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Capítulo 1

Un milagro en Ecuador

Nadie nota al niño pequeño en una esquina del Guayaquil Tenis Club mientras golpea una pelota contra la pared con una raqueta deteriorada. El niño tiene un aspecto peligrosamente delgado, con piernas torcidas que parecen bananos y brazos finos que terminan en muñecas delgadas, tanto así que debe sostener la raqueta con las dos manos para que la pelota rebote contra la pared. Para los pocos miembros del club que se fijan en él al salir, con seguridad camino a casa en busca de una ducha y de un trago, este niño es simplemente uno más de los muchos niños pobres del barrio que juega mientras espera que alguien lo lleve a casa.

Quien piensa de esta manera se equivoca. La expresión que lleva el niño es de gran concentración y ferocidad. No solo pasa el tiempo. Golpea la pelota de la única manera que sabe: una y otra vez con una pasión poco común para su corta edad. Lo que se refleja en su rostro entusiasta y determinado es aquello que el mundo entero conocerá un día.

El día oscurece y el niño ya no puede ver la pelota. Un hombre grande y fuerte, que limpia las canchas, junta toallas y pelotas, desmonta la red y asegura puertas, se aproxima. «Panchito, ya es hora. Vamos a casa».

A regañadientes, el pequeño detiene su práctica, levanta la pelota con que juega, se la da a su padre, y toma su mano. Es hora de que Domingo y Pancho Segura regresen a casa.

Francisco Pancho Segura Cano tiene más o menos siete años cuando levanta por primera vez una raqueta de tenis. Para entonces ya ha contraído y sobrevivido una serie de enfermedades que hubiesen detenido a una persona menos decidida. Nace el 20 de junio de 1921 en un bus que viaja de Quevedo a Guayaquil: «Los caminos estaban en mal estado en ese tiempo», recuerda la madre de Pancho, Francisca Cano de Segura. «No habíamos avanzado mucho cuando le pedí a mi esposo que le dijera al chofer que regresara el bus a Quevedo porque iba a dar a luz prematuramente». Así fue como Morenito, como le decía su madre, llega al mundo.

Su nacimiento no fue romántico. Fue el primogénito de Domingo Segura Paredes y Francisca Cano. Su padre de ancestro español, su madre de ancestro indígena, nacida en Quevedo; él era un cholo (5). Nació en junio, un mes de ensueño en ciertas partes del mundo, con cielos azules y jardines floridos. En Guayaquil es un mes infernal y solo un poco menos húmedo que los meses lluviosos que van de diciembre a abril. Desde el primer momento que abrió sus ojos, Pancho se tuvo que adaptar al aire pesado, pegajoso e infestado de mosquitos de su ciudad natal, al igual que todos los habitantes de Guayaquil.

A principios del siglo XX Guayaquil era una ciudad comercial humilde de aproximadamente 250 000 personas, ubicada en una región calurosa de la Costa del Ecuador. En esos días lucía tercermundista: pequeñas casas de madera con techos de zinc, calles polvorientas por donde circulaban carros tirados por caballos, muy pocos automóviles y vegetación exuberante. Luego de una serie devastadora de incendios, las nuevas viviendas empezaron a construirse con cemento.

Su fuente primaria de trabajo yacía en el puerto. Era la entrada portuaria más grande del Ecuador; a través del estuario El Salado se exportaba e importaba cargamento en este pequeño país sudamericano. El delta del río Guayas es el más grande en el Pacífico sur; su puerto marítimo aún se encarga de recibir tres cuartas partes de las importaciones al país y casi la mitad de sus exportaciones. A principios del siglo pasado algunos de sus habitantes se ganaban la vida con negocios relacionados con la importación-exportación de bienes como café y banano. Esos hombres de negocios vivían en casas grandes cercadas por murallas altas, rodeadas de árboles florales al norte de la ciudad; pertenecían al Club de la Unión, que ofrecía una hermosa vista hacia el litoral. Hombres como estos fundaron el primer Guayaquil Tenis Club en 1910.

El cementerio de Guayaquil era —y sigue siendo— uno de los sitios más cautivantes de la ciudad. Establecido en una colina, es el lugar donde miles de guayaquileños han sido enterrados por más de un siglo. Al pie de la colina se pueden encontrar impresionantes mausoleos, bellas estatuas y esculturas que reflejan la importancia de los difuntos. Subiendo por la colina a través de un revoltijo cada vez más abarrotado, el cementerio se vuelve una democrática ciudad de nichos blancos, lápidas desmoronadas, cruces pintadas de blanco con inscripciones en negro. Aquí yacen los padres de Pancho Segura.

En la década de los veinte en Guayaquil la expectativa de vida era corta. Pancho fue el primero de siete hijos (lo siguieron dos varones y cuatro mujeres) que tuvieron Domingo y Francisca. Estaba también la hija del primer matrimonio de Domingo. Nada fue fácil para la familia. Pero el hijo mayor, Francisco, parecía atraer las peores desgracias. Su juventud estuvo plagada de enfermedades. La primera apareció en forma de una doble hernia, muy común en bebés varones. La hernia pediátrica, relacionada con el desarrollo y descenso de los testículos, causa una inflamación aguda y dolor en la ingle. Es probable que los padres de Pancho no reconocieran el problema de inmediato y lo dejaran sin tratar. A los diez años el dolor e inflamación eran tan grandes que Pancho no podía caminar. Eventualmente lo operaron y repararon la hernia.

Un peligro para los habitantes del Ecuador de ese entonces era la malaria, una enfermedad endémica en los trópicos. Los mosquitos eran una amenaza constante en Guayaquil, dentro y fuera del hogar, ya que el calor sofocante obligaba a los habitantes a mantener las ventanas abiertas. Pancho contrajo malaria a los ocho o nueve años y sufrió sus consecuencias, a intervalos, hasta los veinte. Debido a las fiebres debilitantes que la malaria produce Pancho tuvo que guardar cama a menudo. En una ocasión recibió quinina; su madre lo acompañó preocupada mientras temblaba en la cama del hospital.

Sin embargo, la peor enfermedad que sufrió fue el raquitismo. Este es un desorden juvenil causado por la malnutrición, particularmente por la falta de vitamina D, calcio y fosfato. Esta enfermedad causa deformidades esqueléticas, en especial piernas estevadas. Las consecuencias del raquitismo acompañaron a Pancho toda su vida. Es difícil saber qué comían Pancho y su familia, pero la incidencia del raquitismo muestra que la pobreza jugó un papel importante.

Domingo Segura, el padre de Pancho, mantenía a su gran familia de la mejor manera que podía. Era un hombre guapo y fuerte de un metro ochenta que trabajaba como cuidador en la propiedad de uno de los hombres más ricos de Guayaquil, don Juan José Medina. Medina estudió en Inglaterra, era un banquero importante y fue el padrino del pequeño Pancho. Este se preocupó por el desarrollo del chico y opinaba que Pancho debía tener una actividad que lo ayudara a fortalecer sus huesos, desarrollar sus músculos y agregar masa corporal a su marco atrofiado. Medina decidió que dicha actividad sería su deporte favorito: el tenis.

El señor Medina formaba parte del consejo directivo del Guayaquil Tenis Club: un pequeño club de las élites guayaquileñas que contaba con quinientos miembros. En Ecuador, como en el resto del planeta, el tenis era considerado un juego de hombres ricos. Un juego reservado solo para privilegiados que pudieran pegar a pelotas caras con raquetas igualmente caras sobre una superficie difícil y costosa de mantener.

Medina decidió emplear a Domingo Segura para que sea el cuidador del Guayaquil Tenis Club. Así Segura no solo recibía un salario estable sino también un lugar para vivir. Él y su familia vivían en una casa pequeña en las afueras del terreno del club. Entre sus obligaciones estaba ocuparse de las canchas, mantener el terreno y la sede del club, y proveer servicios para los miembros, incluyendo conseguir pasabolas. Panchito no solo sería el asistente de su padre, sino que también empezaría a jugar tenis.

Era, desde luego, un arreglo enteramente privado. A los miembros del club no les importaban sus empleados. Siempre y cuando el club y las canchas se mantuvieran en perfecto estado y hubiera pasabolas, no importaba quién hiciera el trabajo. Al igual que tres o cuatro otros niños empleados por el club, Pancho pasaba el día recolectando pelotas y devolviéndolas a los jugadores cuando fuera necesario. Cuando no eran necesarios, los niños se preocupaban de desaparecer. Pancho era el más joven de ellos. «Mi papá me hacía recoger bolas, barrer las líneas, arreglar la red, pasar las toallas a los socios», recuerda Pancho. El club solo tenía cuatro canchas de cemento que se ocupaban los fines de semana, cuando los socios no tenían que trabajar. Pancho, sin embargo, iba todos los días a ayudar a su padre.

En la escuela primaria de Guayaquil, Pancho demostraba buenas aptitudes académicas, especialmente en matemáticas: «Era bueno con los números», cuenta. Tenía buenos profesores, pero era un muchacho solitario. Debido a su baja estatura y cuerpo frágil, los compañeros de Pancho se burlaban de él sin piedad y lo llamaban «maricón». Todos los días después del colegio, en vez de jugar en la calle o juntarse con sus amigos, Pancho iba al club de tenis, un lugar vedado para sus compañeros. Tuvo una vida ensimismada como niño.

Pero un día levantó una raqueta de tenis. Era vieja, abandonada y desechada por uno de los socios. Era demasiado grande para él: debía utilizar ambas manos para alzarla y no le daba la fuerza para golpear una bola. A pesar de ello, Pancho puso sus manos en la empuñadura, tiró una bola y la golpeó. «En un principio no estaba interesado», recuerda, «todos mis amigos del colegio jugaban fútbol. Pero cuando le di al muro con la bola, me gustó».

Sin embargo, había también otros factores en juego. Pancho era pequeño y débil para su edad y no podía hacer deporte como sus compañeros de colegio. Mientras ellos jugaban fútbol y béisbol, Pancho se quedaba sentado. Podía aprender este misterioso juego llamado tenis, que ninguno de sus compañeros conocía, en privado, en el club con su padre. A veces, cuando las canchas estaban vacías, el padre de Pancho lo llevaba junto con una raqueta a golpear bolas. «Entrábamos a hurtadillas a las canchas».

Su madre, por otra parte, era la deportista de la familia y no solo Pancho heredó esos genes; Elvira, la hermana de Pancho, fue campeona nacional de básquet. Francisca Cano también jugaba tenis con Panchito y, por un corto tiempo, le ganaba. «Pancho se sentía tan frustrado que, por fin, ella lo dejó ganar», recuerda Elvira.

Pero Francisca no quería que sus hijos se dedicaran al deporte. Ella esperaba que sus cinco hijas se quedaran en casa y ayudaran con los quehaceres mientras se preparaban para el matrimonio. La madre se sentía incómoda por la pasión creciente que Pancho mostraba por el tenis: el deporte lo alejaba de casa y de ella. Él era su primogénito y el más preciado por su fragilidad; después de todo, sus dos hermanos alcanzaron el metro ochenta de altura. Francisca se preocupaba, cuidaba y oraba por su hijo. Amaba de igual manera a sus otros hijos, hasta fajaba las piernas de sus hijas para evitar que quedaran torcidas como las de su hijo mayor.

Pero Panchito, por ser el más vulnerable, era su favorito. La señora Cano quería que Pancho fuera más devoto, por eso, lo mandaba con sus hermanas a novenas. Cada vez que pasaban frente a una iglesia, ella insistía que Pancho se persignara con agua bendita. Ella también era la mano dura en la familia: «Solía darnos con el cinturón», cuenta Elvira. «Recuerdo que Pancho se oponía y decía: Mamá, ¿le vas a pegar a un campeón de tenis?».

Francisca acompañaba a Pancho a las canchas pero le angustiaba hacerlo. Pancho no usaba zapatos de tenis, los suyos estaban hechos de caucho y sus medias no eran largas y blancas como las de otros jugadores; esos eran lujos fuera del alcance familiar. Pero había cosas peores, según recordó al final de su vida, veía cómo los socios trataban a su pequeño cuando trabajaba de pasabolas: «Recuerdo cuando se sentó en la silla de uno de los señores durante un juego, este le dijo: ¿Qué mierdas haces sentado ahí? Tienes que sentarte allá, en las escaleras. Y mi hijo se levantó y, en silencio, se fue a sentar en la escalera. También tenía prohibido usar el baño de los señores. Pero, con su buen sentido del humor, me decía: Me dicen que no use sus sillas ni su baño, pero cuando no están, me siento en sus sillas y me ducho cuantas veces quiera… Y, algún día, seré yo el que esté sentado ahí en frente de todos ellos».

Fue entonces cuando su madre aceptó la ambición de su hijo y el amor que tenía por el juego. Mientras Pancho crecía, Francisca se encontró atrapada por la obsesión que este tenía y lo empezó a animar. Iba al club al anochecer, cuando no quedaban socios, y lo llevaba a las canchas vacías para jugar. Una vez que llegó a la adolescencia, no cabía duda de quién ganaba entre los dos. Jugaban hasta que se ponía demasiado oscuro para ver la bola: «Recuerdo que lloraba porque no podía jugar en el día», dice Elvira, «solo de noche».

Pancho era el mayor de los hermanos, el más centrado y el favorito de su madre. Como sucede, por lo general, con los hijos mayores, conocía perfectamente bien su lugar en la familia. De niño solía sacar un burro a las afueras de la ciudad para traer leña a casa. «Hubo muchas veces que mi hijo volvía con un sucre (6) que se había ganado en el día», recuerda la orgullosa madre. Estaba dispuesto a hacer lo que fuera por su familia, incluso si eso tuviera repercusiones más adelante. A los doce años tuvo que dejar la escuela para aportar económicamente en casa.

Años más tarde admite que su niñez había sido triste porque su vida en el club y su abandono escolar lo alejaron de sus amigos. «Ellos no tenían permitida la entrada. Era un club privado y nosotros solo trabajadores. No los podía invitar». La falta de dinero también lo marginaba. «Nunca tuve una bici. No podía ir a ninguna parte, ni siquiera a la playa».

El mundo exterior estaba cerrado para Pancho dada la pobreza de su familia. «En esos días», recuerda riéndose, «si veíamos un avión, ¡pensábamos que era un pájaro!». De niño miraba los cruceros Grace Line que navegaban en el puerto de Guayaquil. Para él era impensable que algún día pudiera pagar el pasaje de esos enormes barcos. Brillantes y glamorosos, los barcos seducían al joven con sus sirenas estridentes y llenas de promesas. Con frecuencia soñaba que algún día se iría de Guayaquil en uno de esos barcos. «Algún día me subiré a uno de esos botes y me largaré de aquí», se prometía a sí mismo, «un día voy a triunfar».

Entre tanto, no tenía otra alternativa que golpear bolas contra el muro del Guayaquil Tenis Club. Empezó a esforzarse en aprender el juego. Aunque veía que todos los jugadores adultos del club ejecutaban sus golpes con una sola mano, notó que él podía pegar con más fuerza si utilizaba ambas manos en su drive. Sin embargo, no fue sino hasta los años sesenta cuando otros jugadores empezaron a usar ambas manos para el drive y el revés. Observaba cuidadosamente a los otros jugadores, analizando sus golpes, su juego de pies, la técnica y luego copiando todo mientras jugaba contra una pared. Aprendió de los movimientos de don Nelson Úraga, un tenista zurdo altamente reconocido que tenía un espíritu guerrero que Pancho admiraba. Practicaba su grip, su juego de pies, su posicionamiento. Arreglaba las raquetas viejas y abandonadas que estaban a su alcance y las veneraba. Reparaba las cuerdas desgastadas con cinta para evitar que se siguieran desintegrando y para que duraran.

Su juego mejoraba. «Jugando contra la pared me di cuenta de que la bola regresaba rápido y aprendí a pegarle de una». Nacido con instintos y coordinación, Pancho desarrolló reflejos para compensar sus deficiencias. También empezó a hacer ejercicio con una máquina de remo, un aparato nuevo en el club. Su padrino, J. J. Medina, se aseguró de que su ahijado pudiera entrar al deseado cuarto de ejercicio cuando no había nadie. A los once años de edad, la práctica incesante, la concentración implacable y la mente concentrada de este insólito atleta empezaron a dar fruto. Consiguió una raqueta viable, una Top Flite, que una vez olvidó un brasileño de paso por Guayaquil. «La miraba con orgullo», recuerda su madre, «como si fuera un tesoro, y la utilizó por muchos años».

La gente empezó a notarlo. «Pronto empecé a ganar a los chicos mayores», dice Pancho con un brillo en el ojo. Mientras trabajaba, a veces lo invitaban los miembros del club para que jugara con ellos. Para ellos no era un partido legítimo entre un adulto con experiencia y un pequeño “pata ´e loro”, como lo llamaban. Ni siquiera llevaba puestas medias ni zapatos deportivos. Pero le daba a la bola como un diablo y siempre devolvía la pelota, era como una máquina de aquellas que aparecerían en el tenis años más tarde. Si no había nadie más en el club, o si no había ningún instructor disponible, los socios llamaban al pequeño. «Yo era un pasabolas para ellos y me pagaban tres reales, hasta cinco, para que jugara con ellos».

Aunque cinco reales parece muy poco, para Pancho y su familia ese dinero era importante. La lucha de sus padres por mantener a su familia producía una ansiedad constante, especialmente para su madre que a veces no podía pagar las cuentas. La actitud de su padre hacia el dinero era más pragmática: los consejos que daba a sus hijos eran prácticos: «No salgan a la lluvia que no tenemos impermeables» o «si necesitan usar traje, compren uno negro que puedan usar en velorios y así comer gratis». Que su hijo menos prometedor llegara a casa con dinero, no importa cuán poco fuese, era inesperado y salvador.

El hecho de que el tenis fuese una manera de aportar fondos para la familia fue una revelación que transformó la manera que tenía Pancho de pensar sobre su familia y su propia vida. «Jugar tenis traía dinero a la casa y mis padres apoyaban aquello», dijo, reconociendo las inmensas implicaciones de este inesperado hallazgo.

Practicó con afán y los socios del club pronto notaron la determinación de este pequeño que siempre rondaba las canchas. Al jugar con los chicos de más edad, Pancho aprendió de ellos y desarrolló su juego, revelando una competitividad feroz que sorprendía a sus adversarios. Se convirtió no solo en pasabolas del club, sino en el pasabolas oficial, ganando pequeñas sumas de dinero. «¡Pero nunca me pagaban!», recuerda riéndose. «Esperaba afuera de los camerinos mientras se cambiaban y, cuando salían, ¡les pedía mis tres reales!» Fueron estas las primeras experiencias que tuvo Pancho con la indiferencia de los ricos, que exigían su tiempo y su talento a cambio de nada. Más tarde, al empezar su viaje por el mundo glamoroso del tenis, entendería perfectamente este hábito cruel de los ricos y famosos, y al igual que en su adolescencia en el Guayaquil Tenis Club, se encogería de hombros y sonreiría de manera resignada.

En 1935, cuando Pancho tenía trece años, un personaje importante visitó el club. Se llamaba Francisco Rodríguez Garzón y era el periodista y editor más importante de la sección deportiva del diario El Telégrafo. Vio jugar a Pancho y, unos días después, el diario publicó un artículo que causó sensación:

Tan pronto como lo vi, ese joven humilde y tímido, que se puso más nervioso cuando le dije que se dejara sacar fotos, se adentró en mi ser. Tenía miedo de que los dueños se enojaran y no quería hablar de su pasión por el tenis, de sus habilidades, ni de lo que era capaz de hacer. Pero una vez que hablé con los socios del club, me puse a pensar sobre lo que un chico con ese talento, ese conocimiento de la raqueta y los secretos del tenis y con la capacidad de impresionar a todo el país pudiera lograr.

Entonces empezó el amorío entre El Telégrafo y su nueva celebridad. Ese artículo también anunció al mundo por primera vez que en Guayaquil vivía alguien que se convertiría en un héroe nacional. Los socios del Guayaquil Tenis Club no podían seguir ignorando al joven mestizo que había sido su pasabolas por tanto tiempo. Ahora Pancho les ganaba a los mejores jugadores con cierta frecuencia: «No les gustaba para nada», sonríe, «siempre objetaban los puntos».

En cierta ocasión un jugador norteamericano conocido como el señor Brown llegó al club con la intención de jugar tenis. Allí tuvo noticias de un pasabolas con una gran habilidad para jugar tenis y lo buscó. Los funcionarios del club aceptaron un enfrentamiento entre ambos a regañadientes. Pancho ganó el encuentro en tres sets consecutivos con facilidad. Lejos de sentirse ofendido, el gringo informó al club que tenían un gran jugador entre manos y los exhortó a que dejaran de emplearlo como pasabolas y en su lugar que le ofrecieran la oportunidad de hacer del tenis una profesión: «Este chico, cuando cumpla diecisiete, va a brillar, y va a hacer que todo el país brille».

Aunque algunos de los socios no aceptarían nunca que este «cholito» pudiera convertirse en un jugador de tenis relevante, una familia en particular empezó a interesarse en este excepcional talento. En 1937 Luis Eduardo Bruckmann Burton y su esposa, Ángela, decidieron hacerse cargo de este improbable prodigio. Invitaron a Pancho a que los acompañara a su casa vacacional en Quito. No sabían entonces que se convertiría en un gran jugador, habían oído los rumores y entendieron intuitivamente que podían ayudarlo dándole apoyo.

En ese tiempo Quito era una alternativa para aquellos guayaquileños adinerados que podían costear su permanencia en la capital durante los meses complicados de invierno. Los Bruckmann Burton le ofrecieron a Pancho un trato generoso. Lo alimentarían, velarían por su bienestar mientras respiraba aire puro y, a cambio, él les enseñaría los rudimentos del tenis a sus dos hijas adolescentes, Ilse y Olga. Era una oportunidad espléndida y Pancho la aprovechó no sin dejar de expresar su gratitud. Los Bruckmann Burton cumplieron su palabra. Una vez en Quito comió bien, se fortaleció y ejercitó su cuerpo, aumentando tono muscular a su físico en pleno desarrollo. En cuanto a lo demás, compartió días inolvidables con Ilse y Olga.

Pancho pasó unos meses en Quito junto a la familia Bruckmann Burton y regresó a su ciudad natal en mejor condición física que cuando se fue. Para entonces tenía dieciséis años de edad, su primera prueba como tenista estaba por llegar.

5. Cholo: el término tiene varios significados, entre los cuales se encuentran: mestizo de sangre europea e indígena, de mal gusto o término despectivo usado para referirse a algo o alguien. El Diccionario de la lengua española dice: «Dicho de un indio: Que adopta los usos occidentales».

6. Sucre: moneda utilizada en Ecuador antes de la dolarización (en el año 2000).

Pancho Segura Cano: La vida de una leyenda del tenis

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