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MICHELLE MATTIUZZI

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Nunca llego a limpiar todo. Siempre limpio por sectores y en el ínterin, entre un sector y el otro, todo vuelve a ensuciarse y desordenarse por completo y la casa vuelve a parecer devastada por un terremoto. Mi casa siempre parece haber sido arrasada por un huracán cinco minutos antes. Hace años que pienso que la casa es un monstruo a dominar. Durante el final del invierno y casi toda la primavera del año pasado, estuve reformando el jardín. Con una paisajista de familia inglesa que estudió jardinería en Londres y que se llama Cecilia, igual que yo. Venía algunos días de la semana como a las tres de la tarde. Y como yo no podía quedarme ahí sentada mirando cómo trabajaba, me ponía a hacer cosas a la par. Corrimos las macetas juntas, y juntas también pintamos las paredes a la cal. Cal mezclada con ferrite amarillo.

Y la casa cambió en gran parte, porque el amarillo es un color muy poderoso, y porque el jardín ahora diseñado –aunque con un diseño selvático y salvaje– se convirtió en una utopía de pacificación.

Ahora sé que un día, aunque no logre dominar la casa, mi jardín me pacificará.

Me pregunto si este concepto de dominar una casa es algo universal, algo que sienten las personas. ¿Qué sienten los demás por sus propias casas? Me gustaría leer un libro con testimonios sobre las personas y el afecto que sienten por sus viviendas. Yo amo mi casa con un amor casi sobrenatural, pero no sé si el hombre que comparte el techo conmigo siente lo mismo. Él solo se encarga de lavar los platos, yo hago todo el resto de las cosas. Es una ley que se estableció de manera casi tácita en un momento en que él atravesaba un periodo de depresión. Una crisis, podría decirse. Y nunca se modificó, a pesar de que el psiquiatra le dio el alta. Ahora, el reparto de las tareas es así: él lava todos los platos a la mañana, antes de irse a trabajar, y yo limpio el resto de las cosas en los huecos de tiempo que mis actividades me van dejando. Porque yo trabajo en mi casa, y eso me encanta. Una vez, me prestaron una oficinita en el microcentro para que me concentrara más en mis poemas y no pude hacer nada. Me sentaba frente a la computadora con la mente en blanco, mientras pasaban los minutos. Después de varias horas, sin agregar una sola línea al archivo abierto delante de mí, me tomaba el subte y volvía a mi rincón junto al lavarropas y el horno, lugar en el que escribo desde hace unos quince años, y en el que escribí todos mis libros. Ahora me doy cuenta de que también de mi casa están hechos mis poemas aunque hablen de amor y desengaños. La casa es mi corazón, y seguramente es ella mi musa y no el hombre con quien convivo, como naturalmente una tendería a pensar.

Anoche invitamos a cuatro amigos a comer. Seguramente sea el último asado del año porque pronto el clima ya no permitirá estar afuera hasta cualquier hora como hicimos ayer. Son las once de la mañana y mi marido y yo acabamos de levantarnos. En la pileta, hay una infinidad de platos llenos de grasa. También, seis cazuelitas con helado de chocolate seco y pegoteado. (Pablo trajo dos kilos). Y tres o cuatro fuentes enlozadas en las que se llevó la carne cruda a la parrilla y se trajo cocida. Todo eso hay que lavarlo. Para mí no es una imagen odiosa. Lavar los platos me recuerda que mi casa estuvo llena de gente, y que esa gente rio y bailó en mi jardín. Tengo la teoría de que esos momentos gratos van apilándose invisiblemente sobre las paredes y forman un sedimento de amor que transforma los espacios y los mejora. Lo mismo me pasa con los cumpleaños o las fiestitas de Halloween que organizo para mi hijo. El patio queda lleno de pegotes de caramelos masticables, que hay que sacar raspando con un cuchillo y que de la noche a la mañana se llenan de unas hormigas diminutas y delgadísimas; las manchas oscuras de Coca Cola sobre las baldosas rojas tardan semanas en irse; pero yo siento que después de dejar el patio otra vez impecable, la casa, de alguna manera, ha evolucionado. Y además me encanta la espuma del detergente que resbala sobre el cristal de las copas, me hace sentir limpia, pura, purificada.

No sé si el hombre que vive conmigo siente lo mismo que yo: son las once y cuarto, y empieza lentamente con la parte que le toca. Lava dos tenedores y tres tazas y se sirve un café. Se sienta en el sillón del living a leer noticias internacionales en su teléfono. Siempre que puede, lee noticias en diarios del mundo. Cada tanto, comenta algo sobre Donald Trump o sobre la primera ministra británica, Theresa May, o dice algo más bien positivo sobre Putin. Yo le contesto cualquier cosa que suene pertinente (nunca estuve en Rusia y no puedo imaginarme cómo puede ser la mente rusa; la forma rusa de ver el mundo…). En realidad, todas estas conversaciones son para mí, como dicen los ingleses, small talk. No me interesa mucho la geopolítica, pero me gusta conversar con el hombre que vive conmigo.

A las doce y media, después de que yo ya limpié el baño, baldeé el patio, barrí y pasé el trapo por el piso del living, el ochenta por ciento de los platos siguen en la pileta. Le digo:

–Che, qué onda, estás mil años para lavar tres platos.

Entonces, creo que toma conciencia de que le queda muy poco tiempo y lava todo a las apuradas: SIN AMOR. Se acerca la hora en que sale para su trabajo. Trabaja escribiendo ensayos sobre arte para una revista italiana. Su prosa es elegante y refinada, con adjetivos cultos e inesperados y conclusiones lúcidas sostenidas por una lógica de hierro. Pero cuando termina de lavar los platos NUNCA limpia la pátina de grasa que queda en toda la pileta ni los restos de comida que se depositan en la rejilla que puse para impedir que los desperdicios se vayan por las cañerías y las tapen. Lo único que hay que hacer es sacar esa rejilla y golpearla contra el borde del tacho de basura para vaciarla. Aparentemente es una tarea para la que el hombre que vive conmigo, lector de diarios internacionales, está incapacitado.

Pero yo también soy una mujer internacional. El año pasado viajé a Río de Janeiro invitada como traductora a un workshop de arte. Allí conocí a una artista negra dedicada a la performance. En uno de los videos que mostró, se la veía caminando por la ciudad de Bahía vestida de blanco y con una de esas rejillas a modo de bozal, tapándole la boca. Se paraba frente a la enorme cabeza de hierro cortada del monumento de Zumbi, y hacía que le clavaran agujas que le atravesaban toda la cara. Sangraba y le corrían las lágrimas, pero permanecía inmóvil. Creo que fue lo más interesante que vi en todo el workshop. También había otro artista del nordeste, iniciado en el candomblé, que contó cómo hizo una limpieza ritual en un museo antropológico inglés lleno de piezas robadas durante la colonia. Pero esa obra no me impactó tanto. La del colador me tocó especialmente porque me hizo pensar en mi casa y en el hombre con el que vivo. Estaba en un hotel re lindo frente a la plaza Tiradentes, pero los extrañaba. Y cuando esa noche después de ver el trabajo de Michelle Mattiuzzi volví al hotel y me conecté a skype para hablar con él, sentí también que extrañaba el colador de la pileta, lleno de grasa y restos de comida en mal estado, que lo más asqueroso y sucio de la casa era también parte de mi corazón.

Todos los cuadros que tiré

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