Читать книгу El hombre que no quería hacer el amor - Carmen Resino - Страница 10
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En cuanto regresó a Madrid volvió a llamar a Ana y quedaron en verse aquella misma tarde. ¿Qué se pondría para ir a darle el pésame? se peguntaba. Cuando iba con su madre a una visita de duelo, se ponía traje y corbata, pero esta vez no, el traje no le favorecía, le restaba aspecto juvenil y la corbata le congestionaba. Tenía que causar buena impresión: después de dos años sin ver a Ana era como si se vieran por primera vez.
Abrió el armario donde guardaba de manera ordenada, casi meticulosa, todo su vestuario, y en sitio preferente, encapsulados en sus fundas, los trajes que se ponía para las bodas, los entierros, los acontecimientos, en fin...; aquellos que se puso, esperanzado, para las entrevistas de trabajo, cuando todavía no había tirado la toalla. «La primera impresión es la que vale», es lo que decía su madre, y él se afeitaba, se peinaba, se arreglaba con esmero, se echaba colonia… Pero para él no había valido. Nunca valía para él lo que valía para los demás.
Cogió un pantalón gris (no le pareció correcto ir en vaqueros), una camisa blanca, una corbata discreta y la cazadora de cuero que conservaba como un tesoro. Le gustaba mucho la cazadora de cuero. Se le ceñía al cuerpo resaltando sus músculos a la par que le estilizaba. Se miró, no sin cierta complacencia, en el espejo de cuerpo entero de una de las puertas del armario: no era alto si se le comparaba con las últimas generaciones, pero sí proporcionado, de anchos hombros, piernas fuertes y cintura en su sitio. Desde hacía años se enorgullecía de poder abrocharse el cinturón en el mismo agujero a base de mucho paseo, mucho deporte y evitando las cenas copiosas. La verdad es que se encontraba joven, con ese aire intacto de los que nunca se han expuesto a nada, como si tuviera el espíritu conservado en formol. Lo del formol se lo decía un tal Santi, con el que a veces jugaba al tenis. Solo algún gesto, eso que se escapa traidoramente cuando nadie nos observa, le delataba. (Eso, lo del gesto que se escapa traidoramente, también se lo decía Santi). Se dio un último peinazo, cogió las llaves del coche y salió a la calle.
Iba con retraso: eran las seis y media y había quedado con Ana a las siete. Siempre que se citaba con mujeres le gustaba retrasarse. Era una forma de no mostrar su impaciencia. Se dirigió hacia donde tenía aparcado el coche. Cada vez le resultaba más difícil aparcar en su calle; al final, no tendría más remedio que alquilar una plaza de garaje, lo que le desajustaría el presupuesto. Puso el coche en marcha, encendió la música, Por una cabeza cantado por Gardel, y enfiló hacia la carretera de La Coruña. Ana vivía en Las Rozas, lindando con Majadahonda. «Vas a ver a Ana, vas a estar con Ana», se decía mientras Gardel cantaba. «Ve a verla para darle el pésame y nada más». Eso le había dicho su madre: «nada más».
Llegando a Aravaca se encontró con el atasco. Tenía que haberlo previsto. Los viernes siempre había atasco. Miró el reloj. Era casi la hora. Tamborileó impaciente sobre el volante. Aprovechó el parón para quitar a Gardel: los tangos le ponían triste. Hablaban de amor y deseo. Y de desesperación. Y de nostalgia. Mejor olvidarse. ¿Por qué tenía él nostalgia de algo que ni siquiera había comenzado?...
Cuando pisaba el umbral de la casa de Ana eran más de las siete y media.
─Perdona, la carretera, el tráfico...
Ana estaba tras la verja. No iba de luto. Esa fue su primera sorpresa. Llevaba falda negra, blusa blanca, chaqueta roja y los zapatos eran de tacón alto, fino, casi de aguja. A su lado, Buck, el mastín, ladraba parsimoniosa e indiferentemente, como si cumpliese una pesada obligación. José María le miró con prevención: no le gustaban los perros; era un animal sucio y le molestaba la falta de higiene. Además, les tenía miedo desde niño. Aunque vivía solo (lo de Jesús era casi una compañía simbólica), nunca se le pasó por la cabeza tener un perro.
─Pasa, no te quedes ahí.
Y después de darle dos besos, avanzó por un senderito de piedra ribeteada de césped. La falda con una rajita atrás, dejaba ver las corvas. Pasaron al recibimiento que ya conocía, con su alfombra de nudos un tanto gastada, el escritorio antiguo de nogal que mostraba sus cajoncitos perfectos y lustrosos, y encima un cuadro antiguo con una Virgen descolorida emergiendo de un fondo oscuro en el que se averiguaba un paisaje impreciso, enmarcado en una moldura gruesa, dorada, un poco saltada por sus bordes, y que parecía de mérito. A la derecha, la escalera que comunicaba con el piso superior que él desconocía, y al fondo, tras la doble puerta acristalada, el salón, con su chimenea en el centro custodiada por dos sofás, uno frente al otro, y en un ángulo, el comedor con su mesa ovalada y seis sillas. Y cuadros. Y libros. Muchos cuadros y muchos libros invadiendo las paredes; cuadros de Juancho de colores pálidos y armoniosos algunas veces; agresivos las más. ¿Cuánto costaría aquella permanente exposición? ¿Mucho, poco, apenas nada?, pensaba José María. ¿Qué cotización tendría el marido ahora que estaba muerto, dado que somos un país de reconocimientos póstumos?
Se sentaron frente por frente. Ana no había cambiado desde la última vez que la viera y desde luego no parecía una viuda inconsolable. Es más, le pareció más guapa, como si la viudez la hubiera hermoseado, y el ligero bronceado de las vacaciones le sentaba muy bien. ¿Sería verdad que Juancho estaba con otra cuando murió?
─¿Quieres tomar algo?
Dudó para luego pedir una cerveza. Tenía sed; esa sed anómala, casi insana que produce la descarga de adrenalina. Volvió a mirarla mientras ella se iba a la cocina. Seguía gustándole como siempre o incluso más. Buck se le acercó y le miró con sus ojos caídos, cansados, un poco legañosos; su enorme cabeza cerca de las piernas de José María, marcándole el sitio.
─Tranquilo ─dijo Ana mientras le servía─, no te hace nada. Es como una oveja.
No obstante, José María, le miraba de reojo y el perro también, como midiéndose.
La cerveza era rubia, de buena marca. No de las que él compraba. Siempre aprovechaba las ofertas: «tres por dos, lejía gratis con el detergente, una pastilla más..., un paquete de galletas con el chocolate, ocho yogures sabor a fruta en pack económico...». No; aquella casa no parecía de ofertas: todo aparentaba tener un sello, una marca, empezando por los cuadros de Juancho.
Gema, la hija de Ana, esa a la que él llamase un día por indicación de su madre, entró y le saludó con un par de besos. Era una casualidad que estuviera: viajaba mucho, era enóloga, tenía un novio inglés y siempre que podía se iba a Londres: «vive allá, más que aquí», dijo Ana. El novio de Gema era divorciado con dos hijos y eso también lo criticaba su madre: «un divorciado, como si no hubiera más hombres en el mundo». Encontró a Gema más delgada que la última vez, y muy pálida. Era evidente que no había ido al Caribe con su madre. Sin embargo, la mujer que estaba tras ella, observadora y sonriente, sí estaba bronceada:
─Ven, te voy a presentar: Marisa ─dijo Ana refiriéndose a la mujer silenciosa que aguardaba, y añadió un apellido que no se le quedó─. Aparte de buenísima amiga es también mi agente, mi secretaria, casi, casi, mi alter ego. La verdad es que no puedo hacer nada sin ella.
Marisa respondió al comentario con un gesto de complacida incredulidad:
─No le haga caso. Es una exagerada.
─¿Vas a negarlo?
─Al menos al cincuenta por ciento.
Sin saber muy bien por qué, José María se sintió molesto ante aquella mujer rubia, alta, de aspecto inteligente, más bien guapa y un tanto andrógina, que le miraba de frente, demasiado fijo quizás, mientras esbozaba una sonrisa de compromiso no demasiado abierta y estrechaba en apretón enérgico, la mano que él le tendía; una mano flácida, sudorosa. ¿Por qué tenía que tener Ana alter ego?... Porque eso había dicho: «alter ego». Y ante las presencias de Marisa y Gema que no esperaba, se sintió violento y hasta descubierto, como si entre las tres hubieran adivinado algo que él no quisiera mostrar. Bebió y la cerveza le supo amarga. No, no le había caído bien esa amiga, agente, secretaria o lo que fuera de Ana y él tampoco a ella. Era evidente: las simpatías o antipatías solían ser mutuas.
─¿Hacía mucho que no veías a Gema? ─preguntó Ana.
─Desde el verano pasado que fue a Gijón y pasó a ver a mi madre ─aclaró José María.
Gema corroboró con el gesto y con una frase amable. José María se acordaba de aquella visita, y de que aquel día la encontró muy guapa. A partir de entonces pensó en llamarla alguna vez: «llámame cualquier día y nos vemos», le había dicho Gema al despedirse y también, una tarde que coincidieron en Recoletos. Siempre decía eso: «¡llámame!», mientras agitaba la mano, tan efusiva, que pensó hacerlo. Luego se enteró de lo del novio inglés y desistió.
Comparó un instante a madre e hija: apenas se parecían. Gema era alta, esbelta, demasiado delgada, el pelo claro, dorado, enmarcando una piel muy blanca, casi transparente, al igual que los ojos; esos ojos de Juancho extrañamente nórdicos, ese parecido al padre: «esta hija mía es completamente de él». Porque Juancho era rubio como Rafaelito, ese angelote-traidor de su infancia, como ese otro compañero muerto en la flor de la edad, sin que se le diera oportunidad de vivir. Desde entonces lo rubio le parecía el sumo de lo bello, pero también de lo perverso. Ana, por el contrario, era menuda, el pelo castaño en el que brillaba alguna cana, la piel morena, mate, mediterránea. Se parecían madre e hija en la sonrisa abierta, franca, de labios más finos su madre. Resultaba en la comparación más guapa la hija, con la desenvoltura de los veintitantos años, su aire tan de hoy, tan natural aparentemente y, no obstante, tan sofisticada. Pero José María prefería a la madre, siempre la había preferido, aunque no fuera guapa ni joven. Tenía lo que los franceses llaman charme, ese algo indefinible del encanto, de la seguridad; esa seguridad que él tanto admiraba.
Se dio cuenta de que Marisa le observaba:
─¿Hace mucho que os conocéis? ─preguntó en un tono neutro, estudiadamente indiferente.
─¡Muchísimo! Su madre es paciente de mi padre desde hace un montón de años ─se adelantó Ana.
─¡Ah! ─exclamo Marisa por todo comentario.
Se hizo un silencio que a José María le resultó forzado e incómodo.
─Bueno, yo os dejo ─dijo a renglón seguido. Y como excusándose─: ya me iba...
─Quédate un poco más, ¿qué prisa tienes? Quédate a dormir y mañana nos vamos al campo con Buck ─insistió Ana.
─No. Tengo cosas que hacer.
Se despidió. Gema salió a acompañar a Marisa, y José María se sintió aliviado al liberarse de su presencia. Le molestaba que Marisa pudiera observarle y que luego, cuando estuviera a solas con Ana, hiciera algún comentario desagradable sobre él.
Quedaron nuevamente solos. Volvió el silencio embarazoso que Ana rompió:
─¿Y tú cómo estás?
─Bien, bien. Todo bien ─contestó él, evasivo.
─¿Qué haces? Me dijo tu madre que trabajabas en una compañía alemana.
─No, sueca ─dijo sin entrar en detalles. ¿Qué detalles podía contar si no era cierto?...
─¿Y tú?
─Estoy escribiendo una nueva novela.
─Es verdad, que escribías…
Estaba tan aturdido de que le hubiera preguntado por el trabajo y por haber tenido que mentir, que ya no se acordaba de que Ana escribía, y que pese al interés que todo lo de ella le inspiraba, no había leído nada suyo, y eso que su madre y él mismo guardaban algún libro dedicado: «A mi buena amiga… A José María, con mi afecto...», libros que nunca pasó de ojear. No le gustaba leer. No sabía nada de literatura. Se había quedado, como en otras muchas cosas, en su infancia: un poco de Dumas, Julio Verne y alguna cosa de ciencia ficción. Sus lecturas actuales se reducían a poco más que al periódico dominical. Para ficción, ya tenía bastante con la suya.
─¿Y de qué va? ─preguntó por decir algo.
─No le preguntes nunca eso a un escritor ─le reprendió Ana amablemente.
─¿Por qué?
─Dicen que trae mala suerte.
─¡No te lo creerás!
─No, pero por si acaso. Además, ni nosotros mismos sabemos a veces de qué va. Creemos saberlo cuando empezamos, pero a medida que la novela avanza, las cosas se van enredando, tomando cuerpo, y empieza a ser otra cosa distinta de la que pensamos en un principio. Se sabe cómo se empieza, pero nunca o casi nunca cómo se termina. Ahora, por ejemplo, estoy atascada: no sé qué voy a hacer ni cómo seguir.
Nuevo silencio. Ana quedó un momento perdida, como enredada en aquella novela que no sabía cómo continuar.
─¿Qué tipo de novelas escribes?
Ella hizo un gesto cómico como si fuera a devorarle:
─De crímenes y de misterio ─y simulando enfado─: Un amigo como tú, debería saberlo. ─Y como él se azorase, ella rio─: No me hagas caso: es broma.
Rieron.
─No te pega nada.
─¿Por qué?
─No das el tipo.
─No te fíes de las apariencias. Los escritores somos engañosos por naturaleza. ¿Qué pensabas que escribía? ¿Novela rosa?
─Bueno, no sé… No entiendo de literatura, pero ¿por qué de crímenes?
─Son interesantes. No el crimen en sí sino las causas, lo que lleva a una persona, a veces aparentemente normal, a cometer un crimen, a convertirse en asesino. Pura psicología como verás.
Ahora recordaba que Ana era psicóloga, y no lo recordaba porque había querido olvidarlo: desde que estuvo en aquel sitio odiaba todo lo que oliera a psicología, esa manía de bucear por los tortuosos senderos de la mente, tantas y tantas preguntas…
─La línea divisoria que separa al asesino de un individuo que consideramos normal, es tan estrecha, tan sutil, que apenas se nota.
─¿Tú crees?
─Estoy convencida.
A veces le molestaba la rotundidad de Ana, la seguridad que ponía en sus opiniones.
─No estoy de acuerdo: todos distinguimos claramente entre el bien y el mal.
─El bien y el mal son conceptos morales. Mejor sería hablar de normalidad o de enfermedad, de cordura o de locura. Pero ¿qué es la normalidad? ¿Qué la locura? ─Y ante el gesto de impotencia de José María, Ana se echó a reír─. Bien, por supuesto que no me estoy refiriendo a la locura con mayúsculas, esa de las alucinaciones y la camisa de fuerza, sino a esa pequeña locura cotidiana, subterránea, larvada día a día; la que empieza con pequeñas manías, con fijaciones, con obsesiones, y que, sin darnos cuenta, puede acabar en locura y en crimen. La mayor parte de los asesinatos los cometen la llamada gente corriente, esa que no figura en los psiquiátricos ni en los archivos policiales. Tú y yo, podemos ser asesinos en potencia.
─¡No, qué disparate!
─He dicho en potencia.
─Ni siquiera en potencia.
─Bueno, posible y afortunadamente, no lo seamos nunca. Hasta ahora, tenemos, o creemos tener controlados los resortes de la mente, pero un día, por cualquier detalle nimio, pueden descontrolarse los controles de vigilancia, y casi sin darnos cuenta, traspasar la línea, esa sutil línea de la que te he hablado…
─¿De verdad te parece tan fácil?
─Todos tenemos algo que nos obsesiona, que nos preocupa… ─Él sonreía y negaba; negaba y sonreía─. ¿No? ¿De veras?... ¿Ni siquiera secretos, terribles y pequeños secretos? ─José María volvía a negar. Se acordaba de cosas, de bastantes cosas, pero negaba─. ¡Qué raro! Todos tenemos secretos que quisiéramos llevarnos a la tumba. Yo, al menos.
Gema entró con una bandeja de sándwiches.
─¿De qué hablabais? ¿Interrumpo?
─¡De crímenes! ─dijo Ana en un tono irónico, falsamente dramático─. José María se ha quedado muy extrañado al saber que escribo novelas de misterio. Temo haberle asustado.
─No me extraña. ¡Mi madre y sus teorías! Seguro que te ha dicho que cualquiera de nosotros puede ser un asesino. ¿A que sí? No le hagas caso. Deformación profesional. Aunque, te aseguro: es muy buena. Si no has leído nada suyo, ya puedes empezar.
─Perdón, perdón. Siento no estar al día ─dijo José María intentando bromear.
─Pues eso tiene fácil enmienda ─dijo Ana levantándose y cogiendo un libro de uno de los estantes, se lo dio─: toma, para abrir boca.
José María lo cogio: la tapa tenía un fondo blanco y unos dibujos en negro laberínticos. El oscuro origen de los comportamientos se titulaba. Sonrió, dio las gracias y lo puso junto a él. De vez en cuando lo miraba, como si se hubiera sentado a su lado a un visitante incómodo.
─Gracias ─volvió a decir.
─No me las des. Te he puesto en un compromiso.
─Ahora está maquinando una nueva novela. ─Era de nuevo Gema a José María. Y a su madre ─: Por cierto, ¿cómo vas?
─Mal. Estoy atascada. Las musas, como dice Serrat, deben estar de vacaciones. Y lo peor es que Marisa me presiona.
─No es Marisa. Es la editorial. De manera que ya sabes lo que tienes que hacer: encerrarte y darle a la cabeza.
―Lo sé, lo sé.
La conversación transcurrió durante un rato a tres bandas, entre bromas y veras, en un tono desenfadado y normal, demasiado normal. Llevaba algo más de una hora y todavía no habían hablado de Juancho. De literatura sí, pero no de Juancho. ¿Era aquella una visita de pésame?... A todas las visitas de pésame a las que había ido, todas las amigas de su madre eran viudas, auténticas viudas, de las que lloraban, hacían misas y vestían de negro, no se hablaba más que del muerto. ¿Era Ana una auténtica viuda? ¿Cómo iba a serlo con aquellas piernas cruzadas tan sabiamente, la falda corta, tal vez demasiado corta y aquella blusa, que casi dejaba transparentar el sujetador?
¡Qué distinto de cuando murió su padre! Su madre se vistió de viuda por fuera y por dentro, le hizo funerales y le lloró durante tres años, y eso que se llevaban mal. De pronto le entraron ganas de irse. Se levantó.
─Bueno, yo ya me voy.
─¡Qué prisa tienes! ─dijo Ana.
─Ya es tarde. Mientras llego…
Gema le dio un par de besos, pero no le dijo ¡llámame! como otras veces. Ana le acompañó hasta la puerta seguida de Buck.
─Hasta cuando quieras ─le dijo ella.
─Cuídate ─le dijo él mientras le daba dos besos protocolarios. ¡Qué distintos de los que había imaginado!
Ana cerró la cancela, le dijo adiós con la mano y él se metió en el coche. Buck le dio la espalda con el aire cansino y majestuoso de un aprendiz de león con mansedumbre de ternero.
En cuanto llegó a su casa colocó el libro en la pequeña librería donde todavía sobrevivían unos libros de la mortificante ingeniería y de la carrera de Empresariales que no llegó a acabar. Estaba deseando desembarazarse de él. Allí quedaría, olvidado, como otro más, sin leer. Se sentía tan decepcionado que casi le daban ganas de llorar. ¡Qué distinto el encuentro de como lo había imaginado! Pensó que Ana le recibiría a solas, que hablaría de Juancho, y que él, aprovechando ese momento de debilidad, la cogería la mano mientras le decía consoladoras frases. Luego la habría besado primero en el cuello, suavemente, y luego en la boca, y ella se habría dejado besar. Sí, eso era lo que había pensado y lo que habría querido. Y, sin embargo, no había sucedido nada de eso. Ana no estaba necesitada de consuelo; Ana no era de esas viudas que esperan que se las deje consolar y convencer. Ana no necesitaba que la sacasen de la atonía, del impasse… Quien lo necesitaba era él. Ana, aquella mítica mujer de Juancho era fuerte, y además de psicóloga, escribía novelas de crímenes. ¿No era lo más contrario a lo que había imaginado?...
Eran más de las once de la noche y se estaba quedando adormilado cuando sonó el teléfono: era su madre.
─¿Has ido a verla?
─Sí.
─¿Cómo la has encontrado?
─Bien, muy guapa ─se le escapó.
─No te estoy preguntando por eso. Que si está muy afectada.
─Pues no mucho, la verdad. La encontré muy entera. Como si no hubiera pasado nada.
─¡No puede ser! Tiene que estar pasándolo muy mal.
─Será…
─¿Y la casa? ¿Es tan bonita como dice su madre? ¡Difícil me parece con esos cuadros tan horribles!
─Serán horribles, pero se cotizan mucho ─contestó irritado.
─Porque la gente está loca.
No dijo nada. ¿Para qué llevarle la contraria?
─Y a Gema, ¿la viste?
─¿Cómo dices?
─Que si viste a Gema.
─Sí… ─¿Cuándo se callaría su madre? Estaba deseando quedarse en silencio y olvidar lo sucedido aquella tarde.
─¿Sigue con el inglés?
─Eso creo.
─¿Es que no me vas a contar nada? ¿Me vas a contestar con monosílabos?
─Estoy cansado, mamá. Me estoy cayendo de sueño…
Dudaba si decírselo o no.
─Me ha regalado un libro. Ya sabes que escribe…
─Sí, cosas raras. Chifladuras de psicóloga. ¡Con las cosas tan bonitas que podría escribir! Mejor, no lo leas, tú no necesitas que te calienten la cabeza. Has ido a verla, le diste el pésame. Cumpliste. No tienes por qué hacer nada más.
Colgó. Se sentía cansado, casi exhausto, como si le hubieran golpeado; porque en realidad le habían golpeado: ¿qué era la decepción sino un profundo golpe, un golpe de los más bajos? El castillo de naipes que había levantado en torno a Ana, se había venido abajo antes de tiempo. Y, sin embargo, esto por supuesto no quería reconocerlo y menos decírselo a su madre, deseaba volver a verla. Pero ¿para qué? ¿Cómo iba a meterse en la boca del lobo?