
Si fuésemos capaces de observar al microscopio nuestra propia historia, veríamos una cadena de instantes que interactúan entre sí y en relación con los demás. Esta sucesión de emociones, sentimientos, proyectos, sueños, alegrías, tristezas, actos, palabras y silencios convierte a cada uno de nosotros en persona única, distinta a quienes hayan existido y existirán, siempre la misma en el fondo pero nunca igual.
Esas tres dimensiones temporales –el reloj, la duración de la vida y el presente– constituyen nuestro marco de referencia. Y es que el tiempo está personalizado. Si lo observamos bien, comienza con nuestro nacimiento y llega a su final en nuestro último día. El tiempo somos cada uno de nosotros, por eso nadie puede escribir un libro sobre él, pero, a la vez, sobre él –literalmente mientras dura– relatamos nuestra historia.
La prisa del hoy, la memoria del ayer y las expectativas para el futuro están relacionadas con ese don que nos ha sido otorgado para vivir. Esa paradoja de la que hablábamos al principio proviene de haber olvidado que el tiempo es una categoría vital y de haber otorgado todo el poder a una sola de sus dimensiones. Porque, debemos reconocerlo, los minuteros mandan mucho y hoy es la alarma del smartphone la que rige las decisiones de nuestra vida.
El reloj, príncipe de nuestro tiempo
Todos aquellos que en 2001 tuvieran más de ocho años recuerdan con seguridad qué estaban haciendo el 11 de septiembre de aquel año, cuando cayeron las Torres Gemelas del World Trade Center. A miles de kilómetros de distancia, con varios husos horarios de diferencia, dondequiera que estuviésemos, aquel suceso nos conmocionó tanto como a los neoyorkinos, y lo hizo en el mismo instante. Aquella mañana, tarde o noche del mundo se abolieron las dos referencias básicas para el ser humano: el espacio y el tiempo. La ubicación física, aquí, y la ubicación psíquica, ahora, dejaron de ser intuiciones para sumarse a un magma común que comenzaba a denominarse «globalización». Desde entonces hasta hoy hemos profundizado en ese proceso y ya aquí es todo el universo –incluso lo llevamos en la mano– y ahora es siempre.
Ninguna época de la historia ha acumulado mayores conocimientos ni los ha convertido en algo tan fácilmente accesible. A cambio, seguimos comportándonos como si las instrucciones de la vida fuesen completamente desconocidas. Por ejemplo, promovemos –o aceptamos sin rechistar– el sacrificio del bienestar personal ante la fuerza de lo económico, de tal manera que hoy más que nunca el tiempo es dinero, y en ocasiones ni siquiera mucho. De ahí a las jornadas laborales interminables o la invasión de la esfera privada por el trabajo no hay más que un paso, y ya lo hemos dado.
Como sistema de valores, nuestra sociedad contiene demasiada indiferencia, demasiada inmediatez. No pensamos en consecuencias a largo plazo, en lo que estamos haciendo con la Tierra y con la infancia. Nuestra vida no parece una historia singular, sino un carpe diem mal interpretado. En vez de entenderlo como «conviértete en el dueño de tu día», se nos dice que debemos vivir como si cada día fuera el último, es decir, en la agonía. Las preguntas clásicas –¿qué puedo saber?, ¿qué debo hacer?, ¿qué me cabe esperar?– se convierten en absurdas para quien puede saberlo todo, hacerlo todo, esperarlo todo. Y, en cuanto a la pregunta clave –qué es el ser humano–, la respuesta contemporánea es: un adolescente eterno.
Si el espacio deja de ser un límite y ya no percibimos el tiempo como un proceso, no hay sitio para las virtudes. Aunque la palabra suene antigua, sigue significando «comportamiento valioso que conduce a una vida buena y feliz», como la definió Aristóteles. La ética es el resultado de una toma de decisiones y, por tanto, precisa de tiempo por delante: hacer una promesa y cumplirla, por ejemplo. La crisis moral que todos percibimos proviene de nuestra obediencia a lo inmediato y, en consecuencia, al olvido de lo que es o no es bueno, un «músculo» que percibe las consecuencias de los actos.
Sin embargo, aunque tal vez no pensemos en ello, seguimos necesitando mirar lo que nos rodea, pensar en lo que nos sucede, preguntarnos quiénes somos. Todos intuimos que el vértigo de la actualidad no es la plenitud y que necesitamos una dimensión interior. Intuimos, por ejemplo, que desempeñar bien la tarea de la paternidad obliga a realizar un viaje hacia el corazón con decisión personal y consciencia.
Y, si saboreamos estas palabras –viaje, consciente, ser–, nos daremos cuenta de que estamos hablando de la dimensión psíquica del hombre: el tiempo. De nuevo lo tenemos aquí. Aun hoy, bajo la tiranía del reloj, el tiempo permanece como categoría esencial de la existencia humana, y continúa asociado de manera indisoluble a la educación de los hijos.
Todo tiempo es tiempo de vivir.
Tiempo y oportunidad
El secreto para entender el tiempo es profundizar en su dimensión de oportunidad. Así es como lo toma la infancia. Los niños se desenvuelven en un presente absoluto –solo aquí y ahora puedo afirmar que estoy vivo–, por eso nunca se compadecen de sí mismos ni se agobian con las incógnitas del mañana. Juegan un partidillo de fútbol y lanzan el balón con la intensidad de una final de campeonato; dibujan un árbol –un león, un dinosaurio, una mariposa– pleno de mil detalles que han observado; los niños más golpeados por la adversidad son capaces de aprender cosas nuevas cada día, como saben bien quienes los acompañan en hospitales o casas de acogida. La infancia, con su curiosidad insaciable, nos dice que hay una manera más consciente de vivir. Nos hace saber que es posible comprender mejor el privilegio de la existencia, disfrutarlo con la mente más abierta, controlar mejor el tiempo y sus tiempos. Más allá del reloj existe una dimensión que espera nuestra capacidad de estima.
¿Somos aquello en lo que trabajamos?
Esta reflexión comenzaba aludiendo a los platillos de una balanza: trabajo y familia. Puede ser importante reconocer y expresar nuestras certezas sobre ellos. Por ejemplo, nuestra relación con el trabajo.
La vida profesional es importantísima por la cantidad de horas que le dedicamos y la calidad del espacio –prioritario– que ocupa en nuestra vida, así que merece la pena preguntarnos qué nos aporta.
Puede deslumbrarnos la certeza de ejercer una profesión llena de sentido que por sí misma produce felicidad aun a costa de enorme exigencia. Esto sucede si se pueden poner en juego todas las cualidades personales. Cuando hablamos de vocación, nos referimos a ese punto en el cual lo que uno hace se conjuga bien con lo que desea y piensa, y con aquello para lo que vale. Dichosos quienes tienen la fortuna de realizarse profesionalmente de esa forma.
Por otra parte, podemos reconocer que no desempeñamos una tarea épicamente satisfactoria, pero la cumplimos sin mayor problema. Seguramente esto sucede porque encontramos cada día al menos un aliciente: un servicio prestado, un problema que pudimos solucionar. Entonces el tiempo dedicado al trabajo también nos ofrece oportunidades. No nos maltrata.
Pero puede surgir, por el contrario, la certeza de que vivimos para trabajar en algo que no tiene sentido. Entonces somos infelices. No encontramos el «para qué» de nuestro esfuerzo o es exclusivamente el dinero. La vida laboral puede ser entonces una fuente de frustración e incluso de amargura. Quien llegue a esta certeza tiene profundas preguntas que responder y serias decisiones que plantearse.
Pero, además, mamá y papá tienen hijos. Por tanto, se hallan también ante otra dimensión, la familiar, que es aún más esencial y duradera.
La memoria puede recorrer de nuevo el camino de aquellos jóvenes que entraron en la vida profesional y luego tomaron la decisión de crear una familia. Seguramente, de aquel período intenso solo podrán evocar fragmentos sueltos, como si la memoria no deseara revelar sus secretos. Sin embargo, desde un lugar más profundo les llega la seguridad de que ese hijo modificó su escala de valores. Hubo un momento sin fecha en que el miedo a lo desconocido se convirtió en valentía; otro en que renunciaron a lograr todos los propósitos de su adolescencia; otro en que la mirada del hijo sobrepasó los estándares anteriores de la felicidad; un momento en que terminó eso de dormir a pierna suelta; en que comenzaron a mostrar el mundo a un pequeñuelo y compartieron su asombro. En esos instantes, su hija o su hijo les abrió su corazón, los convirtió –de alguna manera– en omnipotentes, los amó profundamente. Casi siempre pensamos en cuánto queremos a los hijos y en los sacrificios que les ofrecemos; muy pocas veces somos conscientes de lo mucho que nos quieren y nos necesitan ellos, de todo lo que nos perdonan, de cuántas oportunidades nos ofrecen. Por eso es importantísimo comprender que cada segundo de convivencia familiar es una oportunidad real de felicidad.
Así que, ¿somos aquello en lo que trabajamos? Somos lo que somos, y eso incluye el trabajo, por supuesto, pero, sobre todo, la vida privada, que es nuestra faceta interior.
El decálogo de los niños
Para comprender mejor lo que significa el tiempo en la vida de familia conviene distinguir lo superfluo de lo importante; o al menos lo importante de lo esencial.
A veces planificamos el horario de los hijos hasta el último detalle: de nueve a cuatro, al colegio, y después deportes, idiomas o clases particulares, deberes, baño, cena, pantalla y a la cama. Es una apretada agenda, a veces condicionada por el propio horario laboral, que lleva a algunos padres a desear que el niño aprenda a leer a los cinco años, domine el inglés antes de terminar Primaria, el mandarín en Secundaria, y a la vez destaque en algún deporte o actividad artística. Estas competencias no son banales, de acuerdo, pero ¿y lo esencial? Nuestros hijos nos lo señalan. Si escribieran para nosotros un decálogo, sería parecido a este:
1) Edúcame bien, con sentido común, teniendo en cuenta lo que quieres para mí, aunque en ocasiones coincidan tu cansancio y mi rabieta.
2) Piensa en mí de mayor. ¿Te gustará que sea una persona fuerte? ¿Que sea independiente y autónoma? Pues no me sobreprotejas, no me concedas todos los caprichos para regañarme después por ser caprichoso.
3) Mírame más. El juego de nuestras miradas es muy importante para mí. Yo te estoy mirando constantemente, me das ejemplo incluso cuando no te das cuenta. Y, a la vez, necesito saber lo que piensas de mí: si me quieres, si estás orgullosa. La respuesta la encuentro en cómo me miras, no en lo que me dices.
4) Pasea conmigo despacio, sin tu móvil en la otra mano. No te imaginas lo importante que es para mí ese ratito que me dedicas en exclusiva.
5) No me llenes todos los momentos «vacíos» con actividades planificadas, sé más flexible y libérame del estrés. Yo no puedo seguir tu ritmo adulto. ¡Si ni siquiera puedes seguirlo tú!
6) Escúchame, pregúntame por mis sentimientos y no solo por mis deseos y actividades. ¿Conoces mis «biorritmos»? ¿Estoy más tranquilo y comunicativo por las mañanas? ¿Por las noches? Si en esos momentos me dedicas un rato, obtendrás lo mejor de mí: mis confidencias y secretos. Me abrazarás en horas diversas y no solo en la mañana del domingo. Cuando yo sea adolescente, agradecerás estos momentos.
7) Vive con un ritmo más lento cuando estés conmigo, no te levantes a atender el móvil a la hora de comer, no me demuestres que todo lo que entra por tus redes sociales –un mensaje cualquiera de un desconocido– es más importante que mi presencia.
8) Convivamos. Cuéntame cosas de ti. Tal vez debas callar tus grandes problemas para no sobrecargarme con las dificultades de un adulto, pero a mí me gustaría saber cómo es ese trabajo que nos separa tantas horas, qué haces en él, por qué te compensa llevarlo a cabo. Puede ser útil para mí saber cómo te trataban tus compañeros de colegio, conocer historias de tu infancia... La confianza mutua es buena, vamos a practicarla.
9) Desintoxiquémonos juntos de los móviles y otras pantallas. Jugar e inventar actividades con un simple cartón, buscar bichos o dibujar es más beneficioso para mi desarrollo cerebral que una tableta. No me satures
con tecnología a cambio de un rato de silencio. Soy niño, debo moverme, preguntar mil veces, explicarme el mundo, hacer travesuras, cantar a pleno pulmón, tener infancia.
10) Ordena tu escala de valores para que descubras qué es para ti lo más importante de mi educación. ¿Qué has situado en el número uno? ¿Que sea una estrella del fútbol? ¿Los idiomas? ¿Mi equilibrio y mi personalidad?
Si ellos pudieran expresar estas demandas con palabras –y no solo con sus actitudes, aunque son tan expresivas–, los comprenderíamos mejor. Es hora de decir sin tapujos que muchos problemas infantiles –incluso algunos que terminan en tratamientos médicos– son llamadas de auxilio ante la soledad y la falta de atención. Con frecuencia, los niños están sobreprotegidos en lo superfluo y abandonados en lo esencial: no pueden jugar en el parque, pero navegan por las redes sin filtros de ninguna clase. La familia es la unidad básica del cariño y no padece una crisis, aunque pueda estar en transformación, pero su componente afectivo no diluye su función educadora. Y la educación, dice Victoria Camps, necesita solo dos ingredientes básicos: tiempo y ejemplo.
La profesión de padre y madre
Una profesión es una actividad que se profesa, es decir, de la que se puede hablar. Y, desde luego, ser madre o ser padre tiene un componente grande de profesión, es decir, de preparación y reflexión. ¿Pagada? Bueno, no habría dinero suficiente para remunerarla y a la vez cuenta con el mayor salario emocional. Se mueve en los terrenos del amor, que no son ninguna tontería.
Ser padre o madre viene a parecerse a ser a la vez mentor, psicólogo, educador, autoridad, gobernante, orientador y consejero. A tiempo completo cada vez que los hijos estén presentes; en las noches de insomnio, también.
Somos buenos mentores si:
•observamos nuestras propias cualidades y las de nuestros hijos;
•tenemos presente que estamos aquí para educarlos, es decir, darles herramientas capaces de superar los problemas que la vida les traiga;
•procuramos que ellos mismos sepan distinguir si una conducta les hace daño o les sienta bien;
•procuramos desarrollar al máximo las capacidades innatas de nuestros hijos. Por cierto, ¿las conocemos? Antes de seguir leyendo piensa en cinco cualidades de tu hija o de tu hijo;
•guiamos a nuestros hijos para que actúen siempre con lo mejor de su persona. No hay nada que hablar sobre esto. Lo transmite nuestro ejemplo. Si nosotros lo hacemos así, ellos lo harán.
A pesar de todo, no debemos:
•ser perfeccionistas;
•mimar o proteger en exceso;
•limitarnos a cuidarles;
•verlos como una tabla rasa o como un alter ego nuestro;
•impedir que descubran las consecuencias de sus actos y sus decisiones;
•compararlos constantemente con otras personas.
Somos buenos psicólogos si:
•distinguimos lo que nuestros hijos necesitan de verdad;
•valoramos las decisiones que nos permiten conocerlos mejor;
•sabemos perdonar un mal día;
•les dejamos disponer de su propio tiempo libre.
Pero no debemos:
•cargar con toda la responsabilidad de sus actos y elecciones;
•caer en la trampa de mostrarnos incoherentes, premiando y castigando sin criterio;
•mentirles;
•imponer nuestro estilo de vida como el único valor.
Somos buenos educadores cuando:
•vemos las dificultades de la vida como una oportunidad para aprender;
•entendemos los errores y castigos como una oportunidad para mejorar;
•sabemos distinguir entre las cualidades reales de nuestros hijos y las etiquetas que les ponemos;
•les mostramos con el ejemplo cuáles son las conductas necesarias en cada caso;
•disfrutamos de su progreso.
Pero no cuando:
•desaprovechamos las situaciones aleccionadoras;
•eludimos los envites de la vida;
•les avergonzamos en lugar de corregirles;
•hacemos por ellos lo que pueden hacer solos;
•les etiquetamos.
Tenemos autoridad cuando:
•establecemos los límites claramente;
•distinguimos entre lo negociable y lo no negociable y sabemos mantenernos firmes;
•somos líderes cuando hace falta y sabemos ser también compañeros que aprenden cosas de los hijos.
Pero no cuando:
•nos mostramos ambivalentes o incoherentes;
•somos demasiado estrictos, demasiado permisivos o las dos cosas a la vez;
•lo negociamos todo;
•no les facilitamos rutinas previsibles, con lo cual no saben a qué atenerse con las normas;
•esperamos que les parezca bien todo lo que hacemos.
Somos gobernantes del hogar cuando:
•en casa hay cinco o seis normas básicas y fijas;
•sabemos ceñirnos a las necesidades y características de la familia;
•establecemos de antemano las consecuencias, concretas y pertinentes;
•procuramos que los castigos se ajusten a las faltas;
•sabemos perdonar y restaurar un buen clima; sabemos pedir perdón;
•somos congruentes y hablamos con claridad;
•felicitamos a nuestros hijos cuando lo hacen bien, y no solamente reaccionamos ante sus errores;
•no caemos en las guerras de nervios; recordamos quién es el adulto;
•sabemos flexibilizar las normas para acompasar su crecimiento.
Pero no cuando:
•dictamos los castigos proporcionales solo a nuestro enfado;
•somos incongruentes;
•mantenemos las normas «de boquilla» y nosotros mismos las incumplimos;
•no distinguimos las normas importantes de las irrelevantes;
•gritamos por todo.
Somos orientadores cuando:
•compartimos con los hijos nuestros conocimientos y habilidades;
•compartimos las historias de familia y transmitimos los valores familiares;
•escuchamos sus historias; los niños de cualquier edad ya tienen «recuerdos de infancia»;
•damos importancia a nuestros ritos y celebraciones;
•les mostramos nuestra visión del mundo sin dar por hecho que ya la conocen.
Pero no cuando:
•desaprovechamos las ocasiones en que ellos tienen ganas de hablar o de aprender;
•descuidamos a la familia extensa; a los niños les enriquece.
Somos consejeros cuando:
•vemos a nuestros hijos como personas completas, únicas y distintas a nosotros;
•confiamos en sus capacidades;
•les escuchamos y dejamos que sus sentimientos se expresen;
•les ayudamos a tomar decisiones libres;
•les formulamos preguntas que les permitan abrirnos su corazón;
•les escuchamos atentamente y en silencio;
•les miramos.
Pero no cuando:
•asumimos sus sentimientos como si fueran únicamente responsabilidad nuestra;
•les sermoneamos a todas horas;
•les permitimos tomar una decisión y después les aconsejamos;
•tratamos de adivinarles el pensamiento en lugar de escucharles;
•no permitimos ni un momento de silencio;
•nosotros encontramos siempre las soluciones;
•minimizamos la importancia de sus sufrimientos;
•tenemos un guion preestablecido sobre el comportamiento de los hijos ante cualquier situación;
•tomamos decisiones por ellos y confundimos estas con sus deseos.
Esto es una descripción ideal, no un catálogo de mandamientos. Supone, como en la vida laboral, ir aprendiendo cada día. Así que no es difícil entender que, para ejercer la profesión de madre o padre en toda su complejidad, hace falta tiempo para convivir.
Bienvenido, momento presente
Comprender que el tiempo de convivencia familiar es una gran oportunidad conlleva un cambio de actitud. Padres e hijos debemos disfrutar más de nuestra mutua presencia. Por la parte adulta supone un esfuerzo consciente.
En cada jornada se escribe una página de la «Historia de nosotros». Para componerla conscientemente y que la vida no pase como un soplo necesitamos congelar cada día al menos un momento concreto, un aquí y ahora. Cuando hay un niño o una niña, siempre ocurre algún pequeño milagro. Sería bonito saborearlo mientras está sucediendo en vez de diluirlo en la agonía del reloj. Érase una vez un padre y una hija que...
A veces, cuando nos faltan horas de presencia en casa, nos han tranquilizado la conciencia con la expresión «tiempo de calidad», sin explicarnos bien en qué consiste. Y en realidad se trata de un ejercicio de concentración que debe realizar el adulto: «¿Con quién estoy ahora? ¿A quién voy a hablar? ¿A quién voy a escuchar? ¿Qué se merece de mí?». Mirar a un hijo con el interés y la asertividad con que se atiende al CEO de la empresa cuando nos llama a su despacho es dar al tiempo y al hijo la importancia que merecen. Y a la pregunta de para qué, solo puede responderse de forma esencial: para conocerlo mejor, para que me conozca mejor, para educarlo, para vivir. En resumen, y con lenguaje de mi abuela, se trata de estar a lo que uno está. Mindfulness lo llaman ahora. Hay que intentarlo.
No es difícil. Podemos elegir un momento cualquiera y vivirlo des-pa-cio, a cámara lenta. Por cierto, la primera película en que se emplea la cámara lenta es Los siete samuráis, de Akira Kurosawa, un tesoro artístico. Ver todos juntos una película en blanco y negro, en japonés con subtítulos y pasarse luego otra hora y media comentándola mola mucho. Por favor, compruébalo, pero no con este consejo –que proviene de mi propia experiencia de madre–, sino con la actividad que te apasione.
Dar la bienvenida al presente puede consistir en algo tan sencillo como apagar las pantallas individuales y reírse juntos con el mismo monólogo o jugar a inventar cosas raras.
Dar la bienvenida al presente es comprender que llevar a un niño de la mano por la calle mientras se habla por el móvil no es lo mismo que pasear con él. Sé que lo repito, pero es que lo veo con frecuencia y me apena.
Dar la bienvenida al presente es concentrarte en lo que haces cuando le bañas, para disfrutar de mirarle a los ojos, de acariciarlo, de recrearte en su belleza. O puede consistir en cantar por las mañanas una canción tonta, con la letra de lo que estamos haciendo en ese momento, para que pase mejor el trago de las prisas y el desayuno. O en jugar a que nos movemos a cámara rápida a la hora de encasquetarse gorros y mochilas, porque el humor desengrasa los momentos de tensión y es compañero inseparable de todas las oportunidades de felicidad. Puede ser leer juntos un cuento por las noches o hablar un ratito con la luz apagada. O preguntarle qué significa un dibujo y escucharle mirar el mundo con esos ojos tan nuevos. Y, por supuesto, evitar los informativos a la hora de cenar, porque no hay noticia más importante que los problemas de la familia durante la jornada.
Quien lo prueba comprende que esos minutos son verdaderos tesoros.
El sexto sentido
Reconocer el valor del tiempo en familia supone también confiar en nuestra capacidad como padres. No hay pedagogo capaz de recetar un tratamiento a medida para nuestros hijos en concreto. A cambio, disponemos a nuestro alcance del mejor pedagogo de la historia: el sentido común. Esta combinación perfecta de lógica y visión de futuro es, a la hora de la verdad, todo cuanto necesitamos para educar hijos realmente felices.
Un ejemplo de sentido común es suavizar el monólogo parental y dar voz a los hijos, tener en cuenta su opinión razonada, que, por cierto, es la antítesis de las exigencias y los caprichos. Hay que comenzar pronto. Me contaba la psicóloga Alejandra Vallejo-Nágera que sus padres los incitaban a discutir e intercambiar opiniones a la hora de comer, y que ese gusto por expresarse y dialogar es hoy uno de los grandes tesoros de su vida. Se trata de enfocar la atención en ellos, pensando en lo que dicen, porque los niños dicen muy pocas tonterías.
En la adolescencia, cualquier resquicio para dialogar por primera vez está ya taponado. Solo aquella niña y aquel niño que se han sentido escuchados de verdad y desde el principio tendrán establecida una personalidad sólida cuando afronten esa etapa. No podemos olvidar que ser escuchado es existir. Así de drástico. Por cierto, a mí me lo enseñó –con esas mismas palabras– un alumno de nueve años.
El sentido común implica dejarlos jugar. No ser los constantes animadores ni planificadores de sus juegos. Esto es agotador y conduce en ocasiones a terminar dándoles la tableta para que nos dejen un rato en paz. Jugar es jugar, leer es leer, dibujar es dibujar. Ellos. La tarea de los padres es estar disponibles cuando quieran mostrar el resultado de su actividad.
Sentido común es, por supuesto, respetar el ritmo de la infancia, que necesita de hábitos y rutinas para proporcionar seguridad ante un mundo que, a los ojos de un niño, es muy grande. Por eso, incorporarlos sistemáticamente a nuestras salidas nocturnas supone someterlos a un ejercicio adulto. Y dejarlos todos, absolutamente todos los viernes por la noche con los cuidadores y luego enfadarnos si nos despiertan temprano en la mañana del sábado es signo de inmadurez. Tendremos que renunciar a algo; los padres, digo. No pasa nada.
Eres un presente
Los padres y madres no podemos resignarnos a permanecer atrapados en una sola dimensión temporal, aquella que nos constriñe en un planeta chato de alarmas que suenan y tareas que se prolongan. Aunque ese planeta sea inevitable, debemos asumir la gran responsabilidad que aceptamos al convertirnos en padres: criar, cuidar y educar a quienes extenderán nuestra vida hacia otras generaciones. El tiempo –esta vez referido a la época en que vivimos– nos obliga a una evolución que actualice la manera de relacionarnos, pero mantiene viva la esencia de la familia. Esta profundidad esencial es el lugar natural del tiempo en educación, pero para alcanzarlo es preciso reflexionar sobre la relación con el reloj. El horario laboral puede ser un tirano, ¿lo es para mí? Si la respuesta es afirmativa, ¿tengo alguna posibilidad de liberarme? Aunque sea con un gesto pequeño, significará un paso adelante. En la vida de un ser humano no hay nada indiferente; cada decisión, cada aprendizaje o encuentro, suma o resta.
Es importante «customizar» el momento presente, hacerlo nuestro. Debemos encontrar las claves y modos particulares de la familia: la escala de valores, a qué vamos a dar importancia y a qué no. Un niño necesita saber cuáles son los dos o tres límites infranqueables. Y necesita que mantengan su nivel. Quien, con la excusa de la hartura o el cansancio, los modifica a diario, desorienta profundamente a sus hijos. Por supuesto, las claves de familia incluyen todo lo positivo: aficiones que compartimos, actividades en común, nuestro lado freakie, nuestros gustos singulares. El sello «Unidos» es manantial inagotable de felicidad.
No quiero continuar sin avisaros de que un estupendo modo de celebrar el tiempo es leer junto a vuestros hijos los cuentos que aparecen en este libro.
Cada amanecer, el reloj y la agenda, el día número equis de mi vida y las oportunidades que trae consigo despiertan junto a mí. Con todos tengo que contar.
En la duración incógnita de mi vida debo desenvolver mi pensamiento, mi libertad y mi proyecto personal. ¿Viviré el día completo? Eso permanece en el misterio. El reloj es una herramienta de la que no puedo prescindir y debo aprender a manejar. Pero el momento presente soy yo. Aquí y ahora.
¿Y por qué nos lo ponen tan difícil?
Cada oportunidad de convivir, de crear, de proporcionar felicidad, de compartir, de educar, necesita de lo cronológico para manifestarse. Al fin y al cabo, hay un tiempo para cada cosa. Victoria Camps hablaba de la educación como tiempo y ejemplo, ya lo hemos visto. La segunda variable, el ejemplo, es una elección personal –me comporto ante mis hijos según lo que quiero que ellos aprendan–, pero la primera, el tiempo necesario, es también una necesidad social.
Victor Hugo decía: nada hay más importante que una idea a la que le ha llegado su tiempo. Es hora de que se permita a todos conciliar trabajo y vida personal. El debate está abierto, las leyes y las empresas empiezan tímidamente a contemplar iniciativas y se extiende la certeza de que debemos armonizar nuestro ritmo de vida. Los ciudadanos del siglo XXI necesitamos tiempo. Hace años, si alguien nos preguntaba por la actividad, describíamos el trabajo. Hoy las cosas han cambiado. El tiempo es oro, sí, pero esto ya no significa lo mismo que para Benjamin Franklin en los inicios del capitalismo.
Todos conocemos los devastadores efectos colaterales de la falta de tiempo para la convivencia familiar: los niños de la llave, solos durante muchas horas; la compañía casi perpetua de las pantallas, a través de las cuales penetra en el perímetro de un niño un volumen de información que no puede asimilar; la falta de comunicación entre padres e hijos; las jornadas maratonianas de los chiquillos, obligados a vivir con el ritmo de un adulto pluriempleado; los adolescentes sin ningún control; la exagerada importancia que la comida en el colegio tiene para la alimentación; los desajustes en el sueño, que se van arrastrando semana tras semana y en parte causan el elevado índice de fracaso escolar en nuestro país, y tantas otras cosas.
La única manera de facilitar a los padres la asunción de sus responsabilidades educativas es racionalizar los horarios laborales de todos, sin generar desigualdades, sin perder de vista que los niños de la llave son, en ocasiones, hijos de personas que cuidan a los hijos de otros. El éxito del sistema educativo, que tanto nos preocupa como país, precisa del apoyo de la familia, de su participación en la escuela, de su disponibilidad de tiempo para atender los requerimientos de los profesores y de los propios hijos. La propuesta de permiso laboral para entrevistarse con los profesores, la ampliación del permiso de maternidad y la ampliación del permiso de maternidad y de paternidad son tímidos acercamientos a la realidad social en un país que destina muy poco dinero a las ayudas familiares. Conciliar la vida personal y laboral es una idea a la que ya le ha llegado su hora. La certeza es inapelable: necesitamos tiempo para vivir.