Читать книгу Ecos australes que el viento guardó - Catalina Ferrada - Страница 9
Capítulo II Más allá del vitral Recuerdo que, al cabo de un año, mi mejor amigo cumplió su promesa.
ОглавлениеJamás olvidaré el momento en que conocí a la madame. Su llegada a mi vida ocurrió un día de verano, en vísperas del cumpleaños número dieciocho de Vicente. Aquel día, mis padres asistieron a una cena en París. Sus compromisos y viajes a la capital resultaban gratos espacios en los que podía compartir con mis amigos. En aquella ocasión, luego de un largo interrogatorio, anunciaron:
—Emilia, ha llegado el día que tanto esperaste —dijo Vicente—. Nuestros padres están de viaje; por lo tanto, es el momento propicio para conocer un burdel.
Estaba tan sorprendida como feliz. Abracé a mis amigos, mientras Vicente comentaba cuál de sus trajes podría quedarme mejor, a juzgar por mi delgada figura. Más tarde, galopando a toda prisa, nos encaminamos a su hogar entre cantos que acompañaban mi eufórica ansiedad.
El crepúsculo nos envolvió. Entre risas, Felipe y Vicente intentaban hacer desaparecer mi largo cabello en un sombrero y un pañuelo de seda que hacían caso omiso a nuestros anhelos.
Tras cabalgar largo rato envueltos por la cálida brisa de la noche estival, las calles empedradas nos obligaron a ralentizar el galope. Decidimos ingresar al burdel más distante, imaginamos que allí podríamos vivir a flor de piel los sentimientos más desgarradores de aquellas desafortunadas trabajadoras noctámbulas.
Guardamos silencio, mientras la campanilla hacía alarde de nuestra presencia. Nos miramos largo tiempo, una extraña inquietud atormentaba nuestros espíritus. Mis manos húmedas se aferraron a las de Felipe, buscaban refugio ante el miedo irracional que me invadía. Sin embargo, sus manos abandonaron con suavidad las mías ante la puerta que se abría con lentitud, para dar paso, ante nuestros asombrados ojos, a la imagen de una joven que lucía, bajo un mullido vestido, grandes senos blanquecinos, pálidos como un sepulcro infinito. Su contextura era liviana, su pelo claro dibujaba extraños reflejos en la tenue luz y su mirada, ¡Dios!, su mirada sonriente escondía en sus pupilas el dolor de mil alboradas.
Absortos, nos sorprendió su suave voz.
—Adelante, caballeros. Disculpen la demora, la música es un exquisito deleite que suele turbar los oídos. Tengan la amabilidad de esperar un instante, por favor, la madame estará junto a ustedes en un momento.
Nos miramos perplejos. ¿La madame? Nos preguntamos quién podría ser aquella mujer.
Mi mirada recorría cada detalle de la sala. Los muros, de chillones colores, contrastaban con los gruesos y suaves cortinajes, y ni hablar de las delicadas lámparas adosadas a toscas paredes, pues rompían con violencia la armonía.
De pronto, seguidas por el eco de pasos presurosos, escuchamos voces distantes. Un instante después, el velo de una cortina descubrió ante nosotros la figura de una mujer adulta. Fue difícil precisar su edad, quizás tenía cincuenta o sesenta años.
Impresionada, recordé las palabras que un día me dijo Vicente: “¿El alma dormida gemía su lánguido llanto a través de sus ojos?”.
Su vestuario lucía hermoso, suave a los ojos y recatado a los sentidos. Nos miró palideciendo, sus pupilas fijas se clavaron en las mías, como queriendo descubrir mis pensamientos. Tras un incómodo instante silencioso, oí su desoladora voz.
—Buenas noches, jóvenes. Dispénsenme. Mi nombre es Ambrosia.
Estrechó las manos de mis amigos. Luego, al sentir la mía se detuvo, retiró sus guantes y volvió a tomar mi mano para mirarme a los ojos con fijeza.
—Es un placer, jovencitos. ¿En qué puedo servirles? Imagino que vienen con sus padres.
El silencio se apoderó de todos en la sala. La madame hizo sonar una campanilla y apareció una joven tan delgada que parecía ser llevada por el viento, usaba un vestido ceñido a la cintura. Su imagen era grácil e infantil.
—Pamela, lleva a los jóvenes hacia la mesa exclusiva del salón y sírveles el mejor champagne de la casa, que disfruten de buena música y hagan de la noche una encantadora tertulia… ¡Vayan, jóvenes, diviértanse! Esta noche serán mis invitados de honor.
Nuestro asombro fue inmenso. Los cortinajes se abrieron, dando lugar a un largo pasillo que nos llevó a un salón. A un costado, un piano vibraba al son de la música que los clientes disfrutaban, mientras abrazaban a jovencitas que, sentadas sobre sus piernas, los besaban instándolos a beber.
Estaba muy impresionada. Mis amigos me miraban con preocupación, pero yo sonreía, ocultando mis deseos de escapar. Mil preguntas invadían mi mente. ¿Por qué aquella madame había estrechado mi mano, teniendo las suyas desnudas? ¿Por qué en su semblante creí descubrir una tímida sonrisa y una mirada inundada de felicidad? Qué ganas tenía de encontrarla. Pasé las siguientes horas mirando hacia el pasillo, añorando verla otra vez.
A partir de esa noche, mi curiosidad por el burdel se transformó en obsesión. Y ante mis ansias por retratar en un lienzo el grito de las mujeres olvidadas, nuestras salidas furtivas se alejaron de las tabernas.
Así una extraña familiaridad comenzó a nacer en aquel viejo burdel, sin imaginar que habría de marcar nuestras vidas para siempre. Arraigamos sentimientos si una joven era golpeada por un vividor o maltratada por sus familiares, quienes solían despreciar el oficio más antiguo del mundo, pero no el pan que se llevaban a la boca, fruto del sacrificio de sus madres.
Nada nos estremeció más que el destino de Leonor, una joven que nos atendía cada noche, al hablarnos de su vida y sus dos pequeñas hijas, quienes vivían con su abuela en extrema pobreza. Muchas veces compartió conmigo su más anhelado sueño: reunir el dinero suficiente para irse lejos con sus niñas y ofrecerles un futuro más auspicioso.
Una noche de abril, llegó por aquellos lugares un cliente que nadie había visto en la ciudad. Su vestimenta ostentaba su alta alcurnia y ofreció mucho dinero por una noche con la joven más bella del burdel. Leonor acogió su propuesta. Le rogué que esperara, pues solo le faltaba un último mes para cumplir el sueño de llevar lejos a sus hijas, pero su necesidad era mayor y mi amiga, la única del burdel que conocía el secreto escondido tras mi apariencia varonil, respondió ante mis angustiantes súplicas.
—Emilia, mi querida Emilia. Me están ofreciendo la posibilidad de estar mañana mismo con mis pequeñas. ¿Te das cuenta? Al fin podré ir por ellas. Sé que es algo difícil de comprender para quien aún no es madre, pero un día lo serás y no harán falta más palabras.
A las doce de la noche, llegó un carruaje a buscarla. El conductor confidenció que sería la dama de compañía de aquel misterioso hombre durante una importante reunión de negocios. Muy extraño me pareció aquello. Leonor estaba hermosa, parecía un ángel. Me asomé una vez más por la ventana para observar el carruaje, pues algo oprimía mis entrañas. Corrí por el largo pasillo y la abracé con fuerza, implorándole que no fuera, pero era demasiado tarde.
Mucha algarabía hubo aquella noche en el burdel, todos celebraban felices. Una joven diferente a las demás, que sentía gran placer carnal, besaba a un hombre y adquiría desvergonzadas actitudes, dejando impávidas hasta a las prostitutas más osadas, causándome un enorme asombro y desagrado. Mis amigos reían ante tal desfachatez, pero me miraron con preocupación y, ante mi estupor, decidieron partir. Sin embargo, mi negativa no se hizo esperar. Aquella noche no volvería a casa, así me sorprendieran mis padres, sin antes ver de regreso a Leonor; por este motivo, pasé toda la noche angustiada a la espera de mi amiga.
La muchacha acalorada, entre la bebida y “la calidez del amor”, corrió por los pasillos esperando ser alcanzada por su amante. En cuanto se aproximó al acceso principal del burdel, su risa fue acallada por un grito desgarrador y la música cesó al instante.
Mi primer pensamiento fue para Leonor. Apresuré el paso con su nombre palpitante en mi mente, hasta encontrarla. Ahí estaba mi amiga, tendida en el suelo con el cuello desgarrado, como si hubiera sufrido el ataque de la bestia más salvaje del infierno. Ella, la más bella y noble de todas, estaba con sus petrificados ojos abiertos. Me arrodillé y acaricié su rostro cubierto de sangre, mientras la abrazaba gritando al cielo su nombre.
Ante tan doloroso suceso, nos alejamos del burdel por varias semanas, hasta que mis amigos, quienes extrañaban mucho a Pamela, Adélaïde y Amélie, y preocupados de que corrieran igual suerte que Leonor, decidieron volver. Jamás pude llenar el vacío que dejó la ausencia de Leonor en mi ser, por más que retorné al burdel.