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Dos

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La mañana puso fin a una noche de inquietud, pero lo que no consiguió fue devolverle su habitual alegría. Alguna alimaña debía haber amenazado su gallinero muy temprano, a juzgar por el modo de ladrar de su perro, pero se escabulló antes de que ella pudiera verla al asomarse por la ventana. Aun sí, decidió armarse con su rifle para salir al porche trasero, dispuesta a alejar con un disparo al intruso.

Pero lo que vio la dejó plantada en el sitio: Max había vuelto, y estaba ganándose la amistad de Lobo. Su perro guardián estaba tumbado boca arriba y se retorcía de gusto mientras Max le acariciaba la barriga.

—¡Lobo! —lo llamó enfadada.

—No parece tener tendencias salvajes, tu perro —contestó Max, sonriendo.

Luego se levantó, y ella tuvo que hacerse sombra con la mano para poder mirarlo a los ojos una vez más. En la otra mano seguía llevando el rifle, con el cañón empuñado hacia el suelo, pero su presencia no parecía estar causando efecto alguno en su visitante.

Max se levantó para ir a sentarse junto a Max, tan cerca de su bota izquierda como le era posible. La lengua le colgaba fuera de la boca, le brillaban los ojos y los miraba alternativamente a ambos como esperando que alguno de ellos siguiera con la diversión.

—Yo diría que necesita algo de entrenamiento para ser un perro guardián eficaz —comentó Max—. No siquiera he tenido que ganármelo con el trozo de panceta que le traía.

Del bolsillo sacó una servilleta en la que debía llevar envuelta la panceta que le hubiera sobrado del desayuno.

El animal detectó su aroma inmediatamente y miró el paquete con una oreja alzada y la otra a media asta. Max se echó a reír con la exuberancia que ella recordaba, como si no tuviera una sola preocupación en el mundo. Y era posible que así fuera.

—Me hiciste creer que tu perro podía comerme vivo —la acusó.

—Es obvio que no he sabido enseñarle bien, pero…

Algo se movió detrás de él y Faith, apuntando inmediatamente con su rifle, disparó.

Al oírlo, Lobo salió de estampida, pero Max permaneció inmóvil, mirándola fijamente.

—¿Qué ha sido eso? ¿Una advertencia?

Ella se encogió de hombros.

—No quería que esa serpiente de cascabel picara a mi perro.

Y con el cañón del rifle, señaló a un paso de Max. El cuerpo de la serpiente se retorcía con los estertores de la muerte.

—Supongo que debería darte las gracias —murmuró Max—. ¿O sólo te preocupaba tu perro?

—Respóndete tú solo —replicó ella.

—Bueno, al menos a tu perro sí que le gusto —dijo con una sonrisa—. Recuerdo…

—Lo sé.

Incluso el pequeño perrito faldero que le había regalado a ella cuando se casaron le prefería a él si se le daba a elegir.

—No has dormido bien —concluyó, después de mirarla atentamente.

—Nunca duermo bien cuando tengo problemas.

—¿Y lo has solventado dando vueltas en la cama? —preguntó, acercándose a ella para rozar con la yema de los dedos una ojera violácea.

Faith se apartó violentamente.

—Así que no has encontrado solución, ¿eh?

—Si tú fueras un hombre razonable, sería todo mucho más sencillo.

Max era un hombre testarudo y posesivo, por lo cual estaba convencida de que no iba a rendirse fácilmente.

—Yo me considero un tipo decente —contestó él, sonriendo en un intento de comunicarle su buen humor—. El abogado de la ciudad ha sido muy amable. He ido a verlo antes de venir aquí.

—No me digas… ¿Y qué es lo que te ha dicho que te ha puesto de tan buen humor?

—Bah. Que la ley me respalda, si decido exigir algo de ti.

—¿Exigir? —el corazón dejó de latirle un segundo para lanzarse a una loca carrera después—. ¿Acaso estás pensando en acostarte conmigo, Max?

—Yo no he dicho eso —contestó, y luego una sonrisa parecida a la de Lobo ante la comida se le dibujó en el rostro—. ¿Es que la idea te resulta atractiva?

—Ya sabes qué opino de ese tema. Hace mucho tiempo que te dejé a ti y a mis responsabilidades como esposa. Por lo que a mí respecta, nuestro matrimonio está disuelto, y si insistes en lo contrario, vamos a tener problemas.

Su sonrisa desapareció y la rodeó por la cintura con los brazos.

—Creo que no tienes una sola oportunidad de vencer en esa batalla, cariño, aun suponiendo que yo estuviera dispuesto a tal cosa. Te olvidas de que peso más que tú, que soy más alto que tú y que, aunque te has fortalecido bastante en estos tres años, podría tumbarte en la cama en un abrir y cerrar de ojos.

Y, sin soltarla, la besó levemente en los labios. Un beso que ella deseaba, pero que terminó apenas había comenzado.

—Aunque no voy a hacer tal cosa. Y no es que no me gustara. De hecho, no se me ocurre nada más que pudiera darme tanto placer como pasarme un día entero en tu dormitorio.

—¿Ah, sí? —respondió casi sin aliento. Le temblaban las rodillas y, con la respiración bloqueada en la garganta, pasó de largo junto a él en dirección al gallinero, donde las gallinas esperaban su desayuno. Iniciar la rutina diaria le parecía el mejor camino en aquel momento. Le había dado a Max la respuesta que él quería, cayendo en sus brazos como si fuera una mujer desesperada, y lo que tenía que hacer era dar de comer a las gallinas, recoger los huevos e ignorar su presencia.

—¿Te ayudo? —se ofreció Max, siguiéndola al corral.

Ella apoyó el rifle en la valla y lo miró.

—Si no te importa mancharte esas relucientes botas de excrementos de gallina —contestó secamente—. Dentro hay una cesta colgada junto a la puerta. Será mejor que recojas los huevos mientras yo les doy de comer a las gallinas. No les gustan nada los desconocidos.

—Lo mismo me dijiste del perro —le recordó, mirando a Lobo, que sentado a la sombra contemplaba el ritual de las gallinas.

—Lobo es un traidor —contestó ella, haciendo un gesto de desinterés con la mano.

—No le juzgues tan a la ligera —contestó él, abriendo la puerta del gallinero—. En las circunstancias adecuadas, será un defensor leal. Lo que pasa es que sabe que yo no represento una amenaza para ti.

Ella lo miró por encima del hombro.

—¿Ah, no? —hundió el cazo en el saco de comida para desparramarla sobre la tierra del gallinero, llamando a sus gallinas a comer—. Y si quieres ser útil, deshazte de esa serpiente —añadió, y la mirada de disgusto de él fue un pequeño triunfo para ella.

Tras deshacerse de la serpiente, entró en el establo y comenzó a limpiar la paja de las cuadras, algo que Faith no suponía que fuese a hacer, ya que sin duda tendría después que limpiarse las botas. En los recuerdos que guardaba de él siempre lo veía con unos pantalones de raya trazada con tiralíneas y zapatos relucientes, además de la tendencia a parecer siempre en perfecto estado, aun cuando se acabara de levantar de la cama.

Pero ella se sentía normalmente como un trapo de cocina usado, cansada y caliente aún por sus besos y las caricias que le dedicaba durante las horas de la noche. Cuando decidía dormir en su propia habitación, ella se quedaba anhelando sus brazos, pero nunca había sido capaz de ir a buscarlo.

Max era quien llevaba la voz cantante. Y ella se lo había permitido. Recatada e incómoda con la relación matrimonial, era lo que su suegra denominaba la esposa ideal, que conoce su sitio en la vida de su esposo y en la sociedad. La excusa más triste que había oído jamás para mantener un matrimonio. Sin embargo, y durante un tiempo, fue una experiencia muy gratificante para ella.

Se estremeció, a pesar de estar en lo alto del granero, donde la temperatura alcanzaba casi el punto de cocción, y echó heno al suelo desde lo alto de la escalera.

—¿Vas a quedarte ahí todo el día? —le preguntó Max desde abajo.

Su voz la sobresaltó de tal modo que estuvo a punto de dejar caer la horca con la que había estado manejando el heno, pero no consiguió mantener el equilibrio. Cayó de espaldas sobre el suelo. No se hizo daño, y rápidamente se levantó sobre la cama de heno.

—¿Estás bien? —la cabeza de Max apareció por el hueco del suelo, y enseguida subió para ayudarla—. Tienes el pelo lleno de paja —le dijo, riendo y quitándole briznas del cabello y la frente. El movimiento de su mano se hizo más lento y cesó antes de rozar sus labios con el dedo índice—. Faith —susurró.

—Estoy bien. Anda, baja. Quiero echar heno suficiente para un par de semanas. Así no tendré que volver a subir.

—Se está bien aquí —dijo él, mirando hacia un rincón en el que un pájaro había construido su nido y estaba en aquel momento alimentando a sus crías—. Si no hiciera tanto calor, sería estupendo tumbarse aquí un rato y poder charlar.

—Charlarías contigo mismo —contestó Faith, hundiendo la horca en el heno para echarlo por el hueco del suelo.

—Déjame a mí —dijo él, quitándosela de las manos—. ¿Cuánto quieres tener abajo?

Ella retrocedió y respiró hondo. Max estaba intentando tomar las riendas de las cosas, y no le gustaba. Es más, no tenía intención de seguirle el juego.

—Lo bastante para llenar aquel rincón —dijo, señalando hacia abajo—, junto a la última cuadra.

—De acuerdo —contestó, y tras enviar varias paladas más, retrocedió para dejarla pasar—. Después de ti —le dijo.

Faith bajó rápidamente. Mejor que no hubiera bajado primero él. No quería que hubiera podido verle las piernas al tener que levantarse las faldas para bajar por la escalera.

—Dame la horca —le pidió—. Voy a apilarlo en el rincón.

—Yo lo haré —replicó Max de mala gana, como molesto por su testaruda independencia—. Trabajas demasiado, Faith —dijo, bajando la escalera—. Este trabajo no es para una mujer.

—¿Qué tiene de malo, si se pude saber? —replicó—. Es un trabajo honrado, y no voy a disculpame por ganarme la vida. Aquí soy más feliz que en la ciudad, Max. Sé que te cuesta trabajo creerlo, pero es cierto.

Colgó la horca en la pared y tomó sus manos para ponerlas a la luz.

—Mira estas durezas —dijo—. Deberías tener las manos suaves y sin marcas, pero te pasas el día trabajando, de la mañana a la noche. Detesto que tengas que vivir así.

—¿Es que no me escuchas? —respondió, soltándose—. Me gusta mucho estar aquí. Disfruto con lo que hago. Me gusta cultivar lo que como, cocinarlo y comérmelo después. Lo que sobra lo almaceno para el invierno. Es ganarse la vida, Max.

Él bajó la mirada.

—No hay nada de vergonzoso en trabajar. Es que me duele verte tan cansada. Has perdido peso, Faith.

—Estaba demasiado gorda. Estoy fuerte y sana, así que ya puedes olvidarte de lo que trajeras en mente. No voy a volver contigo, Max. Digas lo que digas o hagas lo que hagas, me quedo aquí.

—Al sheriff le gustaría que te quedaras, ¿verdad?

—¿Qué quieres decir?

Faith enrojeció.

—Lo sabes perfectamente. Está enamorado de ti.

—Pues yo no lo estoy de él. No lo estoy de nadie —dijo, y salió del granero en dirección a la casa—. Quiero que me dejes en paz —añadió, ya en los escalones del porche—. Vuelve a Boston y búscate otra mujer, que yo firmaré lo que quieras. Serás libre como un pájaro.

Él se quedó plantado donde estaba.

—Ya te he dicho que traigo unos documentos para que los firmes, Faith —contestó con una expresión indescifrable—. Con tanto jaleo, no te he explicado de qué se trata. Será mejor que entremos para que los leas.

Faith sintió una extraña pesadez en el pecho. Si de verdad se había rendido a la idea del divorcio, aquella bien podía ser la última ocasión en que lo viera. Un juez podría ocuparse de todo el asunto, si ella renunciaba a sus derechos.

Subió las escaleras, abrió la puerta de la cocina y esperó a que entrase Max. Él dudó, esperando como dictaba la buena educación que fuese ella quien lo precediera, pero Faith lo miró con impaciencia y él obedeció.

En unos minutos se lavó las manos, se apartó unos mechones de pelo que se le habían soltado del moño y se sentó frente a él al otro lado de la mesa.

—Tu padre te dejó sus propiedades cuando murió, hace ya catorce años —empezó—. Sin embargo, la herencia quedaba retenida por el juzgado hasta que cumplieses la edad de veinticinco años. No sé por qué pensó que a esa edad ya serías madura, pero por alguna razón, decidió que fuese entonces.

Miró los documentos que le presentaba. Aquello era una sucesión interminable de términos legales indescifrables para ella y los empujó hacia él.

—Léemelos tú y dime qué tienen que ver conmigo todos estos latinajos.

—Eres una mujer con recursos. Las propiedades son tuyas.

—Y al ser mías lo son también tuyas automáticamente, si no recuerdo mal de las clases de tutoría de tu madre.

—¿Tutoría?

—Más bien eran simples sermones sobre lo afortunada que había sido al haber sido elegida por el gran Maxwell McDowell.

Él apretó los labios.

—No me imagino a mi madre describiéndome en esos términos.

—Puedes pensar lo que quieras, y no es necesario que te diga que, en su opinión, yo nunca estuve a la altura de la esposa que tú necesitabas. Era demasiado joven, demasiado aburrida, demasiado…

—Basta —la cortó—. Mi madre tiene siempre buena intención, pero a veces se excede.

—Ya. No sé cómo se me ha olvidado que siempre serás su caballero de blanca armadura.

Lo vio apretar los dientes mientras las mejillas se le teñían de rojo. Era obvio que estaba haciendo un enorme esfuerzo para no hablar.

Faith hizo un gesto con la mano como quitándole importancia.

—Explícame qué significa todo esto, dime qué documentos se supone que debo firmar y cuánto dinero me dejó mi padre.

—Al firmar, el dinero pasará a tu poder.

—¿Puedo ingresarlo en un banco aquí y utilizarlo como quiera? —le preguntó—. Supongo que no, ¿verdad?

—El dinero se ingresará en un banco de Boston, bajo mi supervisión. Tendrás acceso a él en calidad de esposa mía. Tu padre se sentía tranquilo pensando que yo iba a ocuparme de ti y de todas tus necesidades.

—Bien —contestó en voz baja, recuperando los documentos—. Dame una pluma y dime dónde he de firmar.

—¿No quieres hacer más preguntas? —inquirió, sacando del bolsillo una pluma y quitándole el capuchón.

Faith la examinó un instante.

—¿Es la que yo te regalé? —le preguntó, y creyó ver que al asentir lo hacía entristecido—. Es el único regalo que te compré con mi propio dinero. A partir de entonces, utilizaba el que tú me dabas. Qué absurdo me parecía comprarte regalos cuando tú podías conseguir lo que quisieras con tan sólo chasquear los dedos.

—Me diste mucho más que una pluma o un pañuelo bordado; incluso más que aquella acuarela que tengo colgada junto al cabecero de mi cama.

—¿Ah, sí?

—Todos tus regalos fueron algo muy especial para mí. Atesoraba cada gesto de afecto que me ofrecías.

Hizo una pausa y ella contuvo la respiración.

—Y muy especialmente guardo los recuerdos de las ocasiones en que te tuve en mis brazos. Me diste el placer de amarte.

—¿Amarme? ¿Me estás diciendo ahora que me querías?

—Sabes perfectamente que sí —contestó, frunciendo el ceño.

—Al contrario, Max. Jamás me dijiste que me querías. Me decías lo guapa que era, lo que te complacía, la gracia que podía tener llevando la ropa que tú me comprabas, pero ni una sola vez me dijiste que…

—Tú lo sabías —la acusó—. No intentes decirme ahora que no.

—¿Y dónde estabas cuando más te necesité? —le preguntó, y levantándose, le dio la espalda—. No. No te molestes en contestar, por favor. No quiero oír excusas sobre lo mucho que trabajabas o los viajes que te viste obligado a hacer para expandir tu negocio. Tu madre me las dio todas ya, y no las digerí mejor oyéndoselas a ella de lo que las asimilaría oyéndotelas a ti.

—Ni siquiera me permitías entrar en tu dormitorio —la acusó—. Ni que te tocase.

—¿Y quién te dijo eso?

—Estaba implícito en tu comportamiento.

Faith se volvió, llegó a la mesa, tomó la pluma y firmó con vehemencia todos aquellos papeles en el lugar marcado por el abogado.

—Ya está —dijo—. Ahora haz el favor de marcharte. Tu cuenta tendrá unos cuantos dólares más cuando llegues.

Max se recostó en la silla, sin prestar atención a los papeles arrugados que habían pagado el precio de su ira.

—No quiero tu dinero —dijo al fin—. Y no voy a marcharme. De hecho, he dejado instrucciones para que me traigan aquí mis cosas desde el hotel. Voy quedarme a vivir contigo, Faith, y lo único que puedes hacer para evitarlo es llamar a tu vecino y pedirle que me dispare o que nos eche a ambos de su propiedad.

—¿Por qué? ¿Por qué me acosas de esta manera, Max? De nuestro matrimonio no quedan más que cenizas, créeme. Yo no te quiero.

Él guardó silencio un instante.

—¿Ah, no? Pues al besarte me dio otra impresión.

—Te equivocas. Respondería del mismo modo ante cualquier otro hombre que supiera besar tan bien como tú. De hecho…

—No me mientas —la cortó—. Los dos sabemos que te estás agarrando a un clavo ardiendo, y eso de que reaccionarías igual con cualquier otro hombre no es propio de ti. Es una impertinencia.

—Nunca he conocido a alguien tan arrogante como tú —le espetó, apretando los puños—. ¿Una impertinencia, dices? Encaja con lo que tu madre me dijo apenas un mes después de nuestra boda: que era una buscona.

Él enarcó las cejas sorprendido. Parecía incómodo.

—Al parecer, mi madre dijo varias cosas de las que debería pedirle cuentas. ¿Una buscona? ¿De verdad utilizó esa palabra?

Y se sonrió.

—Maldita sea, Max. No tiene la más mínima gracia. Me hizo sentirme una basura, indigna de haberme atrevido a casarme con el gran Maxwell McDowell.

—¿Haberte atrevido, tú? Pero si tuve que suplicarte que te casaras conmigo. Incluso me puse de rodillas.

Su sonrisa era contagiosa, y Faith sintió la tentación de sonreír también.

—Tú no te has puesto de rodillas en tu vida.

—Me parece que voy a tener que hacerlo antes de que esto termine —contestó, pensativo, mientras ella se acercaba a la cocina, quitaba la tapa de una cacerola y, con una cuchara de madera, removía el contenido—. ¿Es la comida? —preguntó.

—Sí. Maté una gallina antes del desayuno y la estoy haciendo estofada.

—¿Estoy invitado?

—No soy capaz de echarte a la calle sin comer.

—Yo diría que eso es una invitación —contestó él, levantándose y colocando la silla. Luego recogió todos los documentos, los ordenó y los dejó en un montón sobre la mesa.

—Supongo que podré enviárselos a mi abogado por correo —dijo—. Quizás podamos arreglarlo para que te envíen el dinero y que puedas utilizarlo desde aquí.

—Imagino que contando con tu supervisión —contestó ella, dejando la cuchara y tapando la cacerola.

—Es tu dinero, Faith. En cuanto al resto, pretendo supervisar todo lo que hagas durante un tiempo. El que sea necesario.

Sabía que no sería difícil encontrar la casa del rancho vecino. Sin embargo, al verla cambió su opinión acerca de Nicholas Garvey. Aquel hombre debía tener una buena situación financiera, a juzgar por el diseño de su casa. Estaba plantada a la sombra de árboles corpulentos, como si llevase allí muchos años, a pesar de que resultaba evidente que era nueva. Como una joya en una caja de terciopelo, aquella casa atraía la mirada y Max, que siempre apreciaba la belleza. Entonces sintió envidia de aquel hombre. No es que él no pudiera construirse una casa el doble de grande, pero aquel emplazamiento tan lleno de perfección podría no existir en ninguna otra parte.

Una mujer menuda de pelo rojizo salió al porche trasero cuando Max daba la vuelta a la casa. Sonreía y lo miraba con curiosidad.

—Bienvenido —le dijo—. Soy Lin Garvey. ¿Busca usted a mi marido? Nicholas está montando con nuestra hija.

—¿Siempre da usted bienvenidas así de calurosas? —le preguntó, sonriendo sin más remedio.

—Es que sé quién es usted, señor McDowell. Casi lo esperaba, sabiendo por Nicholas que ha estado usted con Faith.

—Me sorprende que no haya venido a echarme.

—Nicholas me advirtió que no me metiera —admitió—, aunque admito que tuve que contenerme.

—¿Y ahora?

Tardó un instante en contestar.

—Creo que se merece una oportunidad. No suelo equivocarme al juzgar a las personas, y creo que no es usted un peligro para Faith. Necesita ser feliz, y si es usted el hombre que lo consigue, le estaré agradecida —se acercó al borde del porche y se guardó las manos en los hondos bolsillos del delantal—. Sin embargo, voy a hacerle una advertencia: si me entero de que le ha hecho daño, sepa que tengo muy buena puntería.

—Entonces, usted y mi esposa hacen una buena pareja —contestó, ocultando la sonrisa, no fuera a pensar que se burlaba de ella, cuando en realidad le causaba admiración—. Me considero advertido, señora. Y ahora, voy a ver si puedo encontrar a su marido para hablar un momento con él.

Ella miró hacia la lejanía y sonrió de nuevo.

—No va a costarle nada encontrarlo. Ya viene.

Nicholas dejó a la niña que debía ser su hija al cuidado de su madre, desmontó y, tras indicarle a Max que hiciera lo mismo, caminaron hacia la sombra de un árbol. Una vez allí, Nicholas se quitó los guantes y se los guardó en el bolsillo trasero.

—Supongo que quería verme —le dijo, mirando hacia la casa.

—Me ha parecido que debía decirle que voy a quedarme un tiempo con Faith. He venido a hacerle una oferta por el alquiler de la casa mientras permanezca en ella.

—Faith es mi inquilina. Si ella decide permitir que viva en la casa, yo no tengo nada que decir al respecto. No es que me parezca bien —añadió—, pero es ella quien decide.

—La verdad es que no es así —admitió Max—. He sido yo quien lo ha decidido, y a ella no le hace demasiada gracia.

—Pero como es su esposa, usted se aprovecha de ello.

—Poco más o menos. Yo no soy un hombre retorcido, Garvey, y estoy aquí con una misión que cumplir, de modo que no voy a permitir que nadie se interponga en mi camino.

—¿Es una advertencia? —le preguntó, mirándolo directamente a los ojos.

—Puede llamarlo como quiera. También soy un hombre pacífico, y no tengo intención de enfrentarme a usted —miró hacia la casa y sonrió—. Aunque su esposa ya me ha advertido que tengo los días contados si le hago daño a Faith. Tengo entendido que no se le da mal disparar a la señora Garvey.

Nicholas no pudo evitar sonreír.

—Si yo estuviera en su lugar, no le daría motivos. Es una oponente formidable.

—Lo tendré en cuenta —asintió Max—. Ahora me voy. Ya le he robado suficiente tiempo.

—Volveremos a vernos.

—Contaba con ello.

Más fuerte que nunca

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