Читать книгу El hombre que no quería hacer el amor - Carmen Resino - Страница 11

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Durmió mal. Soñó que estaba con Ana, los dos en el sofá, que ella le besaba y de pronto, el collar de perlas que llevaba se le anudaba al cuello apretándola. Entonces entraba Marisa, que vestía un traje de noche negro, muy largo, y le decía: «¿Por qué la aprietas? ¿No ves que la estás asfixiando?». «No, no», decía él, «Es el collar, es el collar». Pero Marisa insistía: «No, son tus manos. ¿No ves que son tus manos?». Entonces despertó, empapado en sudor. Se levantó, hizo pis, se preparó un Cola-Cao con leche y volvió a acostarse, pero tardó en dormirse.

Se levantó tarde. La mañana pasó rápida y después de comer se marchó al club.

─Buenas tardes, Belén.

─¿Qué tal, José Mari? Hoy no parece que estés de buen humor.

Efectivamente, no lo estaba.

─¿Por qué lo dices?

─No sé. Me lo parece. ─Y le miró burlona.

─¿Hay pista?

─Si no la has reservado… Pero míralo en el tablón. ─La recepcionista puso en su bonita boca un gesto indiferente al tiempo que se encogía de hombros.

José María miró: todas las pistas estaban ocupadas.

─Le dije a Santi que la reservara.

Belén volvió a encogerse de hombros. José María la miró: iba muy pintada, muy ceñida, demasiado ceñida para su gusto; le extrañaba que un club de aquella solera permitiera que la recepcionista llevara una camiseta por la que se veía el nacimiento de los pechos; unos pechos operados, sin duda. No obstante, Belén era simpática y si podía le hacía un pequeño favor, pero ¿por qué tenía que ponerse tanto rímel?... Antes, cuando se hizo socio, estaba en la recepción Paco, un viejo sargento jubilado. Belén era bastante más decorativa, pero él se sentía más cómodo con Paco. A Paco no se le colaba nadie, nadie podía hacerle trampas, que era perro viejo. Con Paco, nunca le habían robado la pista. Con Belén, el club era menos club, como si a través de su presencia, de su esbelto y cimbreante cuerpo, se hubiera introducido la manzana de la discordia.

─¿Por qué no la reservas tú? ─la oyó decir.

Pero las cosas no eran tan fáciles: si reservaba la pista, no tenía pareja, y si la tenía, como era el caso de Santi, le daban esquinazo. Últimamente Santi le daba muchas veces esquinazo: «perdona chico, no me acordaba; como te retrasabas pensé que ya no venías.», y cosas por el estilo. Se diría que le esquivaba, que no quería jugar con él. Belén le aconsejaba que se buscara una pareja estable: «para el tenis, quiero decir», subrayaba bromista. Lo cierto es que había jugado con medio club y siempre acababan poniéndole pretextos: «perdona, José Mari, ahora no puedo. Me tengo que ir. Más tarde. O mejor mañana…». No lo entendía. Él jugaba bien, se volcaba en el juego, pero sus parejas terminaban dejándole. Belén intentaba explicárselo: «Es que no alternas, José Mari, corazón; no alternas. Hay que alternar, hijo, hay que alternar». Y se lo decía en un tono persuasivo que terminaba irritándole. Pero él no podía perder el tiempo ni el dinero tomando copas; con su escuálido presupuesto no podía permitirse las rondas, ahora pagas tú, ahora pago yo… Por ahí se escapaba el dinero. Además, el alcohol engorda y él no quería engordar; tenía que mantenerse esbelto, ágil y fuerte. Cada vez más ágil y fuerte, pero sin engordar. Las copas eran kilos y dinero. Dos cosas que no se podía permitir. Por eso se marchaba a casa después de jugar, y porque las conversaciones de aquellos hombres le perturbaban. Cuando estaba con ellos permanecía callado, sin saber qué decir: ¿de qué podía hablar él si no tenía mujer, ni hijos, ni amante, ni trabajo?... ¿De qué podía hablar él? Pertenecían al mismo club, pero no eran del mismo club. Él solo tenía su propia compañía y alguna que otra amiga esporádica. Amigas, solo amigas a las que veneraba por un tiempo y besaba después; amigas en las que se posaba como el insecto sobre la flor, para luego volar y volver a posarse, momentáneamente, sobre otra. Solo posarse para depositar unos besos llenos de fervor. ¿De qué iba a hablar con esos hombres cargados de experiencia, para los que un beso no significaba nada, para los que la batalla cotidiana se extendía a bastante más que a un partido de tenis?

Pero hubo un tiempo, al principio de su entrada en el club, que sí que tuvo con quién jugar: primero fueron los hijos del notario amigo de su madre, los que le presentaron y avalaron, aunque poco a poco se fueron distanciando quizás por eso mismo que decía Belén, porque no alternaba, porque no correspondía, saludándole con un «¡qué tal vamos, José Mari!», cada vez más frío y protocolario, y luego, tras algunos que caían por el club por probar y luego desaparecían, Maite.

Maite tenía los ojos claros, la piel tostada, el cabello pálido, como si no estuviera coloreado del todo, la belleza justa, discreta. Podía haber sido, pensaba José María, la novia perfecta, esa que todo muchacho sueña para sí, pero él no quería novia, ni perfecta ni imperfecta. Solo una compañera para el tenis, y después, algo impreciso, indeterminado, a lo que recurría en sus dilatadas soledades. Sí, todo era impreciso en sus afanes, excepto en el deporte, donde siempre procuraba ganar. También a Maite le ganaba.

De los partidos de tenis, de los quites deportivos, del medirse a través de la red, pasaron a ese otro de las miradas, de los apretones de manos, de los besos, hasta que un día ella le preguntó: «¿eran novios o no eran novios? ¿Qué eran?». A todas las mujeres les daba por preguntar. Ese era su fallo. Y Maite se acabó como se acabaron otras: nada más empezar. ¿Por qué se empeñaban todas en lo mismo? ¿No les bastaba con los besos, con las caricias? No; ellas querían más, siempre quieren más.

«No puede ser. Mejor será que lo dejemos», le dijo, y para hacer menos traumática la frase, le cogió una mano; una mano pequeña, de niña casi.

Todavía se acordaba de aquella mano en la suya: una mano fuerte para la raqueta, para la pegada, pero, en la suya, débil e infantil. Y aquella imagen de la mano, tan caprichosamente selectiva, redujo durante un tiempo el total de Maite, eliminando todos los recuerdos, arrojando al olvido todo lo demás.

Pero al menos, Maite había sido discreta y digna. No como otras. Maite había aceptado su derrota que a la larga fue su triunfo. Su triunfo, sí, porque Maite se había casado con un chico muy de su estilo, discreto y guapo también, y ahora se paseaban por el club con dos niños rubios y preciosos. De haber seguido con él, de haber emprendido el noviazgo que ella pretendía, hubieran sido víctimas los dos: él también, como otras veces.

Tras Maite había tenido otros compañeros de partida, pero todos se habían ido dispersando como por arte de magia. Cuando se quejaba (últimamente casi nunca) de no tener amigos, su madre le presentaba la soledad como un mérito: «¿Para qué quieres los amigos? Para que se aprovechen de ti. Para eso sirven las amistades: para sacarte lo que puedan. Pero si tienes un mal momento o una desgracia, no hay amistad que valga. Las personas de calidad, las que tenemos principios, estamos condenados a estar solos. Ya sabes: Dios los cría y ellos se juntan. ¿Con quién nos vamos a juntar nosotros, me lo quieres decir?». Y si José María se mostraba quejoso por el comportamiento de algún compañero, su madre le decía: «Déjale, déjale que se vaya, mejor, mucho mejor. ¿Dónde vas tú con ese? A enemigo que huye…Ante todo, mira por ti. Nadie lo hará, excepto tu madre. Cuanto más se da uno, más decepciones; cuantos más sacrificios, menos agradecimiento. ¡Así es la vida de injusta!», y de esta manera le iba adentrando por los caminos de la misantropía, en el estancamiento de la soledad. Ninguno, según su madre, era digno de su amistad, ninguno capaz de descalzarle. Convertía así la oración en pasiva, el defecto en virtud, la carencia en motivo de orgullo. No le bastaba con prevenirle contra las mujeres: «¡que no te agarren por el sexo!», también le alejó de los amigos, de todo movimiento gregario. En un principio, echó en falta ese mundo de las relaciones, de la amistad. Luego, andando el tiempo, solo notó que las necesitaba para el tenis, y finalmente, ni eso, que cuando le fallaba la eventualidad de una pareja para jugar un partido, se consolaba peloteando al frontón.

El frontón era un reto en solitario en el que se movía con indudable destreza. Lanzaba como auténtico pelotari la pelota contra la pared y su mano, su fuerte mano, su cada vez más fuerte mano, la recogía: pim-pam, pim-pam. Al principio de jugar notaba que la mano se le abría, se le hinchaba y se le llenaba de callos. Luego, calor, mucho calor, como si ardiera. Luego, nada. Su mano era una especie de pala, efectiva, potente, y cuando se embalaba, cuando dominaba ese ir y venir de la pelota con la sola fuerza de su mano, se sentía aún más libre y poderoso que con el tenis. Era como si estuviera solo contra el mundo y que, pese a estarlo o precisamente por eso, podía vencer.

Nadar era otro reto; más comedido, más íntimo, pero reto también; de manera que después de haber peloteado casi una hora, se dirigió a los vestuarios, abrió su taquilla, se puso el bañador, el gorro reglamentario, las gafas, y se fue a la piscina. Al principio braceó intensamente, devorando la calle que le correspondía. Tocaba pared y volvía, volvía y tocaba pared. Luego empezó a ralentizar, a deslizarse de un lado para otro en forzada lentitud, como si quisiera estudiar todos y cada uno de los recodos de aquel pequeño océano claustrofóbico y doméstico. Parecía, yendo de un lado para otro, con aquellos movimientos lentos, sus ojos a través de las redondas gafas, un tiburón en un acuario.

Eran casi las nueve cuando salió del club. Al pasar por los vestuarios y por recepción, muchos le saludaron: «adiós, José Mari. ¿No vienes a tomar una copa?», le preguntaban con cierta sorna. Santi, que salía del bar, se disculpaba: «perdona, chico. Se me olvidó reservar. ¿Vienes a tomar algo?... ¿Otro día?... Nos vemos. ¡Ciao!». Odiaba a la gente que decía ¡ciao! Sonaba a falso, a mentira. Belén le observaba, dibujando una leve sonrisa en su pintada boca. Demasiado pintada, pensaba él.

El hombre que no quería hacer el amor

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