Читать книгу El hombre que no quería hacer el amor - Carmen Resino - Страница 12

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Todos los domingos desde que su madre le compró el coche, un Volkswagen Polo que un poco más tarde sustituyó por un Golf GTI, verde oscuro metalizado, salía al campo. Calzado con zapatos cómodos y armado de prismáticos, había visitado muchos de los desconocidos y bellos pueblos de Madrid; pateado zonas húmedas, embalses, cantiles y cortados para contemplar águilas, cernícalos y halcones peregrinos. Le encantaba observarlos y le maravillaba su forma de volar, de planear, de caer en picado, de atacar.

Un compañero del club le había hablado de una escuela muy cerca de Villanueva del Pardillo donde hacían ala delta: «es fantástico volar. La sensación de verte en el aire no se parece a nada, no puede compararse con nada… Si puedes, no dejes de hacerlo». No necesitaba que le tentaran: desde que había observado a las águilas y a los halcones, se moría de ganas de probarlo. Se imaginaba surcando los cielos, planeando, ascendiendo, viendo desde las alturas las casas y las cosas diminutas, los hombres como hormigas, lejos de su alcance, sorteando el aire y volviendo a descender en picado como ellas, como las rapaces. Pero no fue posible. Casi nunca era posible lo que le gustaba. Los cursos eran caros, al menos para su presupuesto, y la ilusión de practicar una de esas actividades se esfumó la misma mañana de domingo que fue a informarse y luego, por la tarde, cuando se lo dijo a su madre.

─¡Qué ocurrencias! ¡Voy a pagarte un curso de esos para que te estrelles! Si te pasa algo me arruinas la vida. ¿Es eso lo que quieres? ¿Arruinarme la vida? Nada, nada, olvídate.

Menos consiguió por la vía indirecta:

─ ¿Por qué no vendemos lo de papá? ─Se lo había propuesto en más de una ocasión, y ella siempre le contestaba lo mismo:

─¿Me dices de veras que vendamos lo de tu padre? ─Su madre hacía la pregunta con suavidad, con una humildad casi franciscana, sin alzar la voz, pero él sabía que era su forma sibilina de actuar, de imponerse, y que, a la más mínima, se le desbocarían los caballos.

─En realidad, ¿para qué queremos todo eso?

─¿Cómo que para qué lo queremos? Por si vienen malos tiempos. Hay que prever. No olvides que tú no ganas ─ella siempre se lo soltaba, le arrojaba a la cara su incapacidad para ganarse la vida─. Vender una propiedad, lo último. ¡Óyelo bien! ¡Lo último! ¿Te falta algo acaso? ─A su madre siempre le parecía que tenía de sobra─. Tienes un buen techo, estás comido, trajeado, y tienes para tus pequeños vicios. ¿Para qué más? ¿Alguna queja? ¿Acaso no cumplo?

Y con lo del cumplimiento, ponía punto final. Era un diálogo de sordos en el que ella decía siempre la última palabra. ¡Siempre le callaba la boca hablando de previsión, de futuro, de su temor por él cuando ella desapareciera! «Cuando yo muera, todo será para ti». Buen argumento. Pero ¿cuándo sería eso, si era fuerte como un roble? ¿A qué esperaba para darle la parte de su padre? El hecho de que para verse rico y libre tuviera ella que morirse, le hacía desear, de manera inconsciente, su muerte. Se la imaginaba metida en el ataúd, quieta para siempre, sin hablar, sin hacerle recomendaciones, esas interminables recomendaciones, y casi se le escapaba un grito de alegría. Pero no. Aquella tirana de la protección, tenía una salud de hierro. A veces pensaba con espanto si le sobreviviría. ¡Tendría gracia que él se fuera al hoyo antes que ella! Estaba en lo mejor de su vida. ¿Por qué tenía que esperar a ser un viejo? Quería de una vez el pájaro en mano, la realidad concreta, y no el ciento volando de después. ¿De qué le valdría heredar cuando ya no pudiera hacer parapente ni acercarse a las cataratas Victoria?

Pero era verdad que tampoco tenía queja: ella cumplía. Todos los meses, regularmente, ponía en su cuenta corriente una cantidad, casi siempre la misma, que solventaba sus necesidades. Pero ni un duro más, ni un capricho más; mucho menos un viaje, cuando su madre sabía que él deseaba conocer los lugares más recónditos del planeta. Roma, Londres, París, Venecia… quedaban para otros. A él eso de las antigüedades, los museos, el tiempo pasado, le tenían sin cuidado, pero ¡aquellos sitios que te descargaban de adrenalina! ¡Recorrer el Amazonas, adentrarse en las selvas tropicales, lanzarse sobre un cable por encima de las cascadas y los precipicios, visitar el Gran Cañón, patear los desiertos interminables, acampar en extraños parajes, donde las iguanas, los enormes lagartos y los cocodrilos compiten! ¡Ir hasta el fin del mundo, hasta las soledades heladas donde habita e hiberna el oso blanco, ese gran depredador! Pero nada. Tenía que renunciar y esperar. Tampoco volar. No le quedaba otra que aparcar el coche cerca de la escuela y ver cómo otros oscilaban por el aire como arriesgadas cometas. Todo eran renuncias. Bueno, tenía el club, debía conformarse con el club. El club no era mal sustituto: le permitía desfogarse y ganar. Sobre todo, ganar. El riesgo, la aventura, tendrían que esperar a que su madre muriera. ¡Y para entonces...! Siempre que le venía a la cabeza el desear su muerte, lo rechazaba como si se tratara de una obsesión supersticiosa: si ella muriera después de haberlo deseado, ¿cómo se sentiría? ¿Con qué ánimo podría disfrutar de la herencia apetecida? El sentimiento de culpa lo aniquilaría, lo aplastaría. ¿O tal vez no? Pero por si acaso, arrojaba de sí los malos pensamientos y callaba. Y aguantaba. Y como no le quedaba otra, aparcaba el coche cerca del campo de entrenamiento y resignado, se ponía a ver las exhibiciones acrobáticas de otros hasta que aburrido y desencantado, iniciaba el regreso a Madrid lleno de resentimiento, de una extraña y desoladora frustración. Se retiraba de ver a los que volaban con el gesto del vencido antes de combatir.

Descartada la idea de volar, empezó a hacer kilómetros por los alrededores, y un domingo, siguiendo las indicaciones de un lugareño, «si a usted le gusta caminar hay parajes muy bonitos monte arriba», descubrió una finca a la que llamó El cuarto secreto de Barba Azul. Estaba situada en un lugar recoleto, apartado y umbrío. Tendría unos dos mil metros, forma trapezoidal y la rodeaba una cerca metálica caída en uno de sus lados en el que matorrales y sotobosque la invadían. En el lado más elevado y estrecho del trapecio se alzaba como impúdico esqueleto, una construcción, posiblemente una cuadra y un palomar, lo que le daba el aspecto de torrecilla o castillete, y un pozo. El conjunto tenía algo de mazmorra, de lóbrego y secreto, como si hubiera albergado una terrible historia, y nada más verlo lo bautizó como El cuarto secreto de Barba Azul, que se acordó de aquel cuento siniestro que de vez en cuando releía. Le pareció tan interesante el hallazgo que lo apuntó en su cuadernito, ese que ni siquiera su madre conocía: «he encontrado un lugar muy interesante, solitario y apartado…». Desde entonces, siempre iba allí. En aquel lugar, a resguardo de viandantes y mirones, creyó encontrar su escondrijo, su refugio particular: si no podía surcar los cielos con el ala delta y volar como el águila, al menos podía esconderse como el conejo en su madriguera. Allí sentía una paz especial, una placidez que ni siquiera consiguió en aquel otro donde estuvo internado y del que su madre no le permitía hablar; «no digas donde has estado. A nadie le importa»; una paz diferente también de la del gimnasio. Allí se sentía fuerte y libre. Realizado y a salvo. Allí no había penas ni remordimientos. Solo paz. Un sitio tranquilo y secreto donde reposar, y cuando la presión de su madre se le hacía insoportable, se decía que, si un día tenía la osadía de matarla, la enterraría allí, también allí, como a las otras, para después, ya libre, irse a matricular en la escuela de pilotos, aunque después, en pleno vuelo, se tirara en picado por no poder soportar los remordimientos.

Luego vino lo del trabajo. Fue también casualmente, un domingo que paseaba por el pueblo y vio que una inmobiliaria necesitaba vendedores. Entró. ¿Por qué, si nunca había vendido pisos ni le atraía la idea? Pero necesitaba trabajar, en lo que fuera; de lo contrario, se volvería loco. Y también, este era un deseo más inconsciente, no por completo elaborado, porque deseaba introducirse en aquel mundo para ser el guardián, el vigilante secreto de ese Cuarto secreto de Barba Azul que ya consideraba suyo.

Le recibió un chiquito bastante joven y con aires de saber todo sobre ventas, y después de algunas preguntas que le resultaron humillantes (¿tantas preguntas para algo tan simple como vender pisos?) y de mirarle como si le perdonara la vida, le dijo: «ya te llamaremos». Estaba seguro de que no lo harían, pero a los dos días le llamaban: «si le sigue interesando el trabajo…». Al principio creyó haber oído mal, pero no. El chico le había dicho: «si le sigue interesando el trabajo…». Le dio entonces una alegría tan súbita, tan desbordada, que a punto estuvo de decírselo a su madre, pero en seguida comprendió que no debería hacerlo: «¿tanto estudiar, tanto esfuerzo para terminar vendiendo pisos?». No, no se lo diría. No se lo diría a nadie. Y aunque al aceptarlo lo consideró casi una vergüenza, una humillación, lo aceptó.

Desde ese momento se consideró otro: tenía, ¡por fin!, algo que hacer, una ocupación. Vestido de traje y corbata, un traje azul marino de bastantes años y una discreta corbata a rayas, mostraba a las parejas, generalmente matrimonios jóvenes con dos niños que deseaban huir de Madrid, los metros cuadrados de los pisos piloto, el chalet pareado, la parcela donde construir… Eran los años del fervor constructivo: por todas partes se abrían agencias inmobiliarias y en todas ellas se ofrecían pisos luminosos con jardines, piscinas, pistas de tenis, club social…; chalecitos independientes y pareados… Todo eran ofertas tentadoras para escapar del agobio de la ciudad, bien de forma permanente o los fines de semana. A la larga, el irse al extrarradio o a la periferia, no ofrecía tantas ventajas como a primera vista pudiera parecer: había que levantarse más temprano y tomar con paciencia los atascos que se formaban en las horas punta o estar pendiente de los horarios de trenes y autobuses, pero el hecho de disfrutar de un trozo de jardín, de verse rodeados de naturaleza, de dormir sin que te despertaran los ruidos de la calle y poder refrescarse en una piscina en los tórridos veranos madrileños, que los críos retozaran a sus anchas por espacios verdes entre columpios y toboganes, compensaban un tanto las incomodidades. «¿Pero no está muy lejos?». A todos les parecía que el piso, el chalé o la parcela (se vendían también muchas parcelas), quedaba muy lejos, que todo quedaba muy lejos. «¿Lejos? En absoluto, y al paso que llevamos, dentro de poco, todo lo más un par de años, estarán en el centro». «Pasen por aquí, la cocina como ven está amueblada, los cuartos de baño con los mejores y más modernos sanitarios, los cerramientos, de lo mejor, y calefacción en todos los cuartos, individual, por supuesto… ─Abría y cerraba puertas─. En este dormitorio caben perfectamente dos camas de noventa. Todos los pisos tienen trastero y garaje, opcional, por supuesto, pero ¿quién no quiere garaje?, ¡y el trastero es tan útil! ¡A la larga, se acumulan tantos trastos!». Se había aprendido bien, casi de memoria, lo que tenía que decir sobre las bondades de los pisos piloto, y los enseñaba con orgullo, como quien muestra a sus hijos, y también, cuándo debía ponerse serio y cuándo sonreír. Se esforzaba en ser un buen vendedor, aunque en su tono, en sus maneras, había algo de falso, de falta de convencimiento; pero lo hacía, y ponía su mejor voluntad, hasta que apareció el viajante.

Era un hombre de unos cincuenta años, no mal parecido, de facciones correctas, alto, en torno al uno noventa, y de cabeza un poco pequeña para su fuerte complexión. Tenía una expresión triste y cansada, como si la vida no le hubiera tratado bien, algo así como un desvalimiento, que acentuaban unos ojos caídos con potentes y arrugadas ojeras, como la de los paquidermos. Todo en él era un poco elefantiásico, lento, pesado, triste. Parecía, más que moverse, arrastrarse, varado por un gran peso interior. Trató de adivinar su profesión: ¿viajante tal vez? Sí, tenía aire de viajante, de hombre perdido por estaciones de autobús, de ferrocarril, o haciendo kilómetros en su pequeño utilitario. ¿Qué vendería? ¿Telas, vinos, electrodomésticos?...

─Verá ─dijo mientras se sentaba, más bien caía, sobre la silla─, querría poner en venta una finca que he heredado. Está cerca de aquí, a unos cinco kilómetros, bueno, puede que algo más, tiene unos dos mil metros, luz, agua y una pequeña construcción que en su tiempo fue cuadra y palomar… ─Sus manos, que movía para explicarse, eran grandes, como dos palas que se movían pesadamente.

José María le escuchaba aterrado: aquel hombre era, sin duda, el dueño de El cuarto secreto de Barba Azul, y quería ponerlo a la venta. Intentó disuadirle:

─¿Por qué quiere venderla? Es una bonita finca.

─No me sirve para nada y necesito el dinero.

─Si espera un poco más podría venderla por el doble.

─Me corre prisa: me trae malos recuerdos. ─Y sonrió con tristeza e impotencia.

Guardaron silencio unos momentos.

─¡Lástima! Si pudiera, se la compraba.

─¿Usted? ¿Lo dice en serio?

─Tendría que proponérselo a mi madre.

─Venga, le invito a un trago y hablamos.

Se fueron al pueblo. Se sentaron en el primer bar que encontraron. El viajante pidió media botella de vino y él una cerveza. El hombre bebía rápido: parecía tener sed y ganas de explayarse.

─Era de mis tíos. Lo único que les ha quedado. La casa que tenían, aquí, en el pueblo, tuvieron que venderla para irse a una residencia. Cuando recibí la notificación del notario, me extrañó: nunca pensé que me dejaran nada. A lo mejor me la han dejado como penitencia, para que expíe lo que hice ─dijo intentando bromear, pero sin conseguirlo.

─¿Por qué dice eso?

El hombre se quedó un momento pensativo. Echó otra calada al pitillo y otro sorbo al vaso.

─Mis tíos tuvieron una niña, una pobre niña retrasada. La tenían medio escondida en la finca, en la cuadra concretamente. Como los animales. No les gustaba que la gente la viese. Se avergonzaban de ella. ¡Pobre! Yo la quería mucho y ella a mí, pero no me porté bien. Con ella menos que con nadie, que era inocente. No; no me porté bien. Murió cuando yo estaba en Alemania.

─¿Por qué dice que no se portó bien?

─Bueno, cosas de juventud… ─Quedó pensativo, como si pensara si debía decir o no lo que luego dijo─. La dejé embarazada. Una canallada, lo sé. Cuando me enteré, tuve miedo de lo que podía pasarle y de lo que dijeran sus padres, y me largué a Alemania, dejándola plantada. Al poco de llegar, mis tíos me escribieron para decirme que la niña, así la llamaban, había muerto. Sin más. Sin explicarme las causas y los porqués. Yo tampoco los pedí. De la criatura, si llegó a tenerla o no, nada me dijeron. Yo tampoco pregunté. Me porté como un cobarde, como un cerdo, esa es la verdad. ─Hizo otra pausa, que acompañó de otro trago─. ¿Cree en el castigo? ─Y antes de que él contestara─. Yo sí, porque desde entonces todo me ha salido mal. Cuando volví a España, no me atreví a ir ver a mis tíos. Pasó mucho tiempo sin atreverme: temía que recriminasen mi actitud. Solo pude hacerlo al cabo de mucho tiempo, cuando ya eran muy ancianos y se habían olvidado de casi todo, hasta de aquella niña que tuvieron.

─Y en Alemania, ¿cómo le fue?

─No tuve suerte, volví poco más que con lo puesto y tuve que agarrarme a lo que encontré, que no era mucho. Cogí una representación que me ofrecieron de unas camisetas. Era una forma de escapar, de estar de un lado para otro. De olvidarme. En mis viajes por Levante me enamoré de una valenciana que cantaba por los baretos de Benidorm: el pueblo ya era famoso por los rascacielos y el festival. Me enamoré hasta las trancas. Todos me advirtieron de que no me casara con ella, pero no hice caso. No duramos ni tres años. No tuvimos hijos, ella no quería, y un día se largó. Tenía aspiraciones: se veía cantando en Madrid, en Pasapoga o en Villa Romana. Luego hubo otras, pero ya sin casamientos. Tampoco hijos. Yo los echaba en falta, pero las mujeres con las que conviví no los quisieron. Ahora estoy solo y me acuerdo de mis tíos, de esos pobres viejos que terminaron en una residencia de la comunidad; también de mi prima, la pobre, y de aquella criatura que a saber si nació o si no lo hizo por mi culpa. Y me pesa. Me pesa, sí. ─El hombre quedó un momento callado, enganchado en sus pensamientos, como si se le hubiera parado la cuerda─. ¿Comprende ahora por qué necesito vender la finca, quitármela de encima cuanto antes?... ─Eso dijo: «quitármela de encima cuanto antes», como si se tratara de un enorme e insoportable peso─. Me trae mala conciencia y tengo la sensación de que mientras me pertenezca, no podré levantar cabeza.

Se despidieron. José María le prometió que se encargaría personalmente del asunto, que pondría todo su empeño, pero decidido a hacer justamente lo contrario: El cuarto secreto de Barba Azul no se vendería. Eliminó anuncios, borró las fotos y quitó el cartelito que ponía Se vende, y si alguien preguntaba por la finca, decía que ya estaba vendida o que no estaba en venta.

De vez en cuando el viajante le llamaba:

─¿Alguna novedad?

Y él, siempre, respondía lo mismo:

─De momento no hay nada. La gente pregunta, algunos han ido a verla, pero nada. La finca tiene sus pegas, usted mismo lo ha visto, pero no se preocupe, que es cosa mía.

─¿Y su madre? ¿Ha hablado con su madre?

─Algo le he dicho, pero dice que quiere verla. Va a venir un día de estos.

Pero, naturalmente, la madre no venía. Tampoco le había dicho nada. ¿Para qué? De sobra conocía la respuesta.

Otras veces era él quien llamaba al viajante para darle falsas esperanzas: «Tengo buenas expectativas… Mañana viene a verla un matrimonio. Hay una pareja de Madrid muy interesada. A mi madre ya le he hablado. Es muy posible que la convenza».

Disfrutaba jugando con él. No sabía por qué, le gustaba hacerle sufrir o suponer que lo hacía.

─¿Por qué le dices eso si no hay nada? ─le decía su compañera.

─Quiero comprarla yo. Por eso le doy largas.

─¿Tú?

─Sí, yo.

─Entonces, ¿a qué esperas?

─A que mi madre se muera.

Y era verdad que a veces se veía enterrando a su madre, a su amada y odiada madre en aquel lugar.

Al final, terminaron echándole de la agencia, o él se despidió, no lo tuvo muy claro; su interés en conservar aquella finca, de preservarla en su total aislamiento, le incapacitaba para vender. Obstaculizaba la venta de las fincas cercanas, extendiendo el lazareto a kilómetros a la redonda. No quería a nadie cerca, intrusos que pudieran acabar con su privacidad, nada construible cerca de El cuarto secreto de Barba Azul. Solo pájaros, flores, árboles, naturaleza. Nada más que naturaleza. El escenario perfecto para esa especie de camposanto donde depositar a todas las imprudentes que le habían descubierto o estuvieran dispuestas a descubrirle. Él era distinto. Selectivo y distinto, y nada debería turbar su silencio ni desvelar su secreto.

Fueron seis meses los que trabajó en la agencia; seis meses de su vida de los que su madre no tuvo noticia, como si hubiera vivido en otra galaxia, como si hubiera tomado cuerpo en otro individuo; seis meses en los que iba a la agencia huido, escapado; como un polizón.

El tiempo había pasado, el pueblo crecido, pero la finca seguía sin venderse. A veces se preguntaba qué habría sido del dueño, de aquel viajante que decía tener mala conciencia, y si todavía seguiría expiando su desgracia. Un domingo, una semana después de que fuera a darle el pésame a Ana, se encontró con una antigua compañera de la agencia y le preguntó por él:

─Murió. De un infarto ─y luego, como en secreto─: En una casa de citas. ¡Pobre hombre! ¡Qué final más triste!

El que se merecía, pensó, y mirándolo bien, hasta le había hecho un favor. ¿Qué hubiera pasado si una excavadora hubiera descubierto los restos de aquella prima que abandonó y de ese niño que quizás no llegó a nacer? Pero también era consciente de haber contribuido a su muerte: tal vez si la finca se hubiera vendido, si se la hubiera quitado de encima, «mientras sea mía, nada me saldrá bien», la suerte de aquel hombre podía haber cambiado. De acuerdo con esto, el viajante se había convertido en otra víctima suya, otra más que añadir a su lista de venganzas. Bueno, venganza no era la palabra apropiada, se decía, sino justicia: el viajante había purgado su pecado. Todos debían purgar sus pecados.

─Y tú, ¿cómo lo sabes?

─Su viuda se presentó en la agencia.

─Es cierto, estaba casado. ─Y se acordó de lo que le contó de aquella valenciana que cantaba por los bares de Benidorm─.

─Ha bajado el precio. Le corre prisa.

Siempre, después de visitar El cuarto secreto... entraba en un bar, siempre el mismo bar y se premiaba con una caña, solo con una caña. El camarero se la daba bien tirada, con una espuma casi compacta y un platito con aceitunas. «¿Alguna otra cosa? ¿Jamón, morcilla, conejo al ajillo?», preguntaba, pero él siempre decía que no, que estaba bien, aunque tuviera un hambre voraz.

Pero ese día, no. Ese domingo, no. No habría premio, ni caña bien tirada, ni aceitunas: su refugio estaba amenazado y se sentía como si una espada pendiera sobre su cabeza.

A la vuelta pasó por la casa de Ana. Todo parecía silencioso. Se acordó del libro que le había dado y que todavía estaba sin leer. Y se sintió más triste aún.

El hombre que no quería hacer el amor

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