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UN DÍA PERFECTO

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Cualquier escritura que no vaya hacia el amor se chocará contra una pared o contra cualquier cosa dura, como ese tren en la estación de Once que una vez no pudo frenar. Hoy es domingo por la tarde y recuerdo un día perfecto. Todos mis cuentos son sobre pensar o recordar. Aunque estuve a punto de empezar a escribir un cuento sobre matar. La inspiración me vino de una escultura de cerámica hermosa que hizo mi hijo de ocho años: cuatro cuchillos apoyados sobre un plano rugoso, esmaltado de color verde musgo. Los cuchillos son todos de distintos tamaños, de color gris, y están extendidos de mayor a menor. Aunque no es el momento de hablar de cuchillos, sino de un día perfecto…

El 20 de enero de 2016 fue un día perfecto. Un día de calor tórrido en la ciudad de Santiago de Chile. Yo había llegado a esa ciudad con mi hijo de la mano, para que visitara a su padre chileno, después de atravesar la cordillera en bus y hacer cinco horas de cola en la aduana. Hordas de argentinos –sí, podría decirse hordas– esperando su turno para pasar al país limítrofe alentados por la ilusión de encontrar mercancías baratas del otro lado de los Andes. Todo a causa del famoso cambio. En Argentina el cambio, la relación entre el peso y el dólar, el dólar, el dólar… es un tema omnipresente. Como si el peso argentino no existiera y solo fuera un fantasma danzando alrededor de la divisa estadounidense. Y no existe, es solo una abstracción débil flotando en torno a otra más poderosa, un puñado de hojas secas.

La presidenta saliente no dejaba comprar dólares, se necesitaban para la industria nacional. El presidente entrante liberó el mercado de divisas, su programa estaba basado –dijo en la campaña– en el comercio y la libertad. El comercio y la libertad. Hace un mes que los argentinos pueden comprar dólares en el mercado formal y ya corren en sus autos hacia el otro lado de la frontera a comprar ropa y computadoras traídas de Asia… Ropa y computadoras: las dos cosas que definen mi vida. La computadora, porque es donde escribo, y yo trabajo de escribir. (Soy una mujer que trabaja de escribir). Y ropa, porque es el recurso más a mano que tengo para transformarme en una mujer y poder ser una mujer que escribe.

El miércoles 20 de enero de 2016 me encontré con Gary y Eugenia, que justo estaban en Santiago, para ir de compras al mall Costanera Center. Un amigo de Gary le dijo que desde el balcón de su edificio el mall parece un cigarrillo encendido. Allí es posible encontrar todas las marcas que no están en Argentina por los altos aranceles de importación a los productos textiles que impusieron los gobiernos de Néstor y Cristina Kirchner: H&M, Forever 21, Topshop, Banana Republic, Gap y muchas más. Todas marcas que en Europa seguro ya pasaron de moda pero que en esta parte del mundo hacen furor. Una de las principales atracciones del centro comercial es una cascada de agua que produce imágenes y textos mediante la caída libre de gotas de agua; tiene ocho metros de ancho y doce de altura, y fue diseñada y construida por la empresa alemana OASE, dice Wikipedia. En Wikipedia es posible encontrar la historia de cada mall chileno. No sé por qué me puse a googlear esos datos, y tampoco sé por qué los estoy transcribiendo aquí. Quizás porque me llamó la atención que la empresa que maneja el branding del mall Costanera Center destaque como la atracción principal la existencia de esa cascada. O porque a pesar de haber pasado seis horas en ese centro comercial nunca vi las imágenes ni las palabras que producen esas gotas de agua en caída libre; creo que nadie las debe haber visto porque son totalmente accesorias a la experiencia extática de comprar. O quizás algún niño las vio, puede ser. Cuando leí lo de la cascada, pensé al instante en el arte contemporáneo: una caída libre de imágenes y palabras que fluyen al mismo ritmo que el dinero. En Wikipedia también encontré la historia del primer mall de Latinoamérica que fue inaugurado en Chile durante el gobierno de Augusto Pinochet: El mall Parque Arauco fue abierto al público el 2 de abril de 1982, e inaugurado al día siguiente por el comandante en jefe de la Armada y miembro de la Junta Militar, José Toribio Merino. Ese mismo día, el 2 de abril, en Argentina empezaba la guerra de Malvinas. ¿Podría decirse, entonces, que el 2 de abril de 1982, en el Cono Sur, empezaron dos guerras? Bueno, en realidad fue la misma guerra. Porque una sola guerra mueve las prendas de vestir, las armas y las obras de arte por el mundo.

En realidad, no importa de dónde vienen los malls (ni hacia dónde van). Lo que importa es que existen como cigarrillos eternamente encendidos, o quizás como heladeras gigantes en este día sofocante de principios de 2016. Es el día más caluroso del año y casi no hay lugares con aparatos de aire acondicionado en esta ciudad. La energía eléctrica es carísima en Chile y solo las grandes empresas como el mall Costanera Center pueden costearse un sistema de climatización. Y allá voy, en el metro, completamente sola, pensando en mi vida, que es lo que hago siempre que viajo sola en el transporte público. Mi hijo está con su familia paterna y Fabio, que fue mi novio durante siete años y que siempre me acompañaba a este país, me dejó exactamente hace diez meses por una estadounidense. Samantha, una chica rica de California, que por los problemas con su padre autoritario –otra guerra, al parecer–, vino a refugiarse en Buenos Aires. Fabio la conoció en un bar para turistas. Yo me di cuenta de que algo raro pasaba en nuestra relación porque empezó a leer compulsivamente libros en inglés, hasta que una mañana después de desayunar me dijo que estaba perdidamente enamorado de una extranjera. Todavía siento pena por lo que pasó, y él no volvió a hablarme, salvo en e-mails breves y cortantes, fríos y carentes de afecto, donde me decía que era el destino, que había encontrado el verdadero amor y que yo pronto también lo iba a encontrar... pronto. No sé si como una forma de tortura o porque soy una mujer que escribe, leo los artículos que Samantha publica en internet. Están en inglés pero yo los entiendo porque de niña mis padres me mandaban a un instituto a estudiar inglés. Ella también es una mujer que escribe, como yo. Y ahora que vive de este lado del mundo, está sumamente interesada en la literatura latinoamericana. Cuando faltan tres estaciones para llegar busco su blog en mi teléfono y veo que acaba de postear un dossier de poesía boliviana. Al final de la introducción, leo: Los poetas de Bolivia forman una pequeña parte de un movimiento mundial en el que las naciones como las conocemos desaparecerán, junto con el pensamiento progresista “desarrollista” para que solo quede el flujo puro de dinero, arte e ideas (la traducción es mía). Ahora que lo pienso, la empresa alemana OASE debe haber tenido algo parecido en mente cuando construyó la cascada de imágenes y textos que se forman sobre las gotas de agua en el mall Costanera Center. Todo en el universo está conectado, me digo.

Por mi parte, no tenía nada en la cabeza cuando llegué al primer piso de H&M, que es donde habíamos quedado en vernos con Gary y Eugenia. Llevaba en pesos chilenos el equivalente a ciento seis dólares, que había separado de mis magros ahorros para gastar en ropa. Tengo cuarenta y tres años y vivo de dar talleres de poesía en el living de mi casa. La gente se anota en mis talleres porque le gusta lo que yo misma escribo, creo. A veces fantaseo con la idea de que piensan que estoy cerca de la Poesía, me gusta pensar eso, sea donde sea que la Poesía (así con mayúscula) esté. “Cualquiera puede escribir algo genial –les digo–, lo difícil es conectarse con la genialidad”. ¿Y dónde está la poesía para las mujeres que escriben? Voy a hacer una confesión que me hace sentir mal. Porque es un sentimiento pueril, pero es algo que sentí, un sentimiento que tuve y fue mío y, por ese motivo, es algo real. Quizás al ponerlo aquí en palabras, al lograr que estas palabras las lea alguien más, convertidas en literatura, consiga que este sentimiento funesto me abandone y se esfume: entré a la tienda H&M con la esperanza de que la ropa que me comprara me ayudara, de vuelta en Buenos Aires, a conseguir novio. Ahora que lo escribo, me doy cuenta de que durante todos estos meses la soledad me hizo tener la fantasía de que la moda me iba a salvar. La tristeza de la soledad me hizo tener sentimientos tan desdichados como la creencia de que si estoy bien vestida alguien me va a amar. Y una mujer que escribe, escribe siempre del amor. Porque si me detengo a pensar, esa es la única razón por la que ahora estoy comprando ropa aquí. Para encontrar el amor. Porque si hay algo que no necesito es más pantalones, más vestidos, más minifaldas, más zapatos… Mucho menos ropa traída desde Asia dentro de containers empotrados como ataúdes en barcos que navegan por el Pacífico sur. ¡Tan hermoso es el océano para que lo arruinen esas naves enormes cargadas de cajas grises! ¿Por qué el mundo tiene que desarrollarse así? Es difícil ser una mujer que escribe. Para cualquier escritor, hombre o mujer, la literatura es lo más importante de su vida, y la literatura no tiene cuerpo, las palabras no tienen colores ni formas. Pero las escritoras tenemos que pensar en estar bien vestidas todo el tiempo además de pensar en nuestros libros. Tenemos que pensar todo el tiempo en estar vestidas como mujeres. Ser mujer es igual que ser una travesti, o peor, porque al menos las travestis pueden exagerar, nosotras no; tenemos que ser discretas, arreglarnos pero que no se note demasiado... Pienso en las esposas de los presidentes, lo único que hacen los diarios es hablar de su look. Apenas sus maridos asumen el poder, salen cientos de notas sobre qué se pusieron para tal o cual evento. Y si de las esposas de los hombres más poderosos del planeta solo se dice eso… ¿qué nos queda a las mujeres comunes?, ¿a las escritoras pobres llevando adelante una guerra? Porque todas las escritoras llevamos adelante una guerra aunque no la entendamos bien.

Pero ese día, comprar ropa era una excusa para encontrarme con Eugenia y Gary, de quienes no sé por qué razón me había alejado hacía más de siete años. Apenas los vi, me di cuenta de que los quería muchísimo y de que eran personas increíbles, llenas de bondad y luz, y agradecí estar en ese mall revolviendo mesas de ofertas con ellos. Ahora la ropa pasaba a segundo plano, solo existía como el vehículo de nuestro reencuentro. La yesca que volvía a encender el fuego de nuestra amistad. Nos probábamos todo lo que nos parecía lindo y nos preguntábamos si nos quedaba bien, nos dábamos consejos mutuamente y, dentro del probador, nos contábamos qué había pasado en nuestras vidas en los años que habíamos estado alejados.

–Esta noche organizamos una lectura en una casa. Acabamos de publicar un fanzine con poemas de una amiga tuya, se los robamos de su muro de Facebook, sin preguntarle –me comunicó Eugenia mientras yo me probaba unas calzas negras con arabescos fluorescentes de la sección de prendas deportivas–. ¿Pensás que le molestará?

–No, ¿cómo le va a molestar? Al contrario. Las poetas quieren que las publiquen. Además, esta chica… –No había alcanzado a terminar mi frase, cuando escuchamos que sonaba una sirena fuertísima y la gente, desorientada, empezaba a desbandarse y a correr. Tiraban toda la ropa que tenían en la mano y el piso se iba tapizando con pequeñas manchas de colores inconexas, casi como una pintura de Cy Twombly. Yo me saqué las calzas lo más rápido que pude y salí a toda velocidad del probador, desnuda de la cintura para abajo. Al no tener zapatos puestos, noté inmediatamente la humedad. Una oleada de agua helada ascendía muy rápido inundando el mall. El emporio de la democratización de la moda europea quedaba sumergido a toda velocidad. La fuente del hall central había tenido algún desperfecto y el agua salía a raudales de un caño aparentemente roto. En Chile siempre se dice que escasea el agua, pero en ese instante todas las nieves eternas de los Andes parecían haberse fundido para pasar por ese caño averiado. Y no solo la ropa de H&M flotaba, sino también la de todas las otras marcas. El mall, con su forma de cilindro, parecía un lavarropas gigante. Todas las mercancías destinadas a que las mujeres sean amadas navegaban ahora a la deriva dentro de la enorme estructura de acero. Las telas baratas de los pantalones y vestidos se hinchaban y apelmazaban.

La gente que no había alcanzado a salir en los primeros cinco minutos, quizás porque se había quedado azorada mirando el espectáculo, o porque seguía buscando a sus amigos y familiares, ahora no tenía otra opción que nadar hasta la puerta principal. Y yo hice lo mismo. Por suerte estaba descalza y no me costó llegar a la salida. Mi cuerpo semidesnudo se deslizó sin dificultad. Fueron unos pocos minutos en los que contuve la respiración y cerré los ojos sin pensar en nada. Y en ese momento, al quedarme con la mente en blanco, tuve una visión. Era sobre mi próximo marido. Mi futuro novio no tenía rostro pero vi sus manos. Eran manos grandes y toscas que cosían. Nos vi en mi pequeño living tirados en el piso cortando y cosiendo ropa para mí. Cientos de prendas hermosas hechas así nomás. No sé si los podría llamar vestidos porque eran como bolsas gigantes, y las telas eran rústicas y deslucidas y no tenían casi color. Pero eran geniales porque me volvían otra persona, una persona más seria y transparente. Nada que ver con la ropa de H&M.

Ese fue un día perfecto.

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