Читать книгу El milagro - Carolina Andonie Dracos - Страница 9
IV
ОглавлениеHay que ser práctica en la vida y yo soy práctica. Por lo mismo pensé que, ya que iba a estar en tierras aztecas, podía volar hasta Guadalajara y darme una vuelta por la Feria del Libro, que en esa versión tendría a Chile como país invitado de honor, en una dinámica que incluyese misticismo y proacción, todo en un mismo voucher.
Volver a la feria después de mi despido, sin ninguna oferta de trabajo de la que jactarme, era de una temeridad tremenda, pero estaba desbordada de energía y quería volver a la FIL, exhibirme; incluso, socializar. Sin embargo, para esa versión no contaba con invitaciones de ningún tipo –las noticias vuelan a la velocidad de la luz en el mundo editorial–, por lo que le escribí un correo a Trini Juárez, la jefa de comunicaciones del encuentro, una mexicana tan dulce como diligente –un alma compasiva, como diría Perpetua– y le pedí que me acreditara en todas las fiestas posibles; sabía que mis mejores armas de seducción florecían en un escenario festivo, pero de trabajo.
Pocos días después de mi epifanía, ya tenía comprados los pasajes y hecha la reserva del hotel en Guadalajara. Faltaba la segunda parte de la preparación: yo. Pedí una hora con el dermatólogo que oxigenaba mi piel, instalé una bicicleta elíptica en el segundo piso, en el pasillo que separa mi habitación de la sala de lectura, y comencé a ejercitarme treinta minutos diarios. Faltaban tres semanas y tenía claro que a la FIL debía llegar guapita, con rostro saludable y nívea sonrisa. Eso. Ir al dentista para una limpieza.
Hasta que llegó el día. Jerónimo me fue a visitar pocas horas antes de mi partida. Estaba particularmente feliz. Venía de una función en el GAM. Adentro del centro cultural, no afuera y sin público como era la norma. Por falta de financiamiento para sus documentales había cambiado de estrategia y transferido la lucha ecológica a su performance como mimo. Y había resultado; luego del asombro inicial, los asistentes aplaudieron cuando sacó un pescado podrido de una bolsa plástica, le arrancó la cabeza con los dientes y se las escupió.
–Este será un panorama completo, Mel, un revival laboral y un descanso cultural –me dijo dramático, aún en personaje, con la cara pintada y los suspensores de buena calidad que le prestó su padre. Luego acercó su silla a la mía. Tenía esa costumbre; sentarse al lado, nunca al frente, aunque en ese caso se justificaba, ya que la vista que teníamos del jardín desde mi rincón preferido era la mejor.
No tardó en llegar Martirio con té y galletas de jengibre, las favoritas de Jerónimo.
–Gracias, Martirio –le dijo luego de dar el primer sorbo a su aromática bebida–. Se nota que usted comprende el desgaste que implica ser artista.
Ella, como siempre, no respondió, solo lo miró desde lo alto con expresión austera, la misma que manifestaba su ropa y su delgado cuerpo. Nada en su apariencia hacía pensar que era generosa con las porciones y los aliños, nada, salvo sus inmensas manos, que me habían alimentado por décadas.
Me habría encantado contarle a Jerónimo el propósito de mi viaje, pero hubiera sido inútil, ya que él no creía en los milagros. Así que me remití a la lógica: era hora de volver al mundo editorial y qué mejor que partir por su epicentro, Guadalajara.
Cerca de las ocho, apareció Aurora para llevarme al aeropuerto.
–¡Braulio! ¡Bridget! Mel, contrólalos, por favor.
Mi hermana siempre acelerada. Con una mano trataba de mantener a raya a mis perros, cuyos hocicos húmedos se mezclaban con su pulcra melena, mientras que con la otra tomaba mi maleta.
–Que Dios te bendiga, hija –me dijo mamá haciéndome una cruz en la frente–. Aurora, maneja despacio y llámame cuando lleguen al aeropuerto. ¿Vuelves a comer?
–No puedo. Tengo que estudiar con los niños.
–Tienen edad suficiente para hacerlo solos –dijo mirando a Perpetua y a mi abuela, que se nos unieron en el vestíbulo.
–La adolescencia es la peor etapa. –Mi padre acababa de llegar–. Como me desocupé antes de lo previsto, yo la voy a llevar. Así Aurora tiene tiempo de estudiar con mis nietos y comer con su madre –zanjó, evitando una posible disputa sobre crianza entre su esposa y su hija mayor–. Mel, te espero afuera.
Perpetua me detuvo antes de salir:
–Sabía que llegaría este momento, lo supe desde que te regalé tu medallita. Algo grande va a ocurrir.
Asentí sin entender a qué se refería, aunque consciente de sus dotes proféticas, y fui a consolar a Braulio y Bridget, que no paraban de aullar frente al auto mientras papá encendía el motor.
A las nueve llegamos al aeropuerto, lo que me dejaba un pequeño margen antes de subir al avión rumbo a Ciudad de México. No pensaba encontrarme a esa hora con ninguno de los posibles personajes que viajarían a la FIL; durante el vuelo solo descansaría, la socialización vendría después.
Sin embargo, a poco de entrar, se puso más fresco de lo que había presupuestado, por lo que busqué una camiseta de algodón en mi maleta, que abrí de rodillas en el suelo. Inmersa en mi propia anarquía, divisé a una periodista literaria que también iba a la feria. Seguí hurgando, mientras ella pasaba cerca de mí. No quise saludarla; hacerlo desde esa posición resultaba una metáfora demasiado cruda de mi estado profesional. Así que esperé que se alejara y fui al counter de mi compañía aérea a chequearme. Una vez libre de equipaje, llamé a Jerónimo: mi aventura había comenzado.