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Capítulo 2

La educación de un prodigio del tenis

Pancho volvió a Guayaquil a inicios de 1938. Había estado fuera de casa durante algunos meses mientras jugaba a diario en el altiplano. Cuando se presentó en el Guayaquil Tenis Club, luego de su ausencia, cualquiera podía ver que había experimentado una transformación. Era más fuerte, rápido; se encontraba en mejor condición física y jugaba al tenis de manera genial. También era extremadamente competitivo cuando jugaba con los socios. Jugaba a ganar.

Los socios estaban impresionados. Algunos entendieron que este pequeño Pancho podría serles enormemente útil. Por esas fechas se aproximaba el torneo anual que se celebraba entre Guayaquil y Quito, dos ciudades que expresaban una rivalidad política intensa; que, en este caso, se reflejaba en la cancha. Se trataba de un torneo jugado a muerte, el campeonato más importante del país. Ese año algunos de los socios del club de Guayaquil decidieron que incluirían a Pancho en el torneo.

¿Pancho Segura? ¿Jugar por el Guayaquil Tenis Club? Muchos se sintieron ofendidos al escucharlo. ¿El «cholito»? ¿El pasabolas? Pero si no era socio y no podría serlo ni en mil años. La idea misma era ridícula. ¿Cómo iba el hijo del cuidador a representar a la crema y nata de Guayaquil en un evento social y deportivo de tanta importancia? Y, además, ¿no se trataba de un profesional? ¿No había recibido dinero a lo largo de los años a cambio de jugar tenis? ¿Y qué, si solo se trataba de unos reales? El club no podía tolerar esta amenaza a su condición amateur (7). Las quejas fueron persistentes y estridentes a la vez.

Esta fue la primera vez que Pancho sintió su propia dislocación. Había tocado, inocentemente, a la puerta de un mundo que nunca lo dejaría olvidar sus orígenes. A los dieciséis años ya descubría los obstáculos, no solo físicos y mentales, sino sociales que tendría que enfrentar si iba a seguir por este camino. Ya había demostrado su capacidad para manejar exitosamente las barreras físicas y mentales; las sociales, sin embargo, eran intangibles y más complejas.

La solución se presentó de manera ingeniosa. No había forma de que Pancho Segura pudiera representar al Guayaquil Tenis Club. No era miembro y nunca lo sería, y no había nada que hacer al respecto. Aunque sus benefactores encontraron la vuelta: Pancho representaría a otro club guayaquileño que le ofreció las credenciales necesarias.

Y de esta manera Pancho Segura viajó a Quito. Fue emocionante, era su primera aparición importante a nivel nacional, parecía que se cumplía un sueño. Sin embargo, tuvo que pagar un duro precio para ser aceptado como competidor. Sus compañeros de equipo no veían de buena manera el hecho de compartir cancha con quien percibían como un «arribista» y así expresaban de múltiples maneras su superioridad de clase. Pancho podía estar en el equipo, pero de ninguna manera era socio del club. En el viaje en tren a Quito no recibió un boleto, como ellos, a primera clase; tuvo que contentarse con viajar en un vagón de tercera clase. Los socios y jugadores compraban manjares durante el trayecto; Pancho, sin dinero a su haber, se vio reducido a comprar maduro asado en el camino.

Pancho aceptó estas condiciones sin rencor. Su tarea era jugar tenis en representación de su ciudad natal y, con su característica concentración, respondió estupendamente. Ganó sus tres partidos, contribuyendo de esa manera al triunfo del puerto sobre su tradicional rival andino. «Les sacamos la madre», recuerda Pancho con una sonrisa de satisfacción. De regreso a casa, sus compañeros se mostraron más deferentes ante el «cholito». Al parecer sí podía hacer algo por ellos: ganar partidos. En ese viaje de regreso, se le permitió acompañar a los demás miembros del grupo.

Luego de su triunfo, Pancho ya no era un desconocido. Muchas de las personas que lo vieron jugar en Quito no lo olvidarían. ¡Qué velocidad! ¡Qué anticipación! ¡Qué drive a dos manos! Los espectadores se vieron anonadados ante este fenómeno. Un hombre en particular quedó deslumbrado por el talento de este pequeño morenito de Guayaquil. Su nombre era Galo Plaza Lasso, para entonces director del Comité Olímpico Ecuatoriano, COE (más adelante se convertiría en presidente del Ecuador). Plaza se había educado en Estados Unidos y era un hombre imponente de considerable elegancia. Plaza decidió invitar a Pancho para conformar el equipo ecuatoriano de tenis que participaría en Bogotá en los Juegos Bolivarianos.

Nuevamente, hubo resistencia. Perú trajo a colación la condición «profesional» de Pancho y, de nuevo, quienes lo apoyaban se burlaron del alegato. Plaza llegó a amenazar con desistir de participar en los juegos si no se permitía la participación de Pancho. Los peruanos retiraron su objeción y Pancho formó parte de la delegación ecuatoriana.

Para entonces el pueblo guayaquileño ya se había hecho cargo de quien identificaba como un héroe local. «El día en que partió», dice su madre, «fue despedido por una banda de pueblo mientras nosotros, sus amigos y familiares le seguíamos en un bus desde el barrio Cuba, apoyándolo con gran algarabía». El orgullo que sentía por su hijo casi se podía palpar. Este era de lejos el suceso más importante en que había participado su familia y lo único que podía hacer era llorar, alentarlo, despedirlo y rezar por él.

Los conocedores del tenis sostenían que Venezuela y Colombia eran los favoritos para alcanzar medallas, con Perú a la cola. Unos pocos habían oído hablar de la pequeña sensación ecuatoriana y decían en voz alta que Pancho Segura era el favorito. Desde el inicio de los juegos, las cosas parecían seguir ese curso. El primer encuentro de Segura fue contra el colombiano Gastón Moscoso. Aunque la muchedumbre lo acosaba con el canto de «campeón profesional», Pancho no hacía caso y superó a Moscoso con facilidad en tres sets consecutivos. El ecuatoriano entonces se enfrentó al campeón peruano, Carlos Acuña y Rey, y le ganó con igual solvencia. Acuña se mostró furibundo de perder con un pequeño «don nadie» y hasta rechazó la oportunidad de fotografiarse con él al finalizar el partido. En las semifinales, Pancho triunfó nuevamente en sets seguidos contra el campeón boliviano Gastón Zamora.

El 13 de agosto de 1938, ante el asombro de todos, la final por la medalla de oro se planteó entre Pancho Segura del Ecuador y Jorge Combariza de Colombia. Para entonces todo el torneo estaba alborotado. El estilo de juego de Pancho, su drive a dos manos, su velocidad, su espíritu, eran la comidilla de los juegos. La anticipación fue intensa. Todos los jugadores e hinchas querían ver con sus propios ojos este nuevo estilo de tenis practicado por un jugador desconocido del Ecuador. Una muchedumbre inundó el escenario para ver jugar al fenómeno. Las entradas escaseaban y eran difíciles de conseguir. En casa, El Telégrafo prometía transmitir el partido en vivo desde radio Nueva Granada. Los guayaquileños se lanzaron a las calles para oír las hazañas de su querido prodigio.

Combariza era el favorito y recibió aplausos de sus seguidores apenas apareció en la cancha. Pancho lo siguió y se escuchó un aplauso más sutil. El contraste era sorprendente, por un lado, el colombiano atlético junto con sus acaudalados seguidores, recorriendo majestuosamente la cancha, como un pashá, y por otro, el pequeño Segura, con apenas dieciocho años de edad y con 120 libras de peso, corriendo a toda velocidad en su lado de la red, ansioso de que inicie el partido. Combariza tuvo el primer saque, Pancho se mostró nervioso y perdió cinco games al hilo. En los graderíos, los hinchas ecuatorianos empezaron a hacerle barra y este respondió ganando los siguientes cinco games. Sin embargo, el precio de esa valiente recuperación fue demasiado alto y perdió el primer set 7-5.

Pancho empezó a encontrar su juego en el segundo set y lo ganó 6-4. Para entonces el pequeño «cholo» estaba «prendido», como diría más tarde. Sus golpes se hicieron más precisos, su velocidad formidable, su overhead inmaculado, sus golpes desde la línea de fondo eran como balazos, su devolución impecable. «Yo era demasiado veloz para su juego», diría Pancho más adelante, «llegaba a la red antes de que la pelota cayera al otro lado». Combariza no podía competir contra este remolino incansable y perdió los últimos dos sets con el marcador humillante 6-1, 6-1.

Los espectadores bajaron como una ola de los graderíos para felicitar al inesperado campeón y sus compañeros delirantes lo cargaron en hombros en victoriosa «vuelta olímpica» alrededor de la cancha. El Telégrafo publicó un reportaje de la Associated Press (AP) que decía: «Todos los aficionados que asistieron a la final individual están de acuerdo en que el encuentro entre Francisco Segura y Jorge Combariza fue el mejor partido de los Juegos. También sostienen que Segura exhibió el mejor tenis que se pudo ver en todo el torneo».

Sin embargo, los guayaquileños tenían que esperar para celebrar. La transmisión de radio Nueva Granada nunca tuvo lugar y la noticia finalmente se transmitió por teléfono desde la ciudad donde estaba Rodríguez al departamento de bomberos. Mientras las sirenas sonaban a lo largo de la ciudad, todos gritaban y vitoreaban y saltaban proclamando que «su hijo favorito, en esta hora de triunfo… había alcanzado la gloria para su querido Ecuador», como dijo El Telégrafo de manera propiamente cívica.

Segura ya tenía dieciocho años de edad. Su ascenso había sido meteórico. De humilde pasabolas y empleado de los socios del club guayaquileño se había convertido no solo en tenista internacional sino en campeón nacional. Su retorno a Guayaquil fue el de un héroe. Las personas acudían en hordas a las calles para darle la bienvenida. Se organizó un desfile. Los niños gritaban su nombre mientras recorría las calles, los pasajeros de bus sacaban sus cabezas por las ventanas para saludarlo. «Todos me invitaban a sus casas», recuerda Pancho. «La delegación me dio una gran bienvenida. Recibí medallas, banderines en mi honor, ¡de todo!». Se le dio su nombre a una calle. Luego de este reconocimiento triunfal, se tomó la decisión tardía de aceptarlo como miembro del Guayaquil Tenis Club.

Durante 1939 Pancho Segura representó al Ecuador en cuatro torneos sudamericanos: en Uruguay, Chile, Brasil y Argentina. Ganó todos los torneos. Tal vez su victoria más importante fue en el estadio Millington Drake, en Carrasco, en las afueras de Montevideo, contra el campeón argentino Lucilo del Castillo. Los aficionados aún no conocían al notorio tenista ecuatoriano del golpe a dos manos, con velocidad excepcional y endiabladas devoluciones. Había mucha anticipación y, mientras el partido se jugaba, quedaba claro que Del Castillo se encontraba ante un legítimo rival. Empatados a un set, del Castillo sirvió el segundo set. Segura no le permitió ganar y se adelantó 11-9. Esa victoria tras un largo set fue el punto de quiebre; luego de ese momento, del Castillo perdió la esperanza. Pancho ganó el partido en cuatro sets.

Pero aún faltaba un juego para llevarse la copa de un torneo jugado en presencia del embajador británico, Sir Eugen Millington Drake, que era la figura que daba nombre al estadio en Carrasco. Sir Eugen era un gran aficionado al tenis y era el cabecilla de la Federación de Tenis Uruguaya que auspiciaba el torneo. El embajador apretó la mano de Pancho afectuosamente cuando este entró al escenario, tal vez intuyendo la importancia del partido. El rival de Pancho era el campeón uruguayo Sebastián Hareguy, que jugaba como local. Esto le dio una ventaja inmediata y la muchedumbre rugía en su apoyo cuando ambos participantes salieron a la cancha.

En esta ocasión tan tensa Pancho tuvo dificultades en descifrar el juego de su oponente. Luego de ganar el primer set 7-5, perdió el segundo y el tercero 0-6 y 0-6, marcadores humillantes que no había tenido en su contra a lo largo de todo el año. La multitud empezó a murmurar, preguntándose si lo del ecuatoriano había sido solo un chispazo. Pero ante una presión tal, Pancho mostró la tenacidad y el espíritu que se convertirían en los sellos distintivos de su estilo. Como todo gran jugador, encontró una manera de levantar su nivel y, al cambiar de velocidad y dotar sus golpes con más fuerza y precisión, ganó el cuarto set 6-1. Esto desconcertó al uruguayo y a sus seguidores que ya habían anticipado la victoria. Hareguy empezó a mostrar los signos del agotamiento al inicio del quinto set y tuvo que retirarse momentáneamente con calambres. El descanso no fue suficiente para devolverle las fuerzas y perdió el set final 6-3. Sir Eugen Millington Drake, en aprecio del buen nivel de tenis del que había sido testigo, presentó el trofeo a Segura.

En esta ocasión la respuesta fue unánime. Francisco Segura era un tenista memorable. Hasta sus rivales reconocían de manera galante su talento y potencial. Millington Drake, llevado a un vuelo literario al haber observado un partido de tal nivel, describió el torneo como el crepúsculo de los dioses del tenis clásico (Hareguy y Del Castillo) ambos disminuidos ante la presencia brillante de la nueva y reluciente estrella: Segura.

Terminado el campeonato, Pancho pasó a otros en Chile, Brasil y Argentina. Cada vez que regresaba a casa su renombre crecía. Su efigie se observaba por doquier, siempre el joven de tez oscura con su raqueta en ambas manos, su rostro iluminado por una sonrisa amplia y generosa que desde entonces hacía suspirar a sus seguidoras.

La prensa no le daba descanso. El Telégrafo ahora lo llamaba, de manera rutinaria, un dios griego, merecedor de coronas de laureles y loas. «Segura ha sido el joven exponente de nuestro pueblo y ha mostrado a nuestros vecinos la gloria de nuestra raza, la fuerza inquebrantable de su voluntad… su dignidad, disciplina y coraje». Esta retórica nacionalista en parte tenía la intención de ofrecer esperanza a las grandes masas empobrecidas, intentando paliar de esa manera su sufrimiento, mientras se deleitaban con las hazañas y la gloria de uno de los suyos. Pancho era del pueblo, eso era lo importante. No se trataba de un señor encopetado, sino de un hombre del pueblo y sus victorias enorgullecían a los miles que compartían la pobreza que él soportó un día.

De hecho, la situación era profundamente irónica puesto que convertirse en héroe nacional no arrojaba rédito económico alguno. Ganar torneos no significaba éxito financiero. Aunque sus padres gozaban ahora de la enorme aprobación popular que recibía su hijo, sus ingresos no cambiaron y los seguían plagando las mismas dificultades. «Mis padres empezaron a pensar que eran aristócratas», diría Pancho más adelante. «Hasta llegaron a endiosarlos. Pero mi éxito no trajo dinero a casa».

Los desfiles eran apasionantes, pero no servían para cubrir las deudas. Fue solo luego de que la prensa reportó la pobreza de la familia Segura Cano que la Municipalidad de Guayaquil les entregó un lote de tierra para construir una casa. Esto fue en la esquina de las calles Cuenca y Quito. Una vez construida la vivienda, esta consistió en un local en el piso que daba a la calle para así recibir un alquiler, un apartamento modesto en el segundo piso con cuatro dormitorios pequeños, una pequeña sala que hacía también las veces de comedor y una cocina mínima. Apenas servía para alojar una familia tan numerosa, pero al menos era vivienda propia y todavía hoy en día viven ahí algunos familiares. En estas condiciones y sin poder pagar transporte, Pancho tenía que caminar de ida y vuelta al club para ahí cumplir con sus labores.

De vez en vez, los amigos adinerados de Pancho le daban algo de dinero, ropa, enseres. En una ocasión, mientras jugaba en el extranjero, Agustín Febres Cordero, su antiguo mecenas, amigo y antiguo presidente del club, le dio quinientos dólares para que se los enviara a su madre. Pero otros amigos influyentes tenían planes más ambiciosos para este prodigioso hijo de su ciudad. Galo Plaza, su benefactor, ya era ministro de Defensa. Él mantenía interés en ayudar al ídolo y sugirió que Pancho viajara a estudiar tenis en Francia, uno de los países de mayor afición al tenis del mundo, junto con Gran Bretaña, Australia y Estados Unidos. Plaza pensaba que Francia sería un destino ideal para este sudamericano sin experiencia y con una educación rudimentaria, a diferencia del rudo mundo competitivo de Estados Unidos. En Francia tendría la oportunidad de refinar su juego y convertirse en una luminaria internacional para, de esa manera, poner al Ecuador en el mapa de manera espectacular. Ningún otro deportista ecuatoriano había alcanzado el éxito internacional de Pancho y Ecuador estaba dispuesto, mediante los oficios de Plaza, a auspiciar el joven talento ofreciéndole un estipendio para su manutención.

Pero el mundo pensaba distinto. Pancho estaba jugando en Argentina cuando la guerra estalló en Europa. «Vi buques de guerra alemanes en el muelle en Buenos Aires», dice Pancho. «Yo sabía el significado de aquello». Luego se volvió imposible viajar a Francia a jugar tenis: «Fue el mayor golpe de fortuna de toda mi vida», declararía más tarde. Pese a este obstáculo, la fortuna de nuevo lo acompañó. Su fama se había extendido y alcanzó las orillas de un país con el que solo había soñado.

Elwood Cooke (8) era uno de los mejores jugadores amateur de tenis en Estados Unidos. En 1939 había perdido la final de Wimbledon contra Bobby Riggs (9) (que ese mismo año fue su pareja en la competencia de dobles en la que triunfaron). Cooke se había enterado, mediante la versión en inglés del rotativo La Prensa de Nueva York, de la joven sensación ecuatoriana, Francisco Segura, y cuando visitó Guayaquil a principios de 1940, en una misión de buena voluntad costeada por la marca de implementos deportivos Wilson, preguntó por el pequeño campeón. No queda registro de su evaluación, pero en junio de 1940, Pancho Segura, con el apoyo de Elwood Cooke, la compañía Wilson y la promesa de un estipendio mensual de 100 dólares del Guayaquil Tenis Club, se embarcó hacia Estados Unidos como «un representante especial del ministerio de deportes». El acuerdo estaba hecho para tener un año de duración.

«Un silencio tierno y de lágrimas tristes se extiende paso a paso y de esquina a esquina», suspiraba Ralph del Campo, el cronista poético de El Telégrafo, al describir la pena popular debida a la partida de Pancho. «Recordemos como al cruzar una vereda un niño te miró y dijo, con voz en cuello: Ahí va Pancho Segura, campeón de campeones». Y más adelante: «Pancho, la oportunidad que esperabas ha llegado. Viajas a la ciudad de los rascacielos y del ruido clamoroso. Pero recuerda esto, no cambies, aun si te ofrecen el Banco Nacional, sigue siendo el joven sencillo y modesto que yo conocí un día, el amigo de todos».

¿Y qué pensaba su madre de todo esto? «Mamá», le dijo Pancho un día, «me han dado otra beca, pero creo que no la voy a utilizar, estoy seguro de que no me vas a dar permiso, ¿verdad, mamita? Pero Francisca Cano Segura era más dura que eso: «Estaba algo triste porque mi hijo se iba», reconoció más tarde, «pero vi la realidad de las cosas y le dije: pero hijo, ¿por qué crees que no te voy dar permiso? Claro que quiero que viajes, para que así aprendas lo que es la vida».

Una vez terminadas las despedidas, Pancho Segura estaba listo. Viajó en la línea de cruceros Grace Line, uno de esos gigantescos barcos blancos a vapor que Pancho había contemplado con anhelo en su infancia. Ahora, finalmente, su añoranza se había convertido en realidad. En compañía de Juan Aguirre, otro tenista guayaquileño, se encontraba a bordo del magnífico barco de sus sueños.

El viaje marítimo era electrizante para el novel viajero, sobre todo el cruce del canal de Panamá. Se mostró fascinado por el milagro de ingeniería que hacía posible pasar tan velozmente de un continente a otro. A lo largo del maravilloso viaje, Pancho pasó un momento fabuloso. Pasaba horas enteras en el club nocturno de la embarcación, ahí los artistas cantaban una de las canciones más populares de 1940:

Oh, Johnny, Oh, Johnny, how you can love!

Oh, Johnny, Oh, Johnny, heavens above!

You make my sad heart jump for joy,

And when you’re near me

I can’t keep still a minute

Because it’s Oh Johnny, Oh Johnny,

I love you so!

Pancho escuchaba, encantado y se memorizaba el canto «Pero claro, ¡no entendía ni jota!»

El joven ecuatoriano se encontraba, por primera vez en su vida, lejos de las restricciones caseras y de la vida de su país natal; apenas podía contener su alegría. «Había una chica en el barco que yo noté que le gustaba, pero yo no sabía inglés y no podía hacer nada».

Pancho viajaba a un país desconocido donde no conocía un alma. Apenas tenía algo de dinero, enfrentaba un futuro incierto y no hablaba ni una sola palabra en inglés. Pero para este entusiasta «cholo» guayaquileño, era la aventura de su vida.

Galo Plaza Lasso temía que Estados Unidos representara una realidad demasiado dura para que el pequeño prodigio ecuatoriano se abriera camino en el mundo del tenis. Pero Pancho tenía otras ideas, ya no había vuelta atrás.

7. Amateur: proviene del francés que significa el que ama. En el siglo XVIII se lo usaba para referirse a alguien que practica un arte, oficio o deporte sin ser profesional.

8. Elwood Cooke: tenista estadounidense amateur entre los años 1930 y 1940.

9. Bobby Riggs: tenista estadounidense exitoso durante los años de la Segunda Guerra Mundial, conocido por sus duelos ante tenistas mujeres cuando ya superaba los 55 años. Su duelo más famoso fue el que perdió ante la norteamericana Billie Jean King en 1973 en la denominada «Batalla de los sexos».

Pancho Segura Cano: La vida de una leyenda del tenis

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