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Las madres que nos habitan

Socorro Venegas*

para Juan

En el polvo del mundo se pierden ya mis huellas;

me alejo sin cesar.

No me preguntes cómo pasa el tiempo.

JOSÉ EMILIO PACHECO

Tal vez la maternidad sea una caja de resonancias infinitas. El afluente sanguíneo donde se juntan la madre, la abuela, la bisabuela, las mujeres que nos vuelven una constelación de miradas e historias. Al pensar en ellas afloran preguntas que no se han pronunciado en voz alta, pero que gravitan sobre vidas enteras. Mi abuela perdió a su madre cuando apenas contaba doce años. Su padre, un excombatiente zapatista, la casó a esa edad. De un momento a otro se convirtió en una niña responsable de gestionar un hogar. No hubo elección, la suya no fue una vida donde pudiera tomar las decisiones fundamentales. ¿Cómo aprendió a ser madre, cómo asimilaba lo que le estaba sucediendo? Tuvo siete hijos y un marido que desapareció. Creo que en el alma de mi abuela hubo siempre más interrogantes que respuestas.

Durante dos años mi madre temió no poder concebir. Estaba lejos de su tierra y de su gente cuando nací, y no le gustó dar a luz una niña. Ella había experimentado en carne propia que ser mujer sumaba una desventaja tras otra. Mi abuela había protegido más a sus hijos varones, reproducía de alguna forma el gesto de su padre: las niñas son un problema del que hay que deshacerse pronto.

Es verdad que hay preguntas que no hice a mi abuela antes de que muriera; tampoco se las he hecho a mi madre. Me enseñaron a verlas así: mujeres intocables en sus silencios.

***

Leo muy conmovida Tiempo de llorar, de María Luisa Elío, española exiliada en México. Se trata del relato autobiográfico de su regreso a Pamplona, lugar en el que transcurría su infancia cuando su padre fue preso, durante la Guerra Civil. Tres años pasan en los que la niña, sus dos hermanas y la madre ignoran si él sigue vivo. Al cabo de varias peripecias logran escapar a Francia, donde un día se reencontrarán con el padre, un hombre tan golpeado por las penurias y la experiencia de la clandestinidad que les costará reconocerlo.

Años más tarde, desde el exilio y en medio de una crisis, María Luisa decide viajar a su ciudad natal junto con Diego, su hijo de cinco años. Lo ama profundamente, y encuentra en él una especie de dispositivo vital: «Comprendo que por mi hijo no puedo quedarme así, sin moverme, sin hablar, casi sin pestañear». Ese acompañante se convierte en un ancla poderosa que la conecta a la tierra.

Alguien dijo que los niños no sienten nostalgia. Si es así, Diego se presenta como un contrapeso insuperable para esta mujer que va buscando el Edén perdido de su niñez, los rincones compartidos con su familia, una madre que aún no enfermaba y el amor por el padre que nunca retornó, convertido en alguien distinto. Necesita volver a mirar lo que recuerda. Cristalizada en un tiempo lejano, María Luisa escribe: «Algunas noches tengo miedo de llegar a la nada y me agarro a la mano de mi hijo, como si fuera la única verdad».

Pienso en los personajes de mi novela Vestido de novia. Una mujer que viaja con su hijo pequeño al mar para dejar las cenizas de un hombre al que amó muchos años atrás, en otra vida, un hombre que no es el padre de esa criatura. Ahí está también esa escena inagotable, la mujer de la mano del niño. En esa imagen ella sostiene al pequeño, pero él ampara por igual a su madre.

En la novela sostengo que para los hijos los padres nacen con ellos: ¿cómo puede haber una existencia que los antecede? Qué raro es un mundo que ellos no habitaban. Mi personaje tiene una vida anterior que sigue doliendo porque hay cosas que nunca dejan de doler. Aquí la memoria ocupa un lugar esencial, es todo. Mi personaje y el de Elío se asemejan en esa necesidad de buscar los rostros del pasado, sólo así podrán borrarlos, sólo así habrá paz. «Y ahora me doy cuenta que regresar es irse» es la primera línea de Tiempo de llorar. Estas mujeres no son madres silenciosas y necesitan mostrarse, quieren que sus hijos sepan quiénes son ellas, que las conozcan. No se trata sólo de transferirles una cierta herencia genética, es trasladarles la memoria más íntima, hablarles con la voz de las confesiones, revelarse.

Y mientras estas madres ovillan sus recuerdos, mientras buscan una tumba en el cementerio o el destino para unas cenizas, otra mirada crece. La del niño que acompaña a la madre en la aventura de cazar las huellas del tiempo transcurrido, de ver cómo desaparecen cosas que él nunca ha visto.

En el relato de María Luisa Elío hay una declaración sencilla y también poderosa sobre lo que ha significado poner el cuerpo y su sustancia en la decisión de ser madre: «Pasaron muchos años, y con ellos tantas y tantas cosas, que fue otra vida, otra historia, y dentro de esa historia me pasó lo mejor de la vida que fue tener un hijo, más que suficiente para dar sentido a lo demás». El hijo que es testigo y alimento de todo tiempo: el pasado, el presente, el porvenir.

***

Hay momentos dotados de una simpleza y dolor apabullantes, en los que los papeles se invierten y los hijos o nietos tienen que hacer de padres. Cuando mi abuela sufrió un infarto cerebral mi madre me llamó para que fuera a verla. Una tomografía mostraba que parte del cerebro había muerto, dejándola en estado vegetativo. A ella, que no podía quedarse quieta nunca, que trabajaba todos los días en su telar o cuidando su huerta o yendo los domingos de madrugada al mercado de Zacualpan para hacer trueque. Busqué a un médico de cuidados paliativos que la atendiera, ya en su casa. Después de que la revisó, nos dijo que no había manera de hacer un pronóstico: la abuela podía seguir inmutable semanas, meses o morir en unas horas. Mamá pidió quedarse con ella a solas. Intuyo lo que pudo haberle dicho al oído y que era indispensable hacerlo. Sólo así podía irse en paz. En ese breve monólogo mi madre confirmó algo que temía: allá adentro, en la tierra incógnita en que su madre se había convertido, ella podía escucharla. Las lágrimas habían escapado de los ojos de la abuela, se deslizaron por su rostro quieto mientras su hija le hablaba.

Ellas tenían sus palabras. Una comunicación en una lengua que ya casi nadie usa. Aunque me acercara para intentar oír, no habría comprendido.

Esa misma noche murió la abuela.

Como en las historias de Elío, a algunas mujeres se nos ha puesto en las manos un tiempo que no siempre comprendemos. Que puede ser angustiante, difícil de conjurar. A veces la suerte es que la sombra que proyectamos no está sola. Tomamos de la mano al hijo que esperamos soltar cuando llegue el momento. Quisiera que mi hijo sepa cuánto me ha sostenido a mí también.

Maneras de escribir y ser / no ser madre

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