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El descontento popular, combustible de la derecha francesa

Serge Halimi

Todo beneficia a la extrema derecha francesa: una economía estancada, un desempleo cuya curva sube en vez de bajar, el miedo al desclasamiento y a la precariedad, los servicios públicos y la protección social amenazados, un “proyecto europeo” tan sabroso como una cucharada de aceite de ricino, una ola migratoria que infla el caos de varios Estados árabes, atentados masivos cuyos autores reivindican el islam… Sin olvidar, desde hace ya casi treinta años, un Partido Socialista que comparte con la derecha tanto la responsabilidad de las políticas neoliberales ya establecidas por los acuerdos europeos como el proyecto de mantenerse indefinidamente en el poder (o, para la derecha, de volver) presentándose, elección tras elección, como la última barrera contra el Frente Nacional (FN).

Balance: ninguna fuerza política exhibe tanta energía y cohesión como la extrema derecha, ninguna comunica con esa misma eficacia el sentimiento de que conoce el camino y que el futuro le pertenece. Ninguna esboza tampoco la menor estrategia de reconquista contra ésta (1). Eliminado de la segunda vuelta de las elecciones presidenciales por Jean-Marie Le Pen el 21 de abril de 2002, el primer ministro Lionel Jospin ya hablaba aquella noche de un “golpe de estruendo”. Y, al mismo tiempo que se retiraba de la vida política, invitaba a sus camaradas socialistas a movilizarse “para preparar la reconstrucción del futuro”. La tarea le fue confiada a François Hollande…

Pero cuando un fenómeno político como éste lleva décadas de desarrollo, es inútil darle una única explicación. En otras partes de Europa, algunos movimientos xenófobos prosperaron sin que los favoreciera ningún partido socialista en el poder (es el caso en el Reino Unido y Dinamarca), y en situaciones económicas menos degradadas que en Francia (Polonia y Suiza). Inversamente, las tasas de desempleo de España (21,6% en septiembre de 2015), de Grecia (24,6%) o de Chipre (15%), todas superiores a la de Francia (10,8%), no fueron acompañadas de una performance comparable de la extrema derecha. Por último, este partido ya tenía muy buenos resultados antes de los atentados sangrientos de enero y de noviembre de 2015 en París, y antes de la llegada del flujo migratorio del último año, por más que estos acontecimientos, es evidente, le sirvieron. Como, a decir verdad, casi todo.

Lo importante no es solamente que en la primera vuelta de las elecciones regionales, el 6 de diciembre de 2015, los candidatos del FN hayan quedado al frente en 6 regiones de 13 y en 46 de los 95 departamentos metropolitanos. Sino también que hayan mejorado sus puntajes en casi todas partes una semana después, incluso cuando no tenían ninguna chance de ganar la presidencia de una región. Es decir que, de ahora en más, para un elector frentista, el voto útil es el voto FN, y que este partido, lejos de ser una fuerza suplente absorbible por la derecha, empieza a cazar con éxito en sus tierras: del 18 al 20% de los electores de Nicolas Sarkozy en 2012 habrían votado a la formación de Marine Le Pen en diciembre de 2015 (2).

La determinación de los electores de extrema derecha es tanto más significativa cuanto que el modo de escrutinio y el sistema de alianzas penalizan fuertemente a su partido. Primero en términos de sufragios tras estas regionales (ya había sido el caso en los escrutinios europeos de mayo de 2014 y departamentales de marzo de 2015), no preside ni un solo consejo regional, ni un solo consejo general. Y no está representado más que por 2 diputados sobre 577, 2 senadores sobre 348 (3). Esta anomalía democrática le permite seguir presentándose como víctima de una “clase política” ampliamente detestada, que vitupera con la sinceridad de los que son dejados de lado.

En el terreno de las ideas, en cambio, domina la escena. Le resulta tanto más fácil cuanto que sus adversarios intelectuales, llenos de tristeza, derrotas, escisiones y divisiones, encuentran con demasiada frecuencia refugio y sostén en el radicalismo de papel de los claustros universitarios (4). Los grandes medios de comunicación tampoco le complican la tarea cuando alternan un dossier sobre “el islam desfachatado” con otro sobre los pensadores reaccionarios.

Tradicionalmente, la victoria de una mayoría de izquierda coincidía con una radicalización de la derecha, la cual se sentía desposeída de un bien –el poder– que consideraba como suyo. En el caso de Hollande, la hostilidad que suscita en los círculos conservadores es más desconcertante, porque no es fácil ver en qué se diferencian sus políticas de las de éstos, con la excepción del “matrimonio para todos”, contra el que de hecho se movilizaron hace tres años, pero sobre el que todos saben que no van a volver (5).

Como la extrema derecha, a la “derecha desacomplejada” le encanta fustigar lo “políticamente correcto”. El fenómeno no es exclusivamente francés (6). En Estados Unidos, cada ocurrencia de Trump, cuando aún era candidato, contra los mexicanos “violadores” o los musulmanes “terroristas” le permitía al magnate subrayar el coraje que tendría al romper así con el consenso blando de la izquierda, los intelectuales, los burgueses, los esnobs.

Efecto garantizado: los medios simulan ofenderse, y después le dan la palabra para que se explique. A punto tal que no se lo escucha más que a él. ¿Hay que expulsar de un solo golpe a 11 millones de inmigrantes clandestinos? ¿Construir un muro a todo lo largo de la frontera con México? ¿Fichar a los musulmanes ciudadanos de Estados Unidos y prohibirles a los demás el acceso al territorio? Cada semana surge un “debate” de este tipo. Oponerse a semejantes ideas equivale a mostrar la propia cobardía, la propia indulgencia, el desprecio hacia las aspiraciones de la “mayoría silenciosa”, incluso a exponer al país a nuevos ataques subversivos.

Sarkozy está familiarizado con estos mecanismos de la derecha estadounidense (7). El 9 de diciembre de 2015 en France Inter atacaba nuevamente “esa actitud biempensante que prohíbe los debates”. ¿Cuáles son los debates que prohíbe según él? “Apenas alguien decía algo sobre la inmigración, era racista; apenas alguien pronunciaba la palabra ‘islam’, era islamófobo; apenas alguien hacía una pregunta acerca de la identidad francesa, era un reaccionario.” Un ex Presidente de la República, jefe de partido, apoyado por una buena parte de la prensa y de la patronal, metamorfoseado en disidente en su propio país: alcanzaba en efecto con sólo pensarlo. ¿Y cómo no va a ganar el Frente Nacional la batalla de las ideas si sus presuntos adversarios la llevan a cabo en su lugar, y sobre sus temas predilectos? Una semana antes del 21 de abril de 2002, Le Pen ya podía cantar victoria: “Los políticos, los periodistas y los politólogos hablan un idioma que no está muy alejado del mío, cuando no lo incluye, o incluso lo supera. Yo me normalicé porque todo el mundo habla como yo. Es lo que en un momento se conoció como la ‘lepenización de los espíritus’” (8).

Ahora el mismo Presidente de la República utiliza esta dinámica, incluso en el terreno de las libertades públicas. Expresándose ante la Asamblea Nacional, el 16 de noviembre de 2015, Hollande estimaba por ejemplo: “Tenemos que poder despojar de su nacionalidad francesa a un individuo condenado por una violación a los intereses fundamentales de la nación o por un acto de terrorismo, aunque haya nacido francés, y digo bien aunque haya nacido francés, a partir del momento en que cuenta con otra nacionalidad”. Como nadie imagina que semejante medida, sacada directamente de los depósitos ideológicos de la extrema derecha, habría disuadido a autores de atentados dispuestos a sacrificar su vida, el anuncio solemne hecho por el jefe de Estado tuvo como principal consecuencia legitimar la distinción entre los ciudadanos franceses en función de su origen, ya que son sobre todo los descendientes de inmigrantes los que cuentan con una doble nacionalidad. Marine Le Pen no tuvo más que pasar a cobrar. Y lo hizo exquisitamente durante un meeting en Niza, el 27 de noviembre de ese mismo año: “El FN tiene un programa realista y serio que es incluso fuente de inspiración para François Hollande”.

Crisis económica y fractura social

Desde hace treinta años, en nombre de las “reformas necesarias”, de los ahorros a realizar, de un endeudamiento público a contener, las políticas sociales y los servicios públicos están siendo atacados: jubilaciones, asignaciones familiares, subsidios para la vivienda, educación superior y salud gratuitas. Semejante recorte, sobre todo cuando se produce en un período de desempleo masivo, de crecimiento anémico, exacerba la mirada desconfiada de todos contra todos, el repliegue individualista, el “Hay sólo para ellos, nada para nosotros”. Los discursos que vilipendian el “asistencialismo”, los extranjeros y las “puertas abiertas inmigratorias” se alimentan de esta fuente. Que está lejos de agotarse, porque la Unión Europea impide, como acaba de confirmar en Grecia, cualquier cambio de rumbo económico. Hace ya tres años y medio, un ministro socialista francés, Arnaud Montebourg, acusaba a su entonces presidente, José Manuel Barroso, de ser “el combustible del Frente Nacional” (9).

El lazo político entre inseguridad económica y “preferencia nacional” opera cada vez más a través de las prestaciones sociales. Mientras éstas más se ven amenazadas, o mientras más se pone en duda su universalidad por condiciones de recursos (asignaciones familiares, subsidios de alojamiento para estudiantes), la competencia para conseguirlas más alimenta –particularmente en los sectores populares desprotegidos– la persecución a los fraudulentos, la búsqueda de chivos expiatorios.

Al analizar los resultados de la primera vuelta de las elecciones departamentales de marzo de 2015, en las que el FN obtuvo el 26% de los votos (mucho más entre los obreros, los empleados y los desocupados; mucho menos entre los diplomados, las profesiones liberales, los cuadros superiores), la politóloga Céline Braconnier señalaba que en el electorado de extrema derecha “el falso pobre es una figura omnipresente en las entrevistas: es la vecina que vive de las ayudas sociales y cuyos hijos acceden de manera gratuita a la cantina cuando los trabajadores pobres se ven privados de la misma por una tarifa prohibitiva; son los gitanos instalados en campos de manera gratuita desde su llegada, mientras que para los inmigrantes de larga data es imposible obtener un HLM [Vivienda de Alquiler Moderado, en francés] en la ciudad en la que viven desde hace décadas; son los tramposos que se estarían aprovechando de la generosidad de los bancos de alimentos simulando la realidad de su situación” (10)…

La conclusión se deduce sin esfuerzo: la xenofobia encubierta por una exigencia igualitaria, la “preferencia nacional” como rechazo de una supuesta preferencia inmigratoria (11). Es así como Marine Le Pen puede declarar, como lo hizo el 15 de septiembre de 2015 en France Inter: “Se ejerce una profunda violencia hacia los franceses hoy en día cuando se enteran que se ponen a disposición 77.300 plazas de urgencia, como si nada, de la noche a la mañana [para los refugiados políticos], mientras que hay un millón y medio de hogares franceses que esperan una vivienda social, en algunos casos desde hace años; que hay, según la Fundación Abbé Pierre, millones de franceses en una situación de alojamiento precaria, o incluso que ni siquiera están alojados. Y bueno, yo soy la responsable política que dice que los franceses no tienen que ser los últimos de la fila”.

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