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CARLOS Y LAS MANECILLAS
DEL RELOJ

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PEDRO NÚÑEZ MORGADES



Como Carlos quería ser mayor para poder hacer lo que le gustaba, en su carta a los Reyes Magos aquella Navidad les pidió cumplir años más rápido.

En la noche mágica no podía dormir esperando oír a los camellos. De pronto, una luz muy brillante inundó toda la habitación y le hizo caer al suelo atontado. Cuando se recuperó, se encontró metido en una caja de cristal. Vio que otros dos niños estaban con él y que estaban reflejados en una esfera de reloj. Los tres eran manecillas de un reloj. Los otros dos eran más altos, brillantes, y se movían más rápido que él, que era bajito y achatado.

El primero iba rapidísimo y se paseaba saltando por toda la esfera, cruzándose a cada rato y riéndose de él. Le decía:

–¡Gordito, canijo... a ver si me coges!

Y otros calificativos. No paraba y parecía divertirse mucho. ¡Era una manecilla que daba envidia!

Apenado por aquellos insultos, Carlos se volvió hacia el otro niño, y le pareció ver algo de envidia en sus ojos y tristeza en su cara. Era también muy alto, aunque algo más gordo que el saltarín. También sufría bromas, pero no por su figura, sino por su lentitud, y, aunque parecía parado, era mucho más rápido que Carlos, por lo que también se metía con él. Así que los tres se movían girando en extraño corro, dando vueltas y vueltas y encontrándose y separándose. Y lo hacían riéndose de la pobre manecilla lenta y gordita. A esta le daba tristeza ver que tardaba mucho en llegar a los números y, mientras que sus compañeras saltaban a cada instante, y además cantaban un tictac muy animado, el paseo de Carlos era muy aburrido.

Un día se dio cuenta de que sus compañeras no andaban bien y tardaban más en llegar a los números. Algo pasaba y, por si estuviesen enfermas, se llevaron el reloj a un hospital de relojes, donde las estuvieron mirando por dentro. Allí Carlos conoció a otras manecillas que funcionaban igual que las de su reloj: las altas eran presumidas y se reían de las pequeñas, haciéndoles la vida imposible.

Tuvo la suerte en una ocasión de poder hablar con la vieja manecilla de un reloj muy antiguo. Esa manecilla le dijo:

–No te preocupes ni estés triste, tú no eres inútil, como dicen tus compañeras, y, pese a tu figura, eres muy importante. Todas lo sois, pero ellas se quedan en las apariencias y se creen mejores que tú. Pero fíjate que, incluso sin ellas, el reloj funcionaría, pero sin ti no. Ellas pasan por los números y hablan cada vez, pero su conversación no es nada importante. En cambio, la tuya sí lo es, pues tú haces que el día pase por sus fases, haces que suene la música del reloj cada hora, haces que se muevan sus figuras y que salga el cuco para anunciar a todos que tú, y solo tú, has alcanzado con esfuerzo el número al que te acercabas lentamente y que las demás han pasado varias veces por él sin pena ni gloria. Eres importante por lo que haces, no por lo que pareces. Te esfuerzas y no te burlas de los demás, eres constante y, aunque andes lenta, alcanzas tus objetivos. Eres un claro ejemplo, mira a tu alrededor: tienes el tiempo para ir despacio y segura, y te darás cuenta de que podrás ver cosas que a las alocadas les pasan inadvertidas.

La manecilla se empezó a sentir muy bien y siguió el consejo. En el hospital había otros relojes con manecillas que marcaban la hora de otros países y tenían otros husos horarios. Estos husos se fijan por el movimiento de rotación de la Tierra, ya que el Sol, al ser justo, sale para todos, pero no al mismo tiempo, pues el giro de la Tierra hace que en unos sitios haya luz y en otros oscuridad. Le contaron que, según estuviese el reloj por encima o debajo del ecuador, podría ser invierno o verano.

En la zona de rehabilitación conoció a un reloj solar que le contó su historia:

–Soy el más antiguo de todos estos, la manecilla que tengo no te puede hablar, porque está descansando, pero, cuando salga el sol y nos caliente, empezaremos a andar. El sol nos da fuerzas y pone la naturaleza en funcionamiento, cantan los gallos y la gente sale a trabajar, por lo menos antes era así. La gente se acomodaba al sol y, cuando este se acostaba, hacían lo mismo. Yo sigo esa regla y por la noche miro la luna y las estrellas, esperando con ilusión el nuevo día y mi trabajo, que me gusta mucho. No soy como ese trasto loco de ahí, que también es muy antiguo, pero que para funcionar necesita que le pongan cabeza abajo para que la arena pase de un sitio a otro para mostrar el tiempo.

Otras manecillas le contaron que las costumbres no son iguales en todos los sitios y que, cuando sus hermanas marcan una hora, que es para ir a comer o cenar, en otros países tienen que ser otras horas, y que eso no tiene que ver siempre con la lógica ni con la naturaleza por la posición del sol, sino que, en muchos casos, es por decisión de los dueños de los relojes, que no son los dueños del tiempo.

También le dijeron que para trabajar o ir a dormir había distinciones muy importantes que condicionan las vidas de las personas y sus familias, pero que ellas no podían hacer nada para mejorarlo, porque no dependía de lo que ellas marcaban, sino de la voluntad de las personas, muchas de las cuales no se dan cuenta de lo que afecta a los demás.

Allí se le quejaba una manecilla de un reloj muy importante y anciano, al que no le daban cuerda por tener unas cadenas y unas pesas muy pesadas, y sufría porque pensaba que el progreso suponía peligro y que los humanos ya iban dejando de lado esas manecillas y el maravilloso tictac para hacer relojes electrónicos, simplemente con números, pero muy listos, que daban la hora y la lata, ya que te contaban si iba a llover y otras muchas cosas. Eso le daba miedo, porque pensaba que podía ir al paro al quedarse sin trabajo.

La manecilla de un reloj muy elegante le dijo que hay cosas que el tiempo sí perdona, que resistirán a los cambios por razones sentimentales y no económicas, como es el buen gusto y la educación, y eso solo lo tienen los relojes con manecillas.

–Al final –dijo–, los relojes estamos para ayudar a ver cómo pasa el tiempo y así aprovecharlo.

Eso le tranquilizó, porque él era un niño convertido en manecilla, al que le gustaba la electrónica, la televisión, los videojuegos, pero le gustaban más las cosas que hay fuera de una habitación: como el aire, el sol, los pájaros, el mar, pasear y jugar con otros niños.

Pensó que siempre habría manecillas y que, cuando él dejara de serlo, volvería a ser niño, pero esta vez procurando compartir más su vida con sus amigos, su familia y la naturaleza.

Allí oyó al señor que arreglaba los relojes decir que una parte importante de las averías venía porque las manecillas no funcionaban como debían, que si cada una iba por donde quería y que si no se llevaban bien, el reloj funcionaría mal, adelantando y atrasando, e incluso llegando a pararse.

Comprendió que, cuando en la vida hacemos algo con otros, es necesario estar compenetrados, convivir y colaborar, porque del enfrentamiento solo sale el fracaso.

A los pocos días devolvieron el reloj a casa, y por la noche, cuando todo estaba en silencio, la manecilla que había escuchado y aprendido sin perder el tiempo, aunque estuviese parada en el hospital de relojes, convocó a las otras manecillas a las 12, y después de las campanadas y del canto del cuco, y finalizado el baile de las figuras, les dijo:

–Somos parte de un magnífico reloj y debemos estar orgullosas todas las manecillas de que funcione bien. Para ello debemos unir nuestros esfuerzos. No importa si nos creemos más o menos importantes, porque todas lo somos. ¡Debemos llevarnos bien! El tiempo pasa y todas lo contamos, cada una según sus habilidades, pero el reloj nos necesita a todas. No seamos egoístas y trabajemos juntas. Si el reloj se vuelve a estropear, puede quedar inservible y podemos terminar todas en la basura. Allí dará lo mismo lo que nos creamos y lo que nos parezca, no seremos nada... simplemente parte de una chatarra sin utilidad. ¡Recordad la de manecillas tiradas que había en el hospital de relojes!

Las manecillas quedaron en silencio, y al rato, cuando se volvieron a encontrar, se dieron un fuerte abrazo, quedando tan juntas como si fueran una sola, y, aunque no tocaba en ese momento, volvieron a sonar las campanas, bailaron las figuras y el cuco trinó como un canario. Era tiempo de paz.

De pronto, Carlos se despertó y se dio cuenta de que todo había sido un sueño, pero como iban a ser las doce de la noche se levantó y bajó las escaleras hasta el comedor, donde estaba el reloj del abuelo, y esperó nervioso hasta que diera la hora. Y comprobó que no todo era un sueño y que el tictac del reloj era igual que el de su corazón. Volvieron las campanas a sonar y las figuras a alegrar, y el cuco pareció volar cantando, y esta vez se fijó en que todas las manecillas brillaban por igual y al compás.

Carlos se acostó feliz, porque sabía que los Reyes Magos le habían hecho ya un buen regalo: que hay cosas muy importantes para la vida que se pueden aprender de un simple reloj.


Pedro Núñez Morgades nació en Madrid en 1949. Se licenció en Derecho y, desde muy joven, ha dedicado su vida a la actividad política, tanto a nivel del Estado como en la Comunidad de Madrid. En 2001 fue nombrado Defensor del Menor, un puesto desde el cual impulsó iniciativas que fueron aplaudidas por toda la sociedad. No ha dejado nunca de colaborar con entidades filantrópicas y ONG, como Mensajeros de la Paz o Aldeas Infantiles, y ha sido patrono de UNICEF. Desde su fundación colabora también con ARHOE por la racionalización de los horarios. Es también Guardia Civil honorario y Comisario de Policía honorario. Ha obtenido un enorme número de condecoraciones y reconocimientos, tanto en España como en el resto de Europa e Hispanoamérica, e incluso en Jordania. Ha publicado numerosos artículos e impartido muchas conferencias. Pero Pedro es, sobre todo, un hombre bueno; un esposo y padre ejemplar y un cariñoso abuelo.

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