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Prólogo

Pedro Brieger

A comienzos del año 2003 el presidente de Estados Unidos, George W. Bush, se encontraba en campaña para derrocar a Saddam Hussein en Irak y, para ello, necesitaba contar con la legitimidad del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas para poder invadir dicho país. Por entonces, varios gobiernos europeos se opusieron a lo que parecía una trama de demonización de Hussein basada en un conjunto de falsedades acerca de un supuesto arsenal nuclear que habría en suelo iraquí, y que habría convertido al gobernante en el “Hitler” del nuevo siglo y la mayor amenaza a la humanidad entera. Fue entonces cuando el secretario de Defensa estadounidense Donald Rumsfeld atacó a los gobiernos de Alemania y Francia que se oponían a sus planes calificándolos despectivamente de pertenecer a la “vieja Europa”.

Amén de la situación interna de Irak, los argumentos de la Casa Blanca se basaban en dos falacias. Por un lado, la comparación de Saddam Hussein con Adolf Hitler era propagandística y conceptualmente errónea; como si a la ligera se pudiera comparar cualquier fenómeno autoritario o dictatorial con el nazismo y su líder. Por el otro, aquella “vieja” Europa a la que aludía Rumsfeld apenas existe en el imaginario de las simplificaciones. No tiene ningún sentido condensar la historia europea del siglo XX en el Pacto de Munich de 1938 entre Chamberlain y Hitler y deslizar que la Alemania nazi avanzó hacia Polonia y construyó campos de exterminio sólo como consecuencia de un rancio “pacifismo” europeo.

Las vaguedades y simplificaciones de las apreciaciones de Rumsfeld aludían a las atrocidades cometidas por el nazismo que en la memoria colectiva –principalmente europea, hay que destacarlo– todavía persisten, y a una supuesta Europa pacifista incapaz de enfrentarse desde un primer momento a la bestia del nazismo como si no hubieran dimensionado el peligro que enfrentaban.

Las comparaciones y analogías históricas pueden contribuir a pensar un fenómeno social determinado, a contextualizarlo, analizarlo o buscar similitudes y diferencias. Sin embargo, en numerosas ocasiones estas comparaciones sólo sirven como herramienta política para generar apoyo, como el que buscaba la Casa Blanca para invadir Irak. Al fin y al cabo, quién podía oponerse a derrocar al mismísimo Hitler reconvertido en un aterrador Saddam Hussein que tendría armamentos para atacar las principales capitales europeas y matar a millones de personas.

Neofascismo, el libro que el Dipló presenta en esta oportunidad, está lejos de las simplificaciones. Muy por el contrario, mediante la reflexión de prestigiosos autores busca problematizar el ascenso de nuevas fuerzas políticas calificadas de “extrema derecha” en Europa, un continente que se parece muy poco al que fue entre la finalización de la Segunda Guerra Mundial y la caída del muro de Berlín el 9 de noviembre de 1989, y mucho menos al de la década de 1930, cuando emergió el nazismo en Alemania después de la Primera Guerra Mundial.

Una “nueva” Europa

“Europa ya no es Europa” suelen lamentar aquellos que añoran países con tradiciones, lenguas, religiones y costumbres diferentes que tenían muy poco en común entre sí y que apenas se mezclaban cuando sus casas reales se unían por conveniencia doscientos años atrás. El ascenso del capitalismo trajo la expansión colonial y millones de africanos, árabes, musulmanes, hindúes y asiáticos abandonaron las colonias (antes y después de las independencias) para instalarse en las metrópolis. Si una de las razones que esgrimió el presidente Charles De Gaulle para abandonar Argelia fue que temía que el crecimiento demográfico de “esos” franceses terminara por transformar a Francia, no es menos cierto que con la independencia de Argelia se les quitó la nacionalidad francesa, incluso después de que miles de argelinos franceses se hubieran trasladado a la Francia continental.

Entre 1945 y 1975 españoles, portugueses, marroquíes, tunecinos y argelinos llegaron a Francia, país que duplicó su población extranjera. Los portugueses y españoles eran europeos, pero los magrebíes del Norte de África –árabes y musulmanes en su mayoría– modificaron por su parte aun más la sociedad francesa y la integración –consecuencia de la inmigración– se convirtió allí en un problema social y político. Los hijos y nietos de aquellos inmigrantes magrebíes nacieron y crecieron en las periferias urbanas criándose como franceses de segunda categoría que estallan en cólera cada tantos años para protestar contra su falta de integración. Como caldo de cultivo para los partidarios de extrema derecha suele decirse sin una pizca de inocencia que Francia se “kebabizó” (“La France kebabizée?”, Rue 89) en referencia a la carne cocinada a las brasas traída de Medio Oriente. Alemania no le va a la zaga y el “doner kebab” –un aporte de los inmigrantes de Turquía que llegaron en la década de 1970– ya se ha convertido prácticamente en la comida “nacional” alemana.

A raíz de los cambios en Europa, la provocadora periodista Oriana Fallaci se atrevió a afirmar en una entrevista a The Wall Street Journal en 2005 que “Europa ya no es más Europa; es Eurabia, una colonia del islam, donde la invasión islámica no es sólo física, sino mental y cultural”.

Los atentados terroristas perpetrados por jóvenes musulmanes nacidos en Europa son un reflejo de estos cambios. A mediados del siglo pasado los ataques de los independentistas argelinos se realizaban en los territorios ocupados por las potencias coloniales contra los soldados extranjeros y rara vez en suelo europeo. Hoy, algunos de estos jóvenes son hijos de quienes emigraron hacia la metrópoli y, nacidos en Europa, no se identifican con los lugares que abandonaron sus padres o abuelos e incluso se han radicalizado por la discriminación que sienten en la vida cotidiana como nacionales de segunda categoría. También hay que tomar en cuenta la transformación de la estructura productiva, con la consecuente desaparición de los grandes conglomerados industriales y sus organizaciones sindicales, y la pérdida de referentes socio-políticos que caracterizaron a gran parte del siglo XX.

El debate sobre la radicalización de los jóvenes franceses y su relación con el Islam excede las páginas de este libro aunque está planteado por el impacto que provocaron los ataques terroristas perpetrados en Francia y las diferentes respuestas surgidas desde los ámbitos gubernamentales y los diversos partidos políticos. Está claro que no existe un consenso respecto de las causas que motivaron los ataques ni tampoco sobre la forma de resolver los temas de fondo. Esta dificultad se da por las profundas diferencias de diagnóstico, como sucede en el caso de dos de los grandes estudiosos sobre el Islam como Gilles Kepel y Olivier Roi. Mientras Kepel asegura que se trata de la radicalización del Islam, Roi sostiene que es la islamización de la radicalidad.

Después de la caída del muro de Berlín, otros millones, que provenían de los países que conformaban el bloque soviético, también decidieron probar suerte en Europa Occidental, cuna del desarrollo capitalista y del “pensamiento democrático moderno”.

Es indudable que los sucesivos procesos migratorios han transformado las principales capitales europeas, hasta convertir a algunas en verdaderos ámbitos multiculturales, como Londres, donde cuesta encontrar “auténticos” ingleses. Nada mejor que los resultados del referéndum por el “Brexit” para ratificar lo antedicho: en la multicultural Londres la mayoría votó por permanecer en la Unión Europea, mientras que a medida que uno se alejaba de la capital había más “ingleses” y crecía el voto para abandonar la Unión Europea.

Este proceso de integración –como en el caso del Reino Unido– es lo que numerosas formaciones políticas comúnmente definidas de “extrema derecha” quieren evitar antes de que sea irreversible. Cabe destacar que este pensamiento no es patrimonio de la extrema derecha. En 2010 la canciller alemana Angela Merkel se dirigió a los jóvenes de su partido para decirles: “A principios de los años 1960 nuestro país convocaba a los trabajadores extranjeros para venir a trabajar a Alemania y ahora viven en nuestro país [...]. Nos hemos engañado a nosotros mismos. Dijimos: ‘No se van a quedar, en algún momento se irán’. Pero esto no es así […].Y, por supuesto, esta perspectiva de una [sociedad] multicultural, de vivir juntos y disfrutar del otro […] ha fracasado, fracasado totalmente” (1).

El problema de los partidos tradicionales de “centro” o “centro-derecha” es que están inmersos en sus propias contradicciones y no se deciden a implementar aquello que pregonan. En cambio, quienes sí parecen estar dispuestos a concretar esos postulados son aquellos partidos denominados de “extrema derecha”, que ahora se sienten envalentonados por el triunfo de Donald Trump en Estados Unidos.

El presente libro de el Dipló contiene múltiples opiniones y definiciones sobre estos partidos y movimientos europeos influenciados por fenómenos como el fascismo y el nazismo que dejaron su huella a lo largo de todo el siglo XX y que hoy tienen un fuerte discurso antiinmigratorio. Tal es así que no existe consenso entre los diferentes autores acerca de si definirlos como “neonazis”, “neofascistas”, de “derecha”, “ultraderecha”, “extrema derecha” o nazis y fascistas a secas, entre otras definiciones que se abordan en los trabajos que componen este libro.

No deja de ser verdad que ciertos periodistas utilizan los adjetivos calificativos de manera más superficial –y, muchas veces, con fines comerciales– y que los académicos tienden a una mayor rigurosidad al analizar fenómenos colectivos. Es importante la salvedad porque no se puede tildar de “fascista” a cualquier movimiento de “extrema derecha” como ocurre en ocasiones con cierto lenguaje periodístico que no repara en disquisiciones teóricas y prefiere el sensacionalismo antes que el análisis riguroso de un fenómeno.

El punto de partida para casi todos los autores es la experiencia histórica y la conciencia de los cambios sucedidos a lo largo del siglo XX tomando como momento inicial la Revolución Rusa de 1917, que cambió el sentido de la historia. Sin embargo, las definiciones se plantean como problemáticas cuando se asegura –como varios especialistas hacen en el libro– que las expresiones “izquierda” o “derecha” son anticuadas y que existe una gran desilusión respecto de los partidos políticos tradicionales y de la política en sí misma.

Las mutaciones de la política

En este sentido, el libro está atravesado por la redefinición de la representación política y por el ascenso de fuerzas que se vieron influenciadas por los modelos autoritarios del fascismo y el nazismo, pero que también se han transformado y –en algunos casos– se han adaptado al modelo parlamentario representativo. Esto es claramente comprobable con el Frente Nacional liderado hoy por Marine Le Pen en Francia. En sus orígenes, la formación creada por su padre Jean-Marie cuarenta años atrás había reunidos a varios grupos de extrema derecha como “Ordre Nouveau” (Nuevo Orden) que tenía las características de un partido fascista con grupos de choque y las mismas consignas que hoy enarbolan casi todos los partidos de extrema derecha. En junio de 1973 organizaron un acto público con la consigna “Hay que parar la inmigración salvaje” en el centro de París que provocó la respuesta de algunas organizaciones de izquierda que intentaron impedir el acto, al que calificaron de “fascista”.

En el caso francés este conjunto de formaciones extraparlamentarias, al borde de la legalidad, ha mutado. Jean-Marie Le Pen ya no es más su líder, el partido dejó de ser marginal y tampoco concita el rechazo del 80% de la población, como se había visto en la segunda vuelta electoral de 2002, cuando Le Pen fue derrotado de manera humillante por Jacques Chirac en su carrera a la Presidencia, aunque había logrado el segundo lugar en la primera vuelta, superando al histórico Partido Socialista francés.

Su hija Marine, como analiza Alain Badiou en el libro, no es la antítesis de su padre, pero tampoco una continuidad lineal. Ella ha demostrado una gran capacidad de convocatoria incluso de sectores que antaño votaban al Partido Comunista y que cuarenta años atrás ni se les hubiera cruzado por la cabeza votar por lo que en Francia se denomina “la extrema derecha” a secas.

En el libro también existe una serie de cuestionamientos a los partidos políticos progresistas y de “izquierda”, tal como los conocimos en casi todo el mundo en el siglo XX, que respondían a un modelo ideológico atravesado por la Revolución Francesa de 1789 y la Rusa de 1917, modelo que –en cierta medida– finalizó con la caída del muro de Berlín. En la mayoría de los países de Europa “Occidental” y “Oriental” los partidos surgidos al calor de la Revolución Rusa en casi todas sus variantes y por motivos diferentes han desaparecido. La socialdemocracia, además, se ha liberalizado hasta tal punto que ya es casi imposible distinguirla de los partidos que abrazan el credo liberal, e incluso las vertientes social cristianas también prácticamente han desaparecido. Por su parte, aquellos partidos conservadores y de derecha que han aplicado las fórmulas neoliberales y “europeístas” dictadas por los organismos internacionales como el Fondo Monetario Internacional y el Banco Central Europeo han potenciado el desarrollo de las fuerzas de “extrema derecha” al arrojar a sus brazos a miles de desocupados que han perdido referencias ideológicas y donde el miedo al “otro” termina por provocar un rechazo a todo proceso de integración europea.

El acceso al poder de Donald Trump todavía es muy reciente como para saber qué impacto tendrá en algunas formaciones europeas que se identifican con varios de sus postulados, aunque él haya proclamado que su triunfo alentaría el desarrollo de fuerzas políticas afines, pensando en primer lugar en Marine Le Pen en Francia y en algunos partidos de Europa Oriental.

En 1933, Wilhelm Reich analizó al fascismo a través de la lupa de la psicología de masas. Casi cien años después algunos de sus pensamientos parecieran adaptarse a la era actual cuando se trata de analizar el nacionalismo y los mecanismos subjetivos que apelan al inconsciente y los sentimientos irracionales que afloran. Esta “psicología de masas” hoy se ha transformado en el “marketing” de la política que permite llevar adelante campañas electorales y llegar al corazón de millones de personas apelando a lo mismo que planteaba Reich a comienzos del siglo pasado: la actitud emocional de las masas.

Sin embargo, Chantal Mouffe sostiene que la estrategia demonizadora de estos movimientos que califica de “populistas de derecha” a estos partidos, puede ser moralmente reconfortante, pero desempodera políticamente. Al igual que ella, muchos de los autores de este libro consideran que hay que encontrar una formulación progresista que permita una movilización hacia la igualdad y la justicia social. En este sentido, Neofascismo es un aporte muy valioso para emprender esa búsqueda.

1 “Merkel asegura que la Alemania multicultural ha fracasado”, El País, Madrid, 17-10-10, http://elpais.com/diario/2010/10/17/internacional/1287266409_850215.html

Neofascismo

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