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Capítulo I

Francia

Burdeos, invierno de 1888

Las calles desiertas hacen eco en mis pasos, acompasados al son de la lluvia torrencial. Corro con el abrigo enlazado en mis brazos, haciendo de este un sombrero pronto a anegar que inunda de aroma varonil mi oculto cabello. La inquieta lluvia resbala en mi rostro, mientras las empedradas calles se hacen aún más angostas ante la noche oscura y fría.

A lo lejos, escucho mi nombre y ruidosos pasos que chapotean en el agua vienen a mi encuentro.

—¿Nos dejas, amiga, en medio de tan interesante tertulia?

Un inesperado transeúnte, extraviado por la noche y el licor, se acerca a nosotros; su confusa mirada escudriña cada trazo de mi rostro. Solo ve a tres amigos que, guarecidos bajo el alero de una vieja taberna, ríen ante sus miradas cómplices.

Mi nombre es Emilia Carpentier, soy oriunda de Burdeos, aunque dicen que los artistas son hijos del mundo.

¡Ay, amigos míos! De todos los dones con que Dios me ha provisto, puedo asegurarles que jamás me enseñó cómo golpear a un hombre. Dos miradas se unen a mis ojos sonrientes, y una gran carcajada apresa a tres almas libres, vibrantes frente a la noche gris.

—¡Vamos! ¡Corramos bajo la lluvia! —exclama Felipe.

—¡Emilia! —continúa Vicente—. ¿Con cuál pie iniciamos?

—¡Con el izquierdo!

Dos cálidas y grandes manos alcanzan las mías, parezco flotar ante tan intrépidas y ligeras zancadas. Es preciso llegar hasta nuestros caballos que, ocultos en un callejón nauseabundo, esperan nuestro regreso.

—¿Qué será de las periferias, desde siempre olvidadas, en cien o doscientos años más? —me pregunto.

Corremos aspirando el repulsivo olor que impera en las añosas veredas, mezcla de micción, pobreza extrema y desencanto, y la mixtura insolente que desde alguna tienda, nos anuncia que recién ha salido el pan del horno.

A lo lejos, escucho el relincho de mi caballo al reconocer mi presencia. Vicente me suelta la mano para alcanzar su caballo, intenta otra vez hacer alarde de su victoria, pero resbala debido al estiércol regado por doquier. Tras un instante de perplejidad y en medio de risas espontáneas, nos sorprende el alba. Mucho camino he de recorrer para llegar a mi hogar: tomar con sigilo la entrada, el extenso pasillo, la escalera y luego otro pasillo hasta alcanzar la puerta que da paso a mi habitación.

Por lo pronto, amo sentirme libre cabalgando en medio de la noche, vibrar con el susurro del viento en primavera, extasiarme ante el trinar de las aves al amanecer, el aroma a tierra húmeda, el canto del río, el rojizo eterno más allá del horizonte que cubre a la vid justo antes de la vendimia, el sereno estridular de los grillos y el croar de las ranas enamoradas. Yo le canto a las estrellas, a los árboles, a los niños y al mar.

Mi madre dice que soy una rareza, demasiado excéntrica e irreverente para su refinado círculo de amistades; demasiado diferente para los que se aproximan a mi edad; demasiado franca para encajar en su universo de estúpidas risas de nácar y abrazos que no abrigan, porque no son. Para mi padre, soy una caja de sorpresas que atesora descubrir; es mi amigo, mi apego constante, mi libro abierto y mi paz. Para mis dos únicos amigos de niñez, soy simplemente yo.

Mi más grande sueño es dibujar el sonido del agua, el susurro del viento y el latir de cada ser viviente en mis trazos y mi poesía. Atrapar el tiempo, detenerlo, revivir su mirada, aquella que un día capturé desde un lejano rincón del salón. Su mirada cohibida, sus grandes ojos negros y el rubor en su rostro a punto de estallar, ante las insistentes preguntas del profesor en un idioma que su interlocutor parecía desconocer. Siempre atesoré la literatura cervantina, por lo que, desde temprana edad y en mis intentos por disfrutar de puño y letra del autor tan impresionantes obras, me interesé por el estudio del español. Así, al terminar las horas de clases, me acerqué a aquel niño que deseaba la tierra lo tragase.

—¡Hola! ¿Cuál es tu nombre? Eres de algún lugar de España, ¿cierto?

Me miró con su rostro inundado de asombro y guardó un silencio sepulcral. Tal vez, después de todo, mi español no era tan pulcro como imaginaba, quizás no comprendía ni una de mis palabras. Lo miré largo rato y sonreí, pero nada, nada parecía conmover su inalterable faz. Al final, le ofrecí mi mano.

—Mi nombre es Emilia Carpentier.

Mi mano permaneció desierta. Luego de un momento eterno y abrumador, continué mi camino. Consideré que, sin duda, mis esfuerzos eran en vano, pero al cuarto paso, escuché en su acento la voz más bella que he oído en esta vida.

—Soy Felipe del Real, madrileño. Es un placer.

Giré y mi mano fue al encuentro de la suya para no soltarla en estos últimos siete años. Resultó que Felipe también era amante de la literatura. En recíproco acto fecundo, compartimos largas tertulias al alero de grandes libros, en especial medievales y románticos, que eran la última tendencia. Creció así, desde nuestros diez años, una gran amistad, una preciosa y eterna unión de la que un día sentí, Felipe llegó a creerme su hermana, mientras él, en mi silente corazón, se convirtió en mi único, eterno amor.

Vicente es cuento aparte, su familia se encuentra unida a la mía como parte de un pacto eterno. Junto a él di mis primeros pasos, junto a él la infancia me encontró descalza en el campo, escalando los manzanos hasta alcanzar sus frutos escarlata. Me enseñó a trepar los árboles, a tirar las piedras que rozan el río y a pescar. Al caer la noche, nos escapábamos corriendo en medio del campo hasta alcanzar un viejo molino, que fugaba a través de la techumbre rota el resplandor de las estrellas. Disfrutábamos contarlas, aunque siempre me ganaba, porque hacia trampa. Sin duda, éramos felices.

***

Siempre nos preguntamos por qué para los adultos resulta tan difícil ser felices. A veces, los espiábamos en aquellas noches de fiesta, ataviados de joyas y condecoraciones honrosas que jamás logramos comprender, menos hoy, a nuestros diecisiete años.

Una noche, turnándome con Vicente para observar desde el diminuto ojo de la cerradura, tarde nos percatamos de que ágiles pasos se acercaban a la puerta. Vicente tomó mi mano y corrimos a escondernos en un jardín interior de mi hogar.

—Siempre he soñado con compartir junto a los que habitan en los lugares apartados de la gran ciudad —dijo—, allá donde el dolor de los desposeídos quema las entrañas. Llegará el día en que seré adulto ante los ojos de mi padre y descubriré el mundo de los olvidados, donde la vida brota y grita con impresionante fervor.

Un manto de tristeza me envolvió. Vicente me miró largo tiempo. Luego, se posó con agilidad sobre la base de una enorme maceta vacía, que mucho trabajo le llevó dejar boca abajo. Adoptó ademanes solemnes e hizo una reverencia.

—Emilia Carpentier, yo, Vicente Dubois, prometo ante estas estrellas y Dios, testigo de mis palabras, que jamás te dejaré sola y que en cada camino que tome en mi vida, tú estarás conmigo. Cuando mi adolescencia vista de adultez ante los ojos de mi padre, vestirás mis trajes y esconderás tu cabello a la vista del mundo, y recorreremos juntos los caminos de los olvidados, los espacios donde fluye a corazón abierto la vida del hombre, el artista y el intelectual.

»También las tabernas, donde habita un ser humano casi extinto, hombres libres de cadenas impuestas por la sociedad, eternos lectores de libros infinitos que explayan los límites de sus mentes y sus conciencias. Y otros que, distantes y consumidos por el licor, aferrando una botella en sus manos, evaden sus desgraciadas existencias. En los burdeles también has de andar junto a mí, porque mi padre dice que no existe mayor escuela en esta vida que el dolor en los ojos de aquellas desdichadas que la vida olvidó.

»Beberemos de la vida los tragos más dulces y amargos, pero juntos, mi gran amiga, mi noble hermana. Si no fuera así, dime: ¿quién me sostendrá en las noches de juerga, cuando el licor cause estragos en mí?

Luego entrecerró sus ojos como un niño travieso. Le devolví la mirada con el mismo aire y reímos.

Vicente, mi amado hermano que esta vida me ofrendó a falta de uno sanguíneo, es mi confidente y el motivo de mis risas constantes. Es un loco sin igual.

No logro recordar cuántas veces nos ha encontrado la noche riendo a carcajadas. Otras, abrazados ante un dolor innombrable, y no rara vez, como hoy, huyendo del alboroto acaecido en la taberna.

Sin duda, esta noche el alcohol sobrepasó los límites de algunos que, en medio del aire enrarecido, despertaron sentimientos dormidos al hablar sobre los preparativos en París para la celebración del centenario de la toma de la Bastilla. De pronto, un hombre, a sabiendas de que en la taberna se enarbolaban banderas políticas de antaño, comenzó a gritar:

—¡Viva Napoleón Bonaparte y la Revolución!

Esto provocó fuertes repercusiones en los fieles a la monarquía. A lo lejos, un hombre respondió enardecido:

—¡Napoleón fue el dictador más grande que ha visto Francia!

—¡Maldito tirano conspirador! ¡Eterna alma errante que en la isla Santa Elena durante años quedó reprimida, pagando sus culpas en recuerdo de su traición a la monarquía!

Los improperios no se hicieron esperar, volaron sillas y golpes de los que creí no escapar. Al otro lado de la mesa, Vicente me miraba preocupado, mientras golpeaba a un hombre que, con la intención de agredirlo, se fue encima de él sin mediar palabra. En medio de la refriega, me gritaba que corriera hacia la salida.

Me parece que no existe en Francia, menos aún en las grandes ciudades, otro tema que no sea los festejos que tendrán lugar en París el 14 de julio del próximo año. Crece con mayor fervor el rumor del arribo a Europa de un barco que trae nativos de tierras lejanas. Algunos de ellos, según buenas fuentes, serán exhibidos junto a un símbolo de hierro que se levanta en honor al centenario de la toma de la Bastilla, en el Campo de Marte, a las orillas del río Sena, símbolo que mucha controversia ha causado en tantos artistas. Sin duda, la naciente Torre Eiffel será motivo de grandes debates.

Ecos australes que el viento guardó

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