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CRISTINA CEREZALES LAFORET

CÓMO LLEGARON HASTA MÍ LAS CARTAS DE ESTA CORRESPONDENCIA

DE ELENA FORTÚN A CARMEN LAFORET

Sentí una emoción especial el día en que Loli Viudes, amiga de mi madre y amiga mía, me entregó un paquete de cartas que dirigió Elena Fortún a Carmen Laforet en los años cincuenta. Era de las pocas cosas —me explicó— que Carmen se había llevado consigo de la casa familiar después de su ruptura matrimonial. Deduje que eran muy valoradas por mi madre, porque yo sabía que el exiguo equipaje que quiso conservar para iniciar una nueva etapa en su vida estaba principalmente compuesto de piezas de valor sentimental e íntimo que fueron poco después, en su mayoría, repartidas entre sus hijos y amigos más queridos, en un afán de aligerar aún más su andadura vagabunda.

Loli Viudes fue depositaria del epistolario de Elena Fortún porque mi madre sabía que lo custodiaría con tanto amor como ella, y confiaba en su criterio para decidir sobre su destino. Loli había sido, como Carmen, lectora apasionada de los escritos de Elena Fortún en Gente Menuda, el suplemento infantil de Blanco y Negro, cuando ambas niñas tenían siete años. Cada una lo recibía en la localidad en la que vivía, una en Murcia y la otra en Canarias, y no llegaron a conocerse entre ellas hasta muchos años después. Compartían, sin embargo, un pasado común. Loli y Carmen se habían sentido identificadas con Celia, la protagonista de las historias de Elena Fortún, una niña inteligente que vivía rodeada de adultos cuyas reglas no entendía. Y ambas habían disfrutado y reído con las ocurrencias de los personajes de estos cuentos. Pero lo más sorprendente es que, tanto la una como la otra, establecieran en su interior una amistad inquebrantable con la autora, a quien consideraban la única persona adulta que compartía con ellas su visión del mundo, y que eso las hiciera contactar y hacerse amigas, ya en la edad adulta y cada una por su cuenta, de Encarnación Aragoneses (nombre verdadero de Elena Fortún), que vivía en Argentina.

Tal como refleja mi hermana Silvia Cerezales en el texto «Celia, lo que dice», que viene a continuación, esos cuentos de Elena Fortún fueron muy importantes para nosotros, los hijos de Carmen Laforet, ya que a ella le encantaba leérnoslos e introducía con ellos el sentido del humor en nuestra vida, además de la buena escritura y el placer por la lectura.

Pero las cartas que Loli Viudes me entregó me descubrían otra faceta de Encarnación Aragoneses. Son cartas que no pretenden ser literatura, pero lo son, y además, de alguna forma, trascienden lo literario. Son el vehículo para dar voz a dos personas (la de mi madre queda implícita en las respuestas de Elena) en busca del sentido de la vida y del sentimiento de lo religioso. Las cartas que escribe Elena Fortún, muchas de ellas enviadas desde el sanatorio Puig de Olena en Centellas (provincia de Barcelona), y escritas en su lecho de muerte, son de una sencillez y profundidad que, a pesar del dolor que contienen, emocionan sobre todo por su belleza.


DE CARMEN LAFORET A ELENA FORTÚN

La lectura de esas cartas despertó en mí el deseo y la curiosidad por conocer la otra parte. ¿Cómo conseguirla? Tenía una sola pista. En una carta fechada el día 29 de diciembre de 1951, Elena Fortún le indica a Carmen Laforet:

Si tardas en saber de mí trata de ponerte en comunicación con Carolina Regidor de Durán, que vive en Ponzano 18 – 6º, pues a ella llamarán si me ocurre algo […]. Cuando me muera pídele a Carolina tus cartas, que guardo todas en un sobre…

Este dato me animó a emprender la búsqueda, y Toni (mi marido) se ofreció a ayudarme, cosa que agradezco, ya que pronto la tarea quedó exclusivamente en sus manos porque mi confianza se derrumbaba frente a cada dificultad que surgía en el camino. La primera fue que el nombre de Carolina Regidor no figurara en la guía telefónica de calles (que todavía existía entonces). A mí me pareció natural, puesto que habían pasado más de cuarenta años, y supuse que esta señora habría muerto. Pero Toni no se dio por vencido. Trató de contactar con algunos vecinos a través del teléfono, pero como estos no recordaban a doña Carolina, decidió acercarse a la calle Ponzano y comunicarse directamente con la portera de la casa a través del telefonillo. La portera le dijo que la casa del sexto piso seguía perteneciendo a la señora Regidor, pero que ella vivía desde hacía algunos años en una residencia, cuyas señas desconocía. Añadió, sin embargo, que doña Carolina acudía de vez en cuando a su casa, y que regresaba a la residencia tomando un autobús en la plaza de España. Toni investigó el recorrido de los autobuses que salían de la plaza de España y anotó los pueblos cercanos a Madrid; localizó en una guía las residencias ubicadas en esos pueblos y se dedicó a llamar a los teléfonos allí indicados. Tras múltiples llamadas infructuosas, obtuvo la siguiente respuesta: «Llame dentro de un rato, porque doña Carolina no está en este momento en su habitación». Los dos estábamos muy emocionados. Parecía que la búsqueda se acercaba a su fin. Ya teníamos localizada a doña Carolina Regidor. Habíamos reunido bastante información sobre ella: era la hija del primer ilustrador de los cuentos de Elena Fortún —yo había visto las ilustraciones de Regidor en unas revistas de Gente Menuda, y me habían parecido magníficas—. Sabíamos también que Carolina había sido novia del hijo mayor de Elena, y que siempre profesó amistad y devoción a la que pudo llegar a ser su suegra. Pero toda esta información pertenecía al pasado, ¿cómo sería en el presente?, ¿conservaría la memoria? Y, de ser así, ¿conservaría aquellas cartas que un día tan lejano le había entregado su amiga Elena, y que, según nosotros suponíamos, nunca le había reclamado Carmen Laforet? A pesar de estas incógnitas, el descubrimiento había alentado nuestra esperanza de llegar a un final feliz. Pero todavía nos esperaba un largo recorrido.

Carolina Regidor resultó ser una mujer inteligente que conservaba la memoria y el sentido del humor. Toni mantuvo con ella regulares conversaciones por teléfono y fue desarrollándose una amistad entre ambos antes de conocerse en persona. Ella no quería que fuéramos a visitarla a la residencia de Colmenar, y se comprometió a buscar aquellas cartas en la próxima visita que hiciera a su casa. Toni se ofreció entonces a recogerla y a acompañarla para ayudarla en la búsqueda, pero ella declinó la oferta alegando que prefería ir sola.

El tiempo pasaba, y doña Carolina iba aplazando por diversos motivos el encuentro. Mi marido seguía llamándola de vez en cuando, conversaban de distintos temas que él me iba trasladando, y entre los tres se estableció una corriente amistosa independiente de la correspondencia que buscábamos. Hasta que un día, pasados varios meses, aceptó reunirse con nosotros en una cafetería de Madrid a la semana siguiente. Toni debía llamarla a principios de semana para acordar el encuentro. Yo tenía muchas ganas de conocerla. Tenía además la impresión de que en ella había una cierta resistencia a entregar esas cartas y quería saber el motivo. Pero el encuentro nunca tuvo lugar. Cuando el lunes Toni llamó a la residencia, según lo convenido, la recepcionista le comunicó que doña Carolina había caído el día anterior por una escalera y había fallecido.

Yo tomé ese accidente como una fatalidad, un anuncio de que esas cartas nunca llegarían a nosotros. Me dolía además la muerte de Carolina Regidor, como la pérdida de una amiga de la que ya conocía la generosidad y el carácter afable.

Volví a leer las cartas de Elena Fortún, y en ellas encontré el eco de la voz de mi madre en un momento de plenitud de su vida, y también de amor y de entrega. Me alegró entonces que Toni no se rindiera y siguiera adelante con la investigación, que reanudó localizando y poniéndose en contacto con los herederos de Carolina Regidor. Nos recibió uno de sus parientes, algo más joven que ella, quien nos prometió entregarnos las cartas si las encontraba al recoger la casa. Al cabo de un tiempo recibimos una llamada y nos citamos con este señor. Él nos entregó una caja cerrada que contenía —según nos dijo— lo que nosotros buscábamos. Le quedamos muy agradecidos y nos fuimos emocionados con la caja. Esperamos a llegar a casa para abrirla, y entonces nos encontramos con la sorpresa de que solo contenía las pertenencias de Elena Fortún recogidas en la clínica donde había muerto: unos libros, su talonario de cheques, su monedero, su libro de cuentas y alguna pequeña cosa más, pero no había ni rastro de las cartas de mi madre. Llamamos a la persona que nos había hecho la entrega para comprobar si se trataba de una confusión, y nos aseguró que esa caja era lo único que había encontrado de Elena Fortún. Sentía que las cartas no estuvieran dentro y lamentaba comunicarnos que no había nada más.

Nos pareció que habíamos llegado al final de nuestra investigación. Pero esta vez el azar hizo que la cosa no acabara aquí. Sucedió pocos días después. Una hermana de Toni, Lala, pasó por nuestra casa en una breve visita. Llevaba en las manos un libro que acababan de regalarle: Los mil sueños de Elena Fortún, de Marisol Dorao. Quiso también el azar que yo leyera ese título y que, obsesionada como estaba, le contara a Lala la historia de nuestra investigación y le pidiera que si descubría en su lectura algo sobre esa correspondencia nos lo comunicara. No tardó Lala en llamarnos. Al llegar a su casa y depositar el libro sobre una mesa, se fijó en la fotografía de cubierta, donde figuraba un escritorio con algunas pertenencias de Elena Fortún, entre ellas un sobre con el siguiente título: «Cartas de Carmen Laforet, para entregarle a ella después de mi muerte». Volvíamos a tener una pista. Llamé a la autora del libro, Marisol Dorao, que vivía en Cádiz, y ella me confirmó que tenía esas cartas. Le habían sido entregadas hacía años, entre muchas otras cosas, por Carolina Regidor, cuando ella la contactó para conseguir datos sobre Elena Fortún, cuya biografía estaba escribiendo. Me dijo que comprendía que esas cartas pertenecían a la familia de Carmen Laforet y que me las enviaría de inmediato. Celebró además que hubiéramos encontrado su libro en la segunda edición que acababa de salir, porque la primera tenía otra portada completamente diferente.

Toni y yo comentamos, emocionados, los continuos sobresaltos y las sorprendentes coincidencias que parecían conducirnos a un final feliz.

Y esta vez así fue. A los pocos días llegó un paquete enviado por Marisol Dorao con las cartas de mi madre a Elena Fortún.

Las leí con embeleso, y puedo asegurar que la segunda parte del tesoro superó mis expectativas y me enriqueció como persona y como hija. En ellas volvía a hallar, igual que en la correspondencia con Ramón J. Sender, una amistad elevadísima, nacida y alimentada por ambas partes de lo que destila de la literatura del otro. En ambos casos el encuentro personal entre los autores había sido escaso. Sin embargo, habían podido captar a través de la lectura la esencia que el autor había dejado en ella, creando en este intercambio un amor puro y libre de confusiones.

Después de esta aventura de búsqueda que había culminado felizmente, quedaron en mi mente algunas preguntas sin respuesta. ¿Recordaría Carolina Regidor que había entregado esas cartas en el pasado y, no atreviéndose a reconocerlo, fue aplazando reiteradamente el encuentro con nosotros? ¿O no lo había recordado, y las buscó sin resultado como nos iba comunicando? ¿Qué fue lo que guio el azar para que todos los obstáculos fueran sorteados y llegara a nuestras manos esta correspondencia completa?

Mi imaginación, alimentada por la conexión que todavía siento con mi madre, me hace pensar que los espíritus de Elena y Carmen, ya liberados de esta vida llena de rigideces, miedos y amenazas, están a favor de la difusión del bello mensaje que destila esta correspondencia, e incluso sospecho que el espíritu de Carolina Regidor, finalmente también liberado, podría haberse sumado a la empresa de hacernos llegar la parte del tesoro que en su momento ella custodió.

Por eso, queridos lectores, les ofrezco la posibilidad de compartir la emoción de leer unas cartas que contienen una riqueza entrañable y profunda.

C. C. L.

De corazón y alma (1947-1952)

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