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ОглавлениеCAPÍTULO III
EL OJO QUE VIGILA: UNA LECTURA DE LA INFANCIA EN EL PLANETA DE LOS NIÑOS DE VALERIA SARMIENTO
La obra fílmica de Valeria Sarmiento ha sido escasamente difundida tanto en su propio país como en Latinoamérica, e incluso algunos de sus primeros trabajos ni siquiera han podido ser localizados1. El amplio desconocimiento y los problemas de circulación que afectan no solo a la labor crítica sino que también a la llegada de los filmes a la audiencia son inconvenientes no poco usuales para la creación cinematográfica del exilio en general. Sin embargo, en este caso se suma además la condición de género de la directora, en un circuito y una cultura que todavía dificultan el camino para las cineastas2, y en particular el hecho de ser una directora que ha pasado demasiado tiempo bajo la sombra del que fuera su marido, el cineasta Raúl Ruiz. Para muchos, Sarmiento es la montajista de las películas de Ruiz y se la conoce más por las colaboraciones con él que por su trabajo independiente.
Sin embargo, en los últimos años se ha despertado en la crítica chilena un interés creciente por el trabajo de autores que fueron productivos durante el exilio y, particularmente, por el de las mujeres que siguieron activas luego de sufrir el destierro y se las arreglaron para continuar con su carrera como directoras en los países que las acogieron3. Valeria es una de ellas y a sus trabajos más conocidos se está sumando el reconocimiento y divulgación de obras menos difundidas4.
Creo que es importante destacar estos antecedentes por dos razones: la primera tiene que ver con la importancia de situar la obra no solo como un producto estético que termina en sí mismo o que dialoga fundamentalmente con una tradición fílmica, sino poner atención también en la importancia de que dichas obras circulen y puedan ser vistas y conocidas por muchos espectadores. En segundo lugar, me interesa que su obra dialogue con la de otras realizadoras que, como ya señalé, por su condición de género y por las dificultades que muchas piezas fílmicas realizadas en el exilio han encontrado para circular, no han tenido el sitial que les corresponde y ni siquiera el mínimo conocimiento por parte de la crítica y la audiencia en general.
El propósito central de este capítulo es examinar uno de los documentales menos difundidos de Sarmiento, El planeta de los niños, cruzándolo con algunos hallazgos provenientes de una investigación sobre la representación de la infancia en la literatura y el cine chilenos contemporáneos a la que me dediqué en los últimos años. Este no pretende ser un análisis exhaustivo de la cinta, ni agotar sus alcances en cuanto a la perspectiva que adopto para hacerlo, sino que se propone como una primera aproximación a este material de la mano de algunas reflexiones en torno a la mirada de y desde la infancia que el cine ha propuesto.
Es lamentable que tantos trabajos de la primera etapa de Valeria estén, o bien inencontrables, o difícilmente rastreables. Para el análisis de El planeta de los niños podría recurrir a un antecedente de otra aproximación a la infancia dentro de la filmografía de Sarmiento, en una obra comisionada por Naciones Unidas que abordaba la experiencia de niños exiliados (La nostalgia, de 1979), a la que no podemos tener acceso5. De algún modo, esta ausencia da cuenta también de la importancia de no considerar nunca a la obra un objeto aislado, sino que uno que se relaciona con un contexto al que alude, pero también con uno que la alberga. Así, es preciso comenzar este trabajo reconociendo que hay elementos relevantes que no están disponibles, y por eso cualquier aproximación a este documental es uno falible e incompleto. Georges Didi-Huberman hace referencia a la porosidad de todo archivo por medio de la metáfora de una imagen en llamas, cuyo fuego encarna, por una parte, su contacto con la “realidad”, y por otra, su referencia a otras imágenes, otros fuegos extinguidos o silenciados:
Porque la imagen es otra cosa que un simple corte practicado en el mundo de los aspectos visibles. Es una huella, un rastro, una traza visual del tiempo que quiso tocar, pero también de otros tiempos suplementarios —fatalmente anacrónicos, heterogéneos entre ellos— que no puede, como arte de la memoria, aglutinar. Es ceniza mezclada de varios braseros, más o menos caliente (35).
En ese sentido, una imagen presente es también la huella de una ausencia, de manera que aun cuando este discurso que construimos para indagar en lo conocido da cuenta de lo que no puede ser dicho, al mismo tiempo dialoga de manera activa con lo que se encuentra desaparecido. De algún modo, las películas que sí hemos podido rescatar se hacen cargo de rescatar del olvido a aquellas que siguen inencontrables.
Institucionalizando a la infancia
Antes de entrar al análisis del documental que aquí me ocupa, me gustaría hacer algunos alcances en torno a la idea de infancia y de su normativización a través de la escuela como institución, objeto principal de la mirada de Sarmiento en esta pieza audiovisual.
Uno de los principales problemas con que se encuentra el estudio de la infancia es que su abordaje parte siempre de la construcción que se hace de ella desde una perspectiva adulta. Así, tanto su observación como su resguardo, e incluso las estrategias de visibilización del sujeto infantil, están organizados, definidos y puestos en práctica desde una lógica adultocéntrica. Esto funciona también a un nivel simbólico en lo que distintos autores, que desde diversas disciplinas se han dedicado al estudio de la problemática infantil, sintetizan desde la noción de human becoming —individuo en construcción— en lugar del human being o sujeto de pleno derecho en el que debe llegar a convertirse. Desde esta perspectiva, el niño y la niña no tienen un valor en sí mismos, sino que son vistos como procesos destinados a cumplir un fin que está puesto fuera o más allá de ellos.
Claudia Castañeda es una de las investigadoras que analiza críticamente este fenómeno, indagando distintas figuraciones que se construyen en torno a la infancia y que se fundan en su carácter de potencialidad, más que en el de un sujeto efectivo. Ese sujeto de pleno derecho es siempre un adulto, en el que el niño o niña debe convertirse. La infancia, en ese sentido, es pura transformación, pura incompletitud (2), un estado intermedio en busca de su definición. Para Castañeda, incluso las teorías contrahegemónicas que cuestionan un modelo de sujeto estable e independiente no se han interesado en construir una teoría de la infancia que se haga cargo de esta desigualdad y que reconozca las particularidades inabordables de la infancia centradas en una visión universalista de la misma y siempre abarcada desde la perspectiva adulta. En el último capítulo de Figurations. Child, Bodies, Worlds, la autora disecciona escritos de la teoría crítica posestructuralista (Foucault, Deleuze, Guattari, Lyotard, entre otros) para encontrar en ellos una definición de infancia que encarna la posibilidad de cambio y transformación, pero siempre al servicio de una necesidad adulta, donde esa energía transformadora no se alimenta a sí misma, sino que se instituye como promesa para el universo de los mayores. Si bien en el caso de Deleuze podría intentarse un paralelo entre su proposición del “devenir niño” y el human becoming comentado por Castañeda, el principal cuestionamiento de la autora es que aunque una aproximación como esta pone de relieve la figura infantil, su valorización está al servicio de un modo de ser adulto que se beneficia de ese “devenir niño” en la comprensión o construcción del sí mismo adulto.
Algo similar propone la socióloga española Lourdes Gaitán en su Sociología de la infancia. Nuevas perspectivas:
Puesto que la infancia es entendida principalmente como “aún no ser” adulto, su definición se obtiene por sustracción, deviniendo en una categoría residual cuya verdadera importancia está en función de su potencial futuro, no de su ser presente (22).
Siguiendo esta reflexión, Gaitán desarrolla un pensamiento en torno a la invisibilidad de la infancia, que permanece confiscada por la vida familiar a menos que algo inusual rompa esta lógica de funcionamiento y la vuelva manifiesta ante la mirada pública. La familia aparece entonces como una entidad fundamental para entender la construcción cultural del universo infantil, pero no la única. Diversas instituciones, creadas y consolidadas desde la lógica adulta, se proponen facilitar y promover que ese proceso de convertirse en otra cosa se desarrolle de la mejor manera posible y llegue a su término con éxito, produciendo un adulto acorde con la sociedad en la que se inserta y que aquello llamado infancia quede por fin atrás. Así, junto con la familia, la escuela se erige como espacio social y cultural donde el infante encuentra un hábitat diseñado especialmente para su desarrollo, de acuerdo a lo que se espera de él. Esta inscripción institucional está por cierto llena de conflictos, de exclusiones y normativizaciones que niños y niñas viven y padecen. Ya en su famoso estudio El niño y la vida familiar en el Antiguo Régimen, Philippe Ariès, desde una óptica muy foucaultiana, advertía sobre cómo la creciente preocupación en torno a la infancia y la creación de instancias que cimentaran dicha preocupación han traído aparejadas también la pérdida de libertades y la restricción de la autonomía de los infantes a través de la vigilancia y el control.
La escuela, según la entienden y definen Narodowski y Brailovsky, encarna tradicionalmente una utopía. Su búsqueda es “la promesa de arribar, por medio de la escuela, a un mundo mejor” (23), con espacios definidos y jerarquías bien delimitadas a través de “una asimetría fundante que constituye un “lugar de docente” y un lugar —infantil o infantilizado— que se define en oposición y reciprocidad al primero” (22). Para velar por el respeto irrestricto a esta estructura, durante el siglo xix, el Estado se compromete a organizar, coordinar y fiscalizar las escuelas, además de asegurar el derecho a la educación de manera universal. En su trabajo sobre la estatización de la educación, Mariela A. Carassai da cuenta de este proceso describiendo cómo, desde inicios del siglo xix, las burguesías nacientes quieren detener la influencia de las órdenes religiosas en la formación de niños y jóvenes, delegando en los gobiernos la labor educacional. Así, “el Estado se posiciona como garante de aquella utopía que los educadores venían predicando pero que no habían podido conseguir” (50). Ya que los recursos para llevar a cabo esta empresa son públicos, al Estado le interesa resguardar que se haga de la manera considerada correcta. Lo que se busca es la “simultaneidad sistémica”, esto es, “la capacidad de reproducir efectos educativos homogéneos en un conjunto amplio y diverso de instituciones escolares comportándose en forma uniforme, todas al mismo tiempo, simultáneamente, del mismo modo” (52). Este esfuerzo uniformador vuelve la escolaridad obligatoria, saca a los niños marginales de las calles, y organiza a niños y niñas de modo casi militar dentro del espacio de enseñanza. Fundada en el supuesto de igualdad entre los seres humanos, la importancia de una enseñanza idéntica para todos da cuenta de las bases ideológicas de esta utopía, para la que cualquier desviación podía catalogarse como acto reaccionario o incluso oscurantista (52). Este vínculo entre escuela, utopía y Estado es especialmente relevante para el análisis de la cinta que me ocupa, en cuanto la escuela en la que indaga el documental es una creada en Cuba en el periodo posrevolucionario de consolidación de un Estado comunista6.
Pioneros: una utopía situada
El planeta de los niños se sitúa en una escuela. Pero no cualquier escuela. Una donde los niños y niñas juegan a ser grandes, pero a ser grandes no en cualquier sociedad, sino en una que se define a sí misma desde el ideario comunista. “Pioneros por el comunismo, seremos como el Che”, repiten los integrantes de la escuela. Ya en esta frase se evidencian dos de las cuestiones que he querido enfatizar acerca de la niñez y su institucionalización. La primera tiene que ver con una concepción de niños y niñas que los formula en cuanto proyectos de otra cosa. Ser como el Che es el objetivo, el camino que los pioneros deben recorrer. El Che es el modelo, del adulto y del revolucionario, que presenta una guía para el desarrollo del human becoming.
La Escuela de Pioneros, una suerte de Kidzania7 marxista, extendida y financiada con recursos públicos, consta de 105 sedes —también denominadas “palacios”—, “regalo de Fidel Castro para los niños de Cuba”, según reza en los créditos finales del documental. Cada palacio tiene además una serie de círculos, casas o espacios destinados a los distintos oficios y ocupaciones: escuelas, hospitales, laboratorios, industrias. La Escuela de Pioneros es una verdadera sociedad en miniatura, cuya impronta marcó la infancia de miles de niños cubanos durante las décadas de los sesenta, setenta y ochenta, como da cuenta la exposición “Pioneros: Building Cuba’s Socialist Childhood”, creada por María Antonia Cabrera y Meyken Barreto, y que es parte de un proyecto mayor denominado Cuba Material8, en su intento por rescatar una memoria, y principalmente una cultura material de la infancia cubana de ese periodo. En una entrevista para el Diario de Cuba, Cabrera destaca la importancia que el régimen político cubano otorgó a la infancia “entendida como cantera del futuro ‘hombre nuevo’ socialista”, reforzando así este vínculo entre la utopía social y la infancia como promesa de cambio y transformación. En la misma entrevista, la curadora señala:
[La cultura material de la infancia durante esas décadas] está marcada por la politización del espacio doméstico y por la consiguiente intervención del Estado en la esfera privada, en tanto parte de un proceso masivo de socialización política del que no está exenta la niñez. Se trata de una cultura material que, al igual que la Campaña de Alfabetización o la Escuela “Ana Betancourt”, permitió la intromisión del Estado en la vida doméstica, que por este motivo perdió privacidad. En consecuencia, la familia perdió parte de su autoridad e influencia en la educación de las generaciones más jóvenes.
Según lo que Cabrera plantea, la institución principal —la familia— cede y da paso a la escuela como lugar de adoctrinamiento y domesticación cultural, social y política. El proyecto Cuba material entra en diálogo directo con la mirada de Sarmiento, revelando no tanto la cultura material —que es lo específico de la exhibición y el sitio web—, sino una dinámica de relaciones que funda y moldea el universo infantil.
Valeria Sarmiento propuso al gobierno cubano la realización del documental sobre las escuelas de pioneros y tuvo una excelente acogida. Se le brindaron todas las facilidades para filmar dentro de los recintos y entrevistar a niños y niñas. Sin embargo, como ella misma ha dejado claro en distintas instancias9, el resultado no fue para nada del gusto de las autoridades que le habían abierto las puertas con tan buena disposición, seguramente esperando un producto que alabara los esfuerzos del régimen por construir este “hombre nuevo” desde las etapas más tempranas. Sin embargo, en la representación que el filme hace de este espacio institucional, a pesar de situarse en gran parte dentro de lo que se conoce como “documental observacional” 10 y, por lo tanto, en un territorio aparentemente neutral, la crítica aflora incluso desde esa distancia del observador y se hace más evidente hacia el final de la obra.
Lo que quiero destacar aquí es fundamentalmente la mirada oblicua que el documental desarrolla respecto de su objeto. La cámara se instala en el espacio de la escuela, sigue a los niños, los interroga, los observa. Sin embargo, no es a ellos a quienes terminamos viendo, sino a todo un sistema social puesto en cuestión, a la revelación falible de la estructura adulta que sostiene la lógica de la escuela. Si el cine nos ofrece siempre un pequeño recorte del mundo, y por ello se funda en la elección de un punto de vista, es interesante cómo El planeta de los niños posa su mirada sobre esta infancia institucionalizada, pero para recoger el reflejo que esos ojos infantiles proyectan sobre el universo que los moldea.
El planeta de los niños o quién vigila a los vigilantes
En términos de estrategias documentales, me interesa hacer el cruce entre El planeta de los niños y El hombre cuando es hombre, película que aborda el machismo en Latinoamérica y cuya lectura intencionada del problema que trata se va deslizando poco a poco, desde la aparente neutralidad y distancia hacia la instalación de una denuncia, de un juicio, que al final de ambas cintas se hace evidente. La misma Valeria Sarmiento reconoce en una entrevista que El planeta de los niños no fue bien recibido en Cuba “porque es una película bastante crítica con el régimen cubano”. Algo similar ocurrió con El hombre cuando es hombre, realizada en Costa Rica y donde incluso fue negada su exhibición.
Me interesa subrayar en esta estrategia de revelación sutil de una perspectiva, el lugar crucial que tienen las intervenciones de la entrevistadora (¿la misma Sarmiento, supongo?). El equipo de realización prácticamente no aparece en el documental, a excepción las intrusiones de una voz femenina que escasamente interroga a los niños. Son pocas ocasiones en las que esto ocurre —y cada una de ellas es además mínima, cauta—, pero son suficientes para desestabilizar el discurso aprendido e instalar la duda en el observador: “¿Y tú crees que ese conejito va a sobrevivir?”, le dice a una niña que acaba de intervenir quirúrgicamente al animal; “¿por qué no hay mujeres en este círculo?”, pregunta a los niños que trabajan en el taller mecánico; “¿quién de ustedes tiene auto en su casa?”, a los mismos niños. Son diminutas entradas de un ojo ajeno que se sitúa en la candidez de la mirada extranjera, pero que al mismo tiempo encarnan la posibilidad de una fisura en el edificio pionero. El edificio pionero que no solo se representa a sí mismo, sino que funciona como maqueta de una estructura mucho mayor.