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Mamá está sorda del oído derecho desde hace años y nunca hizo nada para solucionarlo. Las cervicales le fueron estrangulando el torrente sanguíneo que alimentaba el nervio ótico hasta asfixiarlo. Pero ella prefiere no escuchar, sonreír y asentir con la cabeza cuando no sabe qué se le está diciendo a ponerse un aparato diminuto en el oído. Los audífonos son para los viejos y el tema se agota ahí, un poco porque los hijos nos agotamos, nos acostumbramos a que nos hable a los gritos, evitamos estar cerca cuando habla por teléfono y en público somos perfectos ventrílocuos al decirle bajá un poco la voz, mamá, por favor.

Mamá se jubiló hace más o menos dos años; desde entonces se empezó a acercar tímidamente a la idea de escuchar con aparatito. Mamá estaba lista para salir; se estaba poniendo el saco gris, ya había acomodado los tarjeteros y un libro que no leería en su cartera cuando sonó el teléfono. Atendió creyendo que quizás la llamaban del centro de estudios, habían pospuesto su turno y entonces podía aprovechar la mañana para hacer otra cosa, mandados, llamados, limpieza de placard, cualquier cosa. Mamá quedó inmóvil, preguntó y repreguntó. La mujer que hablaba del otro lado explicó algo que ella no pudo terminar de entender o de descifrar. Todavía parada al lado de la estufa, se animó a pedir que la ambulancia la esperara. A pesar de ya haber cortado la comunicación, no se movió. Miró el teléfono incrédula, no sabía quién la había llamado, no podía volver a comunicarse. Se repitió a sí misma que esa persona le había jurado que su hija estaba bien, pero también había dicho que estaban los bomberos. Los bomberos aparecen para juntar los restos y se van, pensó. Mamá se puso en movimiento. Caminó unos pocos pasos y le tocó la puerta a papá.

Papá abrió la puerta dormido, en ropa de cama. Todavía no eran las nueve de la mañana; en invierno papá duerme más. Mamá le golpeó la puerta y gritó su nombre. Mis padres viven en el mismo piso del mismo edificio y nutren una relación de cordialidad después de haberse divorciado a finales de 2001 por motivos que recubrían el cansancio, el desamor y la economía. Mamá le dijo que se iba, que tenía que irse. Le dijo:

—Ceci se cayó en la calle.

Papá abrió un poco más la puerta, la miró a la cara y le dijo:

—A Ceci la atropelló un auto.

Quizás el matrimonio nutre alguna suerte de telepatía y se acaba porque uno termina por descubrir todas las mentiras que el otro es capaz de decir. Papá sabía que no me había caído en la calle y mamá no pudo sostener su mentira, en apariencia involuntaria.

—¡Y mirá cómo estoy! —papá se señaló el piyama improvisado en un short roto y remera—. ¿Qué hago? ¿Dónde fue?

—Me voy, Felipe. Está en Juramento y Cuba y se la lleva el SAME. Yo no te puedo esperar.

Mamá cerró la puerta de su casa y no le echó llave. Salió y sintió que la cara se le contraía por los nervios. No percibió nada de lo que pasaba afuera y a su alrededor, era una autómata que movía las piernas e intentaba hacerlo cada vez más rápido aunque su cuerpo se negaba y la frenaba; no estaba preparada para ver eso. Eso que era un accidente pero que no sabía qué era, porque nadie sabe qué es un accidente. El accidente ocurre, siempre le ocurre a otro y recubre una infinidad de posibilidades que van desde solo un golpe, raspones, rotura de huesos, miembros superiores o inferiores y en el peor de los casos la cabeza contra el piso o más aún, la cabeza en el piso. El accidente, nadie en la familia tuvo nunca un accidente. Mamá vio las luces de los bomberos, las de la ambulancia y se detuvo. El accidente. Temió caerse en la calle, quiso correr con los brazos abiertos pero, ¿para abrazar a quién? Todavía le faltaba una cuadra para llegar. Trató de distinguir entre las miniaturas y se apuró. A la gente le encantan los accidentes.

Mamá sintió que el bolsillo le vibraba; las cosquillas en la pierna venían de afuera y eso la tranquilizó. Miró la pantalla. Ceci. Pidió que la esperaran, le quedaba una cuadra y desde donde estaba podía verlo todo. Una cuadra, espérenme. Mamá pudo avanzar, me había escuchado hablar, sonaba normal, coherente, como todos los días. Se tranquilizó, yo le había dicho que estaba bien y que la esperábamos. Mamá subió a la ambulancia agitada y con la mirada perdida.

—¿Qué pasó? ¿Qué te pasó? ¿Cómo estás?

—La nena está bien señora, tiene un poco de dolor, es lógico por el golpe. Nos vamos.

La vi trepar el peldaño de la ambulancia. Mamá tenía el saco gris abierto, los ojos planos y gotitas diminutas en la nariz que se pegaron a mi frente cuando besó y acarició mi cabeza. La señora rubia bajó, le dijo a mamá que tenía una granja de pollos a dos cuadras, que pasara a verla y le contara cómo seguía todo. También le dijo que no había sido nada. Mamá era un muñeco a cuerda que agradecía con voz interferida, casi muda.

El ambulanciero cerró las puertas. No encendió la sirena. Juramento es una calle de empedrado irregular y sus semáforos no están coordinados.

Me tapan con una frazada, tiemblo por dentro. Empiezo a llorar y mamá me agarra la mano. Ella también llora. La ciudad tiene un montón de pozos. Las ambulancias no tienen ventanas.

Papá dejó la puerta abierta pero mamá ya se había ido, quiso seguirla pero el pudor lo detuvo. Corrió hasta su habitación y empezó a vestirse con lo que encontró apilado en la silla; el calzado estaba disperso en el piso, alrededor del colchón. Hizo equilibrio, se agarró la cabeza, no pensó. Miró la pared pero no se le dibujó nada, escuchó a los vecinos en la escalera y esperó que todo volviera a silenciarse para salir.

El 23 de julio nada hizo eco en el hueco de la escalera y dos departamentos del mismo edificio quedaron sin llave.

Papá corrió con un zapato leñador en un pie y una zapatilla deportiva en el otro. Papá, poco pelo, corrió con el pantalón apenas cerrado, camiseta y una camisa de mangas largas abierta y del revés. No sintió lo empinado de 3 de Febrero hasta Juramento, quiso encontrarse con mamá pero, otra vez, no tuvo suerte.

A los anteojos de papá les falta una patilla, se los acomodó y trató de ver algo desde lejos. Sintió que había menos tránsito que de costumbre, pensó que la calle estaría cortada y empezó a caminar. Mamá seguía sin aparecer, las caras de los demás solo le hablaban del lunes. Apuró el paso, empujó, se apretó contra paredes, cruzó por la mitad de la calle, vio el camión de los bomberos y dos patrulleros. Corrió. No había ninguna ambulancia. Yo no estaba. Mamá tampoco. Papá no usa teléfono celular.

Una tragedia, la muerte siempre es una tragedia. Papá se acercó:

—Mi hija, la atropellaron, acá, ¿la ambulancia? —balbuceó. La boca, los miembros, los esfínteres, todo flojo.

El policía lo miró. Señaló en dirección a uno de los patrulleros.

—Ese hombre que está hablando con mi compañero es el que atropelló a su hija, pero tranquilo, ella estaba bien y ya se la llevó la ambulancia al Pirovano.

Uno, dos, tres, cinco pasos con calzado diferente y sobre el empedrado, Felipe se acercó, pasó por entremedio del policía y el conductor del auto. No hay que saber nada de boxeo para golpear a alguien y que le duela, lastimarlo sin técnica pero con sentimiento. Al primer golpe, la policía lo separó. Le pidió que se tranquilizara. Papá sintió que podía matar a ese tipo, que tenía las fuerzas para hacerlo.

—Me voy al hospital. Hijo de re mil putas.

El policía lo miró y le recomendó volver a la casa, ducharse, tranquilizarse, tratar de comunicarse con alguien.

Papá bajó la cabeza y entendió. Caminó por Cuba hasta Blanco Encalada, volvía a su casa pero no pensaba bañarse ni cambiarse. Decidió esperar a que sonara el teléfono y mamá le diera noticias. No prendió las luces ni se preparó el mate. Se acostó vestido en el colchón con el teléfono en la mano. No aguantó y se paró. Prendió el teléfono, verificó que tuviera tono, volvió a la cama y cerró los ojos.

Papá no iría al sanatorio en ningún momento. Mamá lo definiría en un lugar entre la fobia y la pelotudez.

La chica del milagro

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