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Estoy en el aire, una sensación de cama elástica me asalta de repente y veo todo desde arriba: las cuatro esquinas de Juramento y Cuba, la plaza, el museo y su glorieta, el otro museo, rosa viejo y gastado. ¿Mis anteojos dónde están? Volaron. El lunes de finales de julio sigue soleado, el cielo celeste Tiffany. También voló mi cartera, escucho que las cosas que estaban adentro se desparraman, caen antes que yo. Lo último que vi antes de volar fue una mancha gris en movimiento, que venía hacia mí y traté de frenar con mi mano izquierda. Un mancha gris que me pasó de largo, un golpe a la altura de la cadera que me levantó del piso.

Quedé tirada con la cara y las manos contra el asfalto mojado; del resto no siento nada, estoy vestida de invierno y la ropa me cubre el resto del cuerpo. A simple vista no tengo raspones ni hay sangre. Muevo los dedos de los pies, no grito. Quiero levantarme y fracaso. Me tiemblan los brazos. Una pareja se agacha, ella me baja el vestido y él me da la mano, le pido que se quede conmigo. No le veo la cara.

Se hace un silencio durante unos segundos y después, como un bebé que nace ahogado y necesita de las palmadas de la partera para reaccionar, algo que no puedo controlar y no sé de dónde sale, empiezo a gritar, fuerte, grave, se me saltan las lágrimas. Me hacen preguntas que no puedo responder, tampoco tengo control sobre los gritos que son como una serpentina o como si llovieran sapos, pero esos gritos no son míos y algo me empieza a doler mucho, atrás, puedo articular, localizarlo y digo que es la espalda. Me duele la espalda, abajo, tal vez tan abajo que sea el culo, tal vez tanto que sea todo.

—¿Cómo te llamás, piba? ¿Te acordás tu número de DNI?

Apenas lo escucho le agarro la mano. Es un bombero gordo e impermeable el que me habla. Otros dos me suben a una tabla de madera, estiran mis piernas que están en posición fetal ah ah ah ah ah, tranquila flaca no pasa nada, no te pongas dura, y me atan.

—¿Alguien te tocó o te cambió de posición?

Me levantan apenas la cabeza para ponerme un cuello muy ancho. El bombero me dice que tiene que soltarme la mano para escribir, le pido que por favor no me suelte, miro alrededor y no hay nadie de quién agarrarme.

Una señora rubia se acerca y se agacha. Me acaricia la cabeza y el bombero aprovecha para soltarse. Todavía estoy en el piso. Nadie levantó la tabla. El bombero pide papeles. Me dice que hay una ambulancia en camino.

Un viejo de boina se levanta un poco el pantalón y se agacha al lado mío. Lo vi esperando el 60 antes de cruzar. Me mira preocupado.

—¿Cuántos dedos tengo?

Y la mano da vueltas, como si estuviera haciendo un truco de magia me muestra cuatro, dos, tres, los cinco dedos.

—Cuatro, dos, tres, cinco —le respondo siguiendo con atención el movimiento de su mano. No hay cosas más importantes que otras.

Cuando respondo correctamente, parece relajarse un poco. La señora rubia lo mira y, también ella más tranquila, me pregunta por mi familia.

No quiero que se enteren, tengo miedo de que se asusten y me reten, como cuando me golpeaba de chica.

—Piba, alguien tiene que saber adónde te estamos llevando. Dale algún teléfono a la señora. —La voz del bombero es inapelable. Yo soy la piba, me están llevando. Le hago caso y mientras le dicto el teléfono de la casa de mi mamá a la señora, escucho gritos desde atrás.

—¡Yo no hice nada! ¡Yo crucé bien! —Quise saber si hablaba sobre él, sobre mí, sobre el accidente. Me dijeron que no prestara atención.

Los bomberos habían detenido al conductor del auto, hablaban con él, le hacían preguntas. Él se negaba a responder. Lo escuchaba gritar, cerca pero no tanto. ¿Por qué gritaba? Quise verle la cara pero no pude. Quise pensar en una cara desde la voz y fracasé. Quise preguntarle a la señora rubia cómo era la persona que me había atropellado pero tuve vergüenza.

—Usted es un caradura y un animal. ¿Qué se piensa? ¿Qué todos somos tontos? Yo lo vi, estaba esperando el colectivo y lo vi. La chica venía lo más contenta cantando y usted le pasó por encima con el semáforo en rojo, así que a mí no me haga enojar. Sinvergüenza.

Era el viejo de boina que seguía dando vueltas ahí, en esa esquina, con la calle cortada y ya sin expectativas de tomarse su colectivo.

Escuché a la señora rubia hablar con mi mamá. Decirle que estaba yo, que estaban los bomberos, que estaba todo bien. Todo me pasaba por alrededor. Después se volvió a agachar y me dijo:

—Tu mamá está en camino, no te preocupes.

—Que la mami vaya directo para el hospital. Vamos, vamos. Hay que trasladar ya mismo. —Dos hombres de verde me miran desde arriba y ponen la tabla sobre una camilla. No cierro los ojos, el cielo arriba sigue igual de celeste.

El que me sube a la ambulancia se me acerca:

—Ahora en el hospital te van a ver unos muchachos. Vos tranquila, te van a hacer algunas preguntas. Contales todo tal como fue que a éste un mango le sacamos.

No lo conozco. No sé quiénes son los muchachos. La ambulancia es oscura, el gordo se baja, la puerta queda abierta y busco mi teléfono. Llamo a mamá. Me pide que la esperemos, que está a una cuadra. La señora rubia ahora está al lado mío y dice que ella me acompaña al hospital. El médico dice que si es una cuadra esperamos a la mami pero que tenemos que irnos. Nuestro destino es el Pirovano.

—La prepaga te va a buscar ahí, piba.

La chica del milagro

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