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Tres

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La lluvia caía formando una pesada cortina, escurriendo del tejado en tal cantidad que nublaba la imagen del granero, lo cual servía para que Faith se hiciera una imagen clara de hasta qué punto acabaría calada si se decidía a desafiar a los elementos y salía a darles de comer a las gallinas. Sin embargo, al huerto le venía bien aquella agua, y disfrutó pensando en lo mucho que iban a beber sus sedientas plantas de aquel líquido engendrador de vida.

A las gallinas no les haría tanta gracia. Aunque algunas, más valientes que las demás, saldrían revoloteando y estirando las alas para revolver en los jardines del corral, la mayoría se quedarían al calor de dentro del gallinero.

—No estarás pensando en salir con lo que está cayendo, ¿no?

Max había aparecido a su espalda, y el calor que desprendía le resultó reconfortante, sobre todo al llegarle una ráfaga de viento acompañada de gotas que atravesó el porche y llegó hasta la puerta.

—Pues sí, lo estaba pensando —confesó—. Las gallinas deben tener hambre.

—Sobrevivirán sin comer un par de horas. Porque eso es lo que va a tardar en aclarar, por lo menos.

Ella asintió.

—Ya lo sé. Será mejor que vaya preparando el desayuno —dijo, dando la vuelta.

—¿Dónde está el perro? —se acercó a la ventana a mirar—. Anoche no lo oí.

—No ladra a menos que se acerque alguien a la casa o alguna alimaña al gallinero. Ahora seguro que está bien seco acurrucado en algún rincón del porche. Le he hecho una caseta en un lado, y le he puesto una manta dentro.

—Todas las comodidades de un hogar —dijo Max, estirándose un poco, y Faith se preguntó si la cama que le había ofrecido le resultaría un poco pequeña. Desde luego no se parecía nada a la que tenía él en Boston.

—¿Cuánto tiempo hace que lo tienes? No parece muy mayor.

—No lo es. Nicholas y Lin me lo dieron el año pasado, cuando se construyeron la casa nueva y dejaron esta. Pensaron que a mí me hacía más falta que a ellos.

—Seguramente sí. Siempre viene bien tener un perro.

Faith guardó silencio, pensando en el animal que había dejado al marcharse de Boston.

—Está bien —dijo Max, como si le leyera el pensamiento—. Te echó mucho de menos al principio. Pasó un par de noches aullando y luego le dejé entrar para que durmiera en la alfombra junto a mi cama.

—Hubiera querido llevármelo conmigo, pero no encontré el modo de hacerlo.

—A lo mejor, si piensas en volver a verlo, te resulta más atractiva la idea de volver conmigo.

—Me temo que no —contestó. Mejor pararle los pies antes de que pudiera atacar de un modo más letal sus defensas.

Él sirvió dos tazas de café.

—Al menos, concédeme los puntos por intentarlo.

—Ya te he dado más ventaja de la que debiera —contestó ella, cascando un par de huevos—. Que te vinieras a vivir aquí desde luego no formaba parte de mi plan. Si no fuera porque no quiero que el sheriff o Nicholas te abran la cabeza, nunca habría ocurrido.

—Así que debo darte las gracias por el favor, ¿eh? —murmuró, abriendo la caja del pan y sacando de un paño blanco un par de rebanadas—. El sheriff no puede obligarme a separarme de ti —comentó —al menos, legalmente. Y en cuanto a tu vecino, será mejor para él que se ocupe de sus asuntos.

Faith lo miró brevemente antes de echar los huevos en la sartén caliente.

—¿Se lo has dicho a ellos? —preguntó—. Me sorprende que Nicholas no te pusiera de patitas en la calle.

—Su esposa es quien me advirtió de que me jugaba el cuello si te hacía daño. Es una mujer increíble —sonrió—. Me dijo que tiene una puntería excelente. Y su marido me hizo saber que estaría aquí mientras tú quisieras.

—Son unos amigos maravillosos, y me temo que un poco sobreprotectores. Lin y yo conectamos nada más conocernos, y la ayudé a dar a luz a su niño.

—Yo vi a una niña.

—Seguramente estaría dormido. Lin tiene ayuda… una mujer que se llama Katie, que lleva la casa con mano de hierro.

—Es un lugar grande. Parece más propio de Boston que de este desierto. Nicholas debe ser un buen ranchero.

—Es banquero —confesó—. De hecho, sigue siendo propietario de un banco en una ciudad al sur de aquí. Lin y él tienen mucha historia.

—Me interesa más la tuya de estos últimos tres años. Quiero saber cómo terminaste aquí.

Ella se quedó pensativa un instante. Recordaba bien el día en que decidió marcharse de la casa de Boston.

—Quería encontrar un lugar en el que no necesitara mucha ropa de invierno, y Texas estaba al sur, así que tomé esa dirección —recordar lo inocente que había sido le hizo sonreír—. No tenía ni idea de que el invierno en Texas puede ser brutal a veces. De todos modos, viajé todo lo lejos que pude en tren y luego caminé hasta donde me llevaron las piernas. La mujer de un ranchero me habló de una cabaña en el bosque, y pensé que podría servir.

—¿Una cabaña? ¿Estaba bien aislada? ¿Tenías muebles? —preguntó, frunciendo el ceño.

—Un poco de cada cosa. Apenas tenía goteras, una cama, y una cocina de leña. Gracias a la amistad de las personas que vivían por aquí antes de que Nicholas y Lin aparecieran en escena, la cabaña se convirtió en mi hogar. Cuando me quedé sin dinero, pregunté por ahí si alguien necesitaba una costurera o que le remendaran la ropa. Incluso el sheriff me dio trabajo pidiéndome que me ocupara de sus asuntos financieros y de escribirle cartas y cosas por el estilo.

—Yo creo que tenía en mente algo más —comentó Max entre dientes.

—Me da igual lo que tú pienses. Brace ha sido un buen amigo, y le agradezco su ayuda. Un día vino a buscar su ropa y me dijo que había oído que se vendía un caballo. El propietario iba a trasladarse, necesitaba dinero urgentemente y no podía llevarse al animal. Brace lo pagó y yo fui devolviéndoselo poco a poco.

Max apretó los dientes para no contestar y Faith lo miró fijamente al servirle los huevos en el plato. Recogió las dos rebanadas de pan que había puesto a calentar en el horno y se sentó.

—Cuando los propietarios originales de esta casa decidieron venderla, estuvo vacía durante un tiempo, y me dieron permiso para sacar de ella lo que quisiera para mejorar mi cabaña. Lo que me llevé fueron los libros.

—¿Los libros? No recordaba que fueses una gran lectora —comentó, untando de mantequilla las dos rebanadas de pan y ofreciéndole una a ella—. ¿Qué eran? ¿Clásicos?

—Un par de ellos eran libros de textos sobre la curación con hierbas; otro era de medicina, de anatomía más concretamente. Aquel invierno leí todo lo que pude. Parecía que nunca fuese a llegar la primavera.

Su voz sonaba pensativa y se aclaró la garganta. No quería que Max pensara que estaba pidiéndole compasión.

—¿Te sentiste sola?

Parecía interesado de verdad. No porque sintiera lástima por ella, sino porque quería saber cómo había sobrevivido.

—Un poco. Pero aprendí mucho. Daba de comer a los pájaros y los animalillos que venían al porche por los restos de mi comida. Recogía los cereales que quedan en los campos después de la cosecha y me daban el salvado de la granja que queda al Este. Así tenía algo que darles de comer, y me hacían compañía.

Ella lo miró, consciente de que la observaba con atención.

—Te parecerá absurdo que disfrutara tanto de cosas tan absurdas, Max, pero aprendí mucho sobre mí misma durante aquellos dos años. Descubrí que era capaz de sembrar el huerto y de vivir de la tierra. Un vecino me regaló una gallina ponedora y una docena de huevos y empecé con mis gallinas. En un año construí el gallinero hecho con todos sus ponederos.

—¿Lo construiste tú sola?

—Brace me ayudó. Encontré un granero que se había desmoronado en una granja abandonada y me traje toda la madera que necesitaba. Solo me costó los clavos y Brace me prestó el martillo hasta que pude comprarme uno.

Max parecía boquiabierto.

—No tenía ni idea. Quise seguirte cuando te marchaste, Faith, pero…

Ella dudó, pero al final se decidió a decirle algo que tenía ganas de decirle desde que había aparecido allí.

—¿Y por qué no lo hiciste? La verdad es que algunas veces me he preguntado por qué me dejaste ir con tanta facilidad. Y cuando pasó el tiempo y no habías hecho intento alguno de encontrarme, pensé que habías llegado a la conclusión de que estabas mejor sin mí.

—Pues no es cierto. Ocurrieron cosas cuando tú te marchaste. Mi hermano tuvo un accidente al día siguiente de tu marcha y estuvo en cama durante varios meses, y tuve que decidir entre atender el negocio familiar o salir en tu busca.

—Y ganó el negocio.

—Tenemos muchos empleados, y la mujer de Howard estaba deshecha. En un principio temimos incluso por su vida, y mis días se dividieron entre el hospital y el trabajo durante mucho tiempo. No podía dar media vuelta y marcharme sin más, por mucho que deseara intentar encontrarte.

Ella se encogió de hombros.

—Supongo que tienes razón. De todos modos, dudo que me hubieras encontrado.

Él entornó los ojos.

—Te habría encontrado, no lo dudes. De hecho, cuando contraté a varios detectives para que se pusieran tras tu pista, ya era muy difícil seguir tus huellas y tuve que ofrecer recompensas por todo el país para que alguien llegara a decirme que había visto a una mujer que encajaba con tu descripción aquí en Benning.

Ella enarcó las cejas.

—¿Pagaste una recompensa por mí?

—Por la información que me condujo hasta ti.

—¿Y cómo te las arreglaste para dejar tu trabajo, una vez me tuviste localizada?

—Howard estaba en deuda conmigo. Yo había hecho su trabajo y el mío casi durante un año y le dije que tendría que ocuparse él de todo durante el tiempo que me fuera necesario para encontrarte y llevarte de vuelta a casa.

—¿De verdad esperas que vuelva contigo? —le preguntó—. Después de todo lo que te he dicho, ¿sigues pensando que…

Él alzó la mano para pedirle que callara.

—Ya te he dicho que voy a hacer todo lo posible por convencerte, Faith. No pienso rendirme. No puedo dejar de imaginarte en una cabaña en medio del bosque mientras yo estaba en Boston en una casa acogedora y caliente, con comida suficiente en la despensa para abastecer a un ejército mientras tú tenías que hacer lo imposible para sobrevivir.

—Nunca pasé hambre. Y al final conseguí ganar el dinero suficiente para vivir cómodamente.

—Y después Garvey te dejó esta casa.

—Sí. Y después de que ayudara a nacer a su hijo me dijo que tenía casa todo el tiempo que quisiera. Y cuando volvieron a Collins Creek durante un tiempo, me dejaron su carreta y sus mulas.

Max comió en silencio durante unos minutos, digiriendo algo más que comida. Y luego se rió suavemente, casi como si se burlara de sí mismo.

—Y yo pensando que acudía en tu rescate como un caballero andante.

—No necesito que me rescates, Max. Estoy muy cómodamente aquí, y muy satisfecha con mi vida —rebañó el plato y se levantó—. ¿Quieres mermelada con la tostada?

—Sí, por favor —contestó, y ella abrió un bote y sacó un par de cucharadas—. ¿La has hecho tú?

—Claro. Si quieres tener algo dulce que comer con el pan, hay que empezar por recorrer el bosque en busca de arándanos. Estos los encontré bastante cerca de aquí.

—Eres una mujer de muchos talentos —murmuró, untándose la mermelada. Talentos de los que él nunca había sido consciente. La consideraba una joya que contribuía al esplendor de su casa, un lujo por el que había pagado bien. Su presencia en la habitación de al lado le garantizaba satisfacción cuando sentía la necesidad, y se consideraba un buen marido.

—Te las arreglas bien sin tener un hombre a tu lado —comentó, sorprendiéndose incluso a sí mismo. Y él no era dado a hablar sin pensar antes lo que iba a decir. Le ofreció la tostada untada de mermelada y ella la aceptó sorprendida.

—La mayor parte del tiempo, sí. Llegué a la conclusión de que era preferible vivir sola y depender de mí misma antes que ser el trofeo de un hombre. No me gustaba mucho mi vida de antes, Max.

—¿Te sentías como un trofeo mío? ¿Así te hacía sentir yo?

Ella se encogió de hombros.

—Yo permití que lo hicieras. Me casé contigo y luego me limité a quedarme sentada en una vitrina, a asistir a tu lado a eventos de la buena sociedad, a decorar tu mesa cuando recibías a tus socios y a sus esposas. Y de vez en cuando, venías a visitarme a mi dormitorio y me encontrabas atractiva. Al menos, eso decías.

—Me sentía orgulloso de tenerte en mi casa, Faith. Y lo que encontraba en tu cama iba mucho más allá del entretenimiento. Llenabas una necesidad muy importante en mi vida.

—Me alegro de saberlo. Pensaba que en ese sentido, los sentimientos estaban sólo de un lado.

Su comentario lo sorprendió y le molestó al mismo tiempo.

—Tú sabías perfectamente lo que yo sentía por ti. Cuando me dijiste que íbamos a tener un niño, me hiciste muy feliz.

Ella se levantó y comenzó a recoger la mesa; aún con los platos en la mano, lo miró a los ojos.

—Siempre he pensado que el mejor modo de asegurarse de que alguien sabe lo que sientes es expresándolo con palabras —estaba pálida, y una sombra de tristeza le nubló los ojos—. Entonces no podía decírtelo, pero ahora sí puedo hablar de mis sentimientos, Max. Entonces era demasiado tímida, demasiado insegura para admitir en voz alta que te quería sin medida… pero ahora, ya he superado la necesidad de quererte.

—¿Me querías, y ahora has dejado de quererme? —se levantó, le quitó los platos de las manos y le rodeó la cintura—. Entonces, ¿qué sientes por mí? ¿Deseo sin más? ¿Lujuria? Hay algo más, Faith. Lo sé. Y tu beso lo ha delatado.

Bajó la cabeza, pero ella se apartó.

—Eso no va a funcionarte —murmuró él, obligándola a volverse—. Desde que el otro día probé tus labios, no he podido pensar en otra cosa. Y puesto que me consideras un animal sin sentimientos, no te sorprenderá mi falta de fineza, ¿no?

Y la besó sin dejarle posibilidad de retirada, lo que le hizo recordar las veces que en el pasado había tenido que vencer su timidez hasta conseguir que ella diera rienda suelta a su pasión.

Pero el pasado había terminado y ella ya no era la misma. La diferencia no consistía sólo en su suficiencia, en su habilidad con el rifle o para cocinar y trabajar con sus animales. Era otra mujer.

Tenía entre los brazos a una criatura fuerte y vibrante cuyas curvas se fundían a la perfección con su cuerpo; cuyos senos, más firmes que en otro tiempo, despertaban su pasión al más mínimo contacto con su pecho. Pero había cosas que no cambiaban nunca, pensó, porque su boca era tan suave y perfecta como lo había sido siempre, y su olor seguía siendo el mismo, el que tanto había echado de menos por las noches al entrar en su dormitorio y encontrarlo vacío. Aquel aroma de mujer que se desprendía de su cuerpo llenándolo con su perfume de deseo.

—Faith… —susurró, y vio cómo abría muy despacio los ojos, como con desgana, como si quisiera seguir perdida en aquel momento—. ¿Vas a permitir que…

Ella retrocedió de pronto negando con la cabeza, y él maldijo cien veces su torpeza. Lo que debería haber hecho era tomarla en brazos y llevarla a su dormitorio, a cualquier dormitorio. A cualquier superficie plana en la que…

—No —contestó ella con firmeza y en voz alta. Le dio la impresión de que perdía el equilibrio y la sujetó por la cintura—. No esperes eso de mí, Max.

—Está bien —contestó. No tenía sentido discutir. Le había devuelto el beso con una pasión inconfundible. Era consciente de su propia vulnerabilidad, y tenía que admitir que había demostrado valor al separarse de él, manteniendo intacta su dignidad.

—Estás aquí porque… bueno, puede que porque necesite satisfacer mi curiosidad. Porque me gustaría saber qué tenías para que estuviera tan locamente enamorada de ti cuando nos casamos —lo miró un instante en silencio.— Te parecerá una tontería, pero necesito saber…

—¿Qué? Dime qué necesitas saber y yo intentaré constestarte. Intentaré ser lo que tú quieras que sea, Faith. Yo creía ser un buen marido, pero es obvio que me equivocaba.

Ella asintió y se dio la vuelta.

—En eso tienes razón.

La ira que había controlado volvió a pujar por salir y decidió que lo mejor sería salir un poco. Abrió la puerta, cruzó el porche y echó a andar hacia el granero con la lluvia cayendo a gruesos goterones. Cuando llegó al granero estaba calado, y las botas se le hundían a cada paso en el barro.

Ni siquiera el frío de la ropa empapada y la fuerza que tuvo que hacer para luchar contra el aire y abrir y cerrar la puerta del granero, bastó para dar rienda suelta a la rabia que rugía en su interior. Faith nunca había tenido la capacidad de enfurecerlo así durante los años que vivieron juntos. Y tenía que reconocer que era porque le importaba de verdad.

Quizás incluso demasiado. Se había burlado de él, lo había despreciado diciéndole que ya no lo quería y allí seguía él, pidiéndole más castigo.

Su caballo se volvió a mirarlo en aquel momento, y Max se sintió tentado. Su orgullo estaba sufriendo. Sería muy fácil ensillar al animal, a pesar del aguacero, y obligarlo a llevarlo hasta la ciudad, al hotel. En veinticuatro horas, algún tren pasaría en dirección al Este.

Si tuviera sentido común, eso haría: disponerlo todo para que Faith pudiera recibir su herencia en el banco, una vez entregados los documentos pertinentes a los abogados de Boston.

Los documentos… Estaban en su alforja, junto a la cama. Qué gracia. La casualidad había decidido por él. No podía marcharse. A menos que se marchara mientras estaba todavía lo suficientemente enfadado como para hacerlo, tenía miedo de que la necesidad que sentía de Faith lo retuviera bajo su techo hasta que consiguiera abrir brecha en sus defensas y… ¿y qué?

¿Hacerle el amor? Su excitación había cedido algo al caminar bajo la lluvia helada, pero en aquel momento volvió a surgir con la misma fuerza al imaginarse a Faith en su cama. O él en la de ella. Cualquiera de las dos posibilidades le valía, pensó con una sonrisa triste. Pero ninguna parecía posible en un futuro cercano.

Cuánto deseaba tener la oportunidad de volver a ver las formas de su cuerpo, las suaves curvas de sus senos, de sus caderas y su cintura, los cambios que el tiempo debía haber llevado al cuerpo del que una vez tuvo el privilegio de disfrutar como marido.

El amor de su vida. La idea lo dejó desconcertado. Él siempre había pensado que podía colocarla en un apartado de su vida etiquetado con la palabra esposa y mantenerla allí, sacándola de vez en cuando para su propio disfrute o para lucirla de su brazo o sentada a la cabecera de la mesa como anfitriona. No conocía de verdad a la mujer que habitaba dentro de la elegante belleza que poseía.

Pero ahora era libre, se había escapado de los confines del molde que había diseñado para ella, y al liberarse le había llenado el alma, el corazón y la mente con su presencia.

¿Sería ella el amor de su vida? ¿Podría encontrar a otra mujer que lo atrajera del mismo modo que lo hacía Faith? La respuesta a esa pregunta era sencilla y clara, clara como si se mirase en un espejo y se enfrentara a la amargura que sabía que contenía su rostro en aquel momento.

—Perdóname, Faith.

Max estaba en la puerta, con una expresión tan afligida que parecía imposible en él. Hacía ya un buen rato que había dejado de llover, y Faith había dado de comer a las gallinas y recogido los huevos, siempre sin perder de vista la puerta cerrada del granero, tras la cual su marido estaba encerrado deliberando consigo mismo.

El sol brillaba con fuerza y una agradable brisa soplaba desde el Oeste, secando los charcos que salpicaban el jardín. Había ido a la casa sorteándolos, el pelo se le había secado pero lo tenía completamente desordenado y la ropa húmeda y pegada al cuerpo. De la camisa se había desprendido para colgarla a secar, del mismo modo que también se había quitado las botas y los calcetines sentado en las escaleras del porche. Y en aquel momento estaba frente a ella descalzo, desnudo de cintura para arriba, despeinado y sin afeitar; nada que ver con el hombre que ella conocía en Boston y que se enorgullecía de presentar siempre un aspecto inmaculado y elegante.

—¿Me estás pidiendo perdón? —repitió ella, que no estaba muy segura de querer oírle una disculpa.

—Sí. Necesito que me perdones por mi comportamiento de antes.

El adjetivo humilde nunca lo habría utilizado para describir al Max que ella recordaba, y sin embargo encajaba a la perfección en aquel momento.

—¿Que te perdone? —repitió de nuevo, intentando digerir la situación—. ¿Por el beso, o por haber dado por sentado que iba a invitarte a compartir mi cama?

Él tardó un momento en contestar.

—Has cambiado, Faith.

—¿Ah, sí? ¿Porque digo lo que pienso?

Max asintió despacio.

—No sólo por eso. Te has vuelto muy independiente —aclaró con una sonrisa, y pasando de largo, se acercó a la cocina para calentarse—. Tu granero no es un sitio demasiado cómodo que digamos. Hace frío.

Ella se encogió de hombros.

—Te has pasado allí la mañana por decisión propia. Espero que por lo menos hayas sacado a pastar a los caballos.

Él asintió enseguida.

—Si te lo pido con cortesía, ¿me invitarás a una taza de café?

Estaba disfrutando mucho con aquel comportamiento de penitente, así que tardó un poco en contestarle.

—Creo que queda suficiente para una taza en la cafetera. Puede que esté demasiado fuerte, pero si estás desesperado, te lo tomarás.

—Lo estoy —contestó, y la mirada que le dedicó amplió el sentido de su respuesta.

«Mejor no analizarlo», se dijo, y se limitó a sacar una taza del armario y a llenársela de café.

—¿Has limpiado el establo? —le preguntó.

—Sí. Lo he sacado todo con la carretilla al montón del estiércol. Por cierto, que me he destrozado las botas. Tendré que comprarme otras.

Ella se encogió de hombros.

—Aprenderás a limpiártelas si te quedas el tiempo suficiente. Yo me las arreglo sólo con un par.

—Porque llevas zapatillas en casa. Tus botas se pasan el día en el porche.

—Donde deberían estar las tuyas también —espetó, dándose la vuelta para limpiar uno de los inmaculados cristales de la alacena.

—Por cierto… que pienso quedarme —continuó él—. No he renunciado a hacerte cambiar de opinión. ¿Me acompañarás a la ciudad, Faith? Necesito enviar los documentos que has firmado, y me gustaría comprarte algunas cosas en el almacén.

—¿Qué clase de cosas?

—Date la vuelta y mírame.

Faith obedeció, apoyándose en el borde de la alacena.

—Ya te miro.

—¿Por qué tienes que hacerlo todo tan difícil? ¿No podemos ser simplemente… agradables el uno con el otro aunque sea sólo durante un día?

—¿Y ser agradable significa gastarte dinero en mí, por cosas de las que puedo prescindir perfectamente?

—Quiero comprarte vestidos nuevos. Nada lujoso —se apresuró a decir al verle intención de negarse—. Algodón. Colores alegres quizá. Algún camisón. O lo que necesites.

—¿Por qué? —preguntó, guardándose las manos en los bolsillos del delantal—. ¿Por qué quieres gastarte dinero en mí? ¿Para que esté en deuda contigo? ¿Para que te mire de un modo distinto?

—Simplemente porque quiero —contestó—. Porque me complacería comprarte algo para que resaltara tu belleza y tu figura algo mejor que eso que llevas. Y porque me siento culpable de que tú no tengas nada nuevo que ponerte mientras yo tengo armarios llenos en Boston.

—Aquí no me hacen falta cosas bonitas —respondió—. Tampoco soy tan atractiva como era antes. Debe haberte empeorado la visión con los años.

Él sonrió.

—No tienes ni idea de lo preciosa que eres, Faith. Ahora eres una mujer madura, mientras que cuando me casé contigo eras sólo una muchacha, y creo que elegiría a la mujer que eres ahora.

—Bueno, me alegro —contestó, sin saber qué más decir—. Supongo que puedes gastarte dinero en mí si quieres. Mi vestuario es tan escaso que no me vendrían mal algunas cosas más.

Su sonrisa fue inmediata.

—¿Quieres que vayamos hoy mismo?

—Por qué no… De todos modos, tengo que ir a llevar huevos al almacén. Ayer tendría que haber ido a buscar el correo.

—¿Dentro de media hora te parece bien? —sugirió, apurando su taza—. Tengo que lavarme y cambiarme de ropa —se pasó la mano por la mandíbula—. Y afeitarme.

—Media hora, de acuerdo.

Los huevos iban colocados en un saco, envueltos uno a uno en papel de periódico y protegidos por una capa de paja. Había descubierto por el método de prueba y error, que era un buen método de transporte. Así también había ido aprendiendo a sobrevivir.

Leía y releía los periódicos, su único lujo, y luego los guardaba con aquel fin. Max observó un instante cómo lo hacía y comenzó a arrancar las hojas y a cortarlas del tamaño que ella utilizaba.

—¿Llenas los sacos?

—No. Se romperían los huevos de abajo por el peso—. Ato uno a cada lado de la silla de montar. Podría utilizar la carreta y las mulas, pero es que me gusta mucho salir con la yegua. He aprendido a disfrutar de las cosas pequeñas.

—Lo que estoy haciendo yo en este momento —contestó él, mirándola.

Ella se echó a reír. Se había olvidado de su ingenio.

—Era divertido estar contigo —dijo sin pensar.

—Gracias. Yo también disfrutaba de tu compañía. Debía ser uno de los hombres más orgullosos de todo Boston cuando salía contigo.

—¿Ah, sí?

—¿E que no te dabas cuenta de lo que significabas para mí?

Se quedó pensativa un instante y el quehacer metódico de sus manos perdió velocidad.

—Supongo que nunca pensé que lo fuera. Creía que me considerabas un simple adorno, alguien con quien bailar cuando te apetecía —contestó, poniendo una capa de paja sobre los huevos, mientras recordaba cómo solían acabar las noches en que salían: Max iba a visitarla a su dormitorio—. ¿Te parecía más atractiva cuando iba vestida de otro modo?

—Nunca te he encontrado más atractiva que en este momento —contestó él, rozando su mano al ayudarla a extender la paja en el fondo del saco. La paja cayó y él entrelazó los dedos con los de ella. Faith no intentó escapar, y en aquel momento de intimidad, se sintió tremendamente femenina y deseable, sintiendo el calor de la mano de un hombre en la suya, y reconociendo el deseo brillándole en los ojos.

Más fuerte que nunca

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